Thanos I II Capitán Marvel
Un axioma básico de la ficción aventurera (trátese de espadachines, cow-boys o caballeros jedi) es que la categoría de un héroe se mide por la de sus enemigos. Los tebeos de superhéroes lo aprendieron enseguida, de ahí que los nombres de sus principales personajes vayan asociados enseguida a un megavillano: Superman a Lex Luthor, Batman al Joker, Spiderman al Duende Verde o Los 4 Fantásticos al Doctor Muerte. Thanos, apodado el Titán Loco, fue creado asimismo para cumplir idéntica función: era el villano cósmico por excelencia y su creador, Jim Starlin, lo ideó primero como némesis del héroe que portaba el nombre de la Casa de las Ideas, el Capitán Marvel, y después, cuando cambió de colección, de un fascinante personaje llamado Adam Warlock, que debiera estar de actualidad porque, en las aventuras marvelitas de papel, fue el primero que portó una de las Gemas del Infinito que ahora han sido tan fundamentales en el último éxito de Marvel Studios: Los Vengadores: Infinity War. Pues bien, la importancia de Thanos radica en que, al contrario que los otros grandes villanos de la Casa, no necesitó estar asociado, de modo perenne, a las aventuras de sus grandes antagonistas, sino que pronto alzó el vuelo, hasta el punto de convertirse en el centro de grandes sagas de la editorial (por ejemplo, la que ha inspirado la mencionada película), protagonizar colecciones y modular una fascinante trayectoria a lo largo de sus casi cincuenta años de existencia, erigiéndose en uno de los seres más inclasificables de la historia de Marvel.
Curiosamente, su nacimiento fue accidentado e incluso poco significativo. A principios de los años 70, Marvel vivía un periodo de expansión editorial, que lo llevó a crear múltiples colecciones en poco tiempo. Necesitada de ampliar plantilla, buscó jóvenes artistas hasta debajo de las piedras, con los cuales complementar o incluso reemplazar a los veteranos que habían sostenido casi por sí solos la Casa de las Ideas en la década anterior: Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko, por distintas razones, estaban fuera del terreno de juego, y Roy Thomas, John Buscema y John Romita no daban abasto.
Uno de esos jóvenes se llamaba Jim Starlin, y era realmente versátil: escribía y dibujaba, aunque en ninguno de esos dos campos todavía había llamado la atención (y conociendo sus primeras obras, parecía difícil que pudiera hacerlo: su evolución fue increíble, y sucedió en muy poco tiempo). Starlin acababa de ser nombrado dibujante de la colección dedicada al Hombre de Hierro, y en su segundo episodio la serie se encontró sin guionista. Un amigo suyo, Mike Friedrich, con quien compartía además apartamento, fue nombrado deprisa y corriendo para el puesto, y le pidió ayuda. Starlin le pasó una serie de personajes y conceptos que tenía en mente desde hacía tiempo, y entre los dos compusieron para el número 55 de Iron Man (II/1973) un cóctel bastante apresurado e inarmónico, sobre todo por la precipitación con que introducía tal cúmulo de elementos. Ahora bien, quién iba a decirlo, ese episodio carente de interés propio iba a ser el comienzo de la leyenda de Starlin… y de Thanos.
Y es que, de un plumazo, el autor creó un nuevo escenario marvelita, Titán, una de las lunas de Saturno, bajo cuya desolada superficie se esconde una civilización hipertecnológica bajo el benévolo gobierno de Mentor, un ser cuyo origen procede nada menos que de los dioses olímpicos. Mentor tuvo dos hijos: uno de ellos, Eros, hace honor a su nombre; el otro, Thanos, también (a su modo: Starlin se inspiró en la palabra griega thanatos, que significa «muerte»). Es decir, Thanos, de rostro deforme como bello es el de Eros, es un ser sombrío de intenciones destructivas, que reniega de su familia destruyendo casi por completo su mundo de origen y que se lanza en pos del clásico control del universo. En Iron Man 55, de hecho en su primera viñeta, Starlin también creó un personaje hoy muy célebre por su inclusión en la alineación de los Guardianes de la Galaxia cinematográficos, Drax el Destructor, un ser de enorme fuerza creado con un único objetivo: poner fin a la existencia de Thanos.
En una buena decisión del entonces director editorial de Marvel, Roy Thomas (un excelente editor, es evidente), transfirió a Starlin, como guionista y dibujante, a una colección donde ese aluvión «cósmico» tendría un mejor encaje. Se trataba de Captain Marvel, típica colección al borde de la cancelación que se vio revitalizada con la llegada del nuevo creador. Starlin permanecería al frente de ella entre los números 25 a 34 (III/73 a IX/74: la periodicidad era bimestral), nueve episodios tan solo que, sin embargo, le bastarían para realizar el paso entre la promesa y la realidad, convirtiendo al personaje titular en uno de los héroes cósmicos por excelencia de la casa y a su antagonista en uno de los más recordables villanos.
En principio, como se ha dicho, Thanos no pasaba de ser el típico megalómano con aspiraciones a reinar sobre el universo entero, sin que uno se explique por qué rayos ha puesto primero su atención en un planeta tan insignificante como la Tierra. Es cierto que la apariencia física que le dio Starlin se bastaba para dotarlo de una indudable presencia maléfica: un sujeto de enorme altura y corpulencia (con piernas como recios pilares), de rostro siempre adusto, marcado por unos profundos surcos que recorren sus labios hasta el mentón, para los que se inspiró en el diseño con que Jack Kirby había adornado a los monstruosos skrulls, la primera raza cósmica de la editorial (más tarde, con esa manía de querer explicar, se aclaró que su deformidad se debía al padecimiento de un así llamado «síndrome del desviante»). Hablando del Rey, los especialistas señalan también la enorme influencia de otra de sus creaciones en el diseño de Thanos: se trata de Darkseid, el villano central de su saga del Cuarto Mundo (que había desarrollado poco antes para DC, después de abandonar Marvel), cuyo diseño gráfico propone igualmente un individuo de aspecto macizo, vestiduras oscuras y rostro sombrío y deforme.
El gran hallazgo con el que Starlin consiguió singularizar a su personaje, haciendo honor a su nombre, fue hacer todos sus actos de destrucción, hasta el puro y más insensato nihilismo, tuvieran por objeto rendir culto a la Muerte. Culto literal por cuanto la criatura femenina y encapuchada que el dibujante comenzó a situar a su lado, siempre entre sombras, era la personificación de ese concepto: cuando por fin se mostró su rostro (en todo momento silencioso e inmutable, sin dar su aquiescencia ni mostrar su rechazo a los cuantiosos desvelos de su adorador, uno de los mejores hallazgos de Starlin) resultó poseer unos rasgos muy bellos. Un sarcástico espejismo, claro, por cuanto su verdadera efigie, desvelada al final tras la aparente muerte de Thanos, no podía ser otra que la de una siniestra calavera.
Con estos estupendos mimbres, Starlin compuso una saga sin duda disforme e irregular, que avanza más bien a trompicones, como si su responsable no tuviera muy claro hacia qué dirección tirar. Así, al poco, y para subrayar aún más lo letal que es Thanos, lo hizo poseedor de una de las más famosas armas del Universo Marvel, el Cubo Cósmico —las películas de Marvel Studios lo han popularizado bajo el nombre de «teseracto»—, que tiene el poder de hacer cumplir cualquier deseo de su poseedor. Una estupidez, claro, porque en manos de alguien como Thanos es evidente que la primera y única orden debería haber sido acabar con toda la vida del universo, y no dar pie a que los héroes terminen por derrotarlo, al destruir el susodicho Cubo. Aun así, la primera saga de Thanos en las páginas de Capitán Marvel es de lo más excitante, aun cuando sea como presagio de la capacidades de su autor: su debilidad por quebrar la estructura convencional de la página, con evidente inspiración en el pop y la psicodelia (que Starlin y otros dibujantes surgidos al mismo tiempo, como Paul Gulacy, tomaron de revolucionarios del cómic de superhéroes de la década anterior como Neal Adams o Jim Steranko), ya está presente en sus páginas, para goce visual del lector.
Starlin abandonó la serie que lo había lanzado a la fama y encontró un nuevo héroe cósmico. Se trataba de Adam Warlock, un ser de muy curioso recorrido al que el artista convirtió en uno de los personajes más inolvidablemente complejos y torturados de la historia marvelita. Sus padres habían sido el tándem Stan Lee-Jack Kirby, dentro de la etapa dorada de Fantastic Four (números 66-67, IX-X de 1967), en un primer momento como un ser humano perfecto creado en laboratorio por un trío de científicos con planes evidentemente malignos, contra los cuales se rebelaría en el acto. Roy Thomas, el discípulo oficial de Lee, lo recogió, reformulándolo, dentro de una colección propia, The Power of… Warlock. En ella, uno de los grandes entes semidivinos de la editorial, el Alto Evolucionador, crea nada menos que la Contratierra, un mundo que es el duplicado exacto de nuestro planeta azul, con el objeto de crear una humanidad libre de mal (y por tanto, de seres con superpoderes). Por supuesto, desde el primer momento se ha incubado en él el huevo de la serpiente, de modo que el Evolucionador necesita un campeón del bien y otorga semejante misión a ese ser de cabellos rubios y piel dorada (que diríase un sueño de la arianidad), al que entrega un objeto que con el tiempo se convertiría en el pilar inicial de múltiples sagas. Se trata de la gema alma (otras veces traducida como gema del alma), una joya de todavía inconcretos poderes que adhiere a su frente. En la Contratierra, el antiguo ser llamado Él será rebautizado como Adam Warlock: Warlock por cuanto el Evolucionador le había predicho que, en ese mundo nuevo del que se han excluido los superhéroes, él será considerado un Brujo (traducción del término); Adam por Adán, nombre que le ponen los jóvenes que asisten a su llegada al mundo en reconocimiento de su excepcionalidad.
El declarado propósito de Thomas era, lisa y llanamente, ofrecer una particular versión de la historia de Jesucristo adaptada al Universo Marvel, plausible en esa época de aggiornamento cristiano que había inspirado grandes éxitos como el musical Jesucristo Superstar. Ahora bien, el resultado es una mediocridad pomposa e inverosímil, mal escrito y peor dibujado (por mucho que se convocara a un gran talento como Gil Kane), que no tardó en perder el favor del público, cerrándose la colección en su número 8 (X/73). Sus argumentos serían concluidos, siguiendo una habitual práctica editorial, en otra serie, en este caso The Incredible Hulk (176-178/VI-VIII de 1974), incluyendo nada menos que la muerte (¡crucificado!) y resurrección del personaje. Eso sí, el final de semejante odisea lo liberaba del escenario de la Contratierra y lo impulsaba al espacio en busca de otros retos. Allí sería donde lo retomaría Starlin.
Una vez más fue el perspicaz Roy Thomas, en su faceta de editor, quien supo advertir que el hombre que acababa de abandonar Captain Marvel era el autor indicado para levantar un personaje de cuya potencialidad era bien consciente. Starlin prescindió de todo simbolismo cristiano, si bien siguió otorgando un papel eminente a la religión: eso sí, ahora Warlock se convierte en el debelador de los fanatismos, al enfrentarse a una fanática confesión espacial llamada la Iglesia Universal de la Verdad. Ahora bien, esta aventura es el pórtico a una apasionante reflexión existencial sobre el tema del doble, puesto que el líder de esa iglesia, el Magus, no es sino él mismo —no en vano su nombre es el término en latín para brujo, por tanto, como ya dije, para Warlock—, es decir, el ser en que se convertirá en el futuro, y que pretende atraparlo en el obligado bucle temporal que haga necesaria su existencia. Es más, en el curso de esa peripecia, este teórico campeón de la luz que es Warlock se reviste de una siniestra aureola, al descubrir que su gema alma es una entidad vampírica que se alimenta, como indica su nombre, de las almas de sus enemigos. El mismo Warlock, al intentar deshacerse de la joya, descubrirá que, sin ella, su cuerpo es una carcasa vacía, al estar atrapada su alma en el interior de la gema: él mismo fue su primera víctima.
En el curso de su lucha mortal contra el Magus, Warlock recibirá una inapreciable ayuda de nada menos que… Thanos. ¿El Titán Loco convertido en un agente del bien? Por supuesto, sus motivaciones son tan particulares como ambiguas: si Thanos desea parar los pies al poderoso Magus es porque sabe que este, irónicamente, en su apasionada perversidad, es un campeón del concepto al que tanto combate, la Vida. En este ingenioso reaprovechamiento de su villano, Starlin deja bien claro que lo considera su creación fundamental, no en vano durante cerca de dos décadas puede decirse que prácticamente ningún otro autor de Marvel pondría sus manos en él.
Starlin desarrolló esta fabulosa trama a lo largo de siete inolvidables números en los que no decae ni un solo momento el interés argumental y la inventiva visual, destacando sobremanera dos elementos: el catálogo de teratología más delirante jamás visto en un cómic Marvel hasta entonces; y la distorsión más absoluta de la realidad en los escenarios donde transcurre la lucha. El resultado es una de las grandes obras de la historia de la editorial, en especial en los tres primeros episodios, en los que la implicación del autor fue completa (guion, dibujo a lápiz, entintado e incluso color), puesto que a continuación recibió la ayuda, progresivamente importante, en la parte gráfica, de Steve Leialoha.
Por cierto que entre los personajes que Starlin crea para esta saga destacan dos: Pip el Troll, entrañable criatura, tan cobardica como leal, tan astuto como ambiguo, que pasaría a ser el fiel compañero de Warlock, y Gamora, hija adoptiva de Thanos, que con el tiempo se convertiría nada menos que en otra de las Guardianes de la Galaxia de Marvel Studios: ya van dos de cinco.
La asociación entre autor y personaje se había desarrollado entre dos series. Inicialmente, las aventuras de Warlock se incluyeron en Strange Tales 178 a 181. El éxito haría que Thomas devolviera al personaje su propia cabecera, retomando la numeración anterior a partir, por tanto, del nº 9. Sin embargo, las ventas volverían a descender y la colección se interrumpió en el 15: la trayectoria del héroe cósmico había abarcado casi dos años, entre febrero de 1975 y noviembre de 1976. La lástima es que se cerró cuando se dirigía al enfrentamiento contra Thanos, de nuevo embarcado en la destrucción del universo.
Ese duelo final acabaría realizándose en dos números especiales publicados en 1977 (en Marvel los llaman Anuales), en concreto pertenecientes a las colecciones The Avengers (protagonizada por Los Vengadores) y Marvel Two-in-One (protagonizada por La Cosa con algún otro superhéroe como invitado especial, en este caso, además de los anteriores, Spiderman). Desgraciadamente, se trata de un colofón mediocre, indigno de las expectativas despertadas, resuelto por Starlin con un guion falto de creatividad —Thanos, decidido a ofrendar nuestro sol a la Muerte, hace de pim pam pum contra todos los demás héroes— y una resolución gráfica todavía peor, sobre todo en el segundo de los tebeos, al dedicarse a abocetar unos lápices luego terminados por Josef Rubinstein.
Solo pueden destacarse dos elementos de interés, ambos argumentales, porque tendrían su importancia en el futuro. Uno, Starlin señala que la gema alma pertenece a un conjunto de seis piedras fabulosas, cada una con grandes poderes, de las que se ha apropiado Thanos para sus fines (más de una década después, idéntico planteamiento daría origen a la Saga del Infinito: puede decirse que, entonces, el autor no tuvo claro qué hacer con semejante idea). Y dos, el combate contra Thanos se salda con la muerte de Adam Warlock (para sus compañeros), en realidad abducido por su propia gema alma, en cuyo interior encuentra un edén de paz que compartir con todos los amigos y enemigos (a su vez purificados) que la joya había capturado en anteriores eventos. En cuanto al Titán Loco, el mismo Warlock, antes de desaparecer, lo convierte en una estatua de piedra: y así se quedaría hasta que Starlin volviera a despertarlo…
El epílogo a la formidable saga de Thanos estaría contenido en una singular pieza: la novela gráfica La muerte del Capitán Marvel (abril de 1982), en la cual, como ya indica el título, Starlin (siguiendo indicaciones de la editorial, que quería que este personaje fuera revelado por otro completamente distinto con el mismo nombre) cerró la trayectoria este héroe cósmico, que se tropieza con un letal enemigo a quien no puede vencer: el cáncer. Dentro de esta obra maestra absoluta, cuya belleza elegíaca tiene pocos parangones dentro del tebeo de superhéroes, Starlin reservó un papel fundamental al Titán Loco. Mientras agoniza en su lecho (triste pero hermoso final para un superhéroe, insólito en el género), Marvel sueña con que su enemigo resucita de su prisión de piedra para conducirlo al reino de la Muerte. Y si inicialmente lucha con todas sus fuerzas, como en los viejos tiempos, acabará aceptando el mensaje de sereno fatalismo con que Thanos, respetuoso con quien siempre fue noble oponente, le lleva, cual nuevo Virgilio, al otro lado: indicándole que le dé la mano a su amada, le dice: «ella nos llevará a lo que no tiene fin… solo principio».
(Continuará)