Thanos I II
Cansado de las continuas intromisiones editoriales, Jim Starlin abandonó durante una década el Universo Marvel después de los dos anuales con que cerró la saga de Thanos, con la excepción de ese retorno puntual para La muerte del Capitán Marvel. Sin embargo, no dejó de colaborar con la editorial, pues durante los años 80 trabajó en una serie titulada Dreadstar (por supuesto, de aventuras cósmicas, que además supone una abierta variación de sus episodios sobre Adam Warlock) que fue publicada en Epic, un sello independiente dentro de la Casa, que permitía a los autores mantener todos los derechos sobre sus creaciones. Entretanto, Thanos siguió oficialmente muerto… mientras otros ilustres fallecidos de Marvel regresaban al mundo de los vivos, ante todo por razones económicas, trivializando así la grandeza de sus épicos finales: el caso emblemático fue el personaje de Jean Grey, alias Fénix. Tarde o temprano tenía que llegarle el turno al Titán Loco. Eso sí, al menos, Marvel tuvo el buen tino de encomendarle su regreso a su mismo creador. Eran los tiempos en que la editorial había descubierto la rentabilidad de las grandes sagas que, concentradas en un grupo de colecciones interrelacionadas (la pauta la marcaban las series protagonizadas por los mutantes de La Patrulla-X), permitían un aluvión de cross-overs (cruces con otras series) para incrementar la rentabilidad del negocio, sin importar lo accesorio de esas participaciones ni las consecuencias artísticas (la interferencia en los planes de los creadores encargados de esas otras cabeceras). En el caso que nos ocupa, Marvel planteó una aventura cuyo éxito económico haría que se prorrogara con secuelas varias y cuyo eco acaba de encontrar una última caja de resonancia en el éxito de la película Vengadores: Infinity Wars (2018). En los tebeos, un conjunto formado por diversas miniseries que puede llamarse la Saga del Infinito.
Todo comenzó, como digo, con la resurrección de Thanos, que tuvo lugar en las páginas de Silver Surfer, una colección dedicada a otro de los personajes cósmicos de la casa, Estela Plateada. En el nº 34 (febrero de 1990), y como colofón de un magnífico episodio construido en torno a los sueños y presagios que asaltan al surfista de plata y que lo llevan a un mundo perdido de la galaxia, Thanos resucita porque la Muerte requiere a su antiguo siervo para restablecer el «equilibrio» en el universo. El Titán Oscuro regresa, por tanto, con su sempiterna intención de librarlo de cuantos habitantes pueda. El buen eco despertado entre los aficionados hizo que el personaje se convirtiera, en los años siguientes, en el centro de ambiciosos proyectos editoriales, siempre con Jim Starlin encargado de la escritura pero ya fuera de los lápices. El dibujante principal que le acompañaría en este renovado periplo sería principalmente el artista que se encargaba de Silver Surfer, Ron Lim, un nuevo valor de la casa, un dibujante hábil y de trazos agradables, que prometía bastante pero que iría difuminándose con el tiempo.
Starlin permanecería en Silver Surfer hasta su número 50. Thanos seguiría apareciendo pero sin terminar de cristalizarse un enfrentamiento definitivo entre ambos, pues era evidente que se lo reservaba para empresas mayores. El guionista utilizó esos episodios, ya bastante olvidables, para volver a introducir a sus viejos personajes, en especial a Adam Warlock y a sus amigos Pip el Troll y Gamora, que vivían tan felices dentro de la gema del alma y que ahora debían regresar a la dimensión de la realidad.
El prólogo a la aventura fue un especial dividido en dos entregas (en el formato que a principios de los 90 se llamaba prestigio) bajo el título The Thanos Quest, con guion de Starlin y dibujos de Lim. El argumento es sencillo: Thanos descubre que aquellas seis gemas, ahora llamadas las gemas del infinito, que tuvo una vez en sus manos poseen unos poderes que nunca sospechó. Por ello, se lanza a la empresa de arrebatárselas a sus poseedores actuales, seis seres de incalculable edad conocidos como los Arcanos, pero que pese a sus considerables capacidades ignoran la potencialidad de las gemas. Con su proverbial astucia y capacidad de manipulación, el Titán Oscuro los va derrotando uno por uno, hasta hacerse con todas, que engasta en un guantelete: el Guantelete del Infinito. The Thanos Quest supone una buena aventura espacial, sencilla pero ingeniosa, que parece más profunda de lo que es y que se distingue por contener el mejor trabajo de Ron Lim a las órdenes de Starlin, si bien asimismo deja bien claras sus limitaciones pues, con las posibilidades que le brinda el guion, un dibujante verdaderamente talentoso habría obtenido una obra maestra de la grandiosidad.
Publicado el prólogo, Marvel fue directamente al grano. El proyecto inicial fue hacer una miniserie de seis números titulada, lógicamente, El guantelete del infinito, publicada entre julio y diciembre de 1991 con enorme éxito, que se ramificó en argumentos secundarios en otras series de la casa. De inmediato se planificó una secuela, ahora bajo el nombre de La guerra del infinito (junio a noviembre de 1992), que amplió la repercusión en el resto de colecciones marvelitas, y que de nuevo alcanzó el éxito estimado. Al año siguiente, y por las mismas fechas, se publicaba La cruzada del infinito (junio a noviembre de 1993): el título ya parece directamente una parodia, y menos mal que pararon aquí, porque no sé qué nuevo sustantivo de gesta bélica hubiera sido utilizado.
El hartazgo infinito puede imaginarse: en mi opinión, estuvo a punto de dilapidar para siempre el prestigio de Jim Starlin, puesto que acabó convirtiéndose en la parodia de todos los grandiosos conceptos que el artista había desarrollado en los irrepetibles años 70. En la memoria, resulta difícil recordar los detalles de cada una de las tres sagas: no solo los nombres de cada serie son similares, sino que en líneas generales no hicieron sino repetir el mismo planteamiento de una a otra (para qué cambiar, si estaba dando dinero, era la perspectiva de los infaustos dirigentes de la Marvel de la época).
Visualmente, su nexo de unión fue Ron Lim. Ahora bien, la serie inicial había sido pensada para el lucimiento del artista que en esos momentos —reciente todavía el éxito de la mítica miniserie Crisis en las tierras infinitas, con la cual la compañía rival, DC, reorganizó su propio universo superheroico— era considerado el gran especialista en aventuras que integraran a una gran cantidad de superhéroes. Se trata del portorriqueño George Perez, que se encargó de dibujar los cuatro primeros números del Guantelete, pero que luego dejó la serie por problemas de acumulación de trabajo, siendo sustituido entonces por el primero, cuyo estilo, de hecho, recordaba un tanto al de Perez, por supuesto mucho más pobre. Eso sí, la falta de personalidad de Lim hizo que su dibujo se dejara influir por la moda de los dibujantes estelares que por esos años hacían populares un tipo de héroe caracterizado por la musculatura hipertrofiada (Jim Lee, Rob Liefeld), con los resultados mediocres de prever.
El punto de partida de la primera serie, El guantelete del infinito, es el previsible: la obtención del poder absoluto por parte de Thanos, encarnado en ese guantelete, conduce a una guerra total entre el primero y el resto del universo, defendido tanto por los superhéroes terrestres como por los grandes seres cósmicos de la casa (Galactus, Eternidad, el Extraño, Lord Caos y el Señor del Orden, etc…). Pese a que parece imposible derrotarlo, sin embargo los héroes lo consiguen, gracias en concreto a la intervención del otro gran personaje del autor, Adam Warlock, que se apodera del guantelete y reparte las gemas entre varios portadores —lo cual permitió a Marvel dar salida a una serie más: Warlock y la Guardia del Infinito, que alcanzaría 42 números, desde febrero de 1992 a julio de 1995, y que fue escrita por el mismo Starlin hasta el nº 31.
El final de la saga daría pie a la creación de los nuevos antagonistas de las dos siguientes series: la intervención de Warlock provoca que cobren vida dos entidades que encarnan las respectivas sumas del bien y del mal que bullen en su tortuoso interior, y que también intentarán hacer uso de las gemas del infinito para conseguir el poder absoluto. En La guerra del infinito, es el Magus, aquel alter ego del futuro de Warlock creado por Starlin en su primer acercamiento al personaje en los años 70. En La cruzada del infinito, se trata de una criatura femenina llamada la Diosa, cuyo rasgo presuntamente original es que pretende guiar al universo entero hacia la salvación, solo que a costa de arrebatar a los seres vivos el libre albedrío. Por lo demás, las tres sagas son idénticas: una convocatoria de todos los superhéroes posibles… y a luchar.
Con la perspectiva necesaria, justo es señalar un elemento positivo, seguramente el único, de todas la Saga del Infinito: la reformulación de Thanos a manos de su creador, Jim Starlin. Por un lado, su vocación de enamorado de la Muerte encuentra el límite inevitable: de esta «dama» solo puede recibir indiferencia o desdén, pues por femeninas que sean sus formas, la Muerte no es una entidad humana y no puede, por tanto, concebir sentimientos humanos. Por otro, en El guantelete, Starlin lo conduce un estadio más allá, convirtiéndolo desde entonces en un ser al margen de lo que en el mismo Universo Marvel se entiende por héroe o villano, que encarna de hecho una categoría propia.
Una categoría que, cierto es, permite al guionista utilizarlo, tanto en La guerra y La cruzada como en todas sus siguientes apariciones en el Universo Marvel, para combatir al lado de los héroes contra las amenazas de turno. ¿Redención? En absoluto. Después de haber sido el más tenaz defensor de la destrucción absoluta y advertir las limitaciones de su previo nihilismo, ahora Thanos (mitad guerrero poderoso, mitad sabio oscuro) ha alcanzado una especie de inestable nirvana que lo lleva a combatir cualquier forma de poder que intente reproducir sus propios pasos. Starlin inauguró esta nueva etapa con una imagen para el recuerdo: las páginas finales de El guantelete nos muestran al Titán Oscuro despojado de su emblemática armadura de guerrero (con la que ha creado un espantapájaros) y reducido, en un planeta sin nombre, por decisión propia, a la mera condición de granjero. Y aunque, claro, esa dimensión agraria de Thanos no será más que una fachada para ocultar su nuevo sancta sanctórum, depara una imagen del antiguo adorador de la muerte que no traiciona del todo su particular ascetismo emocional, y abre de cara al futuro nuevas y excitantes posibilidades, mediante las cuales Starlin superó netamente los resultados de esta trilogía.
Durante una década, los personajes durmieron el sueño de los justos. Después, Starlin recibiría de la editorial el encargo de dos nuevas miniseries que suponen sendas secuelas o variantes de la trilogía anterior (de nuevo una convocatoria de múltiples héroes para conjurar el fin del universo), pero que también exploran el nuevo estatus de Thanos y lo vinculan definitivamente al otro gran personaje del autor, Adam Warlock, uniéndolos mediante una relación muy particular, que participa tanto del respeto como de la amistad viril de la narración clásica: no en vano, estamos ante dos seres que se acaban considerando los garantes de la seguridad del universo.
El título de la primera miniserie no engaña a nadie: El abismo del infinito (publicada quincenalmente entre agosto y octubre de 2002). La primera sorpresa es que Starlin retoma su faceta de artista completo, ocupándose tanto del guion como del dibujo, ayudado por las eficaces tintas de Al Milgrom (antiguo compañero de estudios, por cierto). Cierto que ya es un dibujante disminuido, que ha perdido esa refulgente capacidad para la inventiva de sus orígenes, pero aun así supera completamente al gris Ron Lim. Su punto de partida es interesante: Thanos debe detener a cinco réplicas de sí mismo, cada una con poderes propios e incluso una apariencia ligeramente distinta, resultado de unos particulares experimentos de clonación, cuyo inesperado resultado es que han desarrollado una adoración por el nihilismo muy superior a la suya. Los cinco descubren que el equilibrio del universo descansa en unas entidades que poseen la función de ser el «ancla de la realidad», y que después de vivir longevas existencias en la más absoluta soledad, aislados en un pabellón interdimensional de apariencia neoclásica, deben transmitir su misión a su sucesor: los pseudo-Thanos, por tanto, deciden eliminar a la futura guardiana ancilar, nacida como una niña de origen terrestre llamada Atleza, antes de que se produzca ese traspaso.
Es verdad que El abismo mejora la anterior trilogía, pero tampoco es gran cosa. Visualmente, la serie se ve perjudicada por la moda gráfica del momento: los trucos digitales mediante los cuales, de modo absurdo, se pretendió dar un toque de imagen cinematográfica al dibujo de toda la vida (por ejemplo, jugando con el desenfoque del fondo para resaltar el primer plano). Por otro lado, la narración es bastante gris: para manejarse con tantos escenarios y personajes, Starlin utiliza un recurso indigno de él, hacer que todos los acontecimientos sean narrados por Adam Warlock (sería el equivalente del uso abusivo de la voz en off o de los rótulos en el cine, por seguir con la misma comparación), lo cual provoca que el desarrollo de la acción resulte demasiado mecánico. Y además, ese nuevo concepto cósmico de ancla de la realidad no es, precisamente, la mejor invención del autor.
Apenas un año después apareció otra miniserie de seis números, publicada en entregas quincenales de mayo a julio de 2003, asimismo escrita y dibujada por Starlin con tintas de Milgrom, titulada Marvel: El Fin, que también está acreditada como Universo Marvel: El Fin. En principio, no parece sino una desvergonzada explotación de los elementos sustanciales de la saga, con todos sus tópicos ingredientes, y que concluye mostrando, por fin, cómo Thanos destruye todo el universo —en el momento más impagable de la serie, la Muerte premia al Titán Loco con el beso de amor que durante tanto tiempo le negó— para reconstruirlo acto seguido como si nada hubiera pasado.
Pues bien, una relectura serena permite reevaluar sus contenidos, descubriendo una complejidad conceptual y una armonía narrativa que reconcilia finalmente con el autor y su sempiterna tendencia a la grandiosidad. Y es que se trata de la mejor obra de Jim Starlin desde los días de La muerte del capitán Marvel, que a la vez culmina y destruye la Saga del Infinito, instalando definitivamente al Titán Oscuro como uno de los mejores personajes de la Casa de las Ideas.
Lo primero que hay que saber, para situar Marvel: El Fin en su contexto adecuado, es que pertenece a un proyecto editorial consistente en ofrecer un conjunto de obras que abordaban el final de alguno de los personajes más célebres de la casa (por ejemplo, se hizo con Hulk o Lobezno), por supuesto fuera de la continuidad «normal» de las colecciones. El entonces director editorial Joe Quesada, con saludable sorna, le ofreció a Starlin lo más adecuado a su fama de «destructor»: encargarse de contar el fin de todo el Universo Marvel. El autor, para ello, decidió hacer que su universicida fuera el personaje que creara tantos años atrás para este objeto: Thanos de Titán. Y no tarda ni una página en dejarlo bien claro: el personaje, en actitud de desesperación total, anuncia el fin de la realidad y su responsabilidad en el mismo, para terminar añadiendo: «pero no destruí el universo por las razones que supondréis». Lo que sigue es el relato del mismo Thanos de cómo ha sucedido todo.
Hay que reconocer el ingenio del desarrollo argumental, pues los primeros números sitúan como villano supremo a un personaje que, de pronto, será vencido con facilidad, creando un efecto paralelo, salvando las distancias, al que produjo a los espectadores de 1960 descubrir que, en Psicosis, la supuesta protagonista del relato (la secretaria fugitiva encarnada por Janet Leigh, la actriz en cabeza de cartel) moría a los treinta minutos. Ahora bien, ese villano resulta demasiado grotesco como para tomárselo en serio, lo cual ya es una posible pista de que, en efecto, su gargantuesca megalomanía tendrá un final humillante. Se trata nada menos que del faraón Akenatón, el famoso creador del primer monoteísmo histórico en el antiguo Egipto, del que se nos cuenta que no murió sino que fue abducido por una nave venida del espacio (directamente inspirada, otra pista irónica, en la que aparece al final de Encuentros en la tercera fase, de Spielberg).
Los secuestradores son una raza considerablemente evolucionada llamada la Orden Celestial, decidida a garantizar la paz estelar mediante la entrega del gobierno de cada sector del universo a individuos de excepcional voluntad. Para ello, Akenatón es transformado (a lo largo de un proceso que abarca cuatro mil años, de ahí que reaparezca precisamente en el siglo XXI) en el ser omnipotente que ahora es por la exposición al «corazón del universo», la fuente de energía que encierra todo el poder concebible, que algunos han tomado por Dios y que, sin embargo, carece de cualquier identidad o fin: es un concepto abstracto puro. Eso sí, Akenatón no vuelve embargado de nobles propósitos pacifistas, sino de deseos de dominación pura y dura, y en ese primer número ya acaba nada menos que con La Patrulla-X y Los Vengadores. Sabiendo que nada se puede contra semejante ser, Thanos se dirige a su fuente de poder, y allí se fundirá con el susodicho corazón, consiguiendo por fin la omnipotencia completa: sin necesidad de cubos cósmicos ni guanteletes del infinito. El poder total es él.
Sin embargo, esa omnipotencia es la que provocará el fin de todo. Saboreando su nueva percepción del universo, Thanos descubre que este se halla corroído por una especie de cáncer estelar: el equilibrio entre la vida y la muerte se ha roto hace mucho, y por tanto la realidad se dirige inexorable hacia la entropía final. El atónito titán, encima, se ve atacado sin piedad por los héroes cósmicos, quienes no quieren darle tiempo a que se acostumbre a sus nuevos poderes, considerando que alguien con su pasado como villano no hará otra cosa que abusar de ellos. La rabia y el desconcierto se unen para que Thanos lo destruya todo: es así que volvemos al señalado principio de la serie, que mostraba al titán lamentando amargamente la precipitación de su acto.
Descubrimos ahora, en el número que cierra la aventura, que ese relato del personaje no iba dirigido a nosotros sino a Adam Warlock, superviviente de la destrucción al estar a salvo en el pabellón interdimensional donde custodia a la niña Atleza. El último número de la serie está compuesto por un largo diálogo entre Thanos y Warlock —hay que reconocer el sentido del riego de Starlin, al contravenir las normas no escritas del tebeo de superhéroes que obligan a culminar cualquier historia mediante un combate—, a través del cual el segundo convence al Titán de que su omnipotencia sigue siendo tal que puede devolver el universo a su lugar, puesto que en realidad lo que ha hecho es absorberlo dentro de él.
Cierto: así leído este argumento, y como indicaba líneas arriba, parece una burda reiteración o una patética autoparodia de sí mismo. Sin embargo, es mérito de Starlin (y de su conocimiento de su propio personaje) que la trama encierre una completa coherencia dramática y un desarrollo narrativo de gran interés. El autor no solo aprovecha —de acuerdo con el editor Joe Quesada— para convertirse en el portavoz del mea culpa de la editorial por haber convertido en intolerable costumbre la resurrección de tanto personaje muerto «grandiosamente» (de Fénix al mismo Thanos: Starlin no se excluye), sino que, además, se encarga de cerrar el círculo sobre su propia creación. Restaurando la vida, y además eliminando ese cáncer celestial, el supremo nihilista deviene sanador y custodio de todo el universo, culminando así una evolución que, contemplada en perspectiva, no deja de despertar cierta emoción.
Es verdad que —era pueril creer otra cosa— la editorial no tardaría en explotar al personaje en todo tipo de aventuras que contradirían ese señalado estatus en que Starlin lo había situado. Es más, si hasta este momento el control del autor sobre su personaje, desde su creación veinte años atrás, había sido casi completo, no tardaría en perderlo. Aun así, una década después, y al amparo de las expectativas surgidas con el personaje ante su inminente traslado al Universo Marvel Cinemático, la Casa de las Ideas volvería a llamarlo para encomendarle una nueva saga sobre el Titán Loco, que nos reservaría todavía muy agradables sorpresas, y que (escribo en mayo de 2018) todavía está en curso de publicación. Tal vez me anime en el futuro a hacer su crónica.