Un joven alemán recorre tierras muy lejanas de su hogar, viviendo toda clase de aventuras mientras atraviesa desiertos, cruza llanuras y remonta ríos. Se llama Karl, pero todos lo conocen por un sonoro apelativo cuyo eco recorre el salvaje territorio como una leyenda. Es fuerte y audaz: de un solo golpe es capaz de derribar sin sentido a un hombretón hecho y derecho. Cabalga un caballo que no conoce igual, y dispara, con sobrenatural precisión, dos armas con las cuales se vuelve invencible, un enorme «mataosos» y una carabina de repetición Henry. Es un rastreador sin igual, hasta el punto de ser capaz de identificar la montura coja que cabalga dentro un grupo, y acertando la pata lisiada. Se expresa con facilidad en los idiomas de los pueblos indígenas con los que convive y siente un profundo respeto por su cultura, lo cual le vale la simpatía de todos aquellos hombres de bien con quien se cruza y con quienes forja amistades hasta la muerte. Sin embargo, mejor aún es su encuentro con los hombres de corazón mezquino y alma traicionera, a los cuales sin embargo sabe cómo humillar o como hacer que acaben bailando en su mano, pues sabe estimular como nadie la vanidad ajena en beneficio propio. Si añado que el escritor que narra sus aventuras es el alemán Karl May, sin duda muchos de los incondicionales de la literatura de aventuras pensarán que estoy hablando del más emblemático de sus personajes, el westman Old Shatterhand, protagonista de la más famosa de las sagas del autor, la que lo une con Winnetou, el noble jefe de los apaches. Pues bien, no. El personaje que he descrito líneas arriba vive en las páginas de la excelente novela A través del desierto, los territorios que cruza son el norte de África y el Oriente Medio, y los hombres con quienes forja amistad o enemistad son los creyentes del Islam. Y el apelativo por el que se estos lo conocen es el de Kara Ben Nemsi, o sea, Karl, el hijo de los alemanes.
No exagero: al buen conocedor de la saga de Old Shatterhand no le cuesta nada imaginar que, con tan solo un cambio de geografía y por tanto de indígenas, el resultado vendría prácticamente a ser el mismo. ¿Quiere esto decir que Karl May —ese narrador otrora tan popular, a cuya memoria le ha sentado tan mal algo que no pudo evitar, ser autor predilecto de Hitler— fue narrador de un solo tipo de historia? Desde luego, no puedo afirmar tal cuestión porque, conociendo el ingente listado de obras del escritor, mi conocimiento de ellas no supone más que una pequeña sonda en el vasto oceáno de sus ficciones. Pero hay un significativo detalle: cuando las dos sagas fueron llevadas al cine en la Alemania natal del escritor, ambos personajes fueron confiados al mismo actor, el estadounidense Lex Barker (quien había sido el sucesor en Hollywood de Johnny Weissmuller como Tarzán). Teniendo en cuenta además la unidimensionalidad de este intérprete, es fácil creer que el espectador que disfrutara de los dos ciclos no encontrara muchas diferencias entre los dos héroes, más allá de la vestimenta (en este caso, supongo que ni los escenarios, porque todas esas películas solían rodarse en paisajes croatas).
En cualquier caso, las novelas de Old Shatterhand y las de Kara Ben Nemsi manifiestan unas mismas características, comenzando por el diseño de personajes: un héroe pluscuamperfecto, un compañero leal hasta el desprecio de sí mismo, unos villanos que destacan por su mezquindad y algún que otro personaje que sirva como contrapunto humorístico (y que suelen ser lo peor del dramatis personae: a May no se le daba bien la comicidad). Del mismo modo, el sentido de los diálogos que caracteriza a unos y otros es idéntico: Shatterhand y Ben Nemsi tienen una habilidad especial para acertar con el tono requerido para cada nuevo personaje encontrando a lo largo del periplo. Por cierto que, siendo siempre muy activas sus novelas, están plagadas de conversaciones y, es mi opinión particular, en ellas suelen encontrarse los mejores momentos: hay que reconocer que May tenía un buen oído para caracterizar a los personajes en función de sus palabras.
Como otros autores de la edad de oro de la literatura de aventuras (Verne y Salgari, sobre todo), a Karl May le anima un evidente propósito de didactismo, de tal modo que se preocupa por proporcionar información étnica, religiosa, cultural, geográfica, botánica y demás a medida que su personaje va avanzando por esas tierras exóticas para un europeo. Se dice que a muchos lectores (los más perezosos, o los más impacientes) estas aparentes digresiones les molestan. Yo, sin embargo, pertenezco a ese segmento que se ha educado en buena medida a través de las novelas («serias» o de género), y siempre he agradecido profundamente, en todas las edades de la vida, el sumo placer de erudición que ofrecen las páginas del alemán y los otros escritores.
La excusa de esta erudición es la condición de escritor de Kara Ben Nemsi, que así se presenta cada vez que le preguntan por su oficio, aun cuando nunca lo veamos escribir (salvo que se considere prueba a favor el mismo libro que tenemos en las manos: al estar compuesto en primera persona, se supone que en algún momento lo ha escrito). En la última de las aventuras, al menos, May justifica la condición paradójicamente intelectual de su héroe, convirtiéndolo en estudioso de la religión de los yesidis, apodados por sus vecinos los Adoradores del Diablo, incluso consagrando días y días al estudio de sus doctrinas. Por cierto que los yesidis existen: se trata de un grupo cuya religión supone una especie de doctrina ecléctica que toma elementos del cristianismo, el mazdeísmo y el islamismo, y reciben su nombre del prejuicio de sus detractores acerca del trato mistérico que otorgan al espíritu del mal, cuyo nombre tienen prohibido pronunciar.
La modesta pero excelente editorial Reino de Cordelia acaba de editar el libro señalado, una obra que llevaba mucho tiempo, demasiado, sin publicarse en nuestro país. Puesto que hace tiempo escribí un artículo (sobre el ciclo del oeste) en el que ya hacía una presentación de Karl May, no voy a repetirme sino para señalar que en nuestro país fue un autor popular en las décadas intermedias del siglo XX, gracias a la difusión que le dieron editoriales como Gustavo Gili, Molino (sobre todo), Aguilar o Círculo de Lectores. En los años 60, esa fama se vio reforzada por las películas referidas, muy populares en los cines de barrio. En los años 70, Bruguera difundió mucho a este autor a través de sus ediciones juveniles y, en especial, de sus adaptaciones al tebeo dentro de la mítica colección Joyas Literarias Juveniles, hasta tal punto de que yo mismo sigo habiendo leído más al autor en dibujos que en libros.
La edición de Reino de Cordelia, excelentemente traducida por José Fernández Bueno, es magnífica. En particular, es de destacar el nutrido conjunto de notas con que se traducen los numerosos términos del árabe, turco y cualquier otro idioma oriental que jalonan el relato, y que se corresponden con la debilidad de May por aportar «color local» a sus narraciones: recuérdese que su ciclo del Oeste hacía lo propio con multitud de palabras inglesas. El libro hubiera sido ya inmejorable de incluir un buen aparato cartográfico. Es verdad que hay un mapa, pero solo registra las andanzas del personaje durante la mitad de sus aventuras, las que transcurren en África, y es bastante simple.
Según informa el prólogo, A través del desierto (el título original es Durch die Wüste) es una novela publicada en 1881. No se dan detalles, pero sospecho que esa edición en libro se vio precedida de un primer recorrido por las revistas de la época, como era norma por entonces en todos los países europeos (por ejemplo, así es como el público conoció La isla del tesoro, de R. L. Stevenson). En España, las distintas ediciones habían fragmentado la novela —muy extensa: en torno a las 600 páginas en la presente publicación—, que llegó a conocerse bajo el título de Por tierras del profeta, troceando los capítulos originales, en ocasiones incluso subdividiendo más aún la disposición urdida por May. A ello, justo es señalar, se presta bastante la disposición estructural que May elegía para sus novelas, heredada de su previa publicación como serial. Es más, el libro concluye sin concluir (el lector se lo va oliendo a medida que ve que se le acaban las páginas y queda mucho por resolver), lo cual señala la existencia de una continuación, que es de esperar que la editorial publique sin hacernos esperar mucho: en mí ya tiene garantizado un comprador.
La aventura se inicia en el norte de África, en la imprecisa frontera entre las colonias de Argelia y Túnez, y a partir de ahí va dirigiéndose hacia el Oeste, componiendo una serie de aventuras inicialmente cerradas, pero que poco a poco van trabando distintos lazos de unión (en especial, algún que otro personaje) con la siguiente. May sitúa a un fiel compañero al lado de su héroe, pero por fortuna no es el clásico comparsa cómico por el que sentía debilidad. Se trata de Hadschi Halef Omar, un pintoresco beduino, charlatán y trapacero (hasta el punto de que su sobrenombre —que se aplica a quienes han hecho la peregrinación ritual a La Meca, esto es, el hadsch— es cuestionable, pues se lo aplica cuando aún no ha entrado en la ciudad santa, aduciendo razones tan vanas como divertidas), que se pasa todo el tiempo intentando convencer a su amo para que se convierta, pues piensa que es una pena que hombre dotado de tales dones vaya de seguro al infierno de los infieles.
La narración se caracteriza por su completa falta de estructura: las peripecias se suceden unas a otras sin que parezcan responder a algún plan concebido por el autor, de tal modo que a veces diríase que el curso de una acción le sorprende incluso a él. No en vano, y en mi opinión, Salgari y May son los autores de la edad de oro de la aventura que pueden considerarse, antes que ningún otro, los precursores del pulp.
Esta disposición dispersa la dramaturgia de la obra e impide que fructifique esa poética de la aventura que existe en los Verne, Stevenson o Kipling, pero le otorga un notable dinamismo, en cuanto que el lector descubre enseguida que al volver la página puede sorprenderle cualquier cosa. A veces, esto resulta contraproducente, por ejemplo cuando se toma la molestia de dedicar bastantes páginas a algún personaje que se revela muy interesante… y después lo olvida, liquidándolo incluso fuera de escena. En su día, me llamó la atención a propósito de su novela del oeste El tesoro del lago de la plata, cuyo malvado supremo moría en off, privando al lector del disfrute de su merecidísimo castigo. Pues bien, algo parecido sucede con el que quizá sea el antagonista más relevante del héroe, Abu-Seif, que porta el sugerente apodo de Padre del Sable (aunque, claro, ni siquiera a espada tiene nada que hacer frente al invencible Kara Ben Nemsi), al que incluso se le reserva el honor de dar título a un capítulo y al que, después de hacernos concebir esperanzas de que por fin hay un enemigo a la altura del protagonista, se le pierde de vista muchas páginas, y apenas reaparece para morir sin excesivos problemas.
May dispone varias aventuras a lo largo del desplazamiento hacia el Oeste. La primera, estupenda, se inicia con el hallazgo de un cadáver en el desierto: un viajero francés asesinado y abandonado a los buitres. A partir de ahí, Kara Ben Nemsi y su fiel Halef emprenden la persecución de los asesinos, cuyo momento culminante se desarrolla en los peligrosos médanos de Chott El Yerid, un vasto lago salado hoy en tierras tunecinas que constituye una trampa mortal para quienes intentan atravesarlo, pues corren el riesgo de quebrar su delgada capa de sal y precipitar al incauto en las arenas movedizas que esconde. Precisamente, una de las escenas más recordadas del libro es la emboscada que sufren Kara Ben Nemsi y Hadschi Halef en tan peligroso enclave.
La segunda aventura convierte al protagonista en un inesperado ángel de la guarda para una pareja de enamorados separados por los crueles designios del villano que retiene a la muchacha en un inexpugnable refugio a orillas del Nilo. Por supuesto, el héroe encontrará con facilidad la manera de proceder la liberación, dentro de un desarrollo aventurero con cierto saborcillo a Edgar P. Jacobs, el autor de Blake y Mortimer. El tercer episodio nos conduce por el mar Rojo hasta La Meca, ciudad que Kara Ben Nemsi decide visitar, con gran peligro de su vida puesto que, como se sabe, los lugares santos están prohibidos a los yaurs, a los infieles, lo cual no es óbice para que distintos europeos, adecuadamente disfrazados y protegidos por su conocimiento del idioma y las costumbres locales, hayan penetrado en esos reductos, como el famoso explorador británico Richard Burton o el catalán Domingo Badía, conocido por Alí-Bey. A esta ilustre nómina se une el joven alemán, en un episodio que, por desgracia, resulta demasiado abrupto y deja con la sensación de que podía haber dado mucho más juego del que finalmente da.
En su progresiva marcha hacia el este, Kara Ben Nemsi llega por fin a la antigua Mesopotamia, envolviéndose en las disputas entre diferentes tribus de la región del Tigris, consiguiendo, como siempre, reconocer a la primera a las más nobles y ayudarlas a derrotar a los clanes más traicioneros en el curso de una batalla que, como émulo de Napoleón, planifica hasta el mínimo detalle. En estos episodios bélicos, sin embargo, y como también sucedía, claro, en la saga del oeste, resulta muy molesto el pacatismo cristiano de Karl May: sus héroes siempre son magníficos luchadores pero de modo incruento, y su propósito de que los belicosos pueblos a los que ayuda casi ofrezcan la mejilla a sus rivales vencidos, amén de inverosímil, resulta bastante mojigato.
En fin, A través del desierto nos devuelve el placer de la narración pura, sin subterfugios trascendentes, una narración posiblemente naif pero que por ello transmite un conmovedor sentimiento de libertad. Yo en particular imagino a este escritor alemán de agitados años de formación dispuesto ante la hoja de papel en blanco, haciendo realidad más que nadie esa sensación de omnipotencia que supone saber que la literatura traduce la capacidad sin límites de la imaginación humana mejor que ninguna otra labor artística. Y como los adultos que nunca dejan de ser niños, él mismo se transmuta en tinta, dándose nombres fabulosos, otorgándose cualidades maravillosas para poder hacer y rehacer el mundo de la ficción como, por desgracia, la prosaica realidad nunca nos permitirá. Karl May, Old Shatterhand, Kara Ben Nemsi: avatares de un mismo ser que rara vez pisó de verdad los territorios que tan bien describió (y cuyo conocimiento directo le decepcionó), pero que no lo necesitó para hacer que a sus lectores nos parezcan más reales que los auténticos, al menos en el mundo de los sueños.