Dicen que cuando murió Ernst Lubitsch, en su momento uno de los directores univer-salmente más respetados de Hollywood, dos de sus compañeros, también grandes, William Wyler y Billy Wilder, salieron juntos del cementerio donde le habían rendido el último adiós. Triste, el primero señaló: «Ya no habrá más Lubitsch»; el segundo, más cáustico, quizá también más lúcido, replicó: «Peor aún, ya no habrá más películas de Lubitsch». La mayor tragedia que conoce la historia de la literatura es que Robert Louis Stevenson muriera a los 44 años, con muchos por delante de fertilidad creativa. Quienes han leído poco al escocés o solo conocen las versiones en cine de sus obras más conocidas, apenas podrán citar La isla del tesoro o El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde. Sin embargo, los verdaderos stevensonianos —que, por fortuna, son legión y suelen reconocerse entre sí por determinados signos, entre los cuales es fundamental una devoción por el mero placer de narrar— pueden citar un buen número de obras capaces de competir en genio y calidad con estas. Stevenson no solo nos llevó a islas del tesoro o nos descubrió la dualidad que hay en el interior del ser humano. Nos demostró que Londres era una ciudad digna de las Mil y Una Noches, que en los Mares del Sur parece haber un viento que degrada al ser humano más que la humedad, que la leyenda de Caín y Abel es eterna y que un libro de viajes puede leerse como una novela.
Dijo Oscar Wilde que sólo los mediocres progresan, que el artista de verdad se resuelve en un ciclo de obras maestras, la primera de las cuales no es menos perfecta que la última. Aun tratándose de la clásica boutade de Wilde, no conozco caso mejor de autor que se ajuste como un guante a este aforismo: desde sus primeras ficciones literarias, las Nuevas Noches Árabes a las últimas, La playa de Falesá o Bajamar, puede parecer que sólo hay una diferencia, y es que el tono luminoso de las primeras acaba dando paso a la atmósfera mucho más sombría de las últimas, como por otra parte suele ocurrir en todo ser sensible que observa que el mundo que una vez creyó bueno y rutilante encierra mucha más maldad de la que parecía.
Sin embargo, en Stevenson esto no es así. En esas primeras obras también aparece, aunque sea agazapado, ese elemento de zozobra moral, esa inquietud por el lado menos tranquilizador del ser humano. ¿Pudo ser porque desde muy joven tuvo presente que tenía el enemigo dentro de sí, en su propio cuerpo, y que tarde o temprano se lo cobraría como víctima? Me gusta creer que esa sensibilidad que tuvo Stevenson para resaltar lo más vivificante del espíritu humano, pero al mismo tiempo para no perder de vista la ambigüedad moral que lo envuelve todo, es el admirable producto de la triste perspectiva de saber que no moriría viejo. El resultado de la perpetua lucha de un hombre condenado que nunca se resignó a arrastrarse, y que supo cómo equilibrar el vitalismo con la reflexión. Y la reflexión, por desgracia, suele conducir a la duda: a la duda sobre la humanidad. Aun así, Stevenson nunca se rindió y en todas sus obras siempre ofreció una rendija para que entrara la luz. Y la luz que mana de la obra de Stevenson es inolvidable.
R. L. Stevenson nació en 1850 en Edimburgo. El primer dato que ya despierta atracción en su biografía es descubrir que perteneció a una estirpe de constructores de faros, esa edificación que evoca al mismo tiempo la soledad infinita de quien vive en un lugar aislado (uno nunca se imagina un faro en un momento apacible, sino en medio de una noche borrascosa, solo ante la soledad del universo) y el auxilio a los semejantes, al ofrecer esa luz que acuchilla las tinieblas y gracias a la cual, en los tiempos heroicos de la navegación, tantas vidas se salvaron. Sin embargo, a Stevenson no le interesó la ingeniería (aunque inició la carrera) y si se doctoró en derecho fue por dar una mínima satisfacción a un padre que, con ese calvinista celo escocés hacia el trabajo, observó con sumo recelo el nacimiento de la vocación artística de su hijo.
La enfermedad llamó a su puerta demasiado pronto. Con la aparición de los primeros síntomas de la tuberculosis, Stevenson inició esa serie de viajes en busca de un clima más favorable para su mal que caracterizarían el resto de su vida. Su primer destino fue Francia, a donde viajaría bastante en el curso de la década de los 70. En el verano de 1876, en el entorno de la famosa colonia de pintores de Barbizon, conocería a una norteamericana, Fanny Osbourne (de soltera Vandegrift), casada y con dos hijos pequeños, Bella y Lloyd, y que era diez años mayor que él. Sería el encuentro fundamental de su vida.
Después de frecuentar su compañía durante varios veranos, en 1879 Fanny Osbourne fue reclamada por su marido, al otro lado no ya del océano sino del continente americano: a California. Stevenson no se lo pensó mucho y fue tras ella, protagonizando un viaje duro y lleno de privaciones —lo hizo a espaldas de su familia, que sabía que desaprobaría el paso que estaba dando—, que luego relataría en El emigrante por gusto, hasta reunirse con su amada. Ante esta prueba de amor, Fanny dio el paso definitivo y rompió su infeliz matrimonio. Obtenido el divorcio, se casaron el 19 de mayo de 1880 en San Francisco. Los Stevenson ya no se separarían nunca, y pasearían su amor por medio mundo. Regresaron a Europa al año siguiente, a Escocia.
La carrera literaria de Stevenson había comenzado en aquellos años franceses. Inicialmente, por medio de un par de libros de viajes, y enseguida con una serie de narraciones cortas que luego reuniría en el delicioso volumen Las Nuevas Noches Árabes (donde se encuentra el famoso cuento El club de los suicidas). En el lluvioso verano de 1881, para entretener al niño Lloyd, de trece años, Stevenson aprovechó un dibujo que éste había realizado de una isla y la fue poblando de nombres y de lugares con nombres mágicos, en torno a los cuales tejió la que posiblemente sea, como dice Fernando Savater en su imprescindible La infancia recuperada, «la narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el perfume incomparable de la audacia victoriosa… en una palabra: la historia más hermosa que jamás me han contado». Comparto el entusiasmo de Savater y, si pudiera, intentaría contagiar de él al mundo entero: posiblemente no exista una novela capaz de transmitir mejor la magia de la narración pura y sin coartadas fundida con el inconfundible temblor que provoca el saberse al borde de ese agujero tenebroso que es el verdadero ser humano, que pocos ven pero que todos intuyen. En ella se encuentra la clave de toda la poética de su autor, y su éxito indiscutible (hasta el punto de que, si hay quienes no conocen a Stevenson, siempre se conocerá La isla del tesoro) decidió su carrera literaria.
Carrera que hubo que emprender vagando por el mundo. La novela primero se publicó por entregas en una revista y luego en volumen en noviembre de 1883. Para entonces, los Stevenson vivían en el sur de Francia, de donde retornaron de modo efímero a Inglaterra, a la localidad sureña de Bournemouth —que fue el escenario de su amistad con un escritor que podría pensarse en las antípodas de él, como Henry James, y donde escribió su otra obra famosa, El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde (1886)— y otra vez a América, en busca del balneario, de la localidad, del espacio donde controlar mejor una enfermedad que avanzaba con rapidez y que había acabado por sumir a Stevenson en esos rasgos entecos que hoy asociamos a su figura.
En San Francisco, Fanny Osbourne dio con el nuevo rumbo hacia donde marchar: al Pacífico. Los Stevenson alquilaron una goleta, Casco, con la que recorrieron las Marquesas, las Tuamotú o las Hawaii, en un periplo que el escritor inmortalizaría en su libro de viajes En los Mares del Sur. Finalmente, en julio de 1889 alcanzaron Samoa, y allí fue donde la familia encontró el lugar que sería su hogar definitivo. Cerca de Apia, la capital de la isla principal del archipiélago, Stevenson construyó una casa a la que llamó Vailima (la Casa de los Cinco Ríos) y se instaló con Fanny y sus dos hijos, escribiendo sin cesar. Algunos de los relatos de esa época los firmó junto a su hijastro, Lloyd Osbourne, pero los críticos —o los entusiastas del autor— descartan que fuera una colaboración real, sino un acto de generosidad del patriarca familiar. Como siempre, escribió sobre todo y lo ambientó en todos los escenarios: parece increíble que otra de sus grandes obras, El señor de Ballantrae (1889), ambientada sobre todo en la agreste Escocia, fuera redactada en Hawaii.
En esos años es cuando escribió aquellas historias que situó en el Pacífico, cuyo sentido del verismo inmediato es, como es natural, mayúsculo. El encantador relato El diablo de la botella traslada el famoso motivo de cuento oriental señalado por el título a las islas Hawaii. El inquietante La playa de Falesá posee un aire autobiográfico que casi permite sustituir a su protagonista por el mismo Stevenson. Finalmente, la última novela que publicó en vida —y que, por desconocida, constituye un estremecedor descubrimiento— desarrolla en grado sumo uno de los motivos más bellos que recorre toda su obra, el sentido del fatalismo, uniendo el onirismo tan propio de su autor con la triste lucidez de Joseph Conrad, que también conoció de primera mano la degradación del hombre blanco supuestamente civilizado fuera del escenario europeo. Me refiero a The Ebb-tide (1894), unas veces editada en nuestro país como La resaca y otras como Bajamar
Stevenson se implicó a fondo en los asuntos isleños, denunciando la altivez de los propagadores de la llamada civilización blanca (fue muy conocida su defensa del padre Damián, el apóstol de los leprosos, que acababa de morir en Molokai), defendiendo una solución política para Samoa que la librara de la inevitable rapiña imperialista de las potencias occidentales, y sobre todo relacionándose, y mucho, con los indígenas. Como se sabe, estos lo llamaron Tusitala, el Narrador de Cuentos, y esa palabra, con su mágica sonoridad, posiblemente sea el epíteto mayor y más digno, desde luego más que cualquier premio u honor, que nunca jamás haya recibido un escritor. Murió el 3 de diciembre de 1894, en su casa de Vailima, víctima de lo que antes se llamaba «apoplejía fulminante» y que hoy conocemos como derrame cerebral. Fue enterrado con solemnidad en lo alto del monte que se alzaba ante su casa: el túmulo bajo el que descansan sus restos sigue en pie, y aunque no me gustan las peregrinaciones, sí daría algo por poder ir algún día allí.
Durante mucho tiempo, Stevenson fue considerado poco menos que un escritor para niños, o como mucho, para jóvenes. Su gran delito fue parecer muy diáfano, cuando en realidad, para quienes lo veneramos, constituye un gran misterio. Pues, en efecto, existen pocos autores capaces de desplegar el genio de la narración con menor esfuerzo aparente, con tal ritmo que las páginas se devoran casi sin darnos cuenta, consiguiendo que cada momento de la acción esté narrado no solo con las palabras justas, sino al mismo tiempo con los detalles (escenográficos, activos, morales) que saben enriquecerlo, y siempre bajo el principio, como dijo Chesterton, de no contar nunca nada dos veces: la pura concisión que solo consiguen los grandes maestros del lenguaje. Pero, incluso en los momentos de mayor placer aventurero, en que parece que sólo hay que dejarse llevar por la acción, Stevenson siempre consigue dejar un rincón en la oscuridad, un rincón en el que sin embargo el lector que no se contenta con la acción banal repara sin titubeo, pues en él se encuentra ese tesoro que anuncia su título más famoso. De hecho, la magia de La isla del tesoro es que el rito de paso que Jim Hawkins debe pasar no consiste en la perpetua zozobra aventurera que vive desde que el viejo pirata Billy Bones llega a la hostería que regentan sus padres. No; la prueba que realmente ha de superar Jim es la irresistible tentación que proporciona el mero contacto con el gran Long John Silver, ese hombre sin el menor escrúpulo a la hora de cometer un crimen pero que sabe bien cómo seducir a un alma que está moldeándose entre los sueños de la infancia y el descubrimiento de la responsabilidad adulta.
Quizá el calificativo que mejor corresponda a lo que Stevenson encarnó no es el de novelista, sino el de fabulador, pues la primera palabra no termina de encerrar esa capacidad que tuvo el escocés para transportarnos a un mundo de ensoñación sin perder de vista nunca el elemento de lo real. Transcurriera la acción en las islas de los Mares del Sur —que para nosotros, los que solo hemos visto esas playas de coral a distancia, en imágenes, solo pueden ser un sueño—, en el medievo inglés o en una Londres transmutada en nueva Bagdad, Stevenson siempre consiguió que esos escenarios fueran al mismo tiempo oníricos y ciertos, soñados y realistas. Y es que la clave nunca está en los escenarios sino en los hombres que los pueblan: y si algo conocía Stevenson es a los hombres.
Es así: lo que vuelve tan imborrables las historias de Stevenson son sus personajes. No hablo ya de sus protagonistas, de Jim Hawkins y Long John Silver, del doctor Jekyll y el ser que deja escapar de él, de los dos hermanos que se disputan la baronía de Ballantrae, del jacobita Alan Breck que se cruza en el camino del huérfano David Balfour. Hablo de los incontables personajes secundarios que pueblan sus páginas: Stevenson fue incapaz de considerar accesoria a una sola de las criaturas que salió de su pluma y aun las más episódicas poseen un matiz que las hace necesarias. En particular, hizo que los menos recomendables nos resulten los más entrañables (aunque nunca nos atreveríamos a darles la espalda) y les regaló algunos de los parlamentos más impresionantes, más hondos, más humanos, que registra la literatura. El mejor ejemplo es el de Israel Hands, ese pirata borrachuzo y malherido a quien Jim Hawkins disputa el control de la Hispaniola en uno de los grandes episodios de La isla del tesoro, y que comienza diciendo: «He surcado los mares durante treinta años…», para señalar que nunca ha visto que resulte nada bueno de hacer el bien. Pocos minutos después está intentando apuñalar a Jim y muriendo en el empeño, en lo que supone el bautizo de sangre del muchacho.
Otro tipo de personajes que se le dio bien, lo cual es más inhabitual en los escritores de aventuras, fueron las mujeres (que se lo digan a uno de mis favoritos, Julio Verne, que nunca supo crear un tipo femenino consistente). Y es que aquí la vida guió al autor: como hemos visto, por amor cruzó medio mundo, uniendo por tanto aventura con romance, y eso lo supo trasladar a sus novelas. La muchacha vestida de chico que enamora así a Richard Shelton, el protagonista de La flecha negra, es un ejemplo. Pero el más delicioso de todos los que creó, sin duda es esa anarquista de El dinamitero, que cambia de nombre como se cambia de ropa, que manipula a su antojo a los tres infelices aspirantes a aventurero que se cruzan en su implacable camino inventando las más fantásticas historias… tan fantásticas que, en más de una ocasión, no puede evitar que la carcajada asome a sus labios, delatándose no ante los tres petimetres (obtusos por puro deslumbramiento), sino ante el mismo lector, que así se convierte en cómplice de su secreto, no menos irresistiblemente enamorado de ella que sus pobres galanes.
Como es lógico en los hechos que se desarrollan como en un sueño, en las páginas de Stevenson, tarde o temprano, siempre aparecen dos caballeros: el azar y su hermano gemelo, el fatalismo. El súbito deseo de comerse una manzana lleva a Jim Hawkins a un barril en cubierta y a sorprender una conversación que salvará la vida a sus compañeros de la Hispaniola. Una moneda al aire intercambia el papel que debían haber jugado en la vida los dos hermanos Ballantrae e inicia una cadena de trágicos hechos. Eso sí, el azar o el destino pueden llevar a sus personajes a un camino determinado, pero tarde o temprano se presenta ante ellos una encrucijada en la cual la decisión les corresponde por completo a aquéllos: he ahí el dilema ético, el canto moral que es imprescindible en Stevenson.
El último elemento que quiero destacar en esta breve semblanza del autor es otro componente de su obra, y de enorme modernidad: la melancolía que despierta. Porque, cuidado —salvo en algún relato como Olalla, particular versión de la licantropía situada en una España que diríase en un perpetuo letargo—, esa melancolía no está presente en las peripecias de sus siempre activos héroes, sino que impregna al lector que asiste a su lectura, y que emana de la reflexión que siempre provoca. Solo al final de su tremenda aventura tiene tiempo Jim Hawkins de pararse a pensar en todo cuanto ha sucedido y en los cambios que se han producido en su vida, pero ya en las primeras páginas, recorriendo el salón principal de la hostería del Almirante Benbow, o asistiendo al registro del baúl del pirata muerto con el muchacho y su padre, el lector se ve embargado por la sensación de una pérdida irresistible. Porque recuérdese que la melancolía proviene siempre de una pérdida, real o evocada. Y es que tal vez, en otro tiempo, en otro ser, fuimos nosotros quienes, buscando en un baúl entre los magros bienes de toda una vida de piratería, encontramos el plano de la isla del tesoro.
Estimulado por tu comentario me traigo a la mesa los Cuentos completos de Mondadori. Puede que no estén completos del todo; pero la traducción de Temprano García y las bellas ilustraciones de Jansson hacen que me apetezca releer muchos de ellos y conocer por vez primera (esa gran suerte, según Borges) algunos otros.
Pues sí, quién tuviera la suerte de no haberlos leído todavía para poder ser sorprendido plenamente por ellos. Las Nuevas Noches Árabes y su continuación El dinamitero, La playa de Falesá, Olalla o El diablo de la botella bien que lo merecen. También yo tengo pendiente una lectura a fondo de muchos de ellos. Salud y buena lectura!
Hola. Un saludo entusiasta. Acabo de descubrir este maravilloso y lúcido blog y me he deleitado mucho con sus artículos.
Confieso no haber leido su mas reconocida obra «Dr Jekill…» pero tanto La Isla del Tesoro como La Flecha Negra me acompañaron desde muy niño en su versión en historieta por Chiqui de la Fuente. Luego en el colegio, a los 9 años nos dieron a leer El diablo de la botella, generándome al mismo tiempo temor y fascinación. Su isla del tesoro la devoré en mi adolescencia, pero dejé casi 2 décadas al señor Stevenson,sin explorar más de sus obras.
Hace un par de años volví a su mundo literario con una obra que no puedo dejar de recomendar con entusiasmo: «Las aventuras de David Balfour: secuestrado». Es increible cómo,a mis tiernos 35 años logró sustraerme de mi realidad y hacerme acompañar a los personajes en su intensa huida. El pasaje de David y Alan Breck a través de las ciénagas escocesas está increíblemente bien narrado y no puedo evitar sentir que Tolkien se inspiró, o casi reprodujo la misma atmósfera para la huida de Aragorn con los Hobbits alsalir de Bree, en La comunidad del Anillo.
Espero que la lean pronto si aun no lo han hecho.
Muchas gracias por tus palabras y bienvenido a este blog, donde habrás visto que Stevenson figura con honores. En mi caso, he tenido el placer de verme acompañado por el gran escritor sin pausas, a lo largo de muchos años ya de lectura (y relectura) contumaz de sus obras, desde las más distendidas a las más sombrías, siempre asombrado y admirado, siempre rendido a su capacidad para fundir la narración con el dibujo psicológico. «Secuestrado» tuve la suerte de leerla mientras yo mismo viajaba por Escocia (aunque no de modo tan emocionante como David Balfour y Alan Breck), y si bien lo hacía bien protegido por las paredes de un tren o un autobús, era levantar la cabeza y mirar por la ventana hacia esas breñas… y sentirme un poco a su lado. Y tienes razón: en muchos momentos de El Señor de los Anillos también brilla la luz de Stevenson, en la forma de unir aventura y relato iniciático, risa y drama, emoción y suspense.
Un abrazo y espero que sigas pasándote por aquí.