Ghost Dog, estirpe de asesinos

 

Estupendo poster de Ghost Dog, el camino del samurái

Una de las consecuencias del final del clasicismo en el cine de género viene marcada por la aparición como protagonista de un tipo de personaje que se dedica a actividades que la sociedad y las leyes consideran delictivas —bien entendido que lo hace por opción personal y no por fatalidad social (no hablo de films al estilo de La jungla de asfalto o el cine de gángsters de los años 30, por tanto)—, y cuya familiaridad con la violencia, que tiene ocasión de probar en numerosas ocasiones, no desmiente la posesión de una ética personal que, en otra época, solo era propia de los héroes impolutamente nobles, una ética que no implica a la fuerza bondad pero que lo dignifica por encima de los malvados irredimibles. De los pistoleros de las películas de Sergio Leone, verbigracia los Clint Eastwood y Eli Wallach de la inmortal El bueno, el feo y el malo (1966) al inolvidable Serpiente de 1997: rescate en Nueva York (1981) o 2013: rescate en L. A. (1996), pasando por los tipos duros en que se especializaron actores como James Coburn o Charles Bronson. A esta estirpe pertenece el protagonista de la que muchos de los admiradores del gran Jim Jarmusch consideramos que es su obra maestra: Ghost Dog, el camino del samurái (1999). El enigmático asesino a sueldo que responde al apodo de Perro Fantasma es un personaje, además, con muy reconocibles padres, no en vano Jarmusch, como todo autor consciente de formar parte, lo quiera o no, de una tradición cinematográfica, nunca renuncia a tomar, reelaborar o rendir homenaje (respetuoso, no vampírico y petulante, como su colega Quentin Tarantino) a devociones del ayer. Y su personaje no existiría sin los respectivos protagonistas de tres películas de culto por los amantes del género policiaco: la francesa El silencio de un hombre, la norteamericana A quemarropa y la japonesa Marcado para matar. Tres representantes de otras tantas cinematografías, en principio muy distintas pero, es evidente, complementarias, y que para mayor curiosidad fueron filmadas en el mismo año: 1967.

Por supuesto, es una filiación que debo, como tantas otras cosas, a uno de mis escritores de cine de cabecera, el gran Carlos Aguilar, que además me descubrió la existencia de una de esas tres películas, la más ignota, la japonesa. En la ficha de su imprescindible Guía del Cine en que comenta Ghost Dog —y la concisión a que obliga el espacio no implica superficialidad: bien al contrario, en él siempre fascina la cantidad de direcciones que es capaz de trazar en tan pocas líneas— es donde habla de la relación del film susodicho con sus tres referentes.

Forest Whitaker como Ghost DogEn la azotea de un edificio que se eleva frente a una destartalada zona industrial hay un cobertizo de madera y un palomar. Allí vive un asesino a sueldo que responde al apodo del Perro Fantasma; las palomas mensajeras son el medio a través del cual se comunica para recibir sus contratos. Su lectura habitual es el Hagakure, un código para samuráis redactado en el siglo XVIII, cuyas principales máximas irán apareciendo a lo largo de la película en distintos rótulos leídos por la misma voz del protagonista. Y es que el Perro Fantasma se considera justo eso, un samurái (y no un ronin, un guerrero sin amo: sin objetivo), que por tanto se debe a un señor, y que es Louie, el maduro gángster que un día le salvara la vida (es el único elemento de su pasado que conoceremos de él), y al que desde entonces ha quedado ligado por una fidelidad que está fuera de discusión. Louie, a su vez integrante de un gang italoamericano, es quien se encarga de encomendarle trabajos.

Como los representantes de esa estirpe en que tan orgullosamente se inscribe, el killer protagonista no se define por sus palabras ni por su pasado, sino por sus actos del presente: semejante opción argumental, en manos de directores intensamente visuales suelen suponer un óptimo campo para manifestar la maestría en la narración con imágenes que es la esencia del cine. A ello hay que añadir que, de entrada, el actor es inmejorable: Forest Whitaker, maravilloso intérprete de muy particular fotogenia (un rostro tristón en el que destaca la disparidad entre sus dos ojos —el párpado del izquierdo tapa la mitad de su pupila, lo cual le otorga una muy especial expresividad—, una gran masa corporal que, sin embargo, logra moverse con inesperada armonía) que ya había lucido en papeles tan espléndidos como su recreación del jazzman Charlie Parker en Bird (1988), de Clint Eastwood, o en su breve pero imborrable soldado secuestrado por el IRA en Juego de lágrimas (1992), de Neil Jordan.

La apacible vida de este hombre que no parece tener más ocupación que la lectura, el repaso de sus armas y el cuidado de sus palomas se verá sin embargo quebrantada por causa de esos implacables códigos de lealtad entre los hombres violentos. Después de la ejecución que efectúa en el inicio de la película, el veterano boss al que Louie debe obediencia (y al que encarna el gran Henry Silva, especialista en papeles torvos, incluso muy torvos, en sus años de pequeña gloria en el género) dicta la caza al hombre contra el Perro Fantasma, por razones inextricables (en el momento del asesinato estaba presente su hija, una joven de expresión idiotizada, a la que el muerto, de modo suicida, se estaba follando; pero es más, señala el boss, pese a su insensatez, ese tipo era «uno de los nuestros» y por tanto ha de ser vengado… por los mismos que ordenaron su ejecución). Así pues, las lealtades cruzadas, el absurdo mundo de relaciones feudales del hampa italiana y, sobre todo, por parte del protagonista, la conciencia de las obligaciones contraídas (ese giri tan propio de la cultura japonesa que tanto reverencia), acabarán provocando un baño de sangre de consecuencias imprevisibles.

Poster de El silencio de un hombreTres películas como modelo, tres. La primera (y sin duda la más importante por cuanto, de los tres protagonistas respectivos, el de ella es el modelo sobre el que Jarmusch forja al suyo) es El silencio de un hombre. Escrita y dirigida por Jean-Pierre Melville, sin duda el nombre fundamental de la edad dorada del polar o cine policiaco francés, su título original —que el rebautizo español traiciona, sin duda, pero lo hace con espléndida riqueza polisémica— ya es sobradamente significativo: Le samourai. De hecho, el film viene encabezado por una cita que se atribuye al principal código samurái, el Bushido (traducible, como se sabe, por «El camino del guerrero»), del mismo modo que a lo largo de Ghost Dog se irán intercalando diversas máximas del Hagakure que reverencia el protagonista. Una cita, a todo esto, apócrifa, inventada por el mismo Melville, lo cual también lo emparenta con Jarmusch: la utilización de esos referentes culturales no persigue la mera mimetización culturalista sino la riqueza dialéctica entre los distintos modelos que se confrontan e interpenetran, el oriental y el occidental. Del mismo modelo, Le samourai también es un ejercicio de reelaboración cinéfila de tradiciones previas, en este caso del cine negro clásico de Hollywood.

El silencio de un hombre narra la historia de un killer, todavía más hierático y lacónico que el Perro, sobre el que también se decreta una caza (por parte no solo de quienes lo contrataron sino también de la policía que investiga el asesinato encomendado) a la que responderá del único modo que sabe: mediante la implacable utilización de todas sus habilidades contra quienes lo creyeron un hombre fácil de engañar. Melville cuenta esta trama mediante ese tono cool por el que tanta fascinación sentía, moviendo a su personaje por un París que a fuer de hiperrealista acaba resultando casi fantasmal, justo como su protagonista, un individuo cuya casi absoluta ausencia de expresión lo hace parecer inhumano. A ello contribuye la inteligente utilización del francés Alain Delon, cuyo rostro bello, incluso angelical —estaba especializado en papeles cínicos o negativos, pero hasta entonces atenuaba su iniquidad mediante un constante recurso a su irresistible gestualidad aniñada, como en su mejor papel hasta ese momento, el Tom Ripley de la genial A pleno sol actúa como fascinante contrapeso de su extrema implacabilidad.

Aun siendo físicamente antagónicos, el Jef Costello y el Perro de uno y otro film diríanse hermanos espirituales, y los parangones entre ambos son constantes: su filiación con las aves (en el caso de Jef, un pájaro que tiene en una jaula, que le sirve para alertarle de la entrada de extraños en su apartamento: unas plumas en la jaula delatan la inquietud que ha vivido el animal); en la ausencia de pasado de ambos, y la falta de cualquier interés por el futuro: para ellos, solo existe el presente; en la descripción del personaje a partir del gusto por los detalles; en la repetición del mismo gesto: dejan vivir a la joven que ha sido inesperado testigo de su ejecución, no ya porque no estaba incluida en el encargo, sino por cuenta de esa peculiar ética que, señalaba líneas arriba, los libra de la indignidad; y, por supuesto, aunque lo dejo para más adelante, en su magnífico final.

Poster de A quemarropa, de John BoormanA quemarropa (1967) es la segunda realización, y primera en los Estados Unidos, del británico John Boorman, un hombre de carrera irregular pero muy respetable, en la que destacan dos títulos estupendos: el que me ocupa ahora y la mejor recreación en cine de la leyenda artúrica, Excalibur (1981). Al contrario que los films de Melville y Suzuki, el protagonista de A quemarropa no es un asesino a sueldo, sino un hampón de baja estofa, brutal y no en exceso inteligente (maravillosa encarnación del gran Lee Marvin), que emprende un periplo violento por venganza contra el antiguo amigo que lo traicionó durante la ejecución de un peligroso robo, dejándolo por muerto después de dispararle «a quemarropa». ¿Por qué entonces la vinculación?

En primer lugar, porque el Walker que protagoniza esta historia es de nuevo, como el Perro y como Jef Costello, un antihéroe del que nadie se preocupa salvo cuando es útil y al que se considera prescindible después. Y también él acaba convertido en una aparición que parece materializarse desde la nada: otro ser que no se define por una identidad sino por una actividad. En su caso, el nombre ya es expresivo: Walker, caminante, alguien destinado a errar sin detenerse, sin descansar, porque en su caso la parada puede ser la muerte (la observación es de Aguilar). No es simbología fácil: la película se basa en una novela de Richard Stark que a su vez pertenece a una serie protagonizada por el mismo personaje, que en ellas se llama Porter. El rebautizo, pues, supone una declaración de intenciones.

Otra vinculación, que ya es particular entre los films de Boorman y Jarmusch, es que ese periplo de sangre y violencia que viven sus dos protagonistas se construye sobre un muy particular juego de anacronismos en la relación con sus respectivos antagonistas. En A quemarropa, Walker descubre que, en su ausencia, el mundo del hampa ha cambiado de modo irreversible sus modos de operar, de conseguir los beneficios, antes al alcance fácil de la mano (violenta). Así, su intento de que le devuelvan el botín que le birlaron chocará con el hecho de que el dinero ha perdido «materialidad»: ahora son números en cuentas inaccesibles para un tipo tosco como él. Jarmusch le da la vuelta a la situación pero mantiene la misma discordancia: ahora es el gang enemigo el que parece de otra época (de hecho, sus miembros son viejos que parecen surgidos de un club geriátrico, por letales que puedan seguir siendo), mientras que el Perro Fantasma domina la más moderna tecnología en armamento. Y sin embargo, su respeto a códigos del honor ancestrales, sin posibilidad alguna de transacción moral, lo convierte en una suerte de paladín de un mundo perdido en el que violencia y nobleza pueden convivir sin caer en la degradación que manifiestan sus enemigos: ese es su punto débil.

Poster inglés de Branded to Kill, o Marcado para matar, de Seijun SuzukiEl más desconocido, el más misterioso, el más delirante también, de estos tres films es el japonés Koroshi no rakuin, nunca estrenado comercialmente en España, conocido por el título inglés de su difusión internacional Branded to Kill, y que fuentes como el propio Carlos Aguilar (con conocimiento de causa a través de su hermano Daniel, experto en cultura nipona y buen conocedor de su idioma) traducen como Marcado para matar, que es el que prefiero utilizar. Se trata de una de las joyas de la serie B nipona, especie de universo paralelo frente a la visión típica y tópica que tienen del cine de ese país quienes lo reducen a sus maestros más conocidos (Kurosawa, Ozu, Mizoguchi y algún otro), puesto que supone el reverso exacto de la serenidad, el estoicismo emocional y el tempo lento y majestuoso del cine de aquellos. Es delirio puro y duro, no en vano su director, Seijun Suzuki, declaró de modo inmejorable que «una película es la consecuencia de una explosión de sentimientos y emociones, y es por completo innecesario apoyarla con argumentos». Y a ello se consagró, ante el disgusto de los dueños del estudio donde trabajaba, quienes precisamente lo despidieron tras el estreno de este film, hartos de lo supuestamente ininteligible de sus películas, condenándolo a un alejamiento de la gran pantalla por espacio de una década, durante la cual no se hizo sino alimentar su particular culto.

Así pues, lo que narra este film carece de importancia, y casi de sentido: a grandes rasgos, la peripecia de un reputado killer cuya cabeza un buen día es puesta a precio, siendo encomendada su ejecución al asesino que ostenta el puesto de Número 1 de la profesión, con quien acabará librando un duelo a muerte para dirimir quién es el mejor en lo suyo, como si de un western se tratara. Importa poco el qué, pero mucho el cómo, pues la puesta en escena de Suzuki lo fía todo a una narración visual que busca la sugestión por encima de todo, y que abunda en onirismo perverso e ideas de considerable ingenio que desembocan en secuencias cuya magia las palabras nunca conseguirán transmitir (por ejemplo, aquella en que, emboscado en un lugar tan vulnerable como un espigón portuario, sin posibilidad aparente de salvación bajo una lluvia de balas, utiliza su coche como parapeto, arrastrándolo hacia la seguridad gracias a una soga encadenada al parachoques). Ahora bien, la más famosa de todas contiene un hallazgo genial que el mismo Jarmusch recreará en Ghost Dog: el momento en que el killer elimina a uno de sus objetivos disparándole a través de la tubería que conecta desde el sótano con el lavabo de su propio cuarto de baño.

Tres joyas del cine, tan fascinantes como imperfectas, pues es fácil deducir que todas (como el mismo cine de Jarmusch) se hallan bajo el perpetuo riesgo de incurrir en el exceso formalista, en el capricho arbitrario, en el fastidio pretencioso. No hace falta conocerlas, en cualquier caso, para disfrutar de este Ghost Dog, el camino del samurái, que las combina, las reformula, las culmina y nunca, en ningún caso, las mimetiza.

Forest Whitaker practicando con katana en Ghost Dog

Y es que Jarmusch comprende esa tradición previa y la integra en una poética propia, que permite la convivencia de la abstracción con las muy concretas necesidades emocionales del ser humano (en este sentido, quizá su obra más depurada sea la reciente Paterson). Una poética que funde la puesta en escena de quintaesencial clasicismo con el punto de manierismo imprescindible en la modernidad (es una de las claves del famoso minimalismo del autor: detrás de ese amor por los detalles y por los encuadres muy perfilados hay un sentido de la elaboración cuidado hasta la exasperación).

Así, aun cuando la soledad más absoluta parece dominar la existencia del protagonista, la historia no tarda en contarnos que tiene un amigo: el francés Raymond, el vendedor de un puesto de helados situado en una plaza del barrio, al que da vida el imponente Isaach de Bankolé, presente en varios títulos del autor. Una amistad que, sin embargo, tiene su raíz en el mero feeling entre los dos hombres, pues ninguno entiende el idioma del otro. Del mismo modo, en la misma plaza veremos nacer la amistad entre el Perro Fantasma y una niña de nueve años, Pearline (maravillosa Camille Winbush), trabada en este caso a partir del amor a los libros: un reflejo de esta simpatía instantánea nacida entre un adulto y una niña dará pie, precisamente, a una de las mejores escenas de Paterson.

Por otro lado, el gusto por los detalles de Jarmusch se refleja en muy buenos momentos, siendo mi favorito aquel en que Raymond enseña al Perro su último descubrimiento: en un balcón de un edificio cercano, un vecino está construyendo ¡un barco! (la belleza antinómica se une al bonito simbolismo: es otro gesto que demuestra que la amistad auténtica no necesita palabras, sino de sensaciones que compartir, como la admiración ante ese hallazgo). Pero también hay instantes que solo tienen sentido, como en Suzuki, por la sugestión visual: para amortiguar el ruido de un balazo ante un cristal, el Perro pega al mismo un trozo de cinta adhesiva para disparar a través de él. Claro, nunca tendré ocasión de saber si es un hecho científicamente comprobable o un chispazo de genio de Jarmusch…

[Quien no conozca el final de esta película debe dejar de leer aquí]

Imagen del gran Jim JarmuschGhost Dog, el camino del samurái supone al thriller lo que su previa realización, Dead Man (1995) había sido con respecto al western: una declaración de la imposibilidad, a estas alturas del cine, de los géneros en su sentido clásico. Y para ello, Jarmusch centra su historia, en ambos casos (en el western, lo hace desde el mismo título), en dos personajes que no tienen otra opción que la muerte, seguramente porque su vida ya participaba en buena medida de este estado. Una de las sentencias del Hagakure que lee el Perro, precisamente, indica que un guerrero debe considerar que en cualquier momento puede morir, que de hecho su vida lo convierte, antes que nada, en un hombre muerto. No hay que llamarse a engaño: el letal asesino que tan invulnerable parece, que tiene tal control del tiempo y del espacio que diríase que ambos se doblegan con sumisión cuando él entra en acción, ese letal asesino, como digo, sabe bien que es un muerto que camina, un fantasma cuya trayectoria se entrecruza de vez en cuando con otros seres vivos (con unos, para matarlos; con otros, para sentirse todavía humano) pero que no es sino una idea, una quimera, de tal modo que cuando en el final de la historia, y como no podía ser de otra manera, muere por fin, no hace sino restituirse a la esencia del mundo: es una abstracción que ha perdido de modo definitivo la imperfecta concreción que poseía…

Después de eliminar a todos los miembros del gang que le perseguía, el Perro Fantasma se ve conminado a aceptar un duelo con el hombre al que debe la vida y el honor, porque este también se debe a unas obligaciones para con el nuevo (en este caso, nueva) boss. Como Jef en El silencio de un hombre, acude a ese duelo con la pistola descargada de balas, tal como sucedía en la conclusión de la película de donde los dos directores extraen la idea, el western de Robert Aldrich El último atardecer (1961). Un sacrificio final que a todos (a Raymond, testigo impotente, a los espectadores) parece absurdo por responder a unas reglas que parecen absurdas (desde el momento en que ese viejo gángster al final se revela como un hombre que no responde a la dignidad que sobre él ha impuesto el Perro: es más, él mismo se sabe indigno y por ello había aceptado siempre con incomodidad semejante responsabilidad), pero que no es sino lógico símbolo del absurdo existencial que es la vida. Al vaciar su cargador, al acudir conscientemente hacia la muerte como último compromiso con una ética propia, el Perro Fantasma ennoblece la humanidad con que lo reviste Jarmusch frente a sus rivales, deparando una inolvidable imagen con ese plano cenital en que Raymond, desolado, llora la pérdida de su amigo, envuelto en un charco de sangre.

Ghost Dog y sus amigos

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Ghost Dog, el camino del samurái / Ghost Dog: The Way of the Samurai. Año: 1999.

Dirección y guion: Jim Jarmusch. Fotografía: Robby Müller. Música: RZA. Reparto: Forest Whitaker (Perro Fantasma), Isaach de Bankolé (Raymond), Henry Silva (Vargo), John Tormey (Louie). Dur.: 116 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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