¿Incluiría alguien en su lista de actores favoritos a Charles Bronson? Yo tampoco, pero siento un gran aprecio por este actor de ojos pequeños, con la edad cada vez más entrecerrados, y poco amigo de los gestos superfluos. La razón estriba en que lo asocio a un conjunto de fascinantes películas que rodó en Europa, entre finales de los años 60 y comienzos de los 70, que fueron las que le dieron el estatus de protagonista e incluso propiciaron un regreso a Hollywood ya para convertirse, durante la década de los 70, en una de sus estrellas más rentables. Sobre todo, Bronson encadenó cuatro películas inolvidables, entre Francia e Italia, frecuentemente en coproducción, en cada una de las cuales tuvo a su cargo un rol memorable: la fantasía western Hasta que llegó su hora (1968, Sergio Leone), el fabuloso polar viril Adiós, amigo (1968, Jean Herman), el thriller inesperadamente romántico El pasajero de la lluvia (1970, René Clement) y el áspero poliziesco Ciudad violenta (1970, Sergio Sollima). En todas ellas Bronson encarnó variantes del mismo papel de aventurero hosco y solitario (pero no ensimismado), duro y peligroso, también leal, que como los buenos héroes de «siempre» se expresa antes mediante la acción que con la palabra.
Charles Bronson nunca fue un actor capaz de despertar arrebatos críticos o cinéfilos, ni siquiera entre los incondicionales del cine norteamericano. Es posible que no fuera un intérprete versátil pero sí desde luego fue eso que, sobre todo en Hollywood, se conoce como una presencia, es decir, un actor con un carisma determinado que sabe bien cómo aprovecharlo cuando recibe los papeles adecuados, consagrando su carrera a un determinado tipo. Es el tipo de actor al que pertenecieron los más grandes del cine norteamericano, de John Wayne a Gary Cooper o Humphrey Bogart. No hay que hacer caso del famoso adagio de éste (motivado por un insensato sentido de la mala conciencia acerca de la propia reputación) de que, para saber quién es el mejor actor, todos tendrían que dar la medida haciendo de Hamlet. Los tres antedichos habrían fracasado, por una mera cuestión de incompatibilidad física y dramática con ese personaje en concreto (o con Macbeth o el rey Lear, ya puestos). Huelga decir que el buen actor no es aquél capaz de interpretar Hamlet sino el que es capaz de transmitir las sensaciones que demanda el personaje que sea que interprete en ese momento concreto. Hay actores que poseen una mayor variedad de registros o que tienen una enorme capacidad para afrontar papeles muy distintos (el cine inglés es pródigo en ello), pero reducir la calidad interpretativa a esto es un error: es posible que Wayne interpretara sólo dos o tres modelos de personaje a lo largo de toda su carrera, pero nadie hubiese podido hacer de Ethan Edwards o Tom Doniphon como él, por muy versátil que fuera.
A su medida, sin duda más modesta, Charles Bronson se inscribió en este prototipo. Fue un actor claramente condicionado por un físico poderoso (fue el precedente de los Stallone o Schwarzenegger, actores, eso sí, mucho peores), por un rostro que con los años fue adquiriendo un aspecto cada vez más tártaro (era hijo de inmigrantes lituanos, como «delató» a principios de su carrera el mantenimiento del apellido Buchinsky) y por ende menos tranquilizador, menos cercano a los héroes de mirada noble cuya senda en principio parecía transitar. Llamó la atención, en los años 50, como secundario al servicio de papeles nada complejos en los que su presencia física bastaba para crear el carácter. Poco a poco fue escalando a papeles más largos (o a protagonistas en modestas series B, como en Machine Gun Kelly, dirigida por Roger Corman en 1958), hasta ascender al rango de secundario principal a raíz del éxito de Los siete magníficos (1960, John Sturges).
Durante unos años, Bronson mantuvo este mismo rol en películas que tuvieron bastante repercusión, lo cual le dio un nombre. Cuando el Hollywood clásico empezó a desmoronarse, desprotegiendo a actores de sus características, Bronson, como tantos otros (el caso emblemático siempre será el de Clint Eastwood), marchó a Europa, donde el pujante cine de género de la época lo reclamó ya como estrella protagonista. El éxito alcanzado le permitió volver a Hollywood a principios de los 70, y a partir de ese momento se mantuvo (al menos hasta que la edad ya impuso su cordura, y eso sí, poco a poco en vehículos cada vez más modestos desde los 80) como una estrella del cine de acción (en sus modalidades de policiaco y western, sobre todo), empezando por el enorme eco comercial que tuvo su El justiciero de la ciudad (1974, Michael Winner).
Como bien señala Carlos Aguilar, Hasta que llegó su hora (1968) es una fantasía cinéfila que adopta la forma del género que fascinaba a su autor, o sea, el western. Una fantasía pese al aparente hiperrealismo que parece transmitir el sentido, casi paranoico, del detalle que transmite una puesta en escena que se empeña en recoger con notable mimo el notable esfuerzo de dirección artística empleada en su factura, así como el rodaje en auténticos escenarios de Estados Unidos, entre ellos el mítico Monument Valley, tan asociado al director fundamental del género, John Ford. No puede ser hiperrealista, y ni siquiera realista, una película que comienza con un larguísimo y extenuante prólogo de diez minutos dedicado a contar cómo tres pistoleros se apostan en una solitaria estación de tren, sin duda con muy malas intenciones, y se dedican a aliviar la espera mediante una serie de actividades a cuál más nimia (jugar con una mosca, dejar caer esa gota sobre su sombrero o chasquearse los dedos), que Leone describe con maniático detalle mientras se desgranan los créditos.
Y a continuación, el toque mítico propio del cinéfilo que ha recreado mil veces, en sueños, la imaginería fabulosa del género. Los tres pistoleros, decepcionados, observan cómo nadie baja del recién llegado tren. ¿Nadie? De pronto, un escalofriante toque de armónica paraliza el tiempo en la estación, y al irse la máquina revela que por el otro lado ha bajado el hombre al que esperaban y que, sin tener la menor intención de esconderse, está ejecutando sin duda un acto de identificación. Uno frente a los tres, el Hombre de la Armónica, al ver los caballos de los otros, pregunta si han traído uno para él. Con una media sonrisa de insolente vileza, éstos exclaman: «Parece que hay un caballo de menos». La respuesta, lacónica, memorable, es: «Sobran dos». Y cuando por fin silban los revólveres, tres cadáveres quedan sobre el suelo de la estación. Una fantasía. Concebida por un cinéfilo fascinado por el western.
A partir de tan percutante presentación, la historia narra los encuentros y desencuentros, en ese espacio tan clásico del género que es la Frontera, en su sentido más abstracto, entre cinco personajes, cuatro hombres y una mujer, a cuál más arquetípico: un pistolero de maldad sin límite (Henry Fonda, en el papel más desmitificador de su carrera), un noble y pícaro forajido (Jason Robards), un plutócrata sin escrúpulos que, sin mancharse las manos, no duda en imponer a sangre y fuego sus intereses económicos (Gabriele Ferzetti), y una ex prostituta que llega a ese lugar para encarnar el futuro y la continuidad de la Civilización cuando los hombres primarios que dirimen sus diferencias con el revólver ya no sean necesarias.
Y, por supuesto, Armónica, el misterioso pistolero al que encarna un Charles Bronson al que Leone eligió, sin duda, porque sus facciones, labradas en piedra, se aprestaban de modo singular a su propósito de recrear, en abstracto, al Héroe que no habla sino que actúa. ¿Para qué hablar si ya lo hacen por él su armónica —el más genial efecto de metonimia que yo he visto en cine— o su infalible revólver? Como muchos héroes del género, y más en su versión mediterránea, Armónica no es tanto un ser de carne y hueso como un espejismo, un fantasma, una abstracción, convocada en un momento dado y que, una vez cumplida su función, desaparece para siempre, por mucho que la bella mujer encarnada por Claudia Cardinale hubiera deseado que asumiese junto a ella su condición de pionera. Ante la extrema parquedad de gestos de su interpretación, es fácil permitirse el menosprecio de que Bronson «no actúa». Magníficamente guiado por ese gran director de actores que fue Leone, Bronson es utilizado por el cineasta romano como alguien que se justifica sencillamente estando. Con el riesgo que eso conlleva de caer en el esquematismo o incluso en el ridículo. Con gran generosidad, Bronson se prestó a un ejercicio de vampirismo por parte de Leone en el que llevaba todas las de perder —es fácil dejarse arrastrar por las lucidas creaciones de sus dos compañeros Fonda y Robards, actores además mucho más versátiles—, pero, en realidad, quien corre el mayor riesgo es él. Ser Henry Fonda es fácil; ser Charles Bronson, no.
Adiós, amigo (1968) se inserta en la variante más cool, si vale la redundancia, del llamado polar o cine negro francés. Una forma gala del cine policiaco que, nacida en los años 50, vivió unos años dorados durante más o menos dos décadas, y que es una pena que hoy, con la excepción de algún nombre como el del realizador Jean Pierre Melville y algunos actores (sobre todo Alain Delon, coprotagonista aquí), no tenga el renombre que merece, al menos fuera de su país.
La película que nos ocupa parece narrar, en principio, una trama muy propia del polar, la ejecución de un robo que debía ser perfecto y que se complica notablemente, provocando progresivamente la caída de quienes participaron en él. Su trama une a Barran (Delon) y Propp (Bronson), en París, recién licenciados de la guerra de Argelia, en torno al robo de la caja acorazada de una empresa aprovechando la soledad, en días navideños, del edificio en cuyos sótanos quedan atrapados antes de descubrir que han sido engañados y que otros ya la habían robado y asesinado a un guarda, crimen del que se convierten en automáticos sospechosos, iniciándose enseguida la caza al hombre por parte de la policía. Pero Barran y Propp son dos tipos duros —cuando la dureza no era una mera pose y había actores capaces de encarnarla con la convicción necesaria— que saben arreglárselas para, cuando menos, hacer frente a la adversidad y tratar de enderezar el camino torcido.
Sin embargo, y aunque la mera exposición narrativa de dicha trama ya se basta para mantener la atención absorta del espectador, es mucho más. Es una maravillosa apología de la lealtad, y por ende de la amistad viril. Franz Propp y Dino Barran se tropiezan, se buscan, se encuentran, se vigilan, se retan y finalmente se juran esa fidelidad por encima del honor que sólo puede entenderse entre hombres (no entre mujeres, o al menos cinematográficamente nunca ha sido expresado con la misma fortuna). Esto último no es una reflexión colateral: el polar guardó siempre una notable carga de misoginia, y en Adiós, amigo ésta parece multiplicarse exponencialmente, pues en él las mujeres o bien son meros objetos sexuales o emblemas de la traición o bobas ingenuas, en algún caso todo ello a la vez. Ahora bien, precisamente por ello era fundamental que el film no constituyera un parvulario canto al machismo o a la virilidad más estulta.
Y desde luego, no lo es. De la mano de la espléndida compenetración entre los dos actores —aquí a Bronson le toca el papel más extrovertido y a Alain Delon, claro, el del tipo gélido y hierático—, Adiós, amigo dibuja un magnífico retrato dramático del encuentro entre esos dos hombres disímiles que, en otra ocasión, podrían haber sido durísimos oponentes y que aquí acaban unidos por un vínculo que, entre hombres, siempre ha de ser tácito, pues su mera verbalización lo trivializa. Una película muy especial, rematada por un gesto final entre los dos protagonistas que no debo reventar, pero que sella la adhesión que provoca su comportamiento leal.
El mismo escritor de Adiós, amigo, Sebastian Japrisot, se encuentra también detrás de la escritura de El pasajero de la lluvia (1970), lo cual explica la excelencia de ambas, aun siendo dos películas bastante diferentes. Lo que cuenta este film es el juego al gato y al ratón que se desarrolla, en un paraje costero del sur de Francia, entre Mellie (Marlène Jobert, una actriz cuyo encanto chic mereció mejor suerte), la joven ama de casa que en el arranque de la película mata al «pasajero de la lluvia» que da título al film (el hombre que, aprovechando la ausencia del marido, piloto de Air France, la ha violado), escondiendo luego el cadáver; y el misterioso americano Harry Dobbs, que, sin dar nunca mucha información sobre sí mismo —sólo deja claro desde el primer momento que no es policía—, se presenta buscando al muerto, deduciendo lógicamente que es Mellie la culpable de su desaparición, si bien, más que justicia, lo que parece buscar es la enorme cantidad de dinero que éste tenía.
Si Adiós, amigo lucía una indudable misoginia, el trato que El pasajero de la lluvia parece reservar a la mujer ya linda directamente con la humillación machista. Pues lo que hace Harry Dobbs durante la mayor parte de la película es, directamente, maltratar a la joven Mellie, de muy diversas formas: el juego dialéctico, el maltrato físico, el dolor vital… Mellie —que es el diminutivo de Mélancolie, nombre que la incomodó desde pequeñita y que se ha negado a sí misma— oculta además severas penas infantiles y familiares, que le evoca continuamente la presencia de su madre: con nueve años, ella le contó a su padre la infidelidad de ésta y a consecuencia de esta revelación él las abandonó a las dos. Haciendo honor a su nombre, la expresión de Mellie parece mecerse siempre en la lejanía, en el anhelo por algo que todavía no ha conseguido y que parece muy lejos de obtener con la vida que lleva. Unida todavía a su madre por una relación presidida en todo momento por el reproche y perdidamente enamorada de un marido que claramente considera que el hombre debe ser el elemento dominador en la relación de pareja, no extraña que Mellie se esfuerce en tomar la decisión que siempre parece más complicada, que añade un problema más a los que ya arrastra
El atractivo de El pasajero de la lluvia es que, contando una película, acaba narrando otra. Ese proceso de degradación de Mellie en lo que acaba deviniendo es en un proceso de transformación y reafirmación, que dará a la joven la fuerza interior y la seguridad que necesitaba para afrontar tanto su relación con su marido y su madre como para recuperar su nombre y lucirlo sin complejo. Por ello, Harry Dobbs acaba revelándose —sin que la causa se concrete nunca: y a mí me encantan las inconcreciones que resultan dramáticamente bellas— como un inesperado ángel de la guarda que somete a su protegida a una terapia de la brutalidad que, en el fondo, escondía una muy particular gentileza.
La última película de la que voy a hablar es Ciudad violenta (1970), un film dirigido por Sergio Sollima, quien previamente se había hecho un nombre en el western mediterráneo. Sollima cambió de género y se pasó al thriller, si bien en una variante que en Italia había de ser conocida como poliziesco, y que, resumido de modo a la vez muy sintético y muy tosco, es cine policiaco «sucio». La suciedad pareció apoderarse del cine de género italiano de los años 70, ya fuera en el estertor del spaghetti western, en esa mezcla de thriller y terror que fue el giallo o en el cine fantástico en sí mismo: el reinado del zoom, la continua humillación de la mujer, el erotismo menos sutil o la violencia cruel son alguna de las señas de identidad que fueron pasando de género en género, obrando sin embargo el milagro de generar, en casi todos ellos, un puñado de películas tan imperfectas como fascinantes, el canto del cisne del cine de género italiano.
Ciudad violenta es un buen ejemplo. En ella, Bronson encarna ya directamente a un asesino sin escrúpulos, que si se gana al menos el respeto del espectador (que no la simpatía) es porque acaba enfrentándose a tipos aún peores que él. Un poco a la medida de un film norteamericano justo anterior, el espléndido A quemarropa (1968, John Boorman), el film de Sollima narra el cambio que se está produciendo en el mundo de un hampa dirigido cada vez más de forma más burocrática y, aunque el término parezca impertinente, deshumanizada. Así, el film consigue su personalidad propia en el retrato del contraste entre el killer solitario, que no quiere deber nada a nadie y que pugna por mantener su libertad de actuación en todo momento, y la derivación del delito hasta convertirse en monopolio de las familias o los grandes negocios que aportan una aparente legitimidad, una fachada más o menos respetable, a sus verdaderos propósitos.
Lástima que el film también proponga una variante del clásico tema de la mujer fatal. Y digo que es lástima porque la femme fatale en cuestión es interpretada por Jill Ireland, esposa desde dos años atrás de Bronson y a quien este impuso como co-protagonista en la mayor parte de las películas que hizo hasta contraer el cáncer que la mató, prematuramente, en 1990. Y el problema es que Ireland no da el tipo requerido, primero por mera cuestión de atractivo físico, y después por su mediocridad como actriz. En cualquier caso, la película se sostiene por su solidez narrativa y por la notable aspereza moral que remarca a lo largo de todo su metraje, muy lejana de la gentileza final que atravesaba El pasajero de la lluvia. Y posee un final espléndido, que no detallaré, pero que, es lógico, está a la altura del desencanto, de la dureza de toda su propuesta.
Títulos como estos, y unos cuantos más, todavía estimables pero ya de menor calado, justifican por tanto el cariño con que deberíamos tratar a Charles Bronson. Yo al menos se lo tengo.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Hasta que llegó su hora / C’era una volta il west. Año: 1968.
Director: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone y Sergio Donati; argumento de Dario Argento y Bernardo Bertolucci. Fotografía: Tonino Delli Colli. Música: Ennio Morricone. Reparto: Henry Fonda (Frank), Claudia Cardinale (Jill McBain), Charles Bronson (Armónica), Jason Robards (Cheyenne). Dur.: 175 min.
Título: Adiós, amigo / Adieu l’ami. Año: 1968.
Director: Jean Herman. Guión: Jean Herman y Sebastien Japrisot; historia y diálogos de S. Japrisot. Fotografía: Jean-Jacques Tarbès. Música: François de Roubaix. Reparto: Alain Delon (Dino Barran), Charles Bronson (Franz Propp), Bernard Fresson (Inspector Meloutis). Dur.: 115 min.
Título: El pasajero de la lluvia / Le passager de la pluie. Año: 1969.
Director: René Clement. Guión: Sebastien Japrisot y Lorenzo Ventavoli. Fotografía: Andreas Winding. Música: Francis Lai. Reparto: Charles Bronson (Harry Dobb), Marlène Jobert (Melancolie Mau), Gabriele Tinti (Tony Mau). Dur.: 120 min.
Título: Ciudad violenta / Città violenta. Año: 1970.
Director: Sergio Sollima. Guión: Gianfranco Galligarich, Sauro Scavollini, Sergio Sollima y Lina Wertmuller; historia de Massimo de Rita y Arduino Mauri. Fotografía: Aldo Tonti. Música: Ennio Morricone. Reparto: Charles Bronson (Jeff Heston), Jill Ireland (Vanessa Shelton), Telly Savalas (Al Weber). Dur.: 100 min.
Genial en los 60 – 70’s
Desde luego, varias de sus películas lo son, y su presencia en todas ellas es imprescidible y fenomenal.