Conforme voy acumulando años, me doy cuenta de que el tema fundamental del arte (del ser humano) es el paso del tiempo: ese ídolo, ese tirano, ese tormento. Burlar al tiempo siempre será la mayor aspiración de la humanidad. Conjurarlo, retorcerlo, poder vagar o divagar a lo largo de él. No en vano el atributo principal que nos hace humanos no es el raciocinio, ni siquiera la capacidad para la empatía (pese a lo que sostenga Blade Runner), sino la memoria. El hombre sin memoria deja de ser un hombre y pasa a ser poco más que un vegetal. El hombre cuya memoria se vuelve porosa se convierte en una figura eternamente fascinante para quienes tememos que eso pueda sucedernos a nosotros, de ahí mi eterna sugestión por las historias que versan sobre personas aquejadas de amnesia. Pues bien, una de las reflexiones más densas e inquietantes sobre el tiempo (sobre la nostalgia por lo vivido —y, por tanto, perdido—, sobre la facilidad para transmutar en la memoria lo que fue por lo que debió haber sido, sobre el lacerante deseo de salir y entrar de él a nuestro antojo, para recrearlo y re-crearlo) tiene un nombre cuyo enunciado ya obliga a saber más de ella: El sanatorio de la clepsidra. En el mundo del arte posee dos formas: una literaria, obra de uno de los escritores más singulares que conozco, el polaco Bruno Schulz; otra cinematográfica, la adaptación que el director Wojciech J. Has hizo en 1973 de este autor. Al primero se debe una de las frases más penetrantes que he leído jamás, pues define bien cierta sensación que (creo) todos hemos tenido en algún momento de nuestra vida: que es falso que el tiempo sea una construcción implacablemente objetiva que nos permea a todos del mismo modo. No es cierto: es una sustancia que nos penetra interiormente de modo muy distinto; que no nos une sino que nos aparta de los demás; que a ratos parece encerrarnos en un tiempo particular o, en palabras de Bruno Schulz, en «un tiempo vomitado… un tiempo de segunda mano».
En España, el relato Sanatorium pod klepsydra ha sido publicado bajo el título Sanatorio bajo la clepsidra. Hay en Siruela una magnífica edición (con traducción de Elzbieta Bortkiewicz) que, bajo el título de Madurar hacia la infancia y el subtítulo Relatos, inéditos y dibujos, incluye todos los cuentos del autor, amén de fragmentos y ensayos críticos y, muy importante, los alucinantes dibujos con que él mismo quiso ilustrar su obra, y que por tanto resultan imprescindibles para acceder a ella.
Bruno Schulz nació en 1892 en Drohobycz, una pequeña ciudad situada en Galitzia, uno de esos territorios de Europa oriental que ha pasado por tantas manos que sus raíces discurren bajo múltiples «identidades» (odiosa palabra, por cierto, cuando pierde su sentido individual). Él mismo nació como ciudadano judío de lengua polaca bajo el Imperio Austro-húngaro, pero su lugar de nacimiento hoy se encuentra en Ucrania, bajo el nombre de Drogobich, después de haber pasado por las manos de dos totalitarismos, el del III Reich y el soviético. A esas pertenencias políticas hay que sumar la cultural: la profunda huella del judaísmo oriental al que pertenecía el autor. Al margen de su estancia formativa o profesional en ciudades como Lvov o Varsovia, Schulz vivió siempre en su ciudad, lo cual no quiere decir que permaneciera al margen de la vida intelectual de su país (fue amigo íntimo de Witold Gombrowicz). En 1942 fue asesinado por un funcionario de la Gestapo durante una operación de hostigamiento en el gueto de Drohobycz, parece ser que por una venganza personal entre oficiales de ese cuerpo policial.
Schulz, traductor al polaco de La metamorfosis de Kafka y definido de modo rápido por más de un crítico como el «Kafka polaco» —imagen no ociosa: ambos escritores comparten la misma devoción por la dilación, por las metamorfosis, por los protagonistas incapaces de concretar ninguna circunstancia personal, por la misteriosa cotidianeidad de unos hechos que acaban reclamando la máxima abstracción a partir de la divagación en bucle sobre lo más concreto—, publicó en vida dos libros de relatos: Las tiendas de color canela (1933) y Sanatorio bajo la clepsidra (1937). Fuera de algún otro cuento y de diversos ensayos, no legó nada más a la literatura: una novela que llevaba preparando largos años (hasta el punto de que hay quien señala que los cuentos solo fueron un «ensayo» para la misma), titulada El Mesías, desapareció con el horror de la guerra, aunque según la leyenda un manuscrito figura olvidado en algún antiguo archivo soviético.
Los dos libros están compuestos de cuentos y muy bien hubieran podido ser uno solo, pues su estructura, temática y elementos narrativos es la misma. En ellos, Schulz formula una literatura en clave autobiográfica, que re-crea (en el sentido literal) su particular universo cotidiano y mental vivido en ese Drohobycz que nunca quiso abandonar. Sus cuentos son, por lo general, divagaciones de fuerte contenido poético en torno a un conjunto de elementos de los que es muy difícil extraer algún hilo argumental. La presencia de su padre Jakub, dueño de un comercio de telas, brilla con luz propia en ellos, si bien, es difícil saber hasta qué punto esa figura se corresponde con el padre real o el padre mítico o ideal si tenemos en cuenta que el escritor alguna vez defendió (por boca de ese mismo Jakub, convertido en personaje) que «la creación es el privilegio de todos los espíritus».
Siguiendo la filosofía puesta en boca de su padre («queremos ser creadores en nuestra esfera inferior […], deseamos la demiurgia»), el universo literario de Bruno Schulz consiste precisamente en eso, en la transformación, en la recreación, en la metamorfosis de las circunstancias cotidianas de la vida, de su pequeña ciudad (en especial la plaza del mercado donde vivía), de sus seres más próximos (empezando por el mismo Jakub, que asumirá las formas de buitre, cucaracha, zorro, mosca y demás a lo largo de los diversos relatos), de la misma naturaleza. Y siempre, a veces de modo latente, a veces de modo directo, hay un hilo conductor común a todos los relatos y situaciones: la impregnación sexual de la vida. Es un universo literario de acceso en principio diáfano pero que enseguida se revela cenagoso, construido a base de símbolos y metáforas de difícil desvelamiento, de situaciones que se caracterizan por no situar nada ni a nadie: es por lo tanto un universo netamente absolutista, en el que a veces se respira mejor si penetramos por una puerta lateral.
El libro señalado de 1937 contiene el relato que da título al volumen, Sanatorio bajo la clepsidra, y que tiene la particularidad de ofrecer un sustrato argumental un poco más nítido que otros cuentos. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando el director Wojciech J. Has se propuso efectuar un acercamiento cinematográfico a Schulz—o, lo que es lo mismo, convertir en imágenes y narrativa visual un mundo tan intensa y profundamente literario— decidiera, cuando menos, utilizar un ancla a partir del cual desarrollar toda la poética, tan abstracta y a veces tan abstrusa, del autor.
En ese relato, el protagonista (se supone que es trasunto del mismo escritor) llega, tras un largo viaje, a un sanatorio donde está internado su padre. La peculiaridad de tal lugar es que vive en un tiempo particular o, mejor dicho, que se ha trasladado a un intervalo cuya duración es imposible de determinar. Así, al padre, de cuyo fallecimiento le habían avisado, la muerte todavía no le ha alcanzado: es más, el director del sanatorio, el doctor Gotard, incluso le dice al joven Jozef que puede haber esperanzas de «curación».
De este modo, Jakub pasea con su hijo tanto por el sanatorio como por el exterior del mismo, que insólitamente tiene la misma forma que la plaza de su ciudad natal, hasta el punto de que también se encuentra allí su tienda, que puede volver a atender. Schulz, por lo tanto, a la medida de ese extraño intervalo generado en el sanatorio, crea un universo intensamente mortuorio, en el que todo parece postergado indefinidamente y donde nada parece poder definirse de modo exacto. Decadencia, ruina o indolencia son las sensaciones que provoca dicho lugar y que sirven al escritor para incidir en los mismos temas de sus restantes cuentos, en las mismas imágenes, en esa sensación de hallarnos ante un «tiempo vomitado, un tiempo de segunda mano» que asimismo genera una realidad, o un no-lugar de segunda mano, que vive un ocaso permanente y en el que no resta otra solución que dejarse languidecer…
Siendo el mundo de Schulz tan difícil de asir, es lógico no sólo que Has se refugiara en el sustrato argumental del relato que da título al film, sino que también recurriera a la estructura y constantes cinematográficas y visuales de la película que lo lanzara a la fama, la estupenda Manuscrito encontrado en Zaragoza (1964), basado en la genial novela homónima del conde Jan Potocki. No en vano las obras de Potocki y Schulz tienen un indudable poso común: dividida la una en relatos que a su vez contienen relatos que incluyen relatos en una espiral sin aparente fin; organizada la otra en relatos teóricamente independientes pero que acaban fundiéndose (sobre todo en la memoria) en uno solo, un libro de diversos compartimentos unidos mediante numerosos vasos comunicantes. La imagen de la espiral no es vana, y se presta pues a definir ambos.
Has utiliza el relato titular a modo de «contenedor» central de la corriente de evocaciones, recuerdos o fabulaciones que (re)vive el protagonista. Es decir, la estancia del muchacho en el propio sanatorio abre y cierra la película, pero el largo núcleo central está tomado de otros cuentos de los dos volúmenes señalados.
Con inteligencia, el cineasta se encarga desde el primer momento de subrayar la condición de ese espacio entre el sueño y la muerte. El tiempo opera sobre todos los escenarios de la historia sometiéndolos bajo su arma más letal: las leyes de la degradación. Jozef llega al sanatorio, muy simbólicamente, a través de un cementerio —un cementerio intensamente judío, con las enormes lápidas formando un bosque de tumbas inclinadas unas sobre otras que recuerda, claro, el emblemático de Praga—, y de entrada tiene dificultades para ingresar en el edificio: las grandes puertas de entrada, al abrirlas, revelan una pared, de tal modo que ha de acceder a través de una ventana (lo cual es una sugestiva invención de Has, que así prepara al espectador para que acepte que las leyes habituales de la espacialidad no rigen allí). El interior se caracteriza por visibles signos de descomposición: el abandono invade el lugar; el polvo, las telarañas, incluso las plantas trepadoras lo invaden todo, como el mismo despacho del director, el doctor Gotard; la cama donde yace el padre del protagonista está directamente iluminada por una lámpara de quirófano que incrementa el aire mortuorio del lugar y la sensación de que, diga lo que diga Gotard, el anciano está muerto; de los grifos no mana agua; el restaurante, cuyas mesas están trabadas por espesas telarañas, se abre inconcebiblemente a un pórtico desde el cual se accede, de nuevo, al cementerio.
La soledad es el otro elemento que caracteriza el lugar: en todo el film (y en esto, el guion es fiel al relato) no aparecerán más huéspedes del sanatorio que Jozef y su padre Jakub, ni más personal sanitario que el doctor Gotard y su incitante enfermera, que es quien además recibe al muchacho, arreglándose el vestido como si acabara de ser sorprendida después de un lance sexual (con el médico, es evidente). Ante el evidente signo de abandono, ante el anormal silencio, la enfermera le dice a Jozef que los pacientes «siempre están dormidos» y que, por otro lado, «nunca es de noche aquí». A diferencia del film, donde el protagonista no cesa de moverse, en el relato apenas hace otra cosa que vegetar, pasando gran parte de su tiempo dominado por la somnolencia o durmiendo directamente: no en vano parte del tratamiento del doctor consiste en dejar que los pacientes acumulen fuerzas mediante la escasa actividad casi del mismo modo en que hoy recargamos un móvil, dejándolo «inmóvil» por un rato largo mientras la electricidad insufla nueva energía a sus baterías.
En determinado momento, Jozef contempla desde la ventana de su habitación (sin que parezca sorprenderle) cómo él mismo vuelve a llegar al sanatorio desde el cementerio. Sin embargo, al abrir las enormes puertas ya no hay ninguna pared y se penetra a un jardín que antes no parecía existir. A continuación, el cambio de plano nos muestra a Jozef en otro lugar: su pasado, su antigua casa en el pueblo, donde le espera, para regañarle, su madre. ¿Qué Jozef es el que llega a él, el primero o el segundo, o ambos son el mismo?
Para narrar este viaje del protagonista a través de su memoria o de la ilusión de su memoria, Wojciech J. Has sigue un entrañable recurso del cine de «calidad» europeo —que hizo famoso Ingmar Bergman en su magnífica Fresas salvajes (1956), aunque no puedo asegurar que no se hubiera ensayado mucho antes—, cual es que Jozef se pasee por los ambientes de su infancia con la misma apariencia adulta, aunque los demás personajes (sus padres, sobre todo) lo tratan como a un niño. De hecho, la clave de la convicción con que aceptamos esta estructura estriba en la fenomenal interpretación de Jan Nowicki, cuyo mágico sentido de la ingenuidad acepta desde el primer momento el completo quebrantamiento de las leyes de la normalidad, consiguiendo convencernos de que lo excepcional es la norma en ese mundo de borrosos límites espaciotemporales. Lógicamente, el film se construye sobre una atmósfera de completo onirismo, que sin embargo está tratada con desarmante sentido del realismo, de ahí que, aunque indudablemente recuerde, y mucho, a películas de Federico Fellini como Ocho y medio (1963) y Giulietta de los espíritus (1965), su tratamiento de las texturas fantástico-cotidianas no es el mismo.
La historia, en letras o en imágenes, supone una elegía por un mundo desaparecido, que es la Galitzia que seguramente ya ni existía en el momento en que Schulz compusos sus relatos. Un mundo sobre el que descendió el exterminio: a la mirada del escritor, Has añadió la suya, que ya tenía el triste conocimiento del destino que, en manos de los nazis, sufrió la judeidad de ese escenario de los libros, ya definitivamente desaparecido. Sanatorio bajo la clepsidra o El sanatorio de la clepsidra es una elegía por el tiempo que nunca se pierde del todo pero que tampoco conseguimos recobrar jamás en su integridad: una de las más poderosas sensaciones que nos provoca la doble fábula del autor y del cineasta es que cada vez que volvemos atrás, en la memoria, algo ha cambiado, unas veces de modo inconsciente y otras porque así lo deseamos, a modo de conjuro de protección.
Una sensación de opresión nos envuelve cuando nos acercamos a ella, exigiéndonos un respiro. La lectura del libro, por su propia naturaleza, lo permite. El visionado de la película en sesión doméstica también, pero no en salas (aunque ya sea algo casi anacrónico, sé de lo que hablo: no hace mucho la he visto en una imborrable sesión de la Filmoteca Española en el cine Doré). El espectador puede tener la tentación de pensar que al film le sobra metraje, tal vez un cuarto de hora, tal vez más. Pero, ¿qué parte estaríamos dispuesto a sacrificar? ¿Acaso no quedan ganas de conocer más cosas sobre el escenario concreto del sanatorio, que muchas veces parece demandar un film que se hubiera dedicado solo a este lugar, para emparentarlo con esas obras maestras ubicados en espacios que parecen poseídos por sus propias leyes, del estilo de ¡Suspense! o El año pasado en Marienbad? Si El sanatorio de la clepsidra, en literatura o en cine, contuviera una respuesta fácil para esta y otras preguntas, su magia no nos fascinaría lo mismo.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El sanatorio de la clepsidra / Sanatorium pod klepsydra. Año: 1973.
Dirección: Wojciech J. Has. Guión: Wojciech J. Has, según los relatos de Bruno Schulz. Fotografía: Witold Sobocinski. Música: Jerzy Maksymiuk. Reparto: Jan Nowicki (Jozef), Tadeusz Kondrat (Jakub, el padre). Dur.: 124 min
Bruno Schultz también es un autor al que Ligotti ha hecho referencia en varias entrevistas, al igual que Stefan Grabinski, pero desconocía si estaba publicado en castellano.
Lo de la duración de la película me ha recordado un poco al Stalker de Tarkovski: es muy larga, muy pausada pero no queda claro lo que puede sobrar de ella, que en realidad es nada.
Y por supuesto, que el cine realizado en Europa del Este durante esa época muestra una estética y una creatividad sorprendente.
Desconocía la admiración de Ligotti por Schulz, pero no es de extrañar, conociendo el tortuoso mundo de ambos escritores. En cuanto a la película (a este tipo de películas), de largo metraje y estructura narrativa en apariencia caótica, que va dando vueltas en torno a sí misma, en efecto parece fácil decir que con alguna poda se haría más ligera, pero ¿qué parte, escena, secuencia, imagen, sobra? Lo que parece prescindible acaba revelándose fundamental… La otra película que conozco de Has, el «Manuscrito encontrado en Zaragoza» incluso riza el rizo.