Uno de los mayores placeres que pueda imaginar el amante simultáneo de la literatura y el cine es la lectura de esa joya literaria que es El manuscrito encontrado en Zaragoza y, acto seguido, la visión de su magnífica adaptación al séptimo arte. El libro es una de esas inclasificables filigranas que se escriben en épocas de transición, que no se sabe si cierran un periodo y abren otro, o si toman lo mejor de ambos o si, sencillamente, van por libre, ajenas a etiquetas. En su edición española de Valdemar (con traducción de Mauro Armiño), tamaño bolsillo, se extiende a lo largo de casi mil apretadas páginas de papel biblia, que se evaporan entre las manos con increíble ligereza. No se trata de una novela de prolijo desarrollo, sino que plantea un argumento sugestivo trabado en una estructura de cuentos que dan paso a cuentos que se ramifican a su vez en otros cuentos, de acuerdo con la imagen simbólica que se utiliza para estos casos de cajas chinas o muñecas rusas. Por otro lado, retoma una tradición europea bien reconocible (Los Cuentos de Canterbury o El Decamerón), más retorciéndola con una inigualable sofisticación, puesto que, cual esponja, admite toda clase de perspectivas: fantastique, por supuesto (al modo francés, lengua en que está escrito), costumbrismo pintoresco (la acción transcurre en una España de ensueño, de la que, eso sí, el autor demuestra el conocimiento que tuvo de primera mano), erotismo evanescente, sugestión por el ocultismo y una tenue guasa que arrebata cualquier molesta tentación de trascendencia. Estamos, ante todo, ante un entretenimiento pensado para ser gozado no de un tirón sino a lo largo de un flujo de tiempo indeterminado que permita paladearlo como una taza de chocolate bien caliente (que tanto se bebe, además, en este libro), como el merecido descanso tras un arduo día de trabajo.
El autor del Manuscrito fue Jan Potocki, un conde polaco, si bien nacido en una tierra que hoy está en Ucrania, que estuvo al servicio tanto del imperio austriaco como del ruso, que se nacionalizó francés, lengua en la que escribió, y cuya obra más famosa (de hecho, la única suya que realmente ha trascendido) transcurre en España. Su vida, su formación y su espíritu, por tanto, indican —como bien señala Diego Moldes, autor de un libro en el que se detalla la relación entre libro y película— que el conde Potocki fue, ante todo, europeo, esa identidad que creo que nos explica mejor que las banales parcelaciones que todo nacionalismo, incluido el español, se empeña en hacer, pero que duele especialmente que lo hagan hombres que se dicen amantes de la cultura.
La publicación del Manuscrito, desde su concepción inicial y la salida a la luz de sus primeras páginas, en 1813, hasta la que (por el momento) podemos llamar su edición definitiva compone ya de por sí una historia especialmente enredada. (Es curioso que suceda lo mismo con otra obra de espíritu muy similar —comenzando por su redacción original en francés—, el Vathek del inglés William Beckford, que viera la luz por primera vez tan solo unos pocos años antes de la novela de Potocki, pero que no conseguiría ver publicada la estructura completa que concibió su autor hasta más de un siglo después.) No voy a entrar en detalles, pues para eso está, por ejemplo, el libro antedicho de Diego Moldes, salvo para indicar que, después de múltiples ediciones parciales, amputadas, plagiadas incluso, de tal modo que ni siquiera el título por el que hoy conocemos el libro es el concebido por su autor, en la actualidad tampoco hay definitivo consenso sobre la edición definitiva: en España, los interesados cuentan con dos variaciones, la publicada por Valdemar (y por Pre-Textos) y la editada posteriormente por Acantilado. Yo tengo la primera, sobre la que he compuesto este artículo, pero en mi próxima lectura iré a por la segunda.
Ese título se justifica en la breve «advertencia» que encabeza el libro: lo que vamos a leer a continuación es una serie de cuadernos redactados a mano que un oficial francés encuentra durante el sitio napoleónico de Zaragoza, en 1809. Es un libro escrito en español, aunque curiosamente su narrador en primera persona (y, por tanto, presunto autor) sea un capitán de la Guardia Valona cuyo idioma materno es el francés. La acción se sitúa en la España de Felipe V, a principios del siglo XVIII. El protagonista, Alfonso van Worden, llega a la península para hacerse cargo, precisamente, de ese puesto, que ha recibido gracias a la influencia de su padre, que combatiera al lado del rey en la Guerra de Sucesión. El viaje se produce desde el sur, pues desembarca en Cádiz, dirigiéndose a Castilla a través de Sierra Morena. Y este será el escenario de la peripecia central de la novela.
En la primera estancia de Alfonso en la sierra (ruta que le han desaconsejado, por ser pasto de bandoleros y aparecidos), el capitán hace noche en una posada abandonada llamada Venta Quemada, y allí vivirá su primera aventura, al ser invitado sorpresivamente a cenar por dos hermanas árabes que le revelan una inesperada estancia subterránea dentro de la venta. Las dos muchachas se presentan como primas suyas, pues la madre de Alfonso era española, del linaje granadino de los Gomélez, emparentado a su vez con las dinastías principescas del antiguo Al Andalus, por ejemplo los Abencerrajes, y en la actualidad del reino de Túnez. El resultado de esa noche es el de esperar entre un joven ardiente y dos bella huríes, pero a la mañana siguiente Alfonso despierta bajo el patíbulo que preside ese desértico paraje, del que cuelgan los cuerpos de dos bandoleros ajusticiados.
Esta primera maravilla dará paso a muchas más, a medida que Alfonso encuentra a otros personajes (un ermitaño que es el primero en acogerle, un cabalista y su hermana, un noble rendido a la causa de la geometría, un jefe gitano, etc.), cada uno de los cuales le contará su historia al mismo tiempo que, dentro de cada relato, se van intercalando las de los distintos personajes que encuentran aquellos. Así, esta trama que principia en Sierra Morena, acaba recorriendo España, con mención especial a una larga intriga galante cuyo vértice se produce en Madrid, y la misma Europa, marchando atrás en el tiempo mediante la inclusión de algún personaje emblemático como el mismísimo Judío Errante. Y en su sofisticación narrativa, los relatos acaban no ya encerrándose unos en otros sino marchando a la par, de tal modo que el lector no sabe qué desea más: si avanzar en el presente, o volver cuanto antes al que se cuenta en paralelo.
Hablaba líneas arriba de que el libro supone una gozosa colisión entre el espíritu de la Ilustración y el anticipo del inmediato Romanticismo. Con el primero se corresponde esa devoción por el ocultismo que late en casi todas sus páginas, el gusto casi maniático por la exacta clarificación de los hechos (aunque lo parezca, el lector nunca se desorienta: sabe siempre en qué eslabón de la cadena de relatos se encuentra) y, sobre todo, esa atmósfera, si se me permite el oxímoron, de ensueño racionalista. En cuanto a los elementos románticos, el primero es ese tratamiento del paisaje español, que anticipa la devoción por lo exótico que, a lo largo del siglo XIX, conduciría a nuestra península a tantos señeros viajeros (Gautier, Mérimée, Andersen…) pero, sobre todo, la intuición de que, por debajo de ese estilo quieto y cultivado, ruge un abismo de sensualidad a duras penas contenido por la exquisitez de las descripciones (o de las elipsis).
Como buen espíritu ilustrado, Potocki manifiesta un notable espíritu integrador con respecto a las tres religiones del Libro, y una enorme curiosidad natural por todo tipo de creencias. En su obra se reúnen muy diversas tradiciones, entre las que destaca su estupenda recreación de la picaresca española. En este sentido, destaca ese buscabullas llamado don Roque Busqueros, cuya presentación no puede ser más impagable: sin ser invitado, se presenta en la casa de un ingenuo mozalbete recién llegado a la capital y, al ver que el incauto ha dejado sobre la mesa unas monedas de oro, no duda en coger dos o tres afirmando que es un coleccionista de esa serie y que le faltan, precisamente, las piezas con el número que portan.
Del mismo modo, es delicioso su sentido del erotismo, que celebra con gozo el abandono a los sentidos de sus jóvenes personajes, tentados de continuo por unos placeres de la carne que se le presentan a pares: la doble pareja femenina que tienta de continuo a Alfonso se repite recurrentemente con otros jóvenes no menos tentados a lo largo del ciclo de relatos. Y esta celebración del sexo admite, por supuesto, tanto el sexo sáfico —es desarmante la ingenuidad con que las hermanas moras le refieren a Alfonso que su iniciación en el conocimiento de estos menesteres, allá en su edén tunecino, fue la una con la otra— como, nada menos, que un trío en el que un mismo joven es compartido por una madre y una hija.
Potocki no olvidar impregnar su obra de un fino sentido de la guasa: así, el Judío Errante, haciendo honor literal a su maldición, no puede detenerse ni para hacer la crónica de su vida, de modo que siempre ha de contarla mientras viaja. El humor y el racionalismo se enhebran, de modo especial, en el personaje del geómetra Velázquez, prototipo del sabio despistado (encuentro en él un precedente de nada menos que el genial Paganel, el inolvidable geográfo y sabio renacentista que Julio Verne nos brinda en Los hijos del capitán Grant)… o no tan despistado, puesto que esa estructura narrativa y los bucles en que va ocurriendo no solo no se le escapa sino que merece de él una celebración more geometrica.
Este clásico polaco escrito en francés fue llevado al cine, con un increíble derroche de medios, en 1965, con la dirección a cargo de Wojciech J. Has, un nombre hoy más bien olvidado de entre la generación de cineastas polacos que se dio a conocer desde la segunda mitad de los años 50 y que encadenaría con la versión local de los Nuevos Cines. Has había debutado en el campo del largometraje en 1958 —pero con una nutrida trayectoria previa en el corto y el documental, como muchos otros directores de su época en todo el mundo: quizá porque esos trabajos suelen ser poco accesibles en nuestros días, se los suele ignorar al hacer estudios críticos sobre ellos—, y sus primeras películas poseen las preocupaciones sociales que, por entonces, eran el signo de la modernidad en toda Europa. Ahora bien, a partir del film que nos ocupa, Has transitaría, ante todo, por los márgenes del género fantástico, normalmente a partir de obras ajenas, de entre las cuales se conoce, sobre todo, su magnífica adaptación de un libro tan difícil como El sanatorio de la clepsidra (1972), que se bastaría para acreditar el talento de su director.
El guion es obra de otro creador, menos conocido aún fuera de Polonia, Tadeusz Kwiatkowski, importante crítico, novelista y, sobre todo, poeta. Quien compare el libro con la película descubrirá enseguida que, pese a la larga duración de la segunda (tres horas), esta posee un notable sentido de la síntesis con respecto al primero. Ahora bien, aun con ser magnífico el trabajo de Kwiatkowski, esto se debe, más bien, a que la versión del libro de la que partió era considerablemente más reducida que la definitiva que conocemos hoy. Así, el libreto presenta una clara estructuración en dos partes. La primera se corresponde con las aventuras de Alfonso van Worden en Sierra Morena; la segunda es el largo relato (ramificado en muchos otros) del jefe de los gitanos que visita el castillo del cabalista, donde el primero ha encontrado refugio.
Cualquier acercamiento al Manuscrito, película, debe comenzar señalando que sigue haciendo honor a su fama de hito del cine fantástico. En especial, sean cuantas sean las veces que se haya visto, su encanto plástico sigue resultando arrebatador. Tanto las secuencias rodadas en los exteriores rocosos que simulan una Sierra Morena localizada en tierra polaca (en concreto en los Cárpatos occidentales, en torno a Cracovia, al sur del país, una de sus pocas zonas montañosas), como las que recrean el Madrid de Felipe V (y que incluye una escenificación del Retiro que, claro, nada tiene que ver con el Retiro), tienen la virtud de unir la exuberancia propia del imaginario morisco con los elementos escenográficos propios del terror gótico (en especial, todo lo relativo a los parajes encantados de la Sierra) y la españolada (sin caer en ningún momento en lo kitsch). En este sentido, la película supone un completo goce para la mirada, que no sabe dónde detenerse, aunque en ningún momento cabe hablar de mero esteticismo o de subordinación de lo narrativo a lo visual. Eso sí, el principio del abigarramiento preside el diseño de todos los escenarios, desde los exteriores (las montañas de cráneos o de signos de descomposición mortuoria de ese recurrente patíbulo bajo el que tantas veces despiertan los personajes y del que cuelgan los dos bandoleros) a los interiores (maravillosos todos, destacando el subterráneo donde las dos hermanas reciben a Alfonso y el estudio del cabalista, verdadero gabinete de maravillas, en este caso muy centroeuropeo, con su cocodrilo y su tiburón disecados colgando del techo y toda clase de grimorios, botellas, relojes de arena y globos terráqueos y estatuas de diversa condición).
El protagonismo del film, prueba de la importancia que se le concedió, fue encomendado a la máxima estrella polaca del momento, y tal vez el único actor de esa industria conocido fuera del país, Zbigniew Cybulski, lo que, en mi opinión, no resulta afortunado, puesto que el actor escogió un registro demasiado burlesco, demasiado autosuficiente, utilizando una gesticulación que lo sitúa por encima de la ficción, como si estuviera en un plano metaficcional, y aunque esta dimensión, como enseguida señalaré, también está presente en el film, Cybulski la subraya de modo innecesario. Eso sí, es evidente que tiene la presencia suficiente como para dotar de la debida entidad a su personaje.
Otra gran figura presente en la producción es el compositor Krzystof Penderecki, que brinda un trabajo verdaderamente magistral, sobre todo por su forma de diferenciar los dos escenarios bien distintos de la película. Así, la parte que transcurre en los exteriores de Sierra Morena está poblada por una composición atonal, a base principalmente de ruidos metálicos, de evocación misteriosa, que evocan a la perfección la cualidad fantástica de ese espacio, de modo similar a los trabajos que, en Hollywood, habían hecho primero los hermanos Bebe y Louis Barron para Planeta prohibido (1955) y luego Jerry Goldsmith en El planeta de los simios (1968). Obsérvese, eso sí, que ambas historias transcurren en mundos lejanos (en el film de Schaffner, al menos, así parece hasta la famosa escena final) y tienen por objeto transmitir esa extrañeza. En cuanto al segmento madrileño (o los títulos de crédito, impresionados sobre excelentes ilustraciones surrealistas), aquí Penderecki hace gala de su gran cultura musical mediante una composición que remeda sones de Beethoven o de la música española.
La película hace honor a la pluralidad de dimensiones del libro, destacando especialmente el modo en que potencia tres claves dramáticas mediante las oportunas claves visuales. La primera, por supuesto, es la puramente fantástica, que es donde el talento del director Has tiene ocasión de brillar con más fuerza, haciendo que la intrusión de lo extraño sea siempre cuestión de un movimiento de cámara, con frecuencia desde un elemento mostrado con detalle (los sucesivos despertares del protagonista, y algún otro personaje más, bajo el patíbulo) o de la forma de desplazar al primero por las inesperadas sinuosidades interiores de la Venta Quemada donde tienen lugar los primeros compases de la historia.
El segundo plano es, claro, el erótico, que se manifiesta, a la primera, del modo más directo, cuando Alfonso, nada más llegar a la venta y resignarse a lo humilde de su alojamiento, de pronto ve aparecer a una esclava negra, tan ligera de ropa que lleva un pecho al aire, invitándole a la cena de sus amas. En el segmento de Sierra Morena, se evoca la sensualidad propia de las Mil y Una Noches, mas en Madrid se juega con la picardía puramente española, con esas mujeres que juegan las cartas de su sexo sin el menor complejo. Por otra parte, es un acierto de Has esta unión de lo erótico con lo gótico en la primera parte del film: las huríes que atraen al capitán (o las damas españolas que hacen lo propio con el endemoniado Pacheco, que vive una peripecia por completo especular con respecto a la de Alfonso van Worden) parecen, ante todo, súcubos que, con mayor o menor procacidad (más las españolas que las moras, que exhiben una delicadeza que falta a aquellas), están dispuestas a chupar la sangre, o la energía, o lo que sea, a los hombres que han caído en sus redes. Ay de ese plano en que la madrastra de Pacheco observa cómo este inicia su lance sexual con su joven hermana, y aunque al espectador se le hurta es fácil imaginar lo que sucede al ver cómo la primera tiene en una mano un cirio y en la otra el barrote de la cama, todo un manual para quien quiera comprender qué es el concepto de símbolo fálico…
Por último, la película desarrolla abiertamente el elemento humorístico, y aquí hay que hacer un par de salvedades. En la primera parte, como ya he dicho, por causa del inoportuno registro de Cybulski, resulta un tanto molesto; en la segunda, resulta encantador, sobre todo por el coherente modo en que la historia, en la resolución de sus vodevilescos lances de amor, asume el espíritu del teatro de la Edad de Oro (Lope de Vega, Calderón). Por cierto que no puedo evitar que el momento en que mi carcajada es más fuerte siempre sea cuando el personaje del ermitaño pronuncia en voz alta, y lo hace mucho, el nombre de Pacheco con acento polaco: los espectadores españoles seremos infantiles, pero el cine donde vi por primera vez esta película se venía abajo de las risas cada vez que sucedía.
El equilibrio del film, dentro de esa notoria división que señalaba, está perfectamente conseguido. La primera parte resulta fascinante por su poderoso aroma de misterio puro, por la fotogenia del paisaje rocoso y de los espacios humanos incrustados en él (la venta, la ermita), por el evanescente contraste onírico que proporciona, con respecto a ese exterior, el salón interior de las dos hermanas moras, por el recurrente efecto que produce el despertar de los personajes entre las calaveras. La segunda, en Madrid, es sencillamente deliciosa: su forma de hilvanar cada episodio es tan fluida que la irrealidad más absoluta acaba apoderándose de la función, abandonado ya el tono gótico y milyunanochesco del primer segmento, y tiene como principal símbolo ese impagable personaje que es don Roque Busqueros, pícaro emblemático, buscavidas sin más intención oculta que pasarlo bien (de paso, haciendo el bien a los demás, aunque primero los haya llevado al paroxismo de la irritación por su constante intromisión: en este sentido, diverge del personaje del libro), y que encarna magníficamente Zdzislaw Maklakiewicz, cuyo nombre destaco a modo de homenaje a la estupenda labor de todo el nutrido reparto que rodea a Cybulski.
Finalmente, debe señalarse, en su condición de adaptación bien consciente de todo el sustrato metanarrativo que posee el libro, el modo en que el film aborda la irrealidad que despierta su alambicada estructura. En el castillo del cabalista, Alfonso van Worden encuentra nada menos que el polvoriento volumen que sabemos que encontrará, un siglo después, otro oficial francés en Zaragoza, y en él reconoce a las dos hermanas moras en un grabado. Mientras el gitano Avadoro desgrana ese rimero de historias que no solo conectan entre sí sino que unas acaban explicando las otras, tanto él como el sabio Velázquez (aquí sin ese matiz de sabio despistado de la novela) reflexionan sobre esa misteriosa concatenación de relatos. Velázquez llegará a señalar que «somos como ciegos perdidos en las calles de una gran ciudad. Sabemos que conducen a algún sitio, pero siempre regresamos a los lugares donde queremos estar», lo cual, en el fondo, no es sino una apología del anhelo de hallarnos ante ficciones confortables, que es justo lo que es este Manuscrito encontrado en Zaragoza. Finalmente, el libro será entregado al capitán para que este lo concluya de su propia pluma: ¿no tendría esto muy en cuenta Michael Ende para su famosísima La historia interminable?
[Quien no conozca el final de libro o película debe dejar de leer aquí]
He hablado varias veces de cajas chinas o muñecas de rusas, pero también de estructura en bucle, y el argumento principal (el relacionado con Alfonso van Worden) se ajusta más a lo segundo que a lo primero. No se olvide que el capitán no abandona Sierra Morena a lo largo de toda la novela, y en el final se descubrirá, claro, que los principales personajes de la historia forman parte de una enorme trama destinada a poner a prueba el valor y la lealtad del joven valón para probar que es digno de ser el hombre elegido por los Gomélez para prolongar la estirpe: de hecho, entre el principio y el final de la historia las dos hermanas moras han quedado embarazada de él. Es más, alguno de los tipos con los que se cruza resultará ser el mismo individuo, disfrazado, y una de las historias, al menos (incluyendo las que encajan a su vez dentro de ella), falsa. Para mayor fortuna, la novela y la película concluyen de modo relacionado pero distinto. En la novela, toda la aventura acaba siendo un episodio, fundamental en su existencia pero que no le aparta de su destino, y que él mismo evocará, muchos años después, en los cuadernos encontrados en Zaragoza, que fue, de paso, la ciudad donde él la escribió.
La conclusión de la película resulta mucho más ambigua. Cierto es que se mantiene lo sustancial: el desvelamiento por parte del jeque de ese reino paralelo que los Gomélez esconden en Sierra Morena y del papel de Alfonso en su genealogía. Ahora bien, la película, desde luego menos racionalista que el libro, mantiene la misma ambigüedad, al borde del onirismo, de todo su desarrollo. De hecho, Van Worden ni siquiera llegará a saber si se encuentra en el sueño o en la realidad. Después de darle las convenientes explicaciones, el jeque le hace entrega del libro que ya vio en el castillo del cabalista, añadiendo que «puede escribir usted el resto». Y en la memorable escena que viene a continuación, después de requerir a las dos hermanas que le digan, de verdad, quiénes son, es conminado a cerrar los ojos y a beber de nuevo la pócima del amor. Entonces descubre que en la pared del subterráneo se ha abierto una puerta que da a un exterior arenoso y pleno de luz, por el que él mismo, desdoblado, marcha en pos de las bellas africanas. Sin embargo, al verse, vuelve al mundo real y Has crea un momento genial: los dos Van Worden acaban uniéndose como imágenes en un espejo, tras lo cual, el capitán vuelve a encontrarse al pie del patíbulo…
El manuscrito encontrado en Zaragoza, por lo tanto, es una de estas gemas de las que el mundo guarda dos variantes. A una se accede en la intimidad de un libro, en el acto más individual que se ha creado, el de la lectura; la otra puede compartirse (o no) en la oscuridad de una sala de cine (o de una habitación confortable, ante una pantalla de televisión que hoy permite, con su formato panorámico, recrear una parte del placer clásico). El libro concluye con la melancólica evocación del protagonista, ya mayor, echando la vista atrás desde su madurez. La película tal vez es más audaz. En un alto en el camino reemprendido hacia Madrid (en otra venta, claro), cuando ya cree haber vuelto a la realidad, las hermanas moras vuelven a reclamarlo desde el otro lado de una ventana. Soltando una carcajada histérica, arrojando lejos de él el libro donde ya había empezado a escribir su final (que tal vez sea el que se nos está contando), Alfonso se lanza sobre su caballo. El plano final lo muestra cabalgando hacia lo alto de la sierra, en cuya lontananza vuelve a divisarse el patíbulo con los dos bandoleros colgados. ¿Se dirige hacia la muerte o tal vez regresa al ensueño? La respuesta la habrá de hallar cada uno de nosotros entre las letras o las imágenes de este Manuscrito encontrado en Zaragoza.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El manuscrito encontrado en Zaragoza / Rekopis znalezioiny w Saragossie. Año: 1965.
Dirección: Wojciech J. Has. Guión: Tadeusz Kwiatkowski; novela de Jan Potocki. Fotografía: Myeczislaw Jahoda. Música: Krzystof Penderecki. Reparto: Zbigniew Cybulski (Alfonso Van Worden), Leon Niemczyk (Avadoro), Beata Tyszkiewicz (Doña Rebeca). Dur.: 183 min.
Saludos, excelente libro y es una joya, como lo comentaste. Te felicito, por esta información. Gracias.
¡Muchas gracias a ti 🙂 !
Pese a mi afición al fantástico, hay muchS obras del Romanticismo, o previas a este, de las que siempre encuentro algún quiebro para evitarlas (estoy con otro libro. No tengo tiempo. Me gusta más lo escrito a partir de la segunda mitad del XIX). Volver a leer sobre la obra de Potocki ha sido un recordatorio de lo que tengo pendiente. Y de volver a reencontrar un poco del fantástico cinematográfico de Europa Oriental.
Yo conocí primero la película y después el libro, y es una buena opción para entrar en este mundo. Eso permite recrearse luego en los detalles, además de que la novela es una especie de «montaje ampliado», con más episodios de los que aparecen en el film. Y sí, joyas del fantástico quedan en tan gran medida que es fácil creer que todavía nos aguarden múltiples sorpresas en nuestro género favorito.