¡Suspense! es el trivial título que dio la exhibición española de la época a la magnífica adaptación cinematográfica firmada por Jack Clayton en 1961 a partir del sobrecogedor relato de Henry James The turn of the screw. Ya de por sí, esta nouvelle ha sufrido distintos rebautizos. El original se traduce como La vuelta de tuerca, pero el argentino José Bianco, en decisión que Borges sancionó con aplauso público, lo modificó para crear el título por el que hoy es más popular en la edición en español, Otra vuelta de tuerca. Para complicar las cosas, la versión de Jack Clayton, en realidad, tampoco se llama así, sino que optó por el título The Innocents, quizá para señalar que el foco del drama que registra su película se encuentra en los dos niños que sufren el acecho vigilante de su institutriz para evitar que sean mancillados por el contacto de los dos espíritus perversos que los rondan. El título, así, resulta considerablemente ambiguo, pues si bien lo que disputa la protagonista, la señorita Giddens, es precisamente esa inocencia, es probable que ésta haga mucho tiempo que haya sido completamente pervertida. Desde luego, el mayor emblema de inquietud que, para mí, posee la película es, precisamente, la turbia expresividad de los dos niños actores, tan radiantes como excesivamente bellos y sanos. Nunca una mirada infantil o una sonrisa de alegría han parecido esconder tanto conocimiento del mal como las que exhiben esos dos pequeños genios que fueron Martin Stephens y Pamela Franklin. En torno a ellos, ¡Suspense! se despliega no sólo como un ejemplo de adaptación literaria (y encima de un autor tan difícilmente adaptable —pese a las muchas versiones de sus obras— como Henry James) y la obra maestra del fascinante género de «casas encantadas», sino como una de las películas más bellas, aterradoras, siniestras y perversas de toda la historia del cine.
¿Qué nos cuenta el aparentemente antañón Henry James? La historia adopta la fórmula del relato «leído» por otros personajes. Durante una velada en una mansión que intuimos no muy diferente de la que luego albergará la historia central, unos invitados se cuentan unos a otros cuentos de fantasmas, como suele ser de rigor en tales ocasiones. Uno de ellos, sin embargo, al socaire de tan inocente diversión, recordará una historia protagonizada por una mujer de la que, se nos sugiere, estuvo enamorado cuando era un jovencito: fue institutriz en una gran casa y asistió a un terrible episodio relacionado con dos niños y los fantasmas que trataron de tomar posesión de ellos. La institutriz —que si bien en la película recibe el nombre de señorita Giddens, en el libro permanece en el anonimato— recibió de un acaudalado y atractivo bon vivant londinense el encargo de ocuparse, sin molestarlo en lo sucesivo, de sus dos pequeños sobrinos, Flora y Miles, quienes vivían en una maravillosa y apartada mansión rural, Bly. Al poco de llegar, la muchacha se ve asaltada por extrañas visiones, preludio del horror que pronto empezará a adentrarse en su mente: los niños reciben las periódicas visitas de sus anteriores cuidadores, el diabólico criado Peter Quint y la previa institutriz, la señorita Jessel, que estuvieron unidos por una turbulenta relación sexual antes que romántica, que mantuvieron a la vista de los niños. Giddens arrojará sobre sus hombros la responsabilidad de volver a conducir hacia la luz las almas de las dos criaturas, sin más ayuda que el apoyo moral del ama de llaves, la señora Grose.
La nouvelle es un ejemplo paradigmático del estilo narrativo de Henry James: suave, elusivo, lleno de aparentes rodeos que van creando una prosa en apariencia pomposa pero que acaba tejiendo una espesa, y muchas veces venenosa, telaraña de sensaciones antes que de hechos, de impresiones antes que de conclusiones, acerca de unos personajes cuyo punto de vista siempre es cuestionable. De hecho, el gran hallazgo que los críticos siempre han atribuido a James es precisamente el del derrumbamiento del narrador omnisciente decimonónico y su sustitución por la ambigüedad del punto de vista subjetivo.
La aplicación de este principio por parte del autor a Otra vuelta de tuerca convierte su historia en una caja de resonancias para todo tipo de interpretaciones. Sin embargo, la fundamental ha de girar en torno a una sencilla pregunta: ¿lo que cuenta la institutriz protagonista es cierto o es producto de su imaginación, que ve lo que quiere ver? El relato está contado en primera persona por ella misma, y lo primero que destaca es la profunda implicación personal de la mujer, que comienza por el enamoramiento instantáneo que siente por su empleador, el tío de los niños, hasta el punto de considerar que, antes que un trabajo, lo que aquél le ha encomendado es una misión. La institutriz es quien advierte que hay algo extraño en el comportamiento de los niños y quien es la única adulta que ve físicamente los espíritus de los dos criados que se aparecen a ellos (el segundo personaje adulto del cuento, la iletrada ama de llaves señora Grose, no llega a verlos nunca, pese a que se encuentra presente en alguno de los momentos en que aquella sí los está percibiendo). Por lo tanto, admite todo tipo de interpretación —en el lector, me refiero: las elucubraciones de los críticos que enumera Molina Foix en su edición del relato para Cátedra llegan a ser cansinas, y algunas tan rebuscadas que dicen más de los críticos en cuestión que del autor original— la actuación de la protagonista, y sus desdichadas consecuencias.
Aunque ha conocido distintas versiones teatrales, televisivas y cinematográficas —dos de ellas, curiosamente, en nuestro país: Otra vuelta de tuerca, dirigida en 1985 por Eloy de la Iglesia, y El celo, ídem por Antoni Aloy en 2000)—, la versión por excelencia de la obra de James es ¡Suspense! Hay que indicar, antes que nada, que, como fue muy usual en el cine clásico norteamericano a la hora de adaptar obras literarias de prestigio, el guión no parte, de entrada, del cuento original sino de la versión teatral que hizo William Archibald en 1950, que es precisamente la que lo rebautizó como The Innocents. El mismo autor fue contratado para la realización del guión de la película, y es una lástima no tener a mano una edición de la obra para comprobar en qué consistió su visión del cuento. Sin embargo, otros dos autores completaron la redacción del guión. Uno de ellos, el famoso novelista Truman Capote, al que al parecer se debe el respeto a la malicia del original; el otro, John Mortimer, acredita escenas adicionales y diálogos. En este sentido, debe señalarse que, en el relato, James reproduce sólo contados diálogos de los niños, y además casi siempre son de Miles. En el film, uno de sus grandes atractivos es, precisamente, el hallazgo de los memorables diálogos puestos en boca en los dos personajes infantiles.
Como toda gran obra, ¡Suspense! consiste en una gran adición de talentos. En primer lugar, el del autor original, seguido de sus agudos adaptadores. Pero la labor fundamental corresponde, como casi siempre, al director. El hombre a quien se confió el proyecto era un inglés de 40 años justos, Jack Clayton, para el que suponía su tercer trabajo, después de un cortometraje (The Bespoke Overcoat, de 1956, que esconde nada menos que una adaptación de El capote de Gogol) y una opera prima en el terreno del largometraje de gran éxito en su momento, Un lugar en la cumbre (1959). Desgraciadamente, su nombre sólo parece asociarse hoy al film que nos ocupa. Ello se debe, en parte, a lo exiguo de su obra (ocho películas y el corto mencionado en el espacio de treinta años), y en parte al tremendo baldón crítico que para él supuso El gran Gatsby (1974). Sin embargo, sus otras películas se bastan para hacer notar que fue algo más que el director de un único buen film. De hecho, seis años después rodó una película excepcional, A las nueve cada noche (1967), que prácticamente puede considerarse como indisociable de ¡Suspense! en cuanto que, sin trama fantástica, también supone un acercamiento al mundo de la infancia en su vertiente más inquietante, amén de contener un magnífico papel de Pamela Franklin, la pequeña Flora del film de referencia, ya en la adolescencia.
Otros nombres gloriosos se dan cita en la película. Por supuesto, el de Deborah Kerr, maravillosa en su papel principal, aunque, en rigor, fuera demasiado mayor para el mismo, que corresponde más bien a una joven que da sus primeros e inseguros pasos independientes en la vida. Los niños están soberbios, como ya he dicho. Martin Stephens había inquietado ya considerablemente el año anterior en su papel del líder de los niños mutantes de la excelente El pueblo de los malditos (1960, Wolf Rilla). Pamela Franklin debutó con el papel de Flora, pero enseguida emprendió una carrera con la que consiguió —al contrario que su compañero de reparto— hacer el tránsito de la etapa infantil a la adulta, si bien su carrera, pese a un arranque muy prometedor en los años 60, no llegó al lugar que la magnífica actriz merecía, retirándose a mediados de los 80 con total discreción. El cine de terror la vio pasear por sus pantallas en más de una ocasión, verbigracia en otro de los clásicos de «casas encantadas», la irregular pero muy atractiva La leyenda de la mansión del infierno (1973, John Hough).
El veterano Michael Redgrave, gloria del cine y la escena británicas, resulta fundamental en su breve aparición al principio de la película, pues su untuosa interpretación se basta para dejar bien sentadas dos cosas: su irresponsabilidad como tutor (algo que, en la película, queda bien claro que es motivo de rencor por parte del pequeño Miles, y por lo tanto tiene su influencia en sus actos) y el decadente encanto con que fascina a la institutriz y hace plenamente creíble el celo religioso con que ésta se tomará el combate contra los fantasmas. También está espléndida la veterana Megs Jenkins en su papel de la sencilla ama de llaves. Pero particularmente me resulta inolvidable la presencia de Peter Wyngarde, el intérprete del espectral Peter Quint, cuyo aire diabólico, en cada una de sus apariciones, ciertamente resulta aterrador: imposible olvidar su primera materialización tras una ventana, en la noche, siendo nosotros, los espectadores, quienes lo vemos antes que la pobre y desprevenida señorita Giddens.
También son fundamentales en el film al menos dos nombres. El primero es el del director de fotografía Freddie Francis, que consiguió uno de los trabajos más impresionantes que yo recuerdo, no ya en el cine fantástico sino en el cine en general. Utilizando un sistema de filtros de su propia invención, Francis consigue que la mansión donde se desarrolle la trama (y que acaba siendo tan protagonista como los personajes principales) aparezca siempre dominada por una luz difusa, mortecina incluso a plena luz del día, donde es lógico que se deba dudar de lo que nuestros ojos nos muestran. El otro nombre es el del compositor francés Georges Auric. Si bien su música es a ratos algo altisonante, a él se debe el hallazgo de esa espeluznante tonada que canta la pequeña Flora todo el rato (y que ya aparece durante los títulos de crédito), que con el desarrollo de la historia descubriremos que procede de la caja de música de la anterior institutriz, donde ésta guardaba la fotografía de su amante Peter Quint. Eso sí, no sólo hay que destacar la música, sino todo el trabajo con el sonido, fundamental también para la creación de esa atmósfera de inquietud. Así, por ejemplo, el sonido de los trinos de los pájaros en la escena final (que también es la que abre la película durante sus créditos) crea una turbadora sensación de serenidad que contraste con la terribilitá de lo que ha sucedido/sucederá durante la misma.
Tradicionalmente, las interpretaciones tanto de la novela como de la película han oscilado entre los defensores de la lectura «psicoanalítica» (todo cuanto sucede es producto de la mente histérica de la institutriz) y los de la más literal lectura «fantástica». Si el medio literario, por su condición de recreación de una realidad exterior, se presta, y más en las manos de Henry James, a una mediación completa a la hora de recibir unos datos, por objetivos que parezcan, el cine, con su lenguaje visual y, por tanto, «directo», exigía otro trabajo. Por supuesto, también permitía dejar en el aire la verdadera naturaleza de lo sucedido y, es más, las declaraciones que dejó el mismo Jack Clayton van por este terreno.
Sin embargo, las imágenes, obligadas a manejar determinado punto de vista, no engañan. Esta vuelta de tuerca cinematográfica opta, en mi opinión (cuestionable, claro) sin lugar a dudas, por la opción directamente fantástica: los fantasmas existen y el combate que realiza la protagonista está justificado por una realidad indiscutible. Otra cosa, y he aquí la grandeza también del film, es que sus métodos y su forma de intentar salvar a los niños, terminen siendo desastrosos porque vienen mediatizados por un concepto puritano del deber personal (en el que tiene mucho que ver tanto su sentido del deber hacia el tío de los niños como su propia formación como hija de un clérigo que, se sugiere, educó a sus hijos con férrea rigidez) que acaba desenfocando su percepción acerca de lo que puede hacerse con unos niños sometidos a un trágico conflicto de intereses (entre unos adultos a los que adoraban y que, ahora, desde la muerte, intentan recuperar su antigua influencia, y la mujer que con evidente amor intenta interponerse entre ellos).
Voy a intentar señalar por qué me parece evidente la interpretación fantástica de cuanto sucede.
En primer lugar, al llegar a Bly, la señorita Giddens escucha una voz llamando a Flora en el jardín, voz que no conseguirá identificar, y que la propia niña negará haber escuchado. Esa misma noche, cuando la señorita Giddens duerme entre sueños agitados, la niña sale a la ventana y pasea su mirada por el jardín, revelándonos el contraplano, en concreto, que justo debajo está la glorieta rodeada de estatuas donde, no por nada, concluirá la película, con la catártica escena final entre la institutriz y el pequeño Miles. La niña, mientras canturrea la tonada de Auric, pasea su mirada errante por ese exterior, pero de pronto su mirada (y su cántico) se detienen, y la niña clava su mirada en alguien o algo, esbozando incluso una leve sonrisa de reconocimiento. Bastaría esa escena para echar por tierra toda interpretación que no sea la fantástica, porque en ella no existe mediación alguna de la señorita Giddens.
Eso sí, no es el único instante que rompe la presunta subjetividad de la narración, como el plano que, al borde del estanque, comparten Flora y la institutriz, desde detrás de ésta, y que incluye a la señorita Jessel en el fondo, al otro lado del agua. Plano cuyo punto de vista también es externo a la señorita Giddens, que no puede existir únicamente en su enfebrecida mente. Por si fuera poco, hay otro momento en que los fantasmas dejan un vestigio físico de su corporeidad, cual es el de la famosa lágrima que deja la señorita Jessel tras su aparición en el cuarto de estudios. Y en el climax final, un nuevo plano en contrapicado, desde lo alto de la glorieta antes señalada, incluye a institutriz, niño (ahora Miles) y fantasma (Peter Quint), lo cual vuelve a excluir el subjetivismo.
Pero también es cierto que tanto el guión como la realización de Clayton juegan con el obsesivo subjetivismo que aporta la señorita Giddens a su particular batalla contra los espectros. The Innocents no es sólo una historia de fantasmas que visitan a unos niños que tal vez por ello ya hayan perdido su inocencia. Es la historia también de una paradójica inocente, la señorita Giddens, que acaba provocando la condenación de quienes quiere salvar cuando el conflicto hace que su bondad natural acabe cediendo el paso al concepto extremadamente rigorista que tiene del pecado. Es la historia de quien acaba sintiéndose un apóstol en lucha contra el mal absoluto: quien, si bien no hay duda acerca de lo que ve, sí se deja arrastrar por una completa dislocación a la hora de interpretar el modo de afrontar esa situación ante la que se ha encontrado.
Es curioso que las dos peores escenas de la película, las únicas malas, más bien (y ambas por el mismo motivo, por el exceso de subrayado puesto en ellas) sean aquellas en que Clayton parece contagiarse por la desencajada obsesión de su personaje. La primera es el sueño tormentoso de la señorita Giddens, en el que aparecen diversas imágenes en sobreimpresión, en especial de los dos niños, que de modo más ominoso que nunca se susurran secretos (y así lo dicen, encima) uno al oído del otro. La segunda, y aún peor, es la secuencia nocturna en que la institutriz es asaltada por todo un aluvión de sonidos, diálogos y malsanas sensaciones mientras recorre la casa a la luz de una vela, y que no parece tener otro objetivo que el ilustrar, innecesariamente, que su celo protector está derivando rápidamente hacia la obsesión (la secuencia, además, es el preludio al fundamental momento en que sorprende a Miles caminando descalzo por el jardín y trata de enfrentarse directamente a él por primera vez).
Con todo, y como explicaré en la segunda parte de este comentario, ¡Suspense! es ante todo un film basado en un espléndido sentido de la inquietud visual, y la inquietud siempre nace de la sugerencia, de la elusión, de la falta de énfasis en las explicaciones, en la conclusión, siempre turbadora, de que la Belleza y el Mal demasiadas veces vienen cogidos de la mano.
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