En el corazón de las tinieblas está el apocalipsis

La novela de Conrad                La película de Coppola

Una de las portadas de El corazón de las tinieblas, de Joseph ConradDesde la misma belleza polisémica de su título, El corazón de las tinieblas supone uno de los títulos más fascinantes, misteriosos y embriagadores que ha dado la literatura de aventuras. Es posible que ningún texto de género habitualmente tan diáfano haya generado tantas reflexiones, haya merecido tantas divagaciones. Haciendo honor al término principal de ese título (aunque me parece muy afortunada la versión que en España se ha dado a la palabra darkness, usualmente se traduce por «oscuridad»), se trata de una novela que, a imagen del río que atraviesa su protagonista, posee tales meandros, está rodeada de velos tan impenetrables (en el libro, la implacable jungla ecuatorial), que leerla una y otra vez nunca la agota, sino que multiplica su inquietante enigma. Y es que Joseph Conrad, el más intelectual de los escritores de aventuras, mucho antes que Proust o que Joyce, entendió que la clave del relato no está en lo que se cuenta, sino en cómo se cuenta, de tal modo que la anécdota, en el fondo sencilla, de la historia acaba viéndose revestida de una especie de halo de misterio sagrado que quizá no posee solución alguna: en el alma de cada lector, en el corazón de su propia oscuridad (o en la forma en que cada uno de nosotros intenta llegar hasta la luz), estriba la clave de su secreto.

De todos los grandes narradores de la edad dorada del género (Verne, Stevenson, Conan Doyle, Salgari), y quizá con la excepción de Kipling —que compartió con él la condición de conocer en primera persona los temas y escenarios de que hablaba—, Conrad es el menos interesado en el placer puro de la peripecia, en la fascinación por hablar de tierras lejanas y, por ello, exóticas para un occidental pero no para él. Como bien se sabe, Conrad fue un marino profesional, es decir, eso de que hablaron los escritores arriba citados: de ahí su inquietud primordial por atender antes a las razones profundas de sus personajes, íntimamente nacidos de su propia experiencia vital, y al método narrativo idóneo para tratar de transmitirlas. De ahí que la fuerza de sus mejores obras radique en la expresión de su contenido dramático a través de su estilo.

Y si hay una novela de argumento aventurero cuyo inmarchitable atractivo radica en su estilo, en eso que en cine llamaríamos puesta en escena y que consiste en saber elegir una voz narrativa para contar una historia, este es el mejor ejemplo que se me ocurre. En El corazón de las tinieblas, Conrad lleva a su cima una estrategia de la que siempre extrajo un memorable resultado: la narración en primera persona. Hay, sin embargo, que explicar que él entendió esta técnica al modo de Henry James, escritor que en apariencia tiene poco que ver con él pero con el que, en realidad, compartió una misma perspectiva dramática (ambos, por cierto, fueron amigos). Es decir, la emplea como filtro subjetivo a través del cual expresa la imposibilidad material del conocimiento objetivo de la realidad. Conrad, autor reflexivo por excelencia, consigue así un efecto de ambigüedad que, además de retratar mejor lo que es la vida y el interior de los seres humanos, enriquece la narración. Él no dudó en señalar que «lo explícito es fatal para el encanto de toda obra artística, pues le roba toda sugerencia, destruye toda ilusión». Henry James no habría dudado en firmar esta frase; R. L. Stevenson, aun matizándola bajo su aparente nitidez narrativa, también.

El narrador conradiano en primera persona, así, reconoce su impotencia para interpretar adecuadamente las experiencias que le surgen al paso, comprendiendo que la limitación fundamental del ser humano es su obligado subjetivismo, de tal modo que solo una mirada humanista nos asegura una ética aceptable de la existencia (aunque estemos condenados al sufrimiento de descubrir que es muchas veces incompatible con la dura realidad). Esta fue la admirable opción de Conrad, que brilla con gran fuerza en esta novela y en su otra obra maestra, Lord Jim, todavía más elusiva en su uso de la primera persona, por cuanto en ese caso quien nos cuenta los sucesos de la vida del personaje titular lo hace, casi siempre, mediante conocimiento interpuesto ya que coincide muy pocas veces por él. No puede ser casualidad que, en las dos obras, el narrador sea el mismo, Marlow, para muchos el alter ego del propio escritor, que también aparece en otras dos novelas, Juventud y Azar.

El Estado Libre del Congo, hacia la época en que lo visitó Joseph ConradEl corazón de las tinieblas es una obra más fuertemente enraizada en su experiencia personal que todas las otras que transcurren en tierras lejanas. Lo es porque, en esta ocasión, acudió a la experiencia más traumática de todas las que vivió, sus meses como capitán fluvial en el río Congo al servicio del hoy justamente execrado soberano belga Leopoldo II. En 1885, este monarca había maniobrado con suma astucia en el Congreso de Berlín (aquella reunión de las potencias imperialistas europeas en que decidieron cómo repartirse la tarta africana) para conseguir que el territorio vertebrado por el río más caudaloso del continente, objeto de la codicia de todos, fuera para su pequeño y próspero país. Ya el modo en que se hizo con la nueva colonia, que fue bautizada con cruel ironía como el Estado Libre del Congo, fue sospechoso: se trató de una posesión personal, en cuanto que Leopoldo presentó su colonización como una obra humanitaria, filantrópica, que sería realizada a través de una organización creada por él mismo unos años atrás (hoy la llamaríamos sociedad-pantalla) llamada Asociación Internacional Africana. El resultado, denunciado muy tardíamente, fue la más brutal y vergonzosa explotación que conoce la crónica colonial: aparte de la sádica política de torturas y mutilaciones con que se intentó estimular el trabajo de los indígenas, el resultado fue un brutal genocidio de al menos seis millones de muertos, cifras seguramente estimadas a la baja. Un verdadero apocalipsis: es verdaderamente acertado el rebautizo que hizo Francis Ford Coppola de la novela al transformarla en cine, en espléndido cine.

En 1889, después de quince años de navegación por todo el mundo, Conrad se encuentra sin barco. Él no lo sabe todavía, pero su periplo marinero tiene los días contados: el triunfo de la navegación a vapor ha reducido considerablemente el número de naves necesarias y, por tanto, de plazas de tripulación. Entonces tiene la oportunidad de hacer realidad un viejo sueño, conocer África, ese continente que de pequeño tanto le seducía por los considerables espacios en blanco que incluían los atlas que devoraba con fruición. Atraído además por la propaganda humanitaria leopoldina, y con la influencia de una tía suya que vive en Bruselas (episodio fielmente recogido en la novela), Conrad consigue un empleo como capitán de uno de los barcos que recorre el río Congo. La realidad acabará con sus sueños; la herida será al mismo tiempo moral y física, puesto que las enfermedades (la disentería, primero, y la malaria, después) le obligarán a renunciar, con alivio, al contrato inicial de tres años. En 1890 retorna a Europa.

Nunca olvidaría esos meses, que en 1899 acabó volcando en la obra que ahora nos ocupa, el modo en que consiguió penetrar en el dolor de su alma y así poder compartirlo con otros. Es más, podría haber puesto sobre ella el mismo frontispicio que Cela acerca de su novela Oficio de tinieblas (es curioso, después de pensarlo es cuando advierto que comparten el mismo término en el título): «Por supuesto, esto no es una novela sino una purga de mi corazón». Por cierto que, en la novela, Conrad (aun cuando reproduzca sus mismos pasos de 1890) no pone nombres ni al río ni a la colonia ni a la metrópoli ni a la capital de esta donde tienen lugar importantes escenas, como el inolvidable final. La razón no está guiada por la precaución, sino por ese propósito de elusión que tanto le gustaba: así, el relato se sitúa bajo una atractiva atmósfera de abstracción que, desde el primer momento, va creando el efecto de hallarnos antes en un sueño de la conciencia que en la crónica de un viaje real.

El punto de partida estriba en la velada que pasan cuatro amigos a bordo de un pequeño barco, una yola, que espera el cambio de marea en la desembocadura del Támesis. Uno de ellos, el único verdadero hombre de mar, Marlow, súbitamente ensimismado por la caída de la noche (de la oscuridad, de las tinieblas: of Darkness), recuerda entonces la experiencia que vivió en otro río y con otra oscuridad, ya no literal sino metafórica, y comienza a hacer lo que hacen todos los hombres de mar en tierra: contar una historia. Esta historia, en realidad, no es sino un monólogo interior en que Marlow habla para sí mismo antes para que sus tres compañeros.

Portada de la edición Valdemar de El corazón de las tinieblasSin embargo, y es otro inquietante hallazgo, Conrad tiene el supremo acierto de hacer que, en realidad, sea otro personaje (uno de sus oyentes) quien se encarga, mediante un genial juego de niveles narrativos, de contar el desarrollo de la velada, cediendo la voz casi todo el rato a Marlow, pero punteando de vez en cuando sus palabras, progresivamente fascinado por ellas, cumpliendo así la función de hacer que el mismo lector (yo, tú) se proyecte dentro del relato. Las palabras de Marlow van componiendo un flujo incontenible (la metáfora fluvial sale por sí sola), a ratos muy digresivo, a ratos bruscamente elíptico, por momentos directamente brutalo, que siempre parece hablar más de sensaciones que de acciones, como reconociendo la impotencia de la acción ante el misterio supremo que es la personalidad humana. Es más, mediante esa fascinación de las palabras, una vez más Conrad juega con el atractivo recurso de la anticipación atmosférica (una de las claves narrativas de la obra): del mismo modo que el narrador último de la historia se ve subyugado por las palabras de Marlow (en determinado momento, engullido por las tinieblas —otra vez el uso metafórico del término—, este parece transmutarse en una voz que no se puede dejar de escuchar), Kurtz, el otro personaje central de la historia, tiene como principal atributo la subyugación que despierta su voz («a él no se le habla, se le escucha», dirá uno de los tipos que le refieren de él).

Vivimos igual que soñamos: solos», señala Marlow en determinado momento, y este bien podría ser el epitafio de su historia, de la novela, de la humanidad. El acierto de Conrad radica en haber sabido crear la atmósfera de sueño febril desde mucho antes de que el personaje ponga sus pies en África. Se palpa en su estancia en la «ciudad sepulcral» (Bruselas) donde está la sede de la compañía con la que va a firmar el contrato, y cuyas oficinas están custodiadas por dos mujeres de negro que se pasan el rato haciendo punto (la comparación con las parcas griegas no puede ser más acertada); en el viaje que bordea la costa africana, con ese episodio en que se cruza con un barco de guerra que está bombardeando la jungla que prácticamente se cierne sobre las aguas (dando cañonazos contra hormigas, señalará Marlowe); en los diversos presagios de muerte que se van cerniendo sobre él a medida que avanza hacia el destino donde le espera el barco: las vagonetas abandonadas, oxidándose al sol, o los obreros negros que, enfermos, se esconden entre los árboles para morir en la soledad y el silencio…

Por orillas como esta del río Congo navega Marlow en El corazón de las tinieblas

Reducido a un esqueleto argumental básico, la novela trata del viaje que el protagonista, Marlow, realiza por ese río sin nombre en dirección a una estación comercial del interior por cuyo responsable, Kurtz, va sintiendo progresivamente una considerable fascinación, en función de las imágenes que le van llegado de él. Kurtz es, posiblemente, el más genial protagonista ausente de un relato que se haya concebido. Ese mencionado toque mortuorio supone el primer presagio del personaje, mucho antes de que sea nombrado, de que Marlowe comience a advertir que su viaje por el río es un viaje hacia Kurtz, no en vano, al final descubriremos que es un hombre marcado por la muerte: cuando Marlow lo encuentra es ya más un espectro que un ser humano, no en vano lo definirá como «una imagen de la muerte, esculpida en marfil viejo».

Cuando, tras diversas dilaciones que permiten a Conrad dibujar una sombría denuncia de la colonización, y comienza la parte final del viaje, la sensación fundamental que inspira el relato es la de regresión. Como tantos otros blancos procedentes de la civilizada y cómoda Europa que se internan en un mundo absolutamente salvaje, Marlow siente que su viaje no es solo espacial sino también temporal, hacia el alba de la vida en la Tierra (hay un momento genial en que, al escuchar un pesado chapoteo en la lejanía, durante la noche, le parece que bien puede ser el de un ictiosaurio).

Esa regresión cuyo poderoso influjo siente Marlow es la que, mientras tanto, está destruyendo al hombre hacia el que se dirige: en parte, podría decirse que si Kurtz es destruido por la selva, es para que Marlow viva, como si se tratara de un conjuro, de una compensación. Kurtz haría las veces, así, de espejo oscuro, de doble opuesto del narrador. Y es que, al llegar a la estación, son recibidos por una lluvia de flechas —episodio narrado de un modo absolutamente genial, culminando una técnica narrativa que los críticos llaman impresionista, que detalla ante los retazos que la visión concreta de lo que está pasando— debido a un ataque de los indígenas que, descubrirá más tarde, fue decidido por el propio Kurtz, que de ningún modo desea retornar con los blancos que vienen a por él. Y es que este hombre de tantos talentos parece haber dedicado todos los meses anteriores a dejarse arrastrar por un frenesí de dominio y violencia, erigiéndose en rey absoluto de los indígenas, que lo veneran como a un dios.

Portada de El pueblo blanco en la edición Penguin«La selva le había susurrado cosas acerca de sí mismo que no conocía», señala Marlow, entre horrorizado y fascinado. Así, descubre que el camino que conduce a su casa está ribeteado por postes que, en la distancia, parecen adornados por remates de madera pero que, al observarlos con sus prismáticos, se revelan como cabezas humanas (y le impresiona un detalle genialmente malsano: las cabezas están orientadas no hacia el camino sino hacia la casa, como para que, aun en la muerte, puedan adorar a Kurtz). Leyendo las páginas donde Marlow intenta explicarse lo que ha sucedido en el alma del hombre a quien tanto ansiaba encontrar, no puedo sino evocar constantemente a otro gran escritor británico, el galés Arthur Machen, cuya obra es un constante intento por expresar lo verdaderamente real que hay detrás de esas apariencias que nosotros llamamos realidad. Es estremecedor descubrir que El corazón de las tinieblas es coetáneo del relato del autor que mejor expresa esa fascinante tentación regresiva que puede suponer el cambio de consciencia, El pueblo blanco (publicado en 1904, pero escrito hacia 1899, el año en que Conrad da luz a su historia en las páginas del Blackwood’s Magazine).

[Quien no conozca el hipnótico final de esta novela debe dejar de leer aquí]

La parte final de El corazón de las tinieblas, cuya intensidad es imposible de transmitir con otras palabras que no sean las elegidas por el propio Conrad, en realidad se divide en dos: la conclusión en África de la historia de Kurtz, y una especie de epílogo en que Marlow acude a ver a la prometida de aquél (que ahora viste de negro, como si fuera su viuda) en esa ciudad sepulcral que hace las veces de Bruselas. La segunda es la amarga coda lírica, elegíaca, estremecedora, a la primera, que narra, por fin, la conversión de Kurtz en ese muerto que se ha ido paseando por la jungla africana sin saber (o peor aún: sabiéndolo muy bien) de su condición. Son muy conocidas las palabras que Conrad pone en boca de su personaje en el momento de su muerte, reducido a una condición lastimosa, en la propia cabina de Marlow en el barco, de regreso a la base: «¡El horror, el horror!». Son infinitas las páginas que ha inspirado a quienes han tratado de explicitar su significado, lo cual, a tenor de lo que pensaba Conrad sobre lo explícito, puede ser estéril: su riqueza polisémica, una vez más, es tal (puede ser un conjuro tanto como una confesión o una revelación) que la mejor opción es dejarse impregnar por esa magia extraña que produce a los oídos, e ir directamente al relato: no es extraño que, a cada lectura, cambie la impresión que nos produce.

Mediante una de sus más bruscas elipsis, Conrad pasa de contar la muerte de Kurtz a que Marlow relate su propia estancia ante las puertas de la muerte, postrado al fin por la enfermedad que ha ido presagiándose todo el tiempo: es por ello que ratifico mi impresión de que cuanto le sucede a Kurtz salva a Marlow de que le pase a él: la jungla atrapa a uno para que el otro se libre, y la muerte del primero garantiza la, maltrecha, curación del otro. Es más, en el epílogo es ahora Marlow quien se pasea por las calles de la «ciudad sepulcral» como un espectro que todavía apenas ha recobrado la sincronía con la vida, que siente que cuanto pasa ante sus ojos parece esforzarse en alejarse de él: la marca de la oscuridad todavía no lo ha abandonado.

En una casa de esa ciudad, bañada por un crepúsculo que diríase que nunca tendrá fin, Marlow visita a la prometida de Kurtz (que viste de negro como si fuera su viuda) para entregarle sus últimas objetos y, a petición de ella, darle fe de sus palabras finales. Pero, aunque en la estancia callada y fúnebre parece resonar con fuerza insondable el grito de Kurtz («¡El horror, el horror!»), Marlow le dice a la mujer que las últimas palabras que pronunció fueron su nombre. Aunque él mismo se siente un traidor a la memoria del muerto, el lector entiende, con conmovedora aprobación, que su mentira es el resultado de la lección aprendida de la derrota de aquel: la ética humanista que le impide hundir con más dolor el dolor de la viuda. Y en el regreso al presente, Marlow calla y sus fascinados oyentes no pueden sino sentirse proyectados por esas palabras, por las aguas del río sobre las que se mece el pequeño barco y que es espejo de ese otro río que el narrador nunca olvidará, por esa insondable tristeza que parece «conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad». En la larga historia de la literatura podrá haberse escrito algún final igual de bueno, pero ninguno más bueno.

Grabado decimonónico sobre las actividades del esclavismo en Africa

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
Esta entrada fue publicada en Del libro a la pantalla, Tiempo de aventura y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

6 respuestas a En el corazón de las tinieblas está el apocalipsis

  1. Genial texto. Soy conradiana de toda la vida, Conrad es mi autor de cabecera, y creo que es muy acertado lo que dices de él. Efectivamente lo que importa en literatura no son tanto los hechos que se relatan sino cómo se relatan. Hay argumentos geniales, todo sea dicho, que casi te presentan ya la novela hecha, hay que ser muy burro para desaprovecharlos. Si además, los relatas bien, el resultado será redondo. Pero con temas muy sencillos, un buen escritor, un escritor que no solo describe el mundo que vemos sino que, principalmente sabe mostrar el mundo que no vemos, el interior humano, un buen escritor, digo, puede hacer maravillas. Y ese era Conrad.( Y James. Y Virginia….) efectivamente, el uso de la primera persona es importante. O como James, el uso del punto de vista. Se ha escrito mucho sobre Conrad, desde luego, y sobre El corazón de las Tinieblas, además; pero este me ha parecido un análisis muy completo y muy certero. En fin, enhorabuena por este excelente artículo.

    • Muchas gracias por tus palabras, Fuensanta. Hace mucho tiempo que quería volver a releer esta obra tan especial y, como siempre, me ha maravillado (y dejado hecho polvo, además: es de estos libros que te afectan muy dentro). Un triunfo del estilo, de la forma de narrar, de la atmósfera, de la penetración en el interior del ser humano… a partir de un argumento sencillo, que no banal. Coincido contigo: hay argumentos maravillosos que se bastan solos para sostener una obra, pero si el autor no tiene la capacidad adecuada (o no acierta a dar con la voz necesaria), uno se queda con la sensación de que esa trama no ha terminado de redondearse. (Por ejemplo, en cine me pasa con «Blade Runner», obra estremecedora pero que necesitaba un director con más capacidad que Ridley Scott, muchas veces más preocupado por apabullar visualmente que con centrarse en lo verdaderamente importante.). De Conrad también tengo muchas ganas de volver a la que para mí es su otra obra maestra, «Lord Jim». Y me quedan algunas más que creo que merecen mucho la pena, como «Nostromo» o «El negro del Narcissus». Confieso no haberme internado del todo en el universo Conrad…

      • Yo me he leído toda la obra de Conrad publicada en castellano y la excelente biografía que le hizo John Stape, además de la biografía «doméstica» que le hizo su esposa Jessie Conrad y la breve biografía de Juan Gabriel Vasquez. He re leído dos veces Lord Jim, y algunas otras (las de Almayer, Tifón, El corazón de las tinieblas, por supuesto…) y me gustaría hacer un hueco para volver a leer Nostromo, que considero maravillosa.Pero claro, el día tiene 24 horas y siempre hay un autor nuevo que deseo conocer, o un libro nuevo que quiero leer…y el tiempo vuela.
        Lo que observo es que analizas muy profundamente y das en la diana con todo lo que destacas en tu artículo. Yo he escrito muchas reseñas de los libros de Conrad, pero creo que nunca los he analizado tan estupendamente como haces tú. Cosas que veo en él, en su estilo, etc., no las sé expresar tan claramente como has hecho y me alegro de poder leerte , porque creo que leyéndote aprenderé a hacerlo mejor.

  2. Renaissance dijo:

    El contenido de la novela (o relato, casi, por lo breve que es) destaca por su intemporalidad y lo sencillo que resultó trasladar un viaje por el corazón del Congo durante la época colonial a uno análogo durante la guerra de Vietnam…Me pregunto si en algún futuro veamos una película donde esta misma historia refleje de nuevo una situación contemporánea.
    El estilo que emplea también parece un poco chocante tratándose aparentemente del género de aventuras, o al menos, de la literatura realista: no solo el viaje de Marlow, que entra dentro del terreno de las pesadillas, sino los escenarios más familiares como pueden ser Bruselas, convertido en un lugar fantasmagórico donde el desenlace que el protagonista proporciona a la viuda de Kurz resulta el más apropiado, casi es un acto de compasión tras lo que este ha narrado en las páginas anteriores.

    • Desde luego, quien tuvo la idea de trasplantar la idea a Vietnam (Coppola o el guionista John Milius) acertó de pleno. Quizá sería curioso ver si alguien puede cambiar la trama no tanto de época como de escenario: dejar la jungla y marchar a otro espacio. Yo mismo he fantaseado con si sería posible llevarlo a alguna megalópolis (ya se sabe eso de la «jungla de asfalto»…) en la que se perdiera, literalmente, un hombre de otro ambiente. Puesto que, como bien dices, esta historia es ante todo una pesadilla, creo que posee una notable flexibilidad interior. En esta lectura, por cierto, las escenas situadas en Bruselas me han fascinado especialmente: la atmósfera del encuentro final de Marlow con la prometida de Kurtz es arrebatadora, y ese desgarrador acto de compasión acaba suponiendo la mejor caracterización emocional del personaje.

  3. Fuensanta: conociendo tan bien a Conrad, supone un elogio maravilloso, aunque creo que todos aprendemos de todos aquellos que aman algo e intentan explicar el porqué de ese aprecio, Yo a Conrad lo descubrí por «error». Buscaba una novela de mi niñez titulada «El pirata» (luego descubrí que era, en realidad, era la de Walter Scott), y me encontré el libro de Conrad con este título en Alianza pero que en otras editoriales han llamado de otro modo («El hermano de la Costa», en Destino, por ejemplo). El cine me guió a otras («Lord Jim» en cabeza, claro), y la intuición a unas cuantas más (las de Almayer, por ejemplo: «Un desterrado de las islas» sería la segunda o tercera que leí de él). Pero me quedan, como te digo. Buen momento para seguir rastreando…

    Por cierto, te dejo el enlace al artículo sobre «El pirata», que escribí hace años:

    https://lamanodelextranjero.com/2013/01/20/the-rover-el-crepusculo-del-aventurero/

Responder a Fuensanta Niñirola Cancelar la respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s