La fábula de la bella muchacha que se ve obligada a convivir con un hombre-bestia de aspecto monstruoso pero de inteligencia sensible encierra una evidente lectura moral acerca de la belleza interior. Su origen se pierde en la noche de los tiempos bajo formas muy diversas: ¿no es lógico que hombres feos de todas las épocas hayan estado especialmente interesados en propagar que no nos debemos fiar de las apariencias? Los griegos y los romanos ya la escribieron, pero la versión literaria más célebre, hasta el punto de haber opacado a todas las demás es la que publicó en 1756 la aristócrata francesa Jeanne-Marie Leprince, más conocida por el nombre que portó después de su primer (y desgraciado, lo cual es irónico) matrimonio: Madame Leprince de Beaumont. Parece ser que madame tomó una obra un poco anterior de la escritora Gabrille-Suzanne Barbot de Villeneuve, publicada en 1740, y la redujo desde el doble centenar de páginas originales (una verdadera novela, que desgranaba con toda clase de detalles la genealogía, a la vez mágica y principesca, de los dos personajes centrales) a un breve cuento titulado La bella y la bestia, que no llega a la cincuentena de páginas en la mayoría de ediciones. El propósito de madame, al reducir la trama a un breve esqueleto, era subrayar su contenido moral, tan propio de ese siglo XVIII que tanto se empeñó en iluminar al hombre a través del cultivo de la educación y los valores. No podía saber que su progenie será numerosa y que la historia recibiría especial difusión (hasta el punto de que la mayor parte de quienes la conocen ignoren el cuento original) a ser trasladada a imágenes, en cine y televisión, con versiones popularizadas para distintas generaciones, desde la clásica, filmada por el francés Jean Cocteau en 1946, hasta las más recientes de la Disney en dibujos animados e imagen «real», y en clave musical.
El cuento de Madame de Beaumont habla de un rico mercader, padre de tres hijos y tres hijas, que un buen día se arruina, siendo su única ayuda y consuelo la menor de aquellas, llamada Bella (las otras hermanas, también muy hermosas, son sin embargo vanas y envidiosas; los hermanos apenas reciben ninguna atención en el relato). Un buen día, el mercader recibe la noticia de que un antiguo barco suyo ha llegado a puerto y emprende el viaje hacia la costa: creyendo que esa llegada anuncia el regreso de la prosperidad, cuando el padre les pregunta qué quieren que les traiga como regalo, las mayores piden toda clase de presentes lujosos; la pequeña le pide tan solo una rosa. El viaje resulta un fracaso, pues las deudas se comen los escasos beneficios que trae el barco. A su regreso, perdido en un bosque siniestro, el mercader encuentra refugio en un misterioso castillo que parece abandonado pero donde le espera una cena recién preparada y una habitación acogedora. A la mañana siguiente, sin que haya encontrado signo alguno de sus anfitriones, el buen hombre decide reemprender la marcha, pero al salir al jardín encuentra un bello rosal y, recordando el pedido de su amada Bella, arranca una de sus flores.
Es entonces cuando aparece, rugiente y enfadado, el dueño del castillo: la Bestia, que le amenaza con la muerte por haber querido robar lo que más aprecia de su posesión, las rosas. A cambio de su vida, la Bestia le exige, bajo palabra de honor, que regrese a casa y sea reemplazado por una de sus hijas. Como es lógico, es la menor la que, pese al llanto del padre (que solo ha parecido aceptar porque quería despedirse de ellas y luego regresar), decide hacer frente a la terrible condición de la Bestia. El monstruo, sin embargo, no la mata sino que la mantiene con toda clase de lujos en el castillo, complaciéndose en su compañía; cada noche, sin embargo, le pide que se case con él, a lo que ella se niega.
Con el paso de los meses, la Bella languidece. Un espejo mágico que hay en su habitación le muestra al añorado padre y, por fin, le pide a la Bestia que le deje regresar para verlo una última vez, prometiendo regresar. Gracias a un anillo mágico, Bella vuelve al hogar, ante la envidia de sus hermanas, que entretanto (gracias a las riquezas que la Bestia le concedió al mercader) han hecho bodas tan buenas como desgraciadas con hombres todavía más vanos que ellas (esto, como es natural, parece un reflejo de la propia experiencia de madame Beaumont). Dominadas por la rabia, las hermanas se las arreglan para que Bella no vuelva junto a la Bestia en el plazo estipulado. Es entonces cuando la muchacha comprende, en la distancia, que ama al monstruo. Demasiado tarde, regresa al castillo, donde encuentra a la Bestia agonizando, pues en su infelicidad ante el incumplimiento de la promesa de la mujer a la que ama se ha dejado morir de hambre. La implorante declaración de amor de Bella obra el prodigio: la Bestia se convierte en un príncipe de gran belleza, que le dice que fue hechizado por una «perversa encantadora» (no se explica el porqué) hasta que una mujer superara la aversión hacia su monstruosidad y se enamorara de él.
Si he detallado la recensión, es para poder comparar el cuento original con las posteriores versiones cinematográficas y los cambios que aportaron. Añado que la historia de madame de Beaumont resulta más bien envarada, resistiéndose a aprovechar los elementos fantastiques que contiene (desde luego, de haberse redactado medio siglo después, habría sido muy diferente). En la superficie, diríase un cuento en la estela de los de Perrault—parece combinar Cenicienta (las dos hermanas y el trato que le dan a Bella) con La bella durmiente (la atmósfera que rodea a la Bestia)—, pero mientras que estos son como un manantial bajo cuyas aguas claras se descubre una inquietante turbulencia, en el de nuestra madame solo hay lo que se ve: un relato agradable pero muy obvio y carente del necesario encanto, sin el cual los cuentos infantiles no superan la edad de la inocencia. El único elemento malicioso (y seguramente se debe a una mera cuestión de convencional buen gusto) es que la Bestia revele a un príncipe de gran apostura, lo cual, la verdad, acaba traicionando un tanto ese mensaje acerca de la belleza interior.
En 1946, Jean Cocteau realizó la que durante muchas décadas fue la versión más popular que dio el cine. Cocteau (1889-1963) —poeta, dramaturgo, prosista, enfant terrible de la cultura francesa, diletante, declarado bisexual— era autor hasta entonces de una sola película, la vanguardista La sangre del poeta (1930) y no se había vuelto a acercar al cine. Ahora, recién concluida la guerra, durante la cual fue uno de los mayores animadores del París ocupado por los nazis, y quizá necesitado de reformularse a sí mismo, regresó a la gran pantalla, a la que consagraría los trabajos más importantes del resto de su carrera: además de La bella y la bestia, rodaría otras seis películas, de las cuales tuvo especial fortuna crítica Orfeo (1950). Dicho de otro modo, para muchos todas las dimensiones de Cocteau han quedado eclipsadas por su dedicación final al cine.
El cineasta respeta las líneas generales del cuento, con sus dos hermanas egoístas, pero realiza dos aportaciones significativas. La primera, que sin duda es la que otorga al film la relevancia que todavía hoy posee, es la consideración del castillo de la Bestia, por fin, como un espacio situado en el reino de la magia. Así, los hallazgos visuales con que Cocteau caracterizó este lugar harían especial fortuna: las puertas que se abren al paso de sus visitantes, las manos que emergen de las paredes sosteniendo candelabros (que, a veces, los sueltan para indicar una dirección… sin que caigan al suelo), los rostros de piedra sobre columnas y estípites que siguen con la mirada a los habitantes del castillo, el humo que escapa de objetos y seres mágicos… Cocteau redondea ese espacio haciendo rodear el castillo de un fascinante jardín de inconcretas dimensiones poblado por estatuas de animales, o por animales mutados en piedra. La misma Bestia se ve sorprendida en más de un momento luchando con su propio instinto carnívoro («¡Su mirada me quema!», exclama patéticamente en cierto momento, tras asustar a la Bella mientras acechaba su alcoba en la noche, y literalmente su cuerpo comienza a humear), añadiendo así un nuevo matiz al relato, que no puede sino evocar otro cuento clásico, el de Caperucita Roja.
La otra aportación es la inclusión de un personaje masculino que no existe en el original, un pretendiente de la Bella, Avenant, esto es, «Amable», que parasita el (pobre) hogar de la protagonista mientras languidece porque esta, que no quiere separarse de su padre (en esto, sigue al cuento original), le niega su mano. En el malicioso final urdido por Cocteau —que traduce a su modo las sugerencias del pensado por madame—, mueren simultáneamente la Bestia, por la misma causa que en el cuento, y Avenant, el cual, intentando penetrar en el mismo castillo para acabar con quien cree que ha hechizado con malas artes a su mala, es abatido de una flecha por una de las estatuas vivas. Pues bien, en ese momento el cuerpo de Avenant se convierte en la Bestia, al tiempo que esta revive con apariencia humana… que no es sino la del mismo Avenant (lógicamente, el actor Jean Marais, por entonces compañero sentimental de Cocteau, ejecuta todos los papeles).
Es decir, jugueteando (sabrosamente) tanto con conceptos del psicoanálisis como con los nada subterráneos sueños eróticos del eterno femenino, hace que ese ser cuya belleza interior ha enamorado a Bella… acabe adoptando la envoltura física del pretendiente que, es evidente, en el fondo bien que la seducía en su superficial encarnadura. La lección que nos ofrece ese maduro artista con fama de duende travieso que fue Cocteau es evidente: la atracción física y el enamoramiento de una sensibilidad interior no son incompatibles. Pero, después de asistir a este final, uno no puede sino pensar que el autor acaba dando primacía a la primera: no en vano, en ese príncipe «nuevo» no podemos dejar de seguir viendo, antes que a la sensible y torturada bestia, a ese bello pero vacuo adorno viviente que era Avenant…
Por lo demás, La bella y la bestia es una deliciosa fantasía «ornamental», en el fondo muy francesa, lo que quiere decir que resulta muy literaria, que coquetea abiertamente con la cursilería —por ejemplo, la maldición del príncipe se justifica porque sus padres «no creían en los cuentos de hadas»—, pero que, sin embargo, consigue complacer siempre puesto que su clave está en la convicción lírica con que está ejecutada de principio a fin (un buen símbolo: el momento en que las lágrimas de Bella se convierten en diamantes sería imitado por el Drácula de Coppola y Hart, convirtiendo en estomagante lo que en Cocteau es precioso). ¿Cómo no iba Cocteau a implicarse tan a fondo en un film que, además del ejercicio de narcisismo personal que suponía para alguien con su concepto del arte, también es una apasionada declaración de amor a su amante —y en todas sus facetas y dimensiones, como delata el triple papel—, o sea, a Jean Marais, ?
En las décadas siguientes, la historia sería objeto de distintas versiones, pero ante todo en televisión (una de estas, de 1976, con el entonces matrimonio formado por el gran George C. Scott y Trish Van Devere, la vi en mi infancia, pero nada recuerdo de ella). Pues bien, dos años después, en Checoslovaquia vio la luz una versión tan magnífica como la de Cocteau pero, por razón de su origen, muy poco conocida. Se trata de Panna a netvor (que se traduce como «La doncella y la bestia»), dirigida por Juraj Herz, uno de los grandes directores que levantaron la época dorada del cine fantástico checo, en compañía de nombres tan venerados como los de Karel Zeman, Oldrich Lipsky o Jan Svankmajer. Ante todo, es justo señalar la obvia reverencia que Herz (sin duda a través del surrealismo, tan arraigado en su tierra) demuestra por el film de Cocteau, del que retoma diversos elementos argumentales y escenográficos, aun con variantes: por ejemplo, aquí quienes sirven a la Bella, haciéndole creer que es obra de magia invisible, son unos silenciosos duendes, uno que desciende desde un candelabro en el techo para atender a la mesa y otro que se refugia tras la chimenea para avivar el fuego. Del mismo modo, el parangón con la Cenicienta se subraya al convertir, definitivamente, a las hermanas en hermanastras.
Ahora bien, Herz aborda el mito con la suficiente personalidad propia como para que su versión, menos llamativa en apariencia desde el punto de vista visual y narrativo, alcance una categoría propia. Fundamentalmente, es indiscutible que, de todas las versiones de la obra, Panna a netvor, es aquella que consigue ilustrar mejor la relación entre la bella y la bestia, y el progresivo nacimiento del amor de la muchacha por el monstruo. Ello se debe a varias razones: a la estupenda interpretación de la joven Zdena Studenková, que transmite una genuina y radiante inocencia a su personaje, haciendo muy creíble su condición de ser capaz de admitir cualquier belleza de la vida, incluso la que nace entre la fealdad; al contenido dramático de la atmósfera, sin necesidad de gongorismos visuales; al magnífico uso que Herz hace del movimiento de los personajes por el escenario, en especial de esa bestia que aquí se niega a que la muchacha le devuelva la mirada y que espía todos sus pasos por la gran mansión; a los excelentes diálogos, basados en el contraste entre el dolor existencial de la bestia y la cantarina curiosidad de la Bella.
Por otra parte, y como no podía ser menos, también en el aspecto visual es un film memorable, aun siendo radicalmente distinto al que conocemos por los films occidentales. Panna a netvor juega con un concepto realista, e incluso sórdido, de los elementos fantásticos. Por ejemplo, y es de lo más original, aquí la bestia es un ser-pájaro con cabeza de cuervo, garras afiladas y una capa negra que ondea en sus arrebatadas caminatas como si fueran alas. En cuanto al castillo, es más bien una mansión degradada por el abandono, de la cual está tomando posesión el bosque hostil y siniestro en que se enclava, borrándose cada vez más los límites entre lo pétreo y lo vegetal.
Dotada de un sugestivo aroma de decadencia, que remarca bien la música de Petr Hapka, Panna a netvor reformula de modo muy hermoso el tema central del mito: el amor es capaz de humanizar lo bestial porque dota de sentido espiritual al instinto (en una escena muy bonita, la muchacha le pide a la bestia que le enseñe las manos, sin saber que son garras: un cambio de plano basta para mostrar la transformación, la humanización de sus extremidades). Además, el film posee un sentido de lo sexual muy superior a todas las versiones que conozco: por ejemplo, cuando la bella regresa a la mansión del bosque lo hace pese a la súplica de su padre, a quien por tanto renuncia expresamente como no se indica ni en el relato original ni en el film de Cocteau, donde tanto se insistía al presentar al personaje en su renuncia al matrimonio para cuidar del progenitor. En conclusión, Panna a netvor es una joya que merece un descubrimiento y que incita a conocer más obras del autor.
En 1991, la compañía Disney estrenó su versión animada de La bella y la bestia, cuyo enorme éxito de público y crítica ratificó el que había obtenido el previo film de la compañía, La sirenita (1989), propiciando así un nuevo esplendor al estudio dentro del dibujo animado clásico, poco antes de que este se viera definitivamente arrumbado (en el cine occidental, se entiende) por la animación digital liderada por Pixar. Como símbolo de la enorme repercusión obtenida, fue el primer film «no real» en ser nominado al Oscar a la Mejor Película; en nuestro país, también muy simbólicamente, fue la primera película de Disney que se estrenó con un doblaje realizado en España y no en Hispanoamérica.
La película, en principio con acierto, prescinde de los rasgos secundarios del relato original (aquí no hay rastro de hermanas; el padre ya no es mercader sino que es inventor de trastos inútiles) y prefiere remontarse a la gloriosa tradición de la Casa en el terreno de la fábula gótica (Blancanieves y los 7 enanitos y, sobre todo, La bella durmiente). Además principia con un prólogo maravilloso que, con enorme fuerza poética, otorga un nuevo origen a la maldición. La evocadora voz de Camilo García (Han Solo en la saga Star Wars, para situarnos) relata cómo un príncipe falsamente encantador (esto es, egoísta y vanidoso) negó refugio una noche inclemente a una anciana de aspecto horrendo que le ofrecía una rosa a cambio (bonito y original modo, por cierto, de devolverle a la flor su importancia en el mito). El obtuso joven que no supo ver la belleza interior fue encerrado así en un monstruoso exterior, hasta que una joven supiera ver dentro de él lo que él no supo, en el plazo marcado por el lento marchitamiento de la rosa: caído el último pétalo, la maldición será irreversible. Relato cuyos episodios se engarzan a modo de segmentos de una exquisita vidriera, lo que termina de otorgar a este arranque del encantador aire de una miniatura medieval.
Por desgracia, aquí acaba toda la inventiva de la película, una de las mayores decepciones, para mí, de la historia del estudio (es decir, hay títulos mucho peores pero esperaba bastante menos de ellos). En primer lugar, el dibujo de los personajes es detestable. La Bella aparece caracterizada como una muchacha de espíritu independiente, voraz lectora e inerme a los falsos encantos de la belleza al servicio de la estupidez, pero sin embargo, acaba respondiendo al modelo más conservador de la compañía: en el fondo, esta chica tan letrada e inconformista, a lo que aspira es a encontrar un galán que la despose y la realice desde el punto de vista romántico. La Bestia, por desgracia, carece del menor relieve, ni siquiera gráfico, incapaz de sugerir la menor complejidad interior, de tal modo que el enamoramiento que hacia él siente la Bella resulta inverosímil (además de excesivamente raudo: aquí todo parece resolverse en un par de días).
Peor aún, el guion inventa un villano en la lógica tradición Disney, que curiosamente parece una variante del Avenant de Cocteau, aunque malvado: Gastón, un mocetón de vanidad ya directamente paródica e intenciones de lo más aviesas, que acabará revelándose casi como un psicópata, soliviantando a los aldeanos para acudir al castillo de su rival y acabar con su «reinado de terror» (el final supone un homenaje, o un plagio, de las conclusiones de las viejas películas de los monstruos de la Universal). El personaje, huelga decirlo, podía haber permitido un adecuado juego dramático de contrastes con el de la Bestia, pero no en los términos en que es presentado: es triste, pero cada vez que aparece Gastón en pantalla resulta imposible tomarse en serio la historia.
Ahora bien, no solo en los personajes radican los males del film. Por desgracia, visualmente también carece de sustancia, por mucho que sus escenarios quieran remontarse a los tiempos gloriosos del estudio. La bella y la bestia tuvo la mala suerte de ser realizada en el momento en que la animación por ordenador todavía chirriaba mucho al lado de la tradicional, y el principal ejemplo que se me ocurre es, curiosamente, la más famosa de sus escenas, el baile entre los dos protagonistas: no existe integración entre los dibujos de los personajes y el escenario digital en que se los incrusta, y que todavía delatan más los artificiosos travellings que pretenden unirse al «baile», como el que se ejecuta desde la luminosa araña del techo hacia la pareja que baila sobre un suelo espejeante, y que dudo mucho que cualquier programador actual pueda defender seriamente.
Eso sí, cuando menos salva la función el entrañable coro de sirvientes del castillo que comparten el hechizo de su amo bajo la forma de objetos cotidianos (el reloj Din Don, el candelabro Lumiére, la tetera Mrs. Potts y su hijito la tacita Chip, etcétera). Del mismo modo, el carácter abiertamente musical de la película —luego prorrogado en los teatros del mundo entero con gran éxito—, ofrece buenas canciones, muy bien ejecutadas en la versión española, por cierto: buena muestra es la canción principal, que canta la misma actriz de doblaje (algo inhabitual en estos casos), la excelente Marta Martorell, todo un guiño puesto que era la voz habitual de Angela Lansbury (por ejemplo, en la famosa serie Se ha escrito un crimen), que es quien se encarga en la versión original del mismo personaje, Mrs. Potts.
¿Ha sido una sorpresa el remake en imagen real —con tanto añadido digital, esta expresión ya no significa lo mismo, lo sé— con que Disney acaba de obsequiarnos? Desde luego, no nace en el vacío, puesto que en los últimos años han abundado estas recreaciones de las viejas películas, por lo general con resultados horribles: por ejemplo, ese cruce entre Tolkien y los hermanos Grimm que es Blancanieves y la leyenda del cazador, o ese espanto al servicio de la promoción personal de Angelina Jolie que es Maléfica. Eso sí, La bella y la bestia 2017, en su condición de remake, responde punto por punto al triste planteamiento con que suelen encararse estos proyectos. Por un lado, una absoluta dependencia del modelo original, cuyos rasgos generales reproduce de modo servil (¿para qué arriesgarse con algo que ya tuvo éxito y que, se supone, contará entre el público con muchos de quienes ya vieron la primera versión?). Por otro, la habitual elefantiasis con que se intenta justificar una operación en el fondo tan estéril: hipertrofiar los elementos previos para que todo parezca the biggest.
Para ello, se comienza por lo normal: un aumento del metraje, que de menos de hora y media se marcha hasta las dos horas y cuarto. El relleno se hace a base de nuevas canciones (olvidables) y un vano intento de presentar a los personajes bajo una psicología más sólida, por ejemplo al relatar el porqué de la ausencia de la madre de la Bella. Las escenas musicales también intentan ser todavía más espectaculares por el procedimiento del recargamiento: así, el número Be Our Guest/Qué festín, donde cada plano se esfuerza por superpoblarse de objetos danzarines hasta un punto en que uno llega a temer que se desborden fuera de la pantalla (supongo que en la versión en tres dimensiones así parecerá). Otra señal es que su director, Bill Condon, se empeñe en no dar tregua a los movimientos de cámara, creyendo que así otorga el necesario dinamismo a la historia.Ahora bien, el mejor símbolo de esta hinchazón que sufre el film lo supone su prólogo, que sustituye la bella síntesis del original por una horrible historieta inflada de personajes y de un alarmante feísmo visual, que anticipa el del resto de la película.
Donde la película lo tenía fácil era en superar la sosería de los personajes originales, pero la esperanza se disipa pronto. La joven Emma Watson es incapaz de darle al personaje la combinación de intrepidez y romanticismo que este requería, y el feeling entre la Bella y la Bestia enseguida se revela inexistente. En cuanto a Gastón, sigue siendo insoportable, y el actor Luke Evans en nada lo remedia, sino todo lo contrario. En cuanto a los personajes secundarios, los sirvientes encantados son ahora seres de animación tridimensional (en la versión original, con las voces nada menos que de Ian McKellen, Emma Thompson o Ewan McGregor). Hay una modificación, que poco importa, en el carácter de Lefou, sicario de Gastón sin más en 1991, que ahora acaba volviéndose un personaje positivo (y homosexual: hasta Disney se remoza). Sin ninguna escena o consideración que la libre del aburrimiento, el resultado se reafirma mediocre e insustancial, visualmente inocuo, que no molesta especialmente pero que se olvida tan pronto se abandona la sala.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La bella y la bestia / La belle et la bête. Año: 1946
Director y guion: Jean Cocteau. Fotografía: Henri Alekan. Música: Georges Auric. Reparto: Jean Marais (La bestia/Avenant), Josette Day (Bella), Michel Auclair (Alaric, el hermano). Dur.: 96 min.
Título: Panna a netvor. Año: 1978
Director: Juraj Herz. Guion: Juraj Hez, Ota Hofman y Frantisek Hrubín. Fotografía: Jirí Macháne. Música: Petr Hapka. Reparto: Zdena Studenková (Julie, la bella), Vlastimil Harapes (La bestia), Václav Voska (El padre). Dur.: 83 min.
Título: La bella y la bestia / Beauty and the Beast. Año: 1991.
Director: Gary Trousdale y Kirk Wise. Guión: Linda Woolverton. Música: Alan Menken; canciones de Howard Ashman y Alan Menken. Reparto (doblaje): Inés Moraleda (Bella), Jordi Brau (Bestia), Juan Carlos Gustems (Gastón), Marta Martorell (Miss Potts), Miguel Ángel Jenner (Lumiere). Dur.: 84 min.
Título: La bella y la bestia / Beauty and the Beast. Año: 2017.
Director: Bill Condon. Guión: Stephen Chbosky y Evan Spiliotopoulos. Música: Alan Menken. Reparto: Emma Watson (Bella), Dan Stevens (Bestia), Luke Evans (Gastón), Kevin Kline (Maurice), Emma Thompson (Miss Potts), Ewan McGregor (Lumiere). Dur.: 124 min.
Muy de acuerdo en general.La versión de G.C.Scott yo si la recuerdo , la vi en tv en 1985 , con 17 años , y recuerdo que me encantó. La escena de la cena y la lámpara moviéndose y la música de fondo, sería la juventud, pero me marcó, te recomiendo la revises de nuevo, creo que tiene varias lecturas.Y gracias por recomendar la versión checa, intentaré buscarla.Me encanta tu Blog.
El recuerdo que tengo de la versión de George C. Scott es muy bueno, pero por desgracia no guardo en la memoria ningún detalle. Fue la versión a través de la cual accedí a la historia, por lo cual le tengo gran cariño. Y desde luego, me parece estupendo que, por una vez, cuando la Bestia recupera su apariencia humana… no es la de ningún bello efebo, sino la de George C. Scott, un hombre con más de 50 años en esa época y no precisamente bello. La buscaré y revisaré, desde luego.
Por otra parte, muchas gracias por tus palabras, Susana, y espero que sigas paseando por este rincón 🙂 .
La versión Disney solo la vi una vez, con el estreno en cine, y lo que puedo decir entonces es que con una edad tan corta, y en pleno renacimiento de la sección animada de la compañía, a los niños nos encantó: el estreno navideño empezaba a ser una tradición, eran dibujitos, objetos que hablaban y canciones…hasta entonces nos pasmábamos con esos primeros efectos digitales (de los que precisamente ahora reniego cada vez que veo cualquier película anterior a 2004. Hay más belleza e inventiva en la secuencia de la versión rusa de El viyi o en las criaturas de Jim Henson de Dentro del laberinto que en cualquier renderización informática). Ahora hay en esta detalles que son familiares: un paralelismo entre los objetos parlantes de la versión animada y los que había en el castillo de Jean Cocteau, o, puede ser o no, el parecido del diseño de la bestia con el maquillaje de Ron Perlman en la serie del mismo nombre.
Respecto a la versión en imagen real, si en los noventa no tenía muchas ganas de ir a ver la de 101 dalmatas porque no le veía sentido a que me contaran la misma historia con actores, a esta le pasa lo mismo, y con todos los defectos de los blockbusters: minutos extra, ordenador y efectos apabullantes hasta que nos salgan por las orejas. Mejor es echarle un vistazo a la de Cocteau, que como muchos otros clásicos, tengo sin ver, o a la versión checa, que no conocía.
La verdad es que, por mucho que se comprenda el impacto que tuvieron en su día, las primeras escenas de animación digital han envejecido mucho. A la del baile de la Bella y la Bestia yo añado, en el siguiente Disney, muchas de las escenas con la alfombra voladora en «Aladdín», sobre todo cuando se les viene encima la gruta volcánica donde el protagonista ha encontrado la lámpara. Por supuesto, la magia que poseían los efectos artesanales de películas como las dos que citas es algo irrepetible y que no volverá…
La serie de Ron Perlman no la vi en su día, pero al recuperar ahora fotos por la Red el parecido es más que evidente.