En la película No soy un ángel (1935), Mae West pronunciaba la famosa frase «Cuando soy buena, soy muy buena; pero cuando soy mala, soy mejor». Determinadas estrellas del cine comprendieron muy pronto que el tipo de papeles que mejor les sentaba era el de personajes de gran carácter, a los que no les importaban en absoluto las consecuencias de sus actos. No me refiero a los grandes villanos que ha dado el cine (por lo general, reservados a actores secundarios o a estrellas del cine de terror), sino a intérpretes estelares que cultivaron una imagen que les permitía cruzar al otro lado sin descender de categoría. En el campo femenino, la estrella más destacable siempre fue Bette Davis, intérprete de desbordante carisma a la que gustó pasear su exuberante personalidad a lo largo de una galería de personajes que en absoluto encajaban en el rol femenino más habitual de compañera y amante del héroe masculino. En concreto, la imagen de la actriz quedó sellada gracias a tres papeles en tres clásicos del melodrama, todos dirigidos por William Wyler. En ellos, Bette Davis compuso tres tipos femeninos que van desde la muchacha que, por culpa de su insensato capricho, acarrea el infortunio sobre quienes la rodean, empezando por sí misma (Jezabel, 1938) a la mujer cuyo profundo egoísmo acaba conduciéndola a la pura maldad (La loba, 1941), pasando por la esposa en apariencia modélica que esconde un volcán de pasión capaz de llevarla hasta el crimen (La carta, 1940). Tres películas míticas, como los tres papeles que en ellas encarnó la actriz, y que suponen la cumbre de su carrera, a donde solo la devolvería su posterior papel, no menos «fuerte», de Eva al desnudo (1950).
Son tres películas que desbordan solidez, como era de esperar teniendo en cuenta el nombre de quien lo rodó, William Wyler, un director que en vida disfrutó de un enorme prestigio (sobre todo dentro de la misma profesión), pero que se vería postergado por la aparición de la teoría del cine de autor. Como suele suceder, ni merecía tanto ni luego tan poco: Wyler fue un buen director al que, es evidente, le faltó la personalidad de los grandes creadores, pero que dejó un buen puñado de buenas películas, de entre las cuales yo siempre he venerado La heredera (1949), memorable adaptación de Henry James. Las tres que rodó con Bette Davis son buena muestra de sus virtudes y sus limitaciones: son películas muy sólidas (sí, soy consciente de estar repitiendo este calificativo, pero es el que mejor se ajusta, para bien y para mal, a su cine) y que gusta recuperar cada cierto tiempo, pero que pudieron ser mucho mejores y no lo son, entre otras razones porque Wyler no es capaz de aportar el fuerte grado de implicación personal, incluso de delirio pasional, que exigen las historias que narra.
Las tres películas, aun de modo muy diferente, comparten un mismo planteamiento, que incluso podríamos calificar como feminista: el choque inevitable entre las convenciones patriarcales de sus respectivas sociedades y tres mujeres de gran carácter, que no se conforman con aceptar dócilmente los mandatos masculinos. El resultado del choque será la censura, el rechazo social, la soledad, incluso la muerte.
Dos de las tres películas, la primera y la última, Jezabel y La loba, están ambientadas en el mismo espacio geográfico y moral, el Sur de los Estados Unidos, y por ello diríase que fueron concebidas como una especie de díptico que analiza las circunstancias de ese lugar antes y después del acontecimiento traumático que fue la guerra civil. Desde luego, no es su objetivo erigirse en críticas despiadadas de los muy cuestionables códigos que regían el Sur, algo imposible en el contexto en que se filmaron. Así, la mirada que realizan sobre la esclavitud es la clásica que difundió Hollywood hasta, al menos, finales de los años 50: el dominio de los blancos sobre los negros era suave y paternalista, pues estos, en el fondo, no dejaban de ser niños grandes sin ninguna capacidad para ser independientes (en todo caso, aquellos que sí tenían carácter responden al famoso modelo de la Mammy de Lo que el viento se llevó: mujeres consagradas al cuidado y protección de «amitas» blancas, que no parecen dedicar el menor pensamiento a nada propio). No en vano, aunque La loba se sitúa en 1900, por tanto más de 35 años después de la Emancipación, nadie diría que los negros que aparecen en ella son libres, pues siguen vinculados a los blancos en las mismas condiciones de sujeción moral.
La crítica, que pese a ello sí existe, se dirige hacia la mentalidad de la sociedad blanca (de la buena sociedad blanca, se entiende), de su indolente reticencia a los cambios, de su anclaje en un pasado que la modernidad va destruyendo lentamente, primero por la guerra y los cambios económicos que trae, y después por su incapacidad para la adaptación: significativamente, quienes sí se adaptan son gente de clase inferior que asciende en la escala social por su dinero pero nunca por su buena educación, pues lo han hecho gracias al medro y a la explotación de los más pobres.
Jezabel, ambientada en 1852-1853, se centra en las familias aristocráticas; La loba, en esa burguesía en ascenso. La primera es fama que fue preparada por la Warner para adelantarse al estreno anunciado de Lo que el viento se llevó —cuyo rodaje se dilataba extraordinariamente, en buena medida por la minuciosidad de su alma mater, el productor David O. Selznick—, y es por tanto que a ella se debe la definitiva instauración (en el cine sonoro: en el mudo ya existía El nacimiento de una nación, de Griffith) de ese imaginario romántico que convierte al Sur en un edén quizá anticuado pero lleno de nobleza, de caballeros honorables y herederas caprichosas pero indomables, de mansiones de blancos pórticos con columnas y de normas sociales obsoletas pero encantadoras. Un mundo en el que uno de sus miembros, cuando escucha la propuesta de traer el ferrocarril desde el norte, es capaz de negarse alegando que «asustaría a sus caballos». No extraña que Preston Dillard (Henry Fonda), caballero de noble cuna pero que pese a ello posee una mirada progresista que lo lleva a apostar por la modernización de su tierra, no dude en afirmar con pasión que, pese a sus críticas, luchará por mantener el derecho a esa diferencia que el Sur enarbola contra aquellos (o sea, el Norte) que intenten imponer sus costumbres.
En La loba, esos aristócratas ya son un vestigio del pasado: la emergente burguesía comercial, en todo caso, los utilizó para emparentarse con ellos y así lustrar un apellido plebeyo, amén de para poder quedarse con los despojos de su antigua riqueza. El símbolo principal es la tía Birdie, la esposa de uno de los tres hermanos Hubbard (la familia protagonista), a la que todos desprecian aunque todavía permiten que «adorne» alguna cena a la que han invitado a un industrial del norte a quien quieren impresionar con esa aureola aristocrática que, saben muy bien, es el tópico con que se los contempla al otro lado del país. Fuera de esos momentos (y muchas veces también en ellos), Birdie es tratada casi como no existiera, como un objeto sin valor, incluso molesto por cuando la pobre mujer, profundamente infeliz con su vida presente, no hace otra cosa que recordar el esplendor del pasado, cuando vivía en una de esas espléndidas mansiones que, precisamente, aparecen en Jezabel. (Es una pena que el guion y la planificación de Wyler destrocen este personaje por la machacona insistencia con que subrayan el desprecio que recibe.)
Es muy curioso, y coherente, que los dos personajes que interpreta Bette Davis (aun cuando solo haya tres años de diferencia entre cada título) también posean una distancia en edad como las historias la tienen en cronología: es más, a grandes rasgos, y obviando que la Julie Marsden de Jezabel es de rango aristocrático y la Regina Giddens de La loba, como he señalado, pertenece a la burguesía comercial, por carácter esta última parece la lógica prolongación, endurecida, de aquella. La caprichosa y joven heredera de la primera película da paso a la mujer ya madura de la segunda (madre de una jovencita ya casadera), lo que da pie a introducir un nuevo tema: el del paso del tiempo para una mujer cuya voluntad de riqueza y poder no ha podido saciar el matrimonio con el honrado banquero Giddens (la posibilidad de obtener por fin ambos, aplaste a quien aplaste, es el motor argumental del film). Bette Davis tenía 33 años en ese momento, pero tenía la ventaja (entonces) de parecer mayor de lo que era, y además apostó por un maquillaje muy arriesgado, que recuerda a la madrastra de Blancanieves —uno de los mejores momentos de la película es precisamente aquél en que asoma su cara a un espejo, y busca en él, con aprensión, los estragos del tiempo—, con el rostro muy blanco y los rasgos de expresión (cejas y labios, siempre desdeñosos) muy marcados. Incluso, en el famoso final, y como muchos han indicado, su rostro parece convertirse en una máscara del famoso teatro japonés Nôh, que remarca la suprema maldad de que es capaz.
Julie es una muchacha acostumbrada a ser el centro del universo de todo círculo por el que se mueve, incapaz de admitir que, por una vez, el capricho que se le ha ocurrido (llevar un vestido rojo en el baile anual en que todas las doncellas visten de blanco virginal), y al que cree tener derecho por su condición de abeja reina, choca de modo inflexible con la condición primordial del mundo aristocrático en que vive: hay usos y normas que no están escritos pero que son más inviolables que los códigos legales. Esa insensatez le cuesta perder a su prometido, el ya mencionado Preston Dillard, quien pese a que acepta el reto de llevarla al baile (pues ella ha azuzado su valor y hombría al cuestionar que pueda defenderla de las censuras públicas que le valdrá su acto: es inolvidable la forma en que Fonda sostiene y acaba obligando a bajar la mirada de cuanto hombre parece criticar la exhibición de Julie), decide no afrontar una vida en compañía de una criatura tan absolutista.
El carácter de Julie, incluso, provocará un episodio de consecuencias ya irreversibles: cuando después de un año de ausencia, Preston vuelve al sur —y la muchacha cree que viene a por ella—, su despecho no conoce límites al descubrir que se ha casado con una joven dulce, sumisa… y del norte. En su rabia, Julie azuza a uno de sus pretendientes, el caballero Buck Cantrell (George Brent, olvidado galán de la época que a mí siempre me ha parecido un actor excelente) a retar en duelo a Preston: pero la jugada le sale mal, porque el duelo acaba siendo entre Cantrell y el hermano menor de su ex prometido, con el saldo de una muerte, lo que termina por señalar ante todos la cualidad venenosa de su caprichoso temperamento. Aun así, Julie tendrá ocasión de redimirse, y el argumento para hacerlo será precisamente esgrimir ese carácter que tan nefasto le ha sido en su comportamiento social: ahora supone la única oportunidad, le indica a la dulce esposa de Preston (hay que pasar por alto, claro, el prejuicio de que las norteñas, en el fondo, no tienen sangre en las venas), de que el esposo, contagiado de la peste amarilla, sobreviva en la isla-lazareto donde va a ser enviado enseguida. Julie sabe que solo ella posee la firmeza necesaria para soportar tan dantesco exilio y darle al enfermo, al todavía adorado enfermo, los cuidados que precisa.
En su personaje de La loba, ya no hay redención posible para Bette Davis: el tiempo ha degradado su carácter juvenil, de modo que lo que una vez pareció un sentido de la independencia que aumentaba su atractivo, ahora se ha convertido en irredimible egoísmo. Así, aunque todavía es capaz de admirar el destello ajeno de voluntad (en su hija, a quien menospreciaba por su dulzura, cuando descubre por primera vez que tiene voz propia: y como tributo, le asegura que no se interpondrá en su camino, al verse identificada con ella), es capaz de lo peor con tal garantizar sus sueños (aunque esté condenada a que ya nadie los vaya a compartir con ella: ni siquiera su hija). De ahí la extraordinaria escena, que todavía hoy impresiona y que en su día —cuando los espectadores todavía no estaban acostumbrados a semejante lucimiento de perversidad en sus estrellas— debió impresionar más, en que deja morir a su esposo (el último obstáculo para su triunfo), inmóvil, absolutamente rígida, viendo cómo este intenta inútilmente subir escaleras arriba en busca de la medicina que necesita su maltrecho corazón.
Jezabel y La loba no terminan, sin embargo, de ser películas redondas (aunque la segunda, en sus momentos culminantes, alcanza una intensidad digna de una obra maestra). Y en buena medida, lo diré ya, al menos para mí, se debe al excesivo peaje a que nos obliga la interpretación de Bette Davis. Es decir, en demasiados momentos, el personaje queda arrojado a un lado y es la actriz quien se esfuerza por prevalecer y exhibir su fuerza incontenible (esas miradas desorbitadas que merecieron incluso canciones…). Cierto: todos los actores estelares, no ya en Hollywood sino en cualquier cine del mundo, han construido sus personajes, en buena medida, a partir de su propia imagen (y, además, salvo casos muy camaleónicos, no creo que pueda hacerse de otra manera). Pero Bette Davis pertenece a la estirpe de los actores enfáticos, y el precio que estos pagarán siempre será el de debilitar la credibilidad dramática de sus personajes, como si, en determinados momentos, nos estuvieran pidiendo un aplauso arrebatado por su entrega al papel. Aun así, aclaro, sin la fuerza que la actriz aporta las tres películas no tendrían sentido, y en muchos momentos brilla con enorme intensidad. Por ejemplo, pienso en la insidiosa forma en que Julie, durante la cena, va alimentando la inevitabilidad del duelo, o en el modo en que Regina domina las conversaciones en que sus dos hermanos varones planean su intriga mercantil, lo que supone uno de los mejores cantos feministas —eso sí, la igualdad, e incluso superación por parte del personaje femenino, es en maldad y voluntad de dominio— que ha dado el cine.
Es acertado, por contraste, que los partenaires masculinos de la diva brillen por la sobriedad y la modestia con que sirven, admirablemente, a sus personajes. Es el caso de Fonda y Brent en Jezabel, y del siempre espléndido Herbert Marshall, que encarna a los dos maridos de Davis en La carta y La loba. Del mismo modo, no puedo concluir con este último film sin señalar que, cada vez que vuelvo a ver el segundo de los dos títulos, valoro más el otro argumento dramático que, en aparente segundo plano, acompaña al principal. Es decir, el acceso a la madurez responsable y crítica por parte de Alexandra (maravilloso debut en el cine de la luego desaprovechada Teresa Wright), la hija de Regina, en buena medida gracias al amor del joven periodista que constituye la voz crítica de la historia contra la mezquindad de los Hubbard (papel, por cierto, inventado para la película, pues no existía en la obra teatral que adapta, original de la gran Lilian Hellman).
El tercer film, La carta, me parece el mejor de los tres, el que equilibra mejor sus elementos, el que manifiesta muchos más matices de lo que parece, incluso el que saca mejor partido de la tentación de Davis por el enfatismo. Y es que el personaje que interpreta, Leslie Crosbie, es una mujer que ante todos pasa por un modelo de buena esposa y de miembro ejemplar de la pequeña sociedad europea del lugar donde transcurre la acción (la colonia inglesa de Singapur), pero que a duras penas puede ocultar ya la profunda pasión que desborda de su interior, que saciaba gracias a la relación adúltera que llevaba viviendo muchos años con el hombre al que mata en la primera y justamente célebre secuencia del film: después de unas envolventes panorámicas sobre distintos rincones de la plantación malaya donde se inicia la acción, los criados y los espectadores se ven sobresaltados por el ruido de unos disparos, y la aparición, en las escaleras de la mansión principal, de una mujer que está vaciando el cargador de su pistola, con una expresión de tranquila determinación, sobre un hombre que ha debido morir mucho antes del último disparo.
El film está basado en un relato corto del entonces muy leído W. Somerset Maugham, transformado por él mismo en una obra teatral de éxito, que es la base de la adaptación al cine. El origen es importante, porque toda la dramaturgia gira en torno al hipócrita cultivo de las apariencias en esa sociedad colonial que se niega a contemplar la presencia del otro (es decir, del indígena al que explota o menosprecia) y se enclaustra en sus reglas europeas con todavía mayor celo. De ahí lo malsano que resulta el descubrimiento de una mujer como la protagonista: no por quebrantarlas (pues ella misma ha intentado disimularlo, queriendo convertir el asesinato por despecho —el hombre que mató era el amante que quería abandonarla— en homicidio en defensa propia contra un tipo borracho que quería violarla), sino porque, ante los hombres que descubren la verdad (su abogado y su marido) se niega a arrepentirse de sus actos, y los asume con fiero orgullo.
De ahí que ese énfasis de Bette Davis resulte adecuado como expresión de esa tensión entre la contención y el desbordamiento que caracteriza la actuación del personaje a lo largo de la historia: la falta de naturalidad de sus gestos es propia de quien está fingiendo por conveniencia (es sometida a un juicio, que en principio se manifiesta favorable por cuanto nadie duda de su versión), pero a duras penas contiene la verdadera naturaleza de sus sentimientos (su abogado, que es un profesional experimentado, lo aprecia enseguida, con incomodidad).
A su lado, por cierto, impresiona la actriz Gale Sondergaard encarnando a la otra (en doble sentido: como rival victoriosa en la lucha por el amante y por ser una despreciable asiática) con un rictus propio de una esfinge de inescrutables pensamientos. Esta condición de extrañeza absoluta, además, depara un rico juego dramático, puesto que la impresión de irrealidad que desprenden sus apariciones (mínimas) y el propio racismo despechado de Leslie (que no se explica cómo esta mujer de otra raza y, para ella, de apariencia horrible, pudo atraer a su amante), le serán fatales, al ser incapaz de creer que si le ofrece la carta que destruye su coartada de inocencia es porque, como todas las de su raza, es de instinto venal… y no porque guarde otros móviles.
Esta reflexión es enriquecida por la «segunda» perspectiva vital que aborda el film (en esto, se parece a La loba), es decir, la de ese abogado honrado y muy burgués, a quien desagrada profundamente el encubrimiento a que se ve obligado por lealtad, y que encarna a esa Europa «civilizada», incapaz de comprender (y ni siquiera de esforzarse en hacerlo) ese mundo oriental que lo rodea por todas partes, con la consiguiente amenaza de corrupción moral. Esa asfixia que sienten, de un modo u otro, todos los personajes está magníficamente expresada por la atmósfera de onirismo que depara la irreal recreación del exotismo oriental que tanto gustaba en Hollywood. En este caso, además, la habitual contención de Wyler es beneficiosa, por cuanto sujeta toda tentación por el exceso, consiguiendo uno de sus mejores trabajos.
Jezabel, La carta, La loba. Tres clásicos al servicio de la voluntad femenina en su condición más determinante, más inexorable. A la medida de una actriz que nunca entendió de medias tintas y que, por ello, es lógico que, para bien o para mal, no pueda dejar indiferente: Bette Davis.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Jezabel / Jezebel. Año: 1938
Director: William Wyler. Guion: Clements Ripley, Abem Finkel y John Huston; obra Jezabel de Owen Davis. Fotografía: Ernest Haller. Música: Max Steiner. Reparto: Bette Davis (Julie Marsden), Henry Fonda (Preston Dillard), George Brent (Buck Cantrell), Fay Bainter (Tía Belle). Dur.: 105 min.
Título: La carta / The Letter. Año: 1940
Director: William Wyler. Guion: Howard Koch; cuento y obra teatral de W. Somerset Maugham. Fotografía: Tony Gaudio. Música: Max Steiner. Reparto: Bette Davis (Leslie Crosbie), Herbert Marshall (Robert Crosbie), James Stephenson (Joyce, el abogado), Gale Sondergaard (Sra. Hammond). Dur.: 95 min.
Título: La loba / The Little Foxes. Año: 1941.
Director: William Wyler. Guión: Lillian Hellman, sobre su propia obra; escenas y diálogos adicionales por Arthur Kober, Dorothy Parker y Alan Campbell. Fotografía: Gregg Toland. Música: Meredith Wilson. Reparto: Bette Davis (Regina Giddens), Herbert Marshall (Horace Giddens), Teresa Wright (Alexandra Giddens), Richard Carlson (David Hewitt). Dur.: 116 min.