La reflexión crítica que más ha influido en mi concepción del arte de la ficción se la debo al crítico cinematográfico (y escritor con devoción por lo fantástico), José María Latorre, tristemente desaparecido el año pasado. Refiriéndose a un gran director inglés que renovó el cine de terror (y que, por especializarse en dicho género, sufría entonces un notable menosprecio), escribió: «Como todos los hombres que hablan en voz baja, Terence Fisher tardó en ser escuchado». La sugerencia antes que el subrayado, la alusión antes que el énfasis, la elipsis antes que la exhaustividad: del mismo modo que no se tiene razón por proclamarlo más alto que nadie, el arte no se expresa mejor por querer expresar más. Como lector/espectador, detesto que me lo den todo hecho, que me lleven de la mano: prefiero buscar yo mismo el camino, aunque a veces no encuentre la dirección correcta. No hay reglas fijas, por supuesto, y así tengo entre mis autores predilectos a algunos, como Dickens o Dostoyevski, que jamás se caracterizaron por la discreción expresiva. Pero no puedo evitar sentir simpatía por esos autores que escogen la senda de la narración en voz baja, por mantener las palabras de Latorre. Y en literatura, no se me ocurre otro ejemplo mejor que el de un escritor norteamericano que quiso sentirse inglés (y acabó nacionalizándose británico un par de años antes de morir) y que se caracteriza por una obra en la que nada se da por sentado, en la que los acontecimientos parecen fluir sin que el espectador nunca esté seguro de hacia qué dirección se dirigen y que siempre deja con la sensación de que, en alguna parte de la historia, ha debido haber algún elemento que se nos ha escapado. Joseph Conrad, con admirable agudeza, lo llamó el «historiador de la conciencia refinada». Su nombre, Henry James.
Hasta su nombre es discreto y difícil de retener en la memoria: un nombre corriente y un apellido que es asimismo un nombre. Nacido en Nueva York en 1843, su hermano mayor fue el filósofo William James, el primer filósofo de renombre que dio su país. Criado en una familia acomodada, su padre hizo que la educación de ambos hermanos discurriera entre el Nuevo y el Viejo Continente, lo que creó en el futuro escritor una sensación al mismo tiempo de desarraigo y de cosmopolitismo, que es fundamental para comprender su literatura. Acabó escogiendo Europa, y después de residir un tiempo en París, fijó su domicilio definitivo en Londres. Como he indicado, en 1914 terminó por adoptar la nacionalidad de su país de adopción, como forma de protestar por lo que consideró el abandono estadounidense hacia Inglaterra con el estallido de la Gran Guerra. Murió dos años después, sin llegar a saber que, al final, su país sí entraría en el conflicto del lado británico.
James comenzó su carrera literaria a mediados de la década de los 60, publicando relatos en diversas revistas de su país. Aunque (como suele pasar, por injusto que sea) hoy día es conocido antes por sus novelas, lo cierto es que el autor practicó con contumacia el formato breve —era una forma más rápida de obtener ingresos—, y a lo largo de su vida entregó una gran cantidad de cuentos (algunos, por su mayor longitud, entran en la categoría de lo que en el mundo francés y anglosajón llaman nouvelles: novelas cortas) cuya lectura, además de ofrecer un placer casi infinito (¿habrá alguien que se los haya leído todos?), es especialmente oportuna para hacerse con las claves, narrativas y argumentales, del escritor.
Su carrera abarca el medio siglo: su última publicación es de 1910. Fue eso que se conoce como «escritor de prestigio», es decir, un autor respetado pero poco vendido, salvo en momentos puntuales, cuestión que en determinados momentos lo angustió bastante, pues estaba acostumbrado a un nivel de vida alto: una de las mayores decepciones de su carrera fue su fracaso como autor de teatro, medio en el que fiaba encontrar una fuente segura de ingresos. Alcanzó su posición hacia finales de la década de los 70 gracias a novelas como Daisy Miller o Washington Square, que consolidó con El retrato de una dama. Su mundo, por crianza y por vocación, fue el de la buena sociedad angloamericana: él mismo recordaba cómo en su primera «temporada» en Londres llegó a estar invitado 107 veces en casa ajena. La retrató con deleite, lo cual no quiere decir que sus personajes fueran solo ricos o de buena alcurnia, pero incluso cuando su foco se sitúa sobre gentes sin dinero suelen ser personas venidas a menos que una vez pertenecieron (o creyeron pertenecer) al buen mundo. De hecho, su intento de reflejar el mundo del «proletariado», el novelón La princesa Cassamassima, suele ser despachado por los críticos como un fracaso pues sus obreros poseen la misma elegancia que sus diletantes.
En cualquier caso, con dinero o sin él, de buena cuna o con aspiraciones falsas de tenerla, lo que Henry James quiso retratar a través de sus personajes fue la sensibilidad, entendida ésta como la forma de enfrentarse a la inmensa complejidad que es el mundo. Muy pocos novelistas como él supieron tener la inmensa capacidad de penetración psicológica que desfila por sus obras, y que consiguió, primero, gracias a una enorme comprensión de ese ser borroso e imperfecto que es el ser humano y, segundo, por medio de un estilo literario que supo ser la exacta paráfrasis de la perspectiva, incompleta y resbaladiza, que posee el hombre acerca del entorno que lo rodea. Ahí es donde reside la importancia de Henry James.
Sorprendida su carrera en el tiempo comprendido entre los grandes clásicos (ya sean ingleses, franceses, rusos, incluso españoles) que han hecho que el XIX sea conocido como el Siglo de la Novela y los autores que renovaron la prosa en torno a la segunda y tercera década del XX (amenazando con acabar con el concepto tradicional de la narración), tal vez a ello se deba el incierto destino de su obra. Olvidado poco tiempo después de su muerte, décadas después sobradamente reivindicado pero sin haber conseguido alcanzar del todo su puesto de honor en los manuales de literatura —es lo malo que tiene ir por libre o caminar entre épocas—, Henry James sigue pareciendo hoy asunto de raros (y exquisitos, que diría algún pedante), pues es de reconocer que su obra no es de paladeo instantáneo: hay que frecuentar sus páginas sin pretender hacerse con ellas a la primera para comprender que, al cabo del tiempo, el hechizo nos ha prendido. Henry James es un autor de culto en el sentido pleno de la palabra: ni excesivamente conocido ni comprendido, pero con un círculo de incondicionales que no pueden pasar mucho tiempo sin volver a profundizar, y nunca mejor dicho, en su obra.
Los especialistas señalan que supo comprender antes que nadie la necesaria muerte del narrador omnisciente decimonónico y su sustitución por el punto de vista. Esto es, por la conducción del relato a través de una única perspectiva, y no solo en el caso de que la narración se haga en primera persona: esto es lo que Luis Magrinyá llama «fidelidad» al personaje que se ha escogido para contar el relato, con sus caprichos, intenciones particulares o, sencillamente, falta de información. Pues aquí es donde se encuentra una de las claves de su inmarchitable atractivo: en la presentación de la información, en los datos que recibe el lector acerca de lo que está sucediendo. Como cada uno de nosotros, la única perspectiva que sus personajes tienen de la vida es la que capta su propia sensibilidad o la que recibe como datos por parte de otras personas (datos a su vez mediatizados del mismo modo). Por otro lado, otra de las virtudes de James es la ecuanimidad con que trata a sus personajes: es decir, nunca se deja influir por la posible simpatía que le despierte una creación propia, sino que mantiene un constante equilibrio con la idea que preside cada relato y el subsiguiente retrato que merecen sus criaturas. Nadie podrá acusar nunca al escritor de partidismo.
Las tramas de Henry James (con alguna excepción) suelen ser fáciles de resumir, hasta tal punto que el conjunto de su obra compone un universo en el que se puede ingresar por cualquier lugar y la sensación de familiaridad será la misma. Pero eso no quiere decir que su importancia radique sólo en el estilo y no en el argumento. Bien al contrario, James valoró siempre ambos por igual, aunque para los lectores que no entren en su mundo éste sea poco original y aquél, farragoso. Sabemos que le llamaban la atención los puntos de partida singulares: se pasaba la vida anotando anécdotas surgidas en conversaciones con sus amigas, y de hecho algunas de sus obras más famosas nacieron de allí, como Otra vuelta de tuerca o Washington Square.
El conjunto de sus tramas posee más variedad de la que parece. James situó a sus personajes unas veces en América y otras en Europa, y no solo en Inglaterra, pues muchas veces los ubica en Francia o en Italia: no se olvide que no se consideraba completada la formación de los vástagos de las clases acomodadas anglo-americanas (y él fue un buen ejemplo) sin el grand tour, es decir, el paseo de varios meses, a veces un año o dos, por la vieja Europa, decadente, incómoda, pero rica en vestigios culturales. Este encuentro entre dos mundos ocupó su obra en sus primeros años de carrera (como es lógico, al ser los más cercanos a su propia experiencia), y en ellos aborda el contraste entre la forma de conducta y pensamiento de los estadounidenses y los europeos (ingleses o continentales), que los críticos suelen etiquetar bajo el marbete de la inocencia en peligro, siendo ésta sinónimo de esos americanos indefensos (por provincianismo, pero también por puritanismo) ante el refinamiento, decadente y deletéreo, de sus homólogos del Viejo Continente. Es el tema central, por ejemplo, de la novela en la que el mismo James puso el mayor de los empeños por que le colocara en el panorama de la literatura: Retrato de una dama (1881), con su inolvidable y sufriente protagonista Isabel Archer.
Concluidos esos años, y asumiendo ya con naturalidad su condición de miembro de la buena sociedad internacional, amplió el campo de sus historias, aunque sin variar apenas el ámbito de sus escenarios. Uno de los más fascinantes aspectos de su obra será, a partir de entonces, su interés por el género fantástico, algo lógico teniendo en cuenta su preocupación por el punto de vista y cómo la realidad se construye a partir de él. Pues el acercamiento al género de James, como a cualquier historia, siempre es elusivo y no enfático, hasta el punto de que a veces uno descubre que un relato que hubiéramos considerado «realista» está incluido en el catálogo de sus obras fantastiques. El más famoso de sus relatos de terror y quizá el mejor cuento de fantasmas de la literatura es, sin duda, Otra vuelta de tuerca (1897), un ejemplo supremo de cómo hacer que lo fantástico —la existencia de los fantasmas de dos sirvientes que acechan a los dos niños que, en vida, estuvieron bajo su perverso influjo— surja no de los elementos clásicos de la narración gótica sino de la atmósfera y, una vez más, de la particular percepción de un personaje (la institutriz que cuida de ellos en la solitaria mansión en el campo donde suceden los hechos) al que no tenemos que creer, por la fuerza, en posesión de la verdad.
Parte de la fascinación de Otra vuelta de tuerca radica en el modo en que, a través de las rendijas del relato y de las hebras de lo que intuye o cree intuir la institutriz, se cuelan un buen número de inquietantes obsesiones (por ejemplo, sexuales) que el autor jamás hizo explícitas. Sabido es que toda su vida fue un solterón irredimible, que fuera de un episodio romántico de su juventud —la muerte de una prima que pudo ser el amor de su vida (pero lo dice él)—, no se le conoce ningún otro affaire sentimental, lo cual daría pie, en el futuro, a diversas interpretaciones acerca de su condición de homosexual frustrado. En cualquier caso, la misteriosa riqueza psicológica de su obra permite, también, intuir toda una serie de zonas oscuras en las que el autor fue depositando un conjunto de sedimentos bastante inquietantes, y que diríanse inesperados en medio de tanta distinción como suele retratar.
Lo admirable es que esas zonas oscuras están a la vista de todos, incluso perfectamente iluminadas… siempre que no olvidemos que en ellas debe ser la intuición la que nos guíe y nunca las certezas. Pese a haber sido minuciosamente biografiado —el máximo especialista en su obra, Leon Edel, dividió su vasta reconstrucción de la vida del autor en cinco tomos: toda una ironía que una vida tan plácida y parca en acontecimientos como la de James mereciera tal cúmulo de páginas —, incluso novelado (por David Lodge o Colm Tóibin), lo cierto es que la estampa que uno acaba teniendo del autor es la de una considerable opacidad. Es fácil imaginar a James como un caballero antañón, severo y conservador (aspecto remarcado por cualquiera de los retratos o fotografías que nos lo muestran), paradójicamente más sociable cuanto menos comunicativo parece que fue. Ésa es la impresión que de él ofrece su lectura continuada, y que él incrementó con el paso del tiempo, cuando su estilo —en buena medida, a partir del momento en que empezó a dictar sus novelas, en vez de escribirlas pluma en mano— fue haciéndose cada vez más sinuoso y recargado en elementos de subordinación, paréntesis, etc… como si quisiera incrementar el carácter de protección que dio a su literatura como coraza entre el mundo y él.
Es por ello que hay pocos autores con una colección semejante de protagonistas de los que es difícil decir si son positivos o negativos, puesto que, en general, actúan más por la inacción o por la pasividad o por la incapacidad de pasar de la minuciosa observación a los hechos. La literatura difícilmente conoce un autor menos activo que él, de ahí que me parezca una de las más emotivas amistades literarias la que se forjó entre él y un escritor que, en apariencia, se halla en sus antípodas, como es Robert Louis Stevenson.
En relación con esto, es de notar que James utilizó un tema recurrente en su obra: la postergación, es decir, la espera de un acontecimiento, de una resolución o de una revelación que se demora y demora, y que muchas veces nunca llega a producirse, pues lo importante, para el autor, ha sido ese periodo de indefinición, sacrificando en el camino a sus personajes, condenados por lo común a la infelicidad. Es quizá una metáfora del mismo concepto que el escritor tuvo de su vida y que encuentra una de sus más visibles manifestaciones en un relato titulado La bestia de la selva (1903), cuyo personaje, sugestionado por la convicción, desde pequeño, de que algo impresionante va a sucederle en la vida, deja pasar su existencia sin hacer nada más que esperar y sin advertir el amor abnegado de la única mujer que compartía con él ese «secreto». Por cierto que, de aceptarse esa condición metafórica del relato, debe señalarse que, por una vez, el final resulta inesperadamente explícito y considerablemente duro, sin remisión, con su protagonista. ¿Henry James regañándose a sí mismo?
Como he ido dejando entrever, James es uno de los más sublimes practicantes de eso que se llama cuento triste (cualquier antología de cuentos que lleven este marbete no puede no contar con algún ejemplar suyo). El autor detestaba la obligación del final feliz como una vulgaridad, y sin embargo —una vez más no hay ni blancos ni negros en su obra— en las más de las ocasiones es difícil definir la cualidad exacta de sus conclusiones: mientras leemos, no parece haber motivo para que la historia que se nos cuenta esté condenada a no acabar «bien», pero cuando todo concluye no podemos evitar que asome un rictus amargo a nuestro rostro. Por otro lado, y aunque el autor no parece ser un hombre dominado por la melancolía, buena parte de sus historias producen justo ese sentimiento. Y es que James fue un genial descriptor de atmósferas sensibles (de ahí lo oportuno de la definición de Conrad), y la sensibilidad, a la fuerza, está destinada a chocar con las grises limitaciones del egoísmo humano.
Uno de los mejores ejemplos para apreciar todas las características del autor (la ambigüedad psicológica, la singularidad argumental, la atmósfera de deletérea sensibilidad, la indefinición de la conclusión, el estilo envolvente, la ecuanimidad hacia los personajes…) se encuentra en el sublime relato El banco de la desolación (1910), uno de los últimos que publicó. El protagonista, Herbert Dodd, es un hombre que se cree sensible pero que no es más que un pusilánime: cuando rompe su compromiso matrimonial con Kate Cookham y ésta entra en cólera anunciándole que ha puesto el caso en manos de sus abogados para exigirle una desorbitante indemnización, Herbert cede y se aviene a pagarle más de 200 libras, es decir, todo cuanto puede reunir. Ese episodio mina por completa su ya exigua voluntad, y sus años siguientes son muy tristes: su matrimonio con una muchacha bella y delicada es un fracaso, tanto porque Herbert no consigue remontar la mala situación económica a que le aboca el pago a Kate como por las dudas constantes que su esposa le echa en cara, la primera de las cuales es que él se avino a aceptar las condiciones de su antigua prometida sin solicitar, a su vez, consejo legal. Pasan los años, la esposa muere, así como dos de sus hijas, y Herbert apaga lo único que tenía, su juventud, en un empleo miserable, rumiando cada tarde su sensación de derrota mientras se sienta ensimismado en el último banco del solitario malecón frente al muelle del pueblecito donde vive: el «banco de la desolación».
Pues bien, a los doce años, Kate reaparece. Herbert la encuentra transformada, física y moralmente (la desagradable ruptura hizo que él llegara a sentir verdadera repulsión por toda ella, preguntándose cómo alguna vez la quiso como esposa: y James sabe sugerirnos que incluso esa decisión primera fue por pura pusilanimidad). Pero la sorpresa es que Kate viene a darle todo el dinero ganado con aquella cantidad que consiguió sacarle, y que asciende a 1200 libras. Es más, le dice que todo lo hizo por amor, pues sabía que, por sí mismo, Herbert jamás conseguiría llegar a nada. Viene a devolvérselo sin ninguna condición: y el desconcertado Herbert tiene que escuchar de labios de ella, al formular por fin la pregunta que le persigue desde la tumba de su esposa, que en efecto no había ninguna base legal para que él hubiera pagado.
[Quien prefiera conocer por sí mismo el final de este memorable relato, debe dejar de leer justo aquí]
A estas alturas, ¿qué nos quiere contar El banco de la desolación? ¿La crónica de un amor apasionado, el de Kate por Herbert, tan absolutista que es capaz de llegar a la máxima crueldad llevada por el obcecado propósito de salvar a un enamorado tan débil de carácter que sabe, que sin tener cerca su propia fortaleza, está condenado a la caída, y que sin embargo, por su acción, cae más rápido? ¿La historia de una degradación, la de Herbert, que cuando cree que ya no puede haber apurado más el cáliz del sufrimiento se encuentra con la más insólita de las situaciones, la cual, bajo el espejismo de la solución a sus problemas, encierra una humillación todavía más terrible? ¿Una reflexión sobre la triste erosión a que está condenada toda vida humana por el paso del tiempo, las esperanzas frustradas y la colisión de sentimientos?
Lo que hace tan desazonador este relato es que todas las respuestas son posibles. James no intenta convencernos de que sus personajes no sean los seres vulgares que retrata en el inicio del relato —por una vez, son gente humilde de verdad, sin nada que ver con el gran mundo—, y el patetismo que los envuelve al final (sobre todo al personaje masculino) no aspira a ningún tipo de sublimidad. Tal vez la tela de araña emocional que envuelve a Herbert y a Kate se prestaba a darle un tono más grande que la vida, pero el autor, como hizo siempre, nunca levanta la voz, nunca alza el tono, dejando que sea la atmósfera la que lo haga todo, y permitiendo al lector que sea quien juzgue a sus dos, cada una a su manera, pobres criaturas. He leído varias veces este relato y confieso que soy incapaz de juzgar si el final (que tiene lugar, cómo no, en el banco de la desolación) es triste o encierra una promesa de esperanza, si hay un futuro para esa insólita pareja en el otoño de sus vidas o si lo más lógico es que el pesar que hay entre ellas actúe a modo de barrera para impedir ninguna unión, unión que por otra parte implicaría que la existencia de Herbert ha sido, enteramente, la de una marioneta. Quien nunca se rebajará a decírnoslo en voz alta es ese caballero de rostro severo que tantas historias tristes urdió: Henry James, el historiador de la conciencia refinada.
Estoy contigo en que nunca lo leeremos todo (demasiada producción), pero que siempre estaremos releyéndolo… Sobre todo sus relatos de escritores, los fantásticos y estos de amores fallidos que tan justamente destacas, lo mejor de lo mejor.
Entre la cantidad de obra y la búsqueda de las mejores traducciones, ser lector de James constituye una labor ingente, cierto!