Nunca olvidaré el fin de semana en que murió Laura

El estupendo poster de Laura, de Otto PremingerCon ese inmortal parlamento se inicia una de las películas más fascinantes que dio el Hollywood clásico, justificado objeto de mito para muchos cinéfilos que encierra en sí mismo todo un compendio de lo que significó aquel cine en la formación emocional y artística de tantos. Como indican esas palabras, la mujer que da título al film está muerta en el inicio de la historia: la magia de la película comienza porque tanto el espectador como el detective que investiga su muerte (y a través del cual nosotros nos proyectamos dentro de la historia), al ir sabiendo más sobre ella —al contemplarla: el detective gracias al retrato que de sí misma ella tiene en su casa; el espectador gracias a los flash-backs que nos la muestran—, con más intensidad deseamos que no esté muerta: que vuelva. Y como bien se sabe, a media película ese deseo se hace realidad. Así, Laura (1944) supondría un film noir impregnado del fantastique más onírico (la bisagra entre uno y otro sería la famosa escena en que el detective se duerme frente al cuadro… y acto seguido la muerta abre la puerta y penetra en la realidad): una elegante fábula necrófila que, sin embargo, nunca pierde su muy tangible sentido de lo real. Como sucede con tantos títulos míticos, creemos saberlo todo sobre él pero cada vez que la revisamos se descubre algo nuevo a la vez que queda en el aire un nuevo misterio, quizá porque, como sus personajes masculinos con respecto al femenino, a distintas edades proyectamos nuestros propios anhelos y obsesiones sobre esta película.

Un rasgo que simboliza especialmente bien la cualidad onírica del film es la utilización de su imborrable tema central, que compuso David Raksin. La primera vez que aparece en la historia (sin contar los títulos de crédito, lógicamente) es cuando el policía, al entrar por primera vez en el apartamento de Laura, decidido a no dejar escapar un solo rasgo de lo que sintió, pensó y deseó aquella, pone su tocadiscos: lo que suena es precisamente la bella melodía. El tema volverá a sonar una y otra vez, ya sin ese primer sentido diegético (es decir, con una existencia «real» para los personajes), pero el momento más intenso lo supondrá, precisamente, la fundamental secuencia nocturna en que el detective Mark McPherson recorre el apartamento de Laura, contempla su cuadro, entra en su dormitorio, toca sus pañuelos, huele su perfume, ronda inquieto mientras se sirve una copa y finalmente se queda dormido debajo del lienzo… y todo el tiempo resuena la música (¿en el interior de Mark?). Justo cuando el sueño rinde por fin a McPherson es cuando suena el giro de una llave en la puerta y Laura reingresa en el mundo de los vivos. ¿Acaso no diríase que toda la escena ha tenido la sustancia de un conjuro?

Tal vez la segunda mitad de Laura sea el producto de un sueño

De la mano de esta sustancia onírica, en los últimos tiempos, cada vez que vuelvo a ver la película me convenzo más de que se trata de un turbulento melodrama pasional que narra una lucha mortal entre dos hombres por una mujer, por un bello objeto de deseo que, sin embargo (y aunque en rigor no es una mujer fatal), también tiene algo de venenoso en su dulce belleza. Los hombres mueren por Laura, y matan por ella, y conspiran: el maduro y sofisticado intelectual que creyó haberla creado de la nada, el policía que, fascinado por lo que sabe de ella, decide traerla de la nada y poseerla.

Como otro film-mito por excelencia, y muy cercano en el tiempo, Casablanca (1943), una de las mayores curiosidades que ofrece la búsqueda de información sobre Laura es que se trata de un film muy distinto al que fue concebido en un primer momento. El director, los protagonistas y el iluminador no son los inicialmente elegidos, del mismo modo que el guión recibió modificaciones importantes y el músico fue seleccionado después que profesionales más cotizados rechazaran el trabajo. Y eso que el hombre que inició el rodaje no era un cualquiera, sino Rouben Mamoulian, un director excelente, reputado como un nombre fundamental en la consolidación del cine sonoro y al que pertenecen varios de sus primeros clásicos, como Las calles de la ciudad (1930) o El hombre y el monstruo (1931), hitos fundamentales del thriller y del terror respectivamente, o con posterioridad, El signo del Zorro (1940) y Sangre y arena (1942), ejemplos excelsos de la aventura y el melodrama.

Otto Preminger, director de LauraEl resultado final de Laura se debe a la tenacidad de un hombre que se sabía al filo ya de la edad en que si no se ha triunfado no se triunfará jamás. Se trata del vienés Otto Preminger, figura del teatro (como actor y director) en su país natal, que llevaba una década vegetando en Hollywood (que lo había reclamado: él no fue el clásico fugitivo del totalitarismo nazi, aunque también era judío) sin alcanzar el estatus que ansiaba como realizador, como responsable total de sus propias películas. Si no lo había conseguido, entre otras razones, era porque Darryl F. Zanuck, el gran factótum de la 20th Century-Fox, el estudio donde estaba contratado (y un tycoon de los de antaño: es decir, que sabía de cine), lo tenía vetado por un lejano enfrentamiento personal.

En todo caso, y puesto que estaba bajo contrato, Zanuck permitió a Preminger trabajar como productor, y fue así como el vienés reparó en las posibilidades de una novelita hoy del todo olvidada, obra de una escritora que también había trabajado como guionista en Hollywood, llamada Vera Caspary. Y sería él quien maniobrara para conseguir a los actores que él creía adecuados, y quien conseguiría el despido de Mamoulian para que Zanuck (en el fondo, ecuánime reconocedor del talento) lo eligiera como su sustituto. La mitomanía oficial señala que tal decisión se debió a que las primeras secuencias dirigidas se revelaron desastrosas, pero conociendo el talento real de aquél y la implacable voluntad de Preminger, yo apostaría por la maquiavélica manipulación de éste, bien sabedor de que Laura era su última oportunidad.

Y esa férrea materialización de una ambición se filtra con poderosa sugestión en las imágenes del film, no en vano y entre muchas otras cosas Laura es, como ya he señalado, un malsano estudio sobre la manipulación y la sed de dominio. Aun cuando no soy amigo del férreo simbolismo, me parece muy sabroso el juego entre la ficción narrada por las imágenes y la realidad latente tras ellas: el individuo (el detective/el mismo Preminger) que intentan poseer algo que en principio era de otro (Lydecker/Mamoulian), es decir, la bella muchacha/la película.

Las máscaras cuelgan en el apartamento de Lydecker, significativoEn cualquier caso, la clave del inmarchitable atractivo de Laura es que, como todas las grandes películas de la historia, encierra dentro de sí varias dimensiones, varias formas de aproximarse a ella. Por supuesto, la primera es la intriga criminal que le sirve de soporte argumental y que gira en torno a la investigación del asesinato de una joven y bella profesional de éxito, bien relacionada con la alta sociedad neoyorquina, llamada Laura Hunt. El detective encargado de ello lógicamente entiende que el asesino debe formar parte de su círculo íntimo: en especial, el hombre que amparó su ascenso profesional, el escritor Waldo Lydecker; su prometido, Shelby Carpenter, un hombre sin más fortuna que su presunto encanto personal y al que el primero considera un mero cazadotes; y Anne Treadwell, la adinerada tía de Laura, que tal vez pudo dejarse llevar por los celos, al estar profundamente enamorada de Shelby. Por ello, los busca, les pide (sobre todo a Waldo, una vez comprueba el fundamental papel de éste en la «construcción» de Laura) que le cuenten todo cuanto puedan de ella, del mismo modo que a su vez busca personalmente en el apartamento de la muchacha (donde fue asesinada, al abrir la puerta, de un disparo en pleno rostro) cualquier vestigio material vinculado con ésta.

También puede contemplarse como la historia de una calculadora arribista, una jovencita que hace uso de sus herramientas (la belleza, el encanto y cierto toque de aparente ingenuidad) para manipular a un elegante y otoñal escritor que la ayuda primero a ascender en su profesión, la publicidad, y luego a trabar los contactos necesarios. Una manipuladora que lo acepta como mentor (es consciente de que necesita pulir sus cualidades, y qué mejor que ese hombre tan cultivado y seguro de sí mismo), alimentando así tanto sus sueños estéticos (el ideal de la belleza inteligente) como los sentimentales, para ir dejándolo de lado a medida que considera que está ya bien situada y que el control de ese protector empieza a hacerse excesivo. En este sentido, la acusación que le hace Waldo a Laura, pese a estar dictada por los celos y el desengaño, no deja de tener buena parte de razón: esa joven a la que ha creído modelar como una dama desbordante de buen gusto… prefiere antes a hombres «musculados y apuestos», aun toscos y sin educación, en vez de a un árbitro de la elegancia. Lo cual acaba revelándole que, en su labor de Pigmalión, solo ha dado un pequeño barniz de buen tono a su Galatea, de ahí que sea incapaz de asumir su doble fracaso, como modelador y como dueño de Laura.

Sin embargo, mi dimensión favorita es la que hace de Laura la historia de la implacable apropiación por parte del detective protagonista de una muchacha que lo fascina por completo cuando la cree muerta y cuya atracción resulta tan intensamente feroz que no repara en los más discutibles métodos para conseguirla. Si Waldo crea a Laura, Mark, primero, la recrea y luego, con toda la fuerza de su voluntad, se apodera de ella. Lo hace del modo más discutible del mundo, por cuanto utiliza su condición de policía para deshacerse de sus rivales o para presionar sin piedad a la muchacha y estar seguro de que ha roto definitivamente el compromiso con Shelby Carpenter, el rival mejor situado (mejor situado porque es el otro hombre musculado y apuesto de la historia).

El tercer grado de McPherson a Laura, una declaración de amorY nada parece complacer más a Laura que descubrir cómo el detective ha penetrado tanto en su intimidad, entablando enseguida un juego sensual con McPherson en el que, sin tener que hacer prácticamente nada, acaba transformando progresivamente al parco investigador de la primera parte del film en el exasperado enamorado de la segunda: un buen síntoma es el puñetazo en el estómago (¡maltrato policial!) que le estampa a Shelby cuando detiene a su teórica prometida en la fiesta. Precisamente, esa secuencia en que Mark la detiene en lo que Waldo llama celebración de su resurrección (comunicando antes a su jefe, en voz alta y por teléfono, que ya tiene al asesino) y la conduce a la comisaría para someterla a un implacable tercer grado con las luces, como es usual, deslumbrándola sin piedad, y todo ello para aclarar la naturaleza de su relación con Shelby… en el fondo equivale tanto a una tortuosa declaración de amor como a una imposición de su fuerza y su carácter sobre una muchacha que, es evidente, no contempla con indiferencia esos alardes.

Por lo tanto, y aunque hay otros personajes —¿quién recuerda a un joven Vincent Price, insólitamente débil y relamido, como Shelby?—, Laura compone un universo absolutista en torno a sus tres personajes protagonistas: dos masculinos, a los que la historia desnuda sin piedad, y uno femenino, el cual, pese a su aparente diafanidad (y es que, ¿cómo creer que la belleza diáfana de Gene Tierney puede esconder algún tipo de ambigüedad?), a poco que se reflexione resulta el más impenetrable. Concluye la historia, y yo reconozco que no sé de verdad cómo es Laura Hunt, pero sí cómo son Waldo Lydecker y Mark McPherson.

Clifton Webb siempre será recordado por su Waldo LydeckerEl gran derrotado de este triángulo, pese a que en la primera mitad de la historia es quien parece dominarla, es Waldo Lydecker, uno de los más fascinantes, y al mismo tiempo patéticos, villanos que diera jamás el noir. Maniobrando con notable sinuosidad, Preminger consiguió que el papel fuera a parar a Clifton Webb, un experto actor de teatro que prácticamente debutaba en el cine (sus anteriores papeles, en la época del cine mudo, habían tenido poca importancia) y que sin embargo domina todas sus escenas con la seguridad de quien es bien consciente de su talento. Es más, conociendo además la trayectoria posterior de Webb, el espectador llega a preguntarse cuánto de sí mismo aportó el actor al personaje: su causticidad wildeana, su dicción cultivada, su etérea elegancia al moverse (hay veces en que parece que levita en vez de caminar), su atildamiento un tanto femenino (de hecho, en la novela el personaje era abiertamente impotente y es evidente que en el film su relación con Laura nunca podrá pasar de lo meramente platónico)… El patetismo que aludía estriba en la pérdida de toda esa elegancia en la secuencia final, cuando intenta volver a matar a Laura, ahora con la expresión congestionada, los movimientos sin gracia, la mirada vacía…

El escritor Samuel Hoffenstein (guionista de Lubitsch, con lo que todo está dicho) creó para él una serie de imborrables diálogos, de acerados epigramas que definen con considerable regocijo el peculiar y sofisticado cinismo del personaje. Así, al rechazar la promoción con su nombre de una estilográfica declara: «Yo escribo con una pluma de ganso bañada en veneno», del mismo modo que, para dar un ejemplo al policía de su buen corazón, señala: «Lamentaría de veras que un lobo devorara a los hijos de mi vecino».

Entre los irresistibles misterios que posee el film, uno de los más sugerentes tiene que ver con el famoso parlamento inicial. El adverbio elegido («nunca olvidaré…») parece señalar que el personaje evoca ese fin de semana mucho tiempo después de sucedidos los hechos. Pero cuando concluye el film, con su muerte… solo han pasado cuatro días. Es más, Waldo añade un poco más adelante: «Fue el domingo más caluroso de cuantos recuerdo…»; y el último, habría que añadir. No es, sin embargo, una forma de hablar de cara a la galería que busque o bien despistar al espectador que no conoce la historia o bien dejar que el guionista luzca una prosa envolvente: no se olvide que el arranque del film sorprende a Waldo en la bañera, escribiendo, seguramente recreando la realidad, la nueva realidad sin Laura (la que preserva a la Laura que él amaba: «Yo, Waldo Lydecker, fui la única persona que realmente la conoció»), sin que él haya hecho nunca nada tan terrible como tener que matar a su ideal.

Dana Andrews escruta el rostro de LauraEn la memoria, siempre es Lydecker el personaje que se recuerda: es mérito del gran Dana Andrews saber convertirse, desde el aparente segundo plano, en el personaje más importante de la película: el que, desde que aparece en pantalla, es quien lleva siempre la iniciativa, y quien al final lo gana todo. Preminger fue el primero de los grandes directores de lo sutil (como Fritz Lang o Jacques Tourneur) que comprendió bien la tensión latente que anidaba bajo la aparente impenetrabilidad de su rictus. En la tradición de los grandes actores de Hollywood, Andrews sabía que los personajes se construyen con la mirada, con los movimientos, con el nervio de un gesto, y eso es lo que consigue transmitir su Mark McPherson por medio de una interpretación que es al mismo tiempo interior y exterior, que sabe sugerir el torbellino que sucede dentro de su alma con apenas un fruncimiento de labios, y que sabe en qué momento extraerlo de dentro de sí para comunicar, en el momento oportuno, sus propios anhelos. Un afortunado detalle creado por los guionistas es, precisamente, ese rasgo del personaje de parecer abstraerse, de cuando en cuando, con un juego de bolsillo en mitad de algún interrogatorio o de algún encuentro entre los sospechosos.

No se olvide que el vínculo entre Lydecker y McPherson, entre el asesino y el policía que lo detendrá (que lo matará), entre el creador de Laura y su ladrón final, ya había sido trazado magníficamente por Preminger en esa tantas veces aludida secuencia de apertura. Las memorables palabras de Waldo están acompañadas por un inolvidable travelling por el lujoso apartamento hasta detenerse en el hombre que está contemplando con curiosidad los objetos que acumula tan barroco interior. El movimiento une así a los dos hombres que se disputarán a Laura a lo largo de la hora y media siguiente, aunque el primero, todavía, no pasa de ser una sombra, una voz. Y así es como el director, de entrada, nos cuenta ya quién no puede ser sino el asesino, y quién está destinado a ganar a la chica: no puede ser Waldo porque su ausencia corporal (solo al final sabremos que está en la habitación de al lado, tomando un baño mientras escribe) ya delata el tipo de hombre que gusta a la menos espiritual de lo que se diría Laura. Pero en esa escena ya se nos advierte de que el asesino de esa chica cuya muerte evoca es él mismo: en el reloj que se alza en la sala (enseguida sabremos que hay un reloj gemelo en la casa de Laura: en su doble fondo está oculta el arma del crimen), en las máscaras que cubren las paredes y que nos avisan de la falsedad de esas palabras que hablan de una muerte que él mismo ha provocado…

Maravillosa Gene Tierney como LauraGene Tierney, una de las mujeres más bellas que se paseó por el cine, compuso sin duda alguna el papel de su vida. Un papel que cobra complejidad cada vez que se revisa: la dulzura de su rostro o el delicioso gesto que compone cuando a él asoma un reproche a alguno de los hombres de la historia obligan a adorarla. Sin embargo, Gene, actriz más sutil de lo que casi siempre pareció, reviste a esos gestos, a esos mohines demasiado autoconscientes, de una misteriosa ambigüedad. ¿Es Laura el casi inalcanzable ideal femenino que Waldo cree que ayuda a modelar? ¿O la muchacha, demasiado joven, cuyas necesidades son las normales en alguien de su edad y sensualidad: que la quieran, que la deseen… y, como es lógico, desear ella misma a hombre musculados y apuestos? Lo que hace tan excitante el personaje es que si la belleza de la actriz es, en efecto, dulce y etérea, lo que parece complacer a su personaje (y es mérito de Gene Tierney saber transmitirlo) es justo lo contrario: que le hagan daño. Ese hálito de (sado)masoquismo que sin duda baña a Laura Hunt es de verdad excitante.

Por cierto que una de las modificaciones que Preminger decidió con respecto al material filmado por Mamoulian fue cambiar el célebre retrato de sí misma (fundamental dentro de la historia) que Laura tiene en su salón. El de Mamoulian era una pintura de verdad; Preminger decidió que fuera una fotografía, espectacular, de la propia actriz, con un leve revestimiento de óleo. El efecto es extraordinario: nadie se molesta en valorar su posible calidad pictórica, sino que se rinde ante la increíble belleza que irradia desde el lugar, en lo alto, donde está colgado, y no sé si el primero es el policía McPherson o el mismo espectador. Es así que Preminger consigue que Laura sea en todo momento un sueño muy tangible, del mismo modo que, cuando cobra «vida», la bañe en todo momento una aureola de irrealidad. Así, en la escena del interrogatorio en la comisaría, el director de fotografía Joseph LaShelle (también elección personal de Preminger) consigue que las potentes luces sobre el rostro de Tierney lo hagan más etéreo, más soñado que nunca, sí, pero por lo mismo más deseable: ¿cómo no comprender la fulgurante desazón del policía? ¿Quién no desea en ese momento estrecharla con violencia entre sus brazos?

Laura se erige como un cúmulo de excitantes ambigüedades, de dobles sentidos, de significados opuestos y complementarios. ¿Cómo no iba a ser ambigua una película que comienza con la narración del hombre que al final resultará ser el verdadero muerto de la historia? ¿Cómo no acabar conviniendo en que el objeto último de esta fábula necrófila es el mismo espectador, adorador de una mujer que hace mucho que desapareció pero que siempre pervivirá a través de sus imágenes? Los atributos de Laura Hunt, o de Gene Tierney —su retrato, su tema musical, su insoportable belleza— nos convierten en un eterno Mark McPherson, sin el consuelo final de poder conseguirla. Por eso, al final, si con alguien tendría que solidarizarse el espectador es con el pobre Waldo: como él, también nosotros estamos destinados a perder a Laura. Por eso el cine es una desalmada conjura que nos recuerda que quienes lo contemplamos, al contrario que las imágenes en la pantalla, somos mortales: que más pronto que tarde seremos sombras.

Laura, de Otto Preminger

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Laura / Laura. Año: 1944

Dirección: Otto Preminger. Guión: Jay Dratler, Samuel Hoffenstein y Elizabeth Reinhardt; novela de Vera Caspary. Fotografía: Joseph LaShelle. Música: David Raksin. Reparto: Gene Tierney (Laura Hunt), Dana Andrews (Mark McPherson), Clifton Webb (Waldo Lydecker), Vincent Price (Shelby Carpenter), Judith Anderson (Anne Treadwell). Dur.: 88 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Nunca olvidaré el fin de semana en que murió Laura

  1. ALTAICA dijo:

    Maravilloso artículo de una de las películas más fascinantes de la historia del cine. Gracias una vez más por regalarnos un trabajo riguroso, informativo y, especialmente, devoto por el cine y sus hijos.

    Y comentando ya la película, decir que siempre me han seducido en el cine las historias de perdedores. Para Waldo Lydecker su inteligencia y talento no fueron suficientes. Su viaje es el relato de un naufragio en los incomprensibles mares de la fascinación. Ese lugar donde muere la inteligencia, donde los sólidos cimientos se transforman en decrépita madera y la convivencia con el ridículo se exhibe continua.

    Todo comienza con una voz en off que nos adentran en una devoción mórbida o enfermiza y cuyas palabras denotan una insania: “el único que la había conocido de verdad”. Para Waldo ella es, como perfectamente indicas, su creación. Una escultura imaginaria cincelada en la mente de un hombre cuya ironía y pose encubren otra ternura. Nada es Laura sin Clifton Webb y nada es él sin Gene Tierney.

    Pese a un notable guión, excelente desarrollo narrativo, incisivos y billantes diálogos y a una aceptable nómina de actores de reparto, esta obra maestra es mágica y personal por lograr plasmar el retrato de una fascinación. En realidad y pese a su perturbación, es la crónica de una de las mas profundas historias de amor contadas en el cine. Tal vez ni siquiera sea una historia de amor, pues puede que sea el sutil reflejo de una filantropía y de la capacidad de perdón (nuevamente ellos dos). Laura no existe. Laura es un cuadro, un sueño, una invención mental, un rostro iluminado, un falso paraíso del que resulta imposible salir ileso.

    La inconmensurable “Vértigo” es otra historia que deambula en lo onírico, en ese paisaje tenebroso de la fascinación, y junto con «Laura», son dos ejemplos magistrales de como el cine puede filmar lo imposible.

    Un abrazo y gracias nuevamente por este hermoso y trabajado regalo.

    • Muchas gracias por tus palabras, Altaica, como siempre. «Laura» siempre había sido una de mis películas favoritas y una de las culpables de que me despertara la cinefilia, pero hacía tiempo que no había vuelto a verla, pensando que me la sabía de memoria. De modo que la revisión ha sido más bien re-descubrimiento, e incluso descubrimiento de determinados aspectos: si Waldo siempre había sido, claro, el personaje que dominaba mi fascinación por la película, ahora ha sido el de Mark, en buena medida por la genial interpretación asimismo de Dana Andrews, un actor al que en los muchos años lo encuentro y reencuentro en muchas películas que me parecen imprescindibles. Por cierto, muy apropiada la vinculación con «Vértigo», con la que comparte el mismo tono obsesivo hacia una mujer que existe/no existe, que es una pura fabulación de la mente masculina.

      Un abrazo para ti también.

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