De Alan Ladd a Clint Eastwood, de Raíces profundas a El jinete pálido

Alan Ladd, Shane, con el cielo azul de technicolor a sus espaldas

Un cow-boy de misterioso pasado que se intuye muy agitado ayuda a una pequeña comunidad contra un poderoso cacique que pretende expulsarlos del territorio con su ejército de brutales sicarios. Esta historia ha sido contada muchas veces, pero quizá la versión canónica por excelencia, y la más amada por un grupo nada desdeñable de cinéfilos, fue titulada en España Raíces profundas (1953). Su imagen iconográfica es la de un pistolero rubio con una camisa de flecos y un niño rubísimo que lo contempla embelesado, que ya ha decidido que ese individuo fascinante puede más que su padre y que todos los hombres juntos. El pistolero era Alan Ladd, actor que aunque hoy parezca tontería, en su día recibió la inaudita fama de que era un actor casi diminuto, al que siempre había que encuadrar de tal modo que no se le vieran los pies, para disimular su escasa altura. Nunca olvidada, insólitamente esta película recibió tres décadas más tarde el homenaje más inesperado. Un homenaje que procedía del último icono del western, Clint Eastwood —un nombre detestable para muchos cinéfilos que no admitían la validez de la variante europea del género que lo convirtió en estrella del cine: encima, era Harry el sucio y un notorio derechista (en la jerga de muchos, ya se sabe que esto es sinónimo de fascista, y el que proteste, es porque también lo es)—, un hombre hoy consagrado como el último director clásico de Hollywood pero cuyas incursiones en la dirección entonces solo se consideraban caprichitos de divo. En 1985, Eastwood filmó una muy particular variante de aquella película con el título de El jinete pálido, con la que comenzaría a ganarse un respeto como realizador. Comparar ambas películas es apasionante: aparte del magnífico rato que se pasa devorándolas, descubrir sus diferencias tanto como sus vasos comunicantes es un grato ejercicio de comparación cinéfila entre épocas, tendencias, actores y formas de narrar. El resultado es un triunfo del cine.

Raíces profundas (1953, George Stevens)

bigtmp_1537No hay ninguna otra película que pueda alardear de dos títulos tan fabulosos, el original y el español, como ésta. Raíces profundas, lírico y rotundo a la vez, resume bien aquello que se convierte en el quimérico sueño del pistolero protagonista, lo que encuentra, y envidia con lícita nostalgia, en la familia con la que convive por un breve tiempo, los Starret, y que ésta defiende con uñas y dientes, junto al resto de familias de granjeros, contra los viejos pioneros que les quieren negar su lugar bajo el sol. Shane, breve y sonoro, bellísimo ¿nombre? ¿apellido? —«Me puede llamar Shane», es cuanto dice a Joe Starret cuando se presenta—, que se deja mecer en los labios de tal modo que ya en su mero sonido comienza a explicarse el deslumbramiento que por su dueño sentirá el pequeño Joey.

En los anales del western, Raíces profundas pasa por ser la quintaesencia del clasicismo, el film del Oeste por excelencia, el que mejor encarna algunos de los temas básicos del género. Están el del enfrentamiento entre indios y cowboys, el del viaje en busca de un territorio donde fundar la civilización, el del pistolero más rápido que sabe que tarde o temprano aparecerá alguien más joven y que desenfundará antes que él, el del sheriff o justiciero que defiende a los débiles frente al cacique de turno y el del enfrentamiento entre agricultores y ganaderos. Raíces profundas reúne en su argumento nada menos que tres de esos cinco. El del pistolero, el del defensor de los débiles y el que opone a granjeros y cow-boys, si bien es este último el que ampara a los otros dos, quizá a partir de la sombra de otro western clásico-clásico con el que comparte más de una característica, entre ellas la de estar dirigida por un hombre que no suele asociarse al género (William Wyler). Me refiero a El forastero (1940).

En realidad, Raíces profundas es tan quintaesencial que acaba bordeando la pura fantasmagoría. ¿Es real ese pistolero que por un tiempo cuelga su «uniforme» —los pantalones y la camisa con flecos— y el revólver, en un intento inútil por ser otro? ¿Es real el actor Alan Ladd o es un espectro, con su rubio y casi siempre impoluto flequillo, su sonrisa mecánica, su radiante inexpresividad de manual? ¿Existe en la historia del género un pistolero con menor presencia —casi parece que necesita tener el plano para él solo, pues cuando lo comparte con cualquier otro, y no digamos en grupo, diríase que se difumina hasta desaparecer— que este Shane? En cambio, siempre se ha dicho con razón que ese grupo de granjeros que intenta, casi inútilmente, oponerse al cacique Ryker y sus matones, exuda autenticidad, incluso casi podemos olerlos. Y es verdad. Joe Starret (el gran Van Heflin, que está inolvidable) y cualquiera de los granjeros, incluido ese pobre diablo, infeliz y jactancioso y que por supuesto está condenado a morir desde la primera vez que aparece en pantalla (¡si lo encarnaba Elisha Cook jr, ¿cómo podía sobrevivir en un film con este argumento?!) son más reales que Shane y que Alan Ladd. Pero es más, el film también contiene una mujer del Oeste inesperadamente real (por completa ausencia de glamour), la esposa de Starret que encarna Jean Arthur, elegida nada menos que con 52 años para un papel que lo corriente hubiera sido encomendársela a cualquier actriz veinte años más joven. El mudo, platónico, amor de Shane, que hubiera querido ser Starret, tener lo que Starret).

Brandon de Wilde es Joey, el pequeño que admira a Shane sin condicionesY sin embargo, recordamos a Shane. Lo recordará siempre el pequeño Joey —otro icono imborrable: el niño Brandon de Wilde, con su cabellera rubísima y su mirada estrábica—, el primer personaje que lo ve, el que en realidad conjura al fantasma, al espectro, al jinete pálido (Clint Eastwood lo entendió bien) para que acuda en ayuda de su padre y sus amigos. Joey será nuestro portavoz, el personaje con el que nos identificamos cualquiera de los que vemos la película, tengamos ocho u ochenta años: su mirada fascinada al descubrir la rapidez con que se vuelve y desenfunda al escuchar el ruido de su fusil de juguete, o cómo lo identifica por su nombre aun cuando tiene la cabeza tapada por el sombrero mientras parece dormir, porque «lo lógico es que la vaca no pueda abrir la verja», o cómo le enseña la mejor forma de llevar la pistola en el cinto, siempre en el lugar más adecuado para poder desenfundar con rapidez y destreza. Sin Joey no existiría Shane, y el pistolero de la camisa de flecos no habría adquirido su sustancia. Es cuando está al lado de Joey cuando Alan Ladd deja de ser la envarada presencia que es en el resto del film y cuando por fin adquiere sustancia e incluso talento interpretativo. Estoy seguro de que el mismo actor pensaría que su escena con el niño, tras el duelo final en que sale herido, y su despedida de éste, valen por todo el resto de su carrera, incluidos sus (breves) años como estrella en el cine negro de la Paramount.

Sin embargo, no solo Shane es un fantasma. Todo me resulta fantasmal en estas Raíces profundas. El pueblo sin nombre, por supuesto, con sus pocas casas, que incluyen el almacén y el saloon, pero todavía no la oficina del sheriff con la cárcel porque aún no ha llegado allí la justicia de los representantes del gobierno. Pero también los rivales de los granjeros, empezando por el personaje que me parece más injustamente olvidado de la película: ese pionero cuya imponente pelambrera blanca hace que resulte difícil reconocer al gran secundario Emile Meyer, villano brutal de tantas películas, marcado por una calvicie y un rostro por lo común afeitado (quién no lo recuerda como el policía sicario de J. J. Hunsecker en Chantaje en Broadway, de 1957). Se recuerda, sí, al pistolero de sonrisa cadavérica (y es justo, pues la presencia que le aporta Jack Palance es fenomenal), pero no al hombre que lo hace llamar, Ryker, que tiene su momento de gloria —y su proclama es tan impresionante que casi hace tambalear nuestro apoyo incondicional a los Starret y sus amigos— cuando, en el último intento de convencer a éste de que se rinda, justifica por qué considera legítima su reclamación sobre toda la tierra del valle: porque los hombres como él fueron los que se atrevieron a llegar a donde nadie quería ir, a enfrentarse a peligros que a los demás erizaban la piel.

La familia Starret y su protector, ShaneEs la vieja reclamación de los pioneros que abren camino a la civilización, cuyas costumbres y formas de vida no se arreglan bien con los usos de aquélla y que acaban convirtiéndose en un obstáculo para su definitiva consolidación. Shane sabe bien que él, en realidad, es uno de esos hombres que sobrarán en el nuevo orden, pero tiene la lucidez de admitirlo y de ponerse al lado de quienes están destinados a borrarlos, y en el futuro a perseguirlos. Es como el centauro del desierto o como el hombre que mató a Liberty Valance: Shane, Ethan Edwards y Tom Doniphon son hombres de la misma estirpe, viejos westerners cuya nobleza básica les hace saber de qué lado deben ponerse, aunque estén condenados a no poder permanecer allí. (A John Ford le hubieran gustado Shane, incluso el mismo Ryker, aunque él también habría estado al lado de los granjeros, de quienes sustentan la intrahistoria del mundo.) La única diferencia es que John Wayne hace dolorosamente reales a sus personajes y las lágrimas fluyen a nuestros ojos cuando comprendemos cuál ha de ser su destino. Por Shane no lloramos, aunque su suerte es idéntica, y ese plano final en que se pierde tras el cementerio (herido, no lo olvidemos) es un buen presagio. Porque Shane no tiene una humanidad concreta: es un emblema, es una figura, es un símbolo cuyo nombre se grita a los cielos solo para saborear la forma en que el eco nos lo devuelve, a Joey, a todos nosotros.

Lo que le falta a Raíces profundas para haber sido uno de los tres o cuatro westerns de cabecera de la historia —y aun así se comprende que haya quienes lo consideren así— es que la hubiera relatado alguien que no fuera tan solo un director: un poeta. A Raíces profundas le falta lirismo, porque George Stevens no sabía lo que era la poesía. Es cierto que, por las rendijas de nuestra memoria, se nos cuelan recuerdos líricos. Pero son los de la inolvidable música de Victor Young o los de los bellos colores que Loyal Briggs otorga a ese valle que parece un edén, el sueño de los granjeros que lo están construyendo. Raíces profundas, por ello, adolece de cierto envaramiento; dura demasiados minutos; denota en demasía que Stevens no ama el género sino que cuenta una historia con la sensación de estar haciendo algo importante. Pero no se lo tengamos en cuenta, porque hay muchos momentos memorables en ella: la patética muerte de Elisha Cook jr. en el barro, la progresiva tensión en la escena en que Shane se deja provocar otra vez por Calloway (Ben Johnson) antes de ajustarle las cuentas —ya la pelea no funciona igual, entre otras cosas porque Ladd, demasiado endeble, exige un doble, que se nota y mucho— o la mencionada visita de Ryker a Starret. Y por supuesto, toda su extraordinaria parte final, que sabe combinar la concisión con la minuciosidad, la dureza con la emoción. Quién no quisiera que Shane se diera la vuelta y volviera con Joey…

El jinete pálido (1985, Clint Eastwood)

Excelente cartel de El jinete pálidoEl jinete pálido es un film fundamental en la carrera de Clint Eastwood, por varias razones. Después de casi década y media como realizador, fue su primera película en ser recibida con respeto por la crítica y los cinéfilos (lo cual no quiere decir que fuera la primera buena que había hecho: ahí está justo la previa, la injustamente subvalorada Impacto súbito, de 1983, para mí el mejor Harry el sucio). Es una clara película de reafirmación además, como si su autor supiera que justo entonces era el momento de dar un paso adelante en su carrera como director, demostrando (a todos, pero a sí mismo también) las capacidades adquiridas a lo largo de los treinta años largos que llevaba dedicándose, en una faceta u otra, al arte de contar historias, e incrementar el nivel de ambición y exigencia: después llegarían Bird (1988) y el extraordinario éxito, en todos los órdenes, de Sin perdón (1992), que terminó de situarlo en el puesto cimero que ya no abandonaría.

Dentro de este propósito de reafirmación es fundamental la recapitulación que hace dentro del género que lo había hecho popular, aunque ya llevara años apartado de él (entre otras razones porque estaba prácticamente agonizante), el western. Eastwood unió el western clásico, anterior a él, con el western moderno y en concreto el europeo, o sea, el mediterráneo, el spaghetti (por no andarnos con eufemismos), que era aquél que lo había aupado. De ahí hacer un remake no confesado o una reformulación de Raíces profundas, que en su parte final acaba conduciendo al terreno de su mentor Sergio Leone, tanto en el plano estético (esos pistoleros con guardapolvos) como en el conceptual (la reaparición del pistolero infalible hasta lo sobrenatural, el elaboradísimo duelo final…).

El guion de El jinete pálido es un modelo a la hora de retomar de modo creativo un film en la memoria de todos, asumiendo una independencia artística que no deja de reconocer los valores del original. Como en Shane, el protagonista es un pistolero que aparece literalmente de la nada para ayudar a una modesta comunidad a defenderse del cacique que quiere expulsarlos y que, una vez acabada su tarea, vuelve por donde había venido y desaparece de las vidas de aquellos a quienes ha ayudado. La primera novedad es que la guerra no tiene lugar entre granjeros y ganadores, sino entre mineros. Tanto el cacique LaHood (Richard Dysart) como los pobres diablos a los que quiere echar del Cañón del Carbón se dedican a la búsqueda de oro. Eso sí, hay una diferencia radical: LaHood, llevado por su avidez y codicia, por el deseo de obtener beneficios rápidos sin pensar en el coste, utiliza métodos de extracción que están destruyendo el entorno natural. Los mineros, en cambio, utilizan el sistema tradicional, mucho más modesto, de la criba y las herramientas manuales. Este elemento de denuncia ecologista, por tanto, introduce, sin forzarlo de modo anacrónico, un oportuno elemento de modernidad.

El grupo familiar que acoge al forastero es mucho más particular que el de Shane. La pareja formada por Barret y Sarah Wheeler no está casada: ella fue abandonada tiempo atrás por su marido y ha tenido que criar sola a su hija Megan, a las cuales ampara el primero con la esperanza de que la mujer acabe superando su suspicacia con respecto a los hombres y lo acepte como marido. Barret sigue ocupando el papel del líder de la pequeña comunidad de mineros, el equivalente al Joe Starret del original (los apellidos, como puede observarse, son incluso similares), y quien intenta inflamar su orgullo para no dejarse amilanar por el cacique LaHood.

El jinete pálido y la adolescente MeganLos cambios principales (o sea, de concepto) con respecto al film de George Stevens son dos, que otorgan una poderosa densidad al replanteamiento. El pequeño Joey se convierte en la adolescente Megan, una jovencita a punto de cumplir los quince años —la edad a la que se casó su madre, remarca siempre—, que no solo queda fascinada por el forastero, sino que se enamora de él. Pero, sobre todo, el forastero —a quien llamarán el Predicador porque, insólitamente, aparece de entrada portando un alzacuellos que solo abandonará en la parte final al tomar el revólver— viene de la nada, pero literalmente: es un espíritu de venganza, un muerto que vuelve a la vida convocado por la plegaria de Megan mientras reza sobre la tumba de su perra, muerta por los hombres de LaHood. De modo gesnial, el jinete entra en el pueblo minero mientras Megan lee para su madre el famoso pasaje del Apocalipsis 6,8 que dice: «…Y miré, y he aquí que vi un caballo amarillento; y el que estaba montado en él se llamaba Muerte; y el Hades lo seguía». Más tarde, Barret descubrirá desconcertado que en su espalda se marcan varias cicatrices de bala que revelan heridas a las que parece imposible sobrevivir. Y cuando el asesino contratado por LaHood oye su descripción queda sobrecogido, ya que el hombre que coincide con ella está muerto. La conversión del noble Shane en el espectral Predicador remite, también, a un previo film de Eastwood, y en concreto el primer western que realizó, todavía una combinación entre el spaghetti y el dirty western de la época, aun así ya de lo más estimable dentro de su efectismo: Infierno de cobardes (1973).

A la medida de estos cambios fundamentales en el concepto, El jinete pálido es un western invernal, cuya fotografía destila ese tenebrismo y ese gusto por los colores secos que son tan del gusto de su responsable y que tan comentadísima sería en su siguiente y último film en el género, Sin perdón. No hay espacio para la belleza en technicolor que baña las imágenes de Raíces profundas, e incluso la banda sonora del fiel Lennie Niehaus es modesta y carece de un leit-motiv que sea remarcable, sin nada que ver, por tanto, con el mítico tema compuesto por Victor Young.

Eso sí, curiosamente mantiene una de las más peculiares características del film original, cual es la completa falta de glamour del personaje femenino, encarnado aquí por Carrie Snodgress. Es una lástima, eso sí, que el film no termine de situar bien la atracción entre esta y el Predicador. En cambio, la relación de la joven Megan con el protagonista está perfilada de modo espléndido y con exquisita delicadeza, como demuestra la sencilla pero brillante secuencia en que ella le declara su amor a él y su disposición a entregársele sexualmente, y el Predicador la rechaza intentando aminorar todo lo posible —sin conseguirlo, claro— el dolor que le va a provocar a la muchacha. El jinete pálido no está todavía a la altura de las grandes obras maestras de su director —Million Dollar Baby (2004) y Gran Torino (2008)— pero se acerca a ellas considerablemente, posee una densidad dramática que ya anticipa todo lo que el director iba a dar en breve y despierta, en muchos momentos, una notable fascinación.

El jinete pálido era Clint Eastwood

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: Raíces profundas / Shane. Año: 1953.

Dirección: George Stevens. Guión: A. B. Guthrie jr; diálogos adicionales de Jack Sher; novela de Jack Schaefer. Fotografía: Loyal Brigss. Música: Victor Young. Reparto: Alan Ladd (Shane), Jean Arthur (Marian Starret), Van Heflin (Joe Starret), Brandon de Wilde (Joey), Jack Palance (Wilson, el pistolero), Emile Meyer (Ryker). Dur.: 118 min.

Título: El jinete pálido / The Pale Rider. Año: 1985.

Dirección: Clint Eastwood. Guión: J Michael Butler y Dennis Shryeck. Fotografía: Bruce Surtees. Música: Lennie Niehaus. Reparto: Clint Eastwood (El Predicador), Michael Moriarty (Barret), Carrie Snodgress (Sarah), Sydney Penny (Megan). Dur.: 115 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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10 respuestas a De Alan Ladd a Clint Eastwood, de Raíces profundas a El jinete pálido

  1. ALTAICA dijo:

    Creo que nadie en su sano juicio puede poner el más mínimo reparo a esta crónica que vincula dos obras para comprometer la manida y casi siempre justa afirmación de que las revisiones de grandes clásicos suelen ser innecesarias. Por tanto coincido en que el trabajo de Eastwood es muy interesante y anticipa formalmente la que después sería su gran obra maestra, – Sin perdón (1992), trabajo que aún deja pequeñas a sus otros dos ya clásicos, Million Dollar Baby (2004) y Gran Torino (2008).

    Tal juicio por mi parte requiere cierta explicación, si bien no deseo entrar en precisiones demasiado profundas e innecesarias. En Sin perdón el viaje deja de ser redentor para convertirse en una suerte de sinceridad y desnudez en estado puro. El título es clarificador. No hay posible perdón para quien, con independencia de la gravedad de los hechos, de lo detestable del sheriff y de la muerte de su amigo; vuelve a convertirse en ese monstruoso ser al que una devota esposa consiguió transformar. Aquí sí volvemos a ver a un fantasmagórico pistolero que ni tan siquiera ve reflejado su rostro en el espejo y que sin perdón ejecuta a cuantos hombres se pongan a su paso, y posiblemente no solo por vengar la muerte de su amigo y la indignidad a la que sometieron a una prostituta, también por volver a ser lo que nunca dejó de ser, ese borracho pistolero sin compasión que la ética de los tiempos de ahora ya no perdonan.

    Por el contrario, en las otras dos sí hay ese ya fácil recurso de la inversión del héroe que de tanto utilizarlo queda mellado como instrumento de captación/implicación afectiva/empática (la inmolación final en Gran Torino es suficiente ejemplo, así como las carencias/trampas de guión/diálogos en cuanto a la transformación del trasnochado republicano americano medio con ese despliegue de tópicos en su vínculo con los amarillos y demás frases gastadas y previsibles, así como en Million la abnegación y ejemplaridad pía en confrontación con el dibujo inicial de un personaje gastado y hastiado, y, cómo no, la perversa familia de la joven o no tan joven bexeadora – es conveniente revisar estas dos películas para comprobar que son excelentes, pero no magistrales por esa facilidad con lo maniqueo -), y que tengo la sensación utiliza el norteamericano para limpiar ciertos discursos/pátinas de su pasado, pero siempre desde ese personaje del antihéroe que tanto le gusta. Creo sinceramente que una obra reciente como Dheepan (2015), desde la óptica inversa del inmigrante, revisa (estamos de revisiones) Gran Torino, y con mayor sinceridad, impoluto discurso y con un final de complicada e irónica lectura, la hace aún superior película.

    Y claro que Raíces profundas está entre las más grandes del género, pese a una pelea en la cantina mal filmada y montada ( no solo por la evidencia de los dobles ), pues sí observo ese lirismo tan necesario en una historia como esta. Y no es solo por atesorar uno de los finales más hermosos y estremecedores jamás contados, que nada impresionarían sin todo el proceso anterior. La sutiliza a la hora de plasmar la relación entre el padre, la madre, el niño y el extraño visitante es proverbial y de una sensibilidad mayúscula, que convierte lo sencillo en insondable. No es solo una película maravillosa sobre el “pistolero” como arquetipo, es mucho más en su aparente ingenuidad. Es uno de los mejores retratos psicológicos de personajes, y eso solo está al alcance de muy pocos ( cuan sobrevaloradas son muchas películas de Bergman y sus plúmbeos análisis, pues dos sencillos planos, dos silencios y dos gestos son capaces de contar mucho más sobre el animal humano, que diálogos y psicoanálisis eruditos, y si no que se lo digan al gran John Huston ). Si hay una película con “niño” descomunal es Raíces Profundas. Todo es un compendio de afectos asomados, de pasiones imposibles, de renuncias lastimeras, de fascinaciones ancestrales, pues el personaje del padre es, tal vez, el más descomunal de toda la película. Un hombre como pocos que no se viste de grandeza ni de falsos orgullos, que tiene que asumir su derrota en un mundo ausente de verdadera hombría y que visita los lugares más desoladores del ser humano, esto es, que su hijo sienta a otro padre y que su mujer vea despertar pasiones ya olvidadas … Y todo ello con la mayor generosidad, hondura y hombría. Una obra formidable, muchísimo más compleja de lo que aparenta y que ha sido, es y será un monstruo para el cine de su género. Un abrazo.

    • Como suele suceder, tu comentario acaba siendo un artículo en sí mismo, repleto de observaciones interesantes que me llevan a repasar todas las películas que citas, además de las dos que ocupan este artículo. Aunque hace muchos años que no he vuelto a ver «Sin perdón» (pero me han entrado ganas de hacerlo pronto), la recuerdo como una película con muchos momentos estremecedores pero con cierta tendencia al subrayado, mientras que las otras dos, a las que hace tiempo dediqué un artículo uniéndolas a «Poder absoluto» para hablar del Clint Eastwood humanista, me parecen más maduras y conseguidas. Y soy consciente de que ese señor lleno de contradicciones que es Eastwood puede que utilice sus respectivas historias y los buenos sentimientos que en ellas expresa a modo de particular penitencia moral. Sin embargo, el supremo talento con que lo hace, con que juega con lo que pudo ser mero sentimentalismo para convertirlo en lícita emoción, a mí me vence y me convence. Sobre «Raíces profundas» retengo, en especial, tu afirmación de que el padre es el personaje más descomunal de toda la película: Van Heflin realiza una actuación conmovedora a partir, como bien señalas, de la generosidad más abnegada.

      Un abrazo.

  2. Fernando dijo:

    Exactamente tal como nos tienes acostumbrados, José Miguel… De nuevo, otro excelente artículo dentro de la gama de los ‘comparativos’, centrado esta vez únicamente en el cine. ¡Gracias!

    Me gustaría añadir a tu aseveración de que fue ‘El Jinete Pálido’ la película que dio reconocimiento a Eastwood como director, que, en realidad, Clint Eastwood gozó de casi inmediata aceptación y como uno de los a tener muy en cuenta en el futuro, tras su primera incursión detrás de la cámara, con aquella —todavía hoy de muy buen ver— ‘Escalofrío en la Noche’, aunque eso sí; guiado en sus pasos por su buen amigo, el director Don Siegel, a quien muchos conocedores atribuyen en gran parte la autoría del filme, si bien en la sombra.

    De cualquier forma, Eastwood supo finalizar la película antes de lo acordado y por debajo del presupuesto concedido, además de rebajar sus honorarios como actor por permitírsele dirigir. Ello, en el universo Hollywoodiano dominado por Mister Dólar, sumó muchos enteros al prestigio que para Eastwood, directoralmente, acababa de comenzar.

    Si bien el argumento de ambas películas soporta la comparación, como muy bien nos cuentas, llevar ello a sus principales personajes: un pusilánime en aspecto Ladd y un impresionante en aspecto Eastwood (sólo su sombrero se carga ya de un plumazo lo habitual) nos avisa de inmediato sobre posibles ‘modi operandi’ muy distintos en cada héroe, lo cual separa un poco los filmes entre sí, si bien, al final, el resultado va a ser el mismo.

    La lectura de ‘Raíces Profundas’ (para mí, título contundente pero simplista del que puede esperarse cualquier cosa, sirviendo tanto para un roto como para un descosido) se me antoja algo diferente en la versión original al poder escuchar a Ladd con su propia voz. Ese sentimiento que en español podría comunicarnos de que es ‘poquita cosa’, no lo hace tal en inglés, pues su voz grave, profunda y muy de ‘hombre hecho y derecho’ le confiere de inmediato capacidad para resolver.
    Y claro que a la voz de Arsenio Corsellas (que es la que creo tú habrás escuchado para escribir el artículo) no puede negársele resolución, pero es que con Ladd con Corsellas pega poco.

    Imagino que quizás haya sido elección explícita tuya el no referirte al doblaje en este texto, porque, quizás, supondría demasiados centros de atención en el relato, pero bien pudiera ser que no hayas ni siquiera pensado en ello.
    Y como ver cine en España pasa en la mayoría de los casos por el tamiz del doblaje y sus privilegiadas voces, me atrevo (por parecerme interesante) a mencionar que el primer doblaje de ‘Raíces Profundas’, hecho en 1954 y hoy desaparecido, está entre los más deseados por los amantes de este arte cinematográfico propio de nuestro país.

    Seguro que tú, gran conocedor del doblaje clásico, puedes imaginarte la diferencia en percepción del filme oyendo a Ladd con la cautivadora voz de Juan Manuel Soriano, en vez de la metálica de Corsellas, en este redoblaje de 1963.
    En cambio, Maribel Casals en lugar de Elsa Fábregas para la madura Jean Arthur y Felipe Peña en vez de José Luis Sansalvador con Van Heflin, no creo hayan desmerecido del doblaje original. Queda la incomprensible decisión de dotar al sinuoso Jack Palance con la ensoñadora voz de Rafael Navarro y, además, en ambas versiones… Menos mal que Palance no abre mucho la boca durante el metraje…

    Del Eastwood doblado por Constantino Romero digo poco, o mejor nada, pues también entra para mí —y muy de lleno— en el manual sobre ‘Qué no hacer en Doblaje’

    Termino, sonriendo aún con tu referencia a Cook Jr.

    • ¡Muchas gracias a ti por leerme, claro! En cuanto al doblaje, si no hablo de ellos en los comentarios es porque ya alargarían unas extensiones que ya me dicen que son tremendas. Pero aprovecho el momento. Como alguna vez hemos comentado, hace ya muchos años (desde que los dvds, blurays y demás me liberaron de la tiranía de la única versión disponible, la doblada) que apenas veo otra cosa que vose, si bien reconozco que eso no me ha dado la necesaria familiaridad para poder juzgar completamente una interpretación vocal. Eso sí, ahora me doy cuenta de la enorme modificación que sobre una interpretación supone una voz superpuesta (y las implicaciones subsiguientes de relacionarlas con el prototipo de actor en que se encasillaron dichas voces: M. Cano como galán suave, Rogelio para personajes volcánicos, etc.), por no hablar de intolerables detalles como las múltiples modificaciones de la censura sobre los diálogos o la amputación de la banda de sonido en los doblajes televisivos de los años 70…

      Alan Ladd doblado por Arsenio Corsellas resulta todavía más soso que el original, en que la voz añade nueva personalidad al actor (lo de «nueva», claro, es una ironía). De hecho, el Corsellas de los años 50 es un doblador que, salvo ocasiones muy concretas, cumple, es eficaz, pero carece de la magia de otros grandes. A mí cuando me parece que se convierte en una voz espléndida es a partir de los 70, cuando su timbre antes tan bien templado se quiebra, se «proletariza» (esta expresión es una broma que he cruzado muchas veces con nuestro común y querido amigo Montalvo, pero que creo que define bien el cambio de su voz). El carisma y la increíble simbiosis de que era capaz de Soriano con cualquiera de los múltiples galanes a los que dobló en los 50 harían de Shane otra cosa. Eso sí, Sansalvador está excelente doblando a Van Heflin, lo mismo que todos los demás del reparto (Peña está formidable como el cacique)… salvo un Rafael Navarro cuya voz parece ya vocalizar con dificultad, no sé si por algún problema de salud o porque a esas alturas ya no doblaba con la misma frecuencia (¿posible atrofia de su talento natural?).

      P.D. Es cierto: «Raíces profundas» es un nombre que no dice nada antes de saber de qué va la película, pero una vez vista considero que posee una considerable fuerza, y complementa muy bien el original de «Shane» (ya se sabe que a los distribuidores españoles no les han gustado nunca los títulos constituidos por un nombre propio, y de ahí tonterías como «Hoffa, un pulso al poder», «Kafka, la verdad oculta» y demás). En este caso, se une a parejas muy conseguidas de títulos original/hispano, como «The crowd» frente a «Y el mundo marcha».

      En fin, soñemos con que algún día reaparezca ese doblaje perdido. Lo han hecho otros, de modo que todo es posible. Un abrazo, como siempre.

  3. Rik dijo:

    ¡Shane! Llévame contigo.
    Yo también fui ese niño.
    Querido amigo. Hay otro tema que, respetuosamente, sugiero que deberías desarrollar: el fuera de la ley que se ve obligado a volver al camino oscuro. Por ejemplo, Ladd aquí. O Mitchum en Retorno al Pasado (Torneur, 1947); o Viggo Mortensen en Una historia de violencia (Cronenberg, 2005).
    Muchas gracias por tu blog.

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  5. benariasg dijo:

    Ayer me hice una sesión doble con las dos pelis y hoy releo tu extraordinaria entrada sobre el tema. Es admirable cómo pones el acento en lo que importa de estas dos obras maestras, una más maestra o quizás más actual que la otra; pero magníficas en su continuidad histórica. Una gran experiencia estética.

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