Los robots de Isaac Asimov

Primera Ley. Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sea dañado.

Segunda Ley. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.

Tercera Ley. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

Las Tres Leyes de la Robótica, por Isaac Asimov

La entrañable edición de Los robots de Asimov por Martínez RocaEn el número de marzo de 1942, la revista Astounding Science Fiction, entonces bajo la dirección del mítico John W. Campbell, publicó un relato de un joven escritor cuyo nombre delataba su origen ruso, Isaac Asimov. El cuento, titulado Círculo vicioso (Runaround), giraba en torno al peligro mortal a que un par de operarios sobre la superficie de Mercurio se ven sometidos por el aparente malfuncionamiento del robot del que depende su seguridad, que parece haber perdido (hablando en términos humanos) la cabeza. El problema, acaban descubriendo, es que el ser mecánico, debido a la particular naturaleza de la superficie mercuriana, se ha visto sometido a un dilema irresoluble por culpa de las tres leyes que todos los robots llevan insertadas en sus avanzados circuitos con el fin de impedir que puedan hacer daño al hombre. Con el tiempo, Asimov habría de convertirse en uno de los escritores más populares del género, pero él siempre manifestó que su gran orgullo era, precisamente, haber imaginado esos principios que otorgaron un baño de realismo a un tema, el de la inteligencia artificial, que hasta entonces solía desarrollarse bajo el unidimensional esquema de la máquina que se rebela contra su creador, en el sentido del primer ser artificial de la literatura, el monstruo de Frankenstein. Él no dejó de repetir cómo los científicos le habían señalado en más de una ocasión lo muy sensata que sería la aplicación real de esas Tres Leyes en el inevitable momento en que los robots dejaran de ser una mera especulación literaria. De hecho, descubriría con el tiempo que él era el acuñador de un término hasta entonces inédito que hoy ha hecho carrera: «robótica».

Isaac Asimov (1920-1992) es uno de los raros practicantes de la ciencia-ficción que tenía una sólida formación científica. Graduado en bioquímica en 1939, durante muchos años impartió clases en la Universidad de Boston. Además de escritor de ficción, fue un celebrado divulgador, y no solo científico (obras como El universo o El electrón es zurdo y otros ensayos todavía siguen leyéndose), sino de muy diversos campos, entre ellos la Historia (reconozco sin empacho alguno haber disfrutado —mis profesores de la universidad se habrían horrorizado— con sus muy amenas y clarificadoras síntesis sobre el medievo o sobre la historia de los Estados Unidos, que en España ha publicado Alianza en su totalidad bajo el título de Historia universal Asimov).

Es posible que su saga de la Fundación siga siendo la obra más conocida de su trayectoria. Su origen estriba en un conjunto de relatos, escritos con propósito serial, publicadas durante los años cuarenta en la ya señalada revista Astounding, que en los años 50 fueron publicadas en formato de libro y en tres volúmenes (Fundación, 1951; Fundación e Imperio, 1952; Segunda Fundación, 1953). En la última década de su vida (entre 1982 y 1993), en la que retomó furiosamente la ficción literaria que entre medias había descuidado un tanto en beneficio precisamente de la divulgación, cogió esta trilogía como eje vertebrador para cohesionar en torno a ella todas las series, novelas y relatos de su carrera con el objeto de crear una especie de coherente historia del futuro.

Isaac AsimovDe hecho, Asimov fue amigo de enhebrar ficciones de distinta procedencia desde sus primeros años. En 1950, reunió nueve relatos publicados a lo largo de la década anterior en una antología a la que dio el título de Yo, robot1, preocupándose por darles una especie de hilo conductor. Varias décadas después, en 1982, cogió todos sus cuentos sobre robots publicados hasta la fecha y lanzó una antología «definitiva» que apareció como The Complete Robot. En España fue publicada como Los robots por la entrañable editorial Martínez Roca: es el libro que me abrió al autor y a sus creaciones, y le tengo un cariño notable, conservando como oro en paño mi ejemplar (y la etiqueta con el precio pegada por detrás, que me recuerda que, en 1984 y en El Corte Inglés, costaba 1200 pesetas de la época: debió de ser un buen regalo de Reyes). Los robots cuenta con numerosas interpolaciones del autor comentando las diferentes secciones que lo componen y revela que no solo los relatos no están agrupados por orden de publicación sino que sufren pequeñas alteraciones realizadas, una vez más, para otorgar una coherencia cronológica que en origen no tenían. Es un pequeño fastidio, pero tampoco importa mucho.

No he leído ninguna obra del autor posterior a esta antología, de modo que cuanto voy a exponer afecta a sus creaciones anteriores, y en especial a las escritas durante sus dos primeras décadas profesionales, los años 40-50.

El contexto cronológico de los relatos de robots se sitúa, como núcleo central, en las primeras décadas del siglo XXI (el entonces joven escritor se dio un margen de más de medio siglo desde el momento en que las escribió que entonces parecía muy lejano: ¿hay que recordar que ya hemos alcanzado el año 2001 y, de momento, los vuelos tripulados más allá de Júpiter son una pura quimera?). El invento fundamental que permite la avanzada inteligencia artificial es el cerebro positrónico, una creación infinitamente compleja en cuyo interior están insertadas las Tres Leyes que encabezan este artículo. Esas leyes suponen una protección del hombre contra una criatura mucho más fuerte y, en un sentido lógico, superior. Asimov subraya que solo son en ese sentido: el lógico, pero no en el razonable, y en esta diferencia de matiz, que subraya la incapacidad del robot para escapar del margen que ha establecido su programación, que le impide el acceso a la imaginación, radica la diferencia entre el ser humano y su creación.

Portada americana de The Complete Robot, de Isaac Asimov, en España Los robotsLa patente de esta gran creación científica la posee la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos, también llamada U.S. Robots. Esta compañía no vende nunca sus robots; solamente los alquila, para reservarse en todo momento el derecho de revisión y reparación. El motivo principal es evitar los riesgos de un uso indebido de unos seres que sabe que son recibidos con notable hostilidad por un ser humano que ante ellos desarrolla un inevitable complejo de inferioridad que lo lleva a detestarlos (Asimov le dio el significativo nombre de «complejo de Frankenstein»). De hecho, las leyes terrestres prohíben la libre circulación de robots por el planeta, de tal modo que están confinados en las instalaciones de la compañía o lugares muy concretos para los que se ha recibido autorización especial. Por lo mismo, y en un intento por hacer familiares a los robots, estos reciben nombre humano a partir de su registro de fábrica: así, LNE se convierte en Lenny o RB-34 en Herbie. Craso error, pues precisamente ese aspecto humanoide es lo que alimenta la leña del rechazo a los robots.

El grueso de los relatos de Asimov sobre robots gira en torno al conflicto entre esa humanidad que teme verse reemplazada como el animal más inteligente de la creación y esos seres artificiales que, en el fondo, suponen una metáfora de la esclavitud. Para ello, el escritor inventó varios personajes. Los primeros fueron los «comprobadores de campo» Powell y Donovan, los especialistas de la compañía en observar sobre el terreno el funcionamiento de los robots de la compañía: son protagonistas de cinco relatos, el segundo de los cuales es el ya mencionado Círculo vicioso. En su condición de solucionadores de problemas padecen el clásico defecto que lastra a (casi) todos los personajes de Asimov: son carcasas vacías sin otra función que conducir la trama para el lector.

Los relatos de robots más característicos del autor son los que protagoniza Susan Calvin, la robopsicóloga de la U.S. Robots, un personaje con potencial para haber sido memorable en las manos de un escritor capaz de dotar de carnalidad a sus criaturas de ficción. Calvin, definida en un relato como una «dama [que] tiene hiperespacio en el corazón y helio líquido en los ojos», es una mujer de aspecto físico poco agraciado, mirada acerada y notable inteligencia analítica, de quien se dice que ama más a los robots que a los seres humanos. Su papel dentro de la compañía es evaluar las situaciones de conflicto provocadas, precisamente, por la obligada sujeción de los robots a las Tres Leyes: no cabe duda de que los mejores cuentos de la antología son varios de los que en ella aparece.

Con notable machaconería, Asimov insiste continuamente en su inevitable frustración sexual, la cual, cuando menos da pie a una buena situación en el relato ¡Embustero!: éste gira en torno a un robot que, por razones desconocidas, ha desarrollado telepatía; al poder leer en las mentes de sus amos humanos sus secretos anhelos, la Primera Ley, para proteger la autoestima de estos, le obliga a mentir y, en el caso de Calvin, le hace creer que el más prometedor ejecutivo de la compañía se ha enamorado de ella: en el casi terrorífico final, la doctora destruye literalmente el cerebro del robot telépata repitiendo sin cesar, como un mantra, una proposición que obliga a éste, enloquecedoramente, a tener que escoger el mal que puede ocasionar a dos humanos por las mentiras que les ha dicho en su intento de proteger el ego de estos en respeto a la Primera Ley.

Isaac Asimov's Science Fiction Magazine Summer 1977Es hora de señalar que los relatos de Asimov no son memorables. El autor de origen ruso (en lo que yo conozco) nunca se preocupó por eso que se llama estilo, lo que limita gravemente el alcance de sus buenas ideas. Pues que su obra abunda en estas es algo que no se discute (sin ellas, hoy estaría completamente olvidado), pero tampoco que carecen de la fuerza dramática, del sentido de la atmósfera y de la capacidad para trascender el mero soporte de un argumento ingenioso (esto se nota mucho en su famosa novela El fin de la eternidad). Asimov apoyaba la progresión argumental de sus ficciones en el diálogo, pero no se preocupaba apenas por caracterizar a sus personajes más allá de un par de tópicos recurrentes en el caso de aquellos a los que recurrió en más de una ocasión. Sus relatos, además, siempre parecen estar pensados en función de un hallazgo sorpresivo final, lo cual provoca que su desarrollo se haga muchas veces fatigoso. No es, por tanto, un gran escritor, sino un artesano de la pluma que no parece que nunca reflexionara sobre su oficio: en este sentido, justo es reconocer que su modestia expresiva resulta eficaz cuando el relato no depende de elaboradas construcciones dramáticas.

Ahora bien, si es posible que Asimov no fuera un gran escritor, no cabe duda de que sí fue un magnífico psicólogo, un hombre con una especial capacidad para comprender los miedos del ser humano, su facilidad para dejarse llevar por los más acendrados prejuicios, su resistencia al cambio, a cualquier cambio: aquí se encuentra la clave de lo mejor del autor, de su dramaturgia. El conflicto entre la fragilidad del concepto de lo humano y el miedo que supone ese espejo en apariencia perfecto que es el robot da pie a numerosos hallazgos reflexivos que es lo que garantiza la perdurabilidad del escritor.

Uno de los mejores relatos de la colección, Esclavo en galeras, sabe unir en su discurso todos los elementos dramáticos de la propuesta asimoviana. Un importante científico acusa al robot que emplea su universidad (y cuya función principal es la corrección de las pruebas de imprenta de los libros a publicar) de haber destrozado su reputación al realizar un estropicio con la obra que debía ser la culminación de su carrera. Por supuesto, Susan Calvin sabe que el científico (notorio defensor de las tesis antirrobot) miente, pero se trata de probar que ha utilizado las Tres Leyes para conseguir que la máquina no revele la verdad. El cuento (que adopta la siempre agradecida fórmula del thriller judicial) reúne así la sutileza psicológica, la denuncia del abuso de quien se considera superior sobre el inferior y un inesperado rasgo final que hace que la misma Susan Calvin, tan poco benévolo con las debilidades humanas, no pueda evitar «sentir un acceso de simpatía hacia el hundido hombre».

Asimov tiene la virtud de obligarnos a adoptar, cuando así lo desea, el punto de vista del robot, a veces más inquietantemente humano que los humanos. En uno de los relatos de Powell y Donovan, Razón, estos descubren que el robot que debe dirigir una apartada instalación espacial no reconoce ser una creación del hombre (en el aislamiento en que ha sido conectado, su lógica le indica que es ridículo que los amos puedan ser unas criaturas tan débiles) y se convierte en algo así como en el profeta del verdadero dios, el ordenador de a bordo. En otro cuento, Qué es el hombre, la U.S. Robots, como último intento de acabar con los prejuicios antirrobots que amenazan con poner fin a su existencia, crean un nuevo androide en el que potencian la Primera Ley de tal modo que su principal función sea buscar como sea la solución a ese callejón sin salida psicológico. En apariencia, este soluciona el problema sugiriendo que la inteligencia artificial abandone para siempre la forma antropoide y reduzca la versatilidad de sus funciones (así, por ejemplo, un robot con forma de insecto para acabar con las plagas agrícolas y solo eso). Sin embargo, el final del cuento deja una impresión helada en el ánimo del lector: el robot, recluido en un almacén de la empresa (de acuerdo con la estrategia planteada por él mismo para no incomodar con su presencia humana), acaba razonando que, para el mejor cumplimiento de la Primera Ley, antes debe resolver correctamente el concepto de «qué es el hombre»… y acaba asumiendo que él y los robots como él son los que mejor responden a esa pregunta. Así pues, desde ese almacén comienza a diseñar el nuevo futuro.

Edición doble de Bóvedas de acero y El sol desnudo, en AlamutAhora bien, no es en los cuentos donde Asimov aprovechó mejor este rico juego psicológico a partir del concepto de los robots y las Tres Leyes, sino en otro ciclo, el dedicado al policía Elijah Baley, protagonista de dos magníficas novelas, Bóvedas de acero (1953) y El sol desnudo (1956) —ambas recientemente publicadas en comandita por Alamut—, la primera de las cuales es además un clásico indiscutible de la ciencia-ficción de todos los tiempos. Por cierto que Baley (en mi opinión, el mejor personaje de Asimov) fue resucitado por su creador en los años 80 para convertirlo en pieza central de ese universo que une las sagas de la Fundación con las de los Robots, lo cual ya excede de los límites de este artículo.

En principio, y fuera del hecho de que en ella también está presente la invención del cerebro positrónico y las Tres Leyes, la Tierra donde transcurre la primera de las dos novelas (en la segunda, Baley viaja a otro mundo) nada tiene que ver con la muy reconocible del ciclo de los robots. Al contrario, es una Tierra hiperpoblada, por tanto con menguados recursos y que sufre un fuerte complejo con respecto a los otros mundos de la galaxia, que una vez fueron colonizados por sus antepasados, pero cuyos descendientes han desarrollado sistemas muy prósperos que les empujan a mirar con condescendencia a su mundo-madre, deseando tener el menor contacto con él, temiendo su «contagio» (moral, pero también literal: las enfermedades ya no existen fuera de nuestro planeta). La población ha abandonado la luz del sol para concentrarse en enormes ciudades cubiertas por esas bóvedas a las que se refiere el título, organizándose la vida mediante un conjunto de reglas y estratificaciones sociales que recuerdan mucho al feudalismo medieval, por cuanto perder el puesto que uno posee en ese entramado significa convertirse, casi literalmente, en un paria.

Bóvedas de acero brilla particularmente en una de las grandes virtudes de Asimov: su capacidad para la descripción de sociedades futuristas que resultan inquietantemente coherentes. Es evidente que la combinación entre su formación científica, su inquietud intelectual por cualquier faceta de la creatividad humana y su profunda inteligencia se añadieron al amante de la literatura popular para conseguir la expresión de unos mundos futuros que parecen alarmantemente posibles. Asimov siempre sabe anticipar posibles evoluciones de la humanidad sin caer en el antiutopismo fácil y sus especulaciones futuristas desprenden una sensación de familiaridad que nos obliga a reconocer que, a poco que el ser humano se descuide o prescinda del necesario equilibrio ecológico, no son tan ficticios como parecen.

Pues bien, en esta Tierra, el robot es el símbolo de ese rechazo de los sufridos y gregarios terrestres por los avanzados y altivos espaciales. El detective Baley debe investigar el asesinato de un espacial sucedido en un enclave que aquellos tienen en la Tierra, vecino a la ciudad de Nueva York, para lo cual se le obliga a aceptar la colaboración de un ser mecánico cuya rutilante apariencia remeda con perfección al ser humano: R. Daneel Olivaw (la inicial es de robot, claro). Asimov construye un magnífico relato apoyado dramáticamente en el antagonismo, en todas sus consecuencias, entre las categorías que el ser humano crea para intentarsubrayar, patéticamente, su imposible aspiración a ser una criatura completamente original reafirmándose dentro de una tribu en la que, paradójicamente, vuelve a despersonalizarse (categorías que hoy justifican distintas formas de etiquetarnos que llamamos religión, nacionalismo, freakismo, etc.).

Y en el que brilla esa ya mencionada ecuanimidad para rehuir el maniqueísmo o la tendenciosidad: su protagonista no es un héroe sino un hombre que, sabiéndose un profesional minucioso e inteligente, consigue abrir su mente a la posibilidad de que sus prejuicios lo estén encerrando (a él, y por extensión a toda la humanidad) en un callejón sin salida que, para mejor: ya se sabe el viejo adagio de que «cuando no tenemos lo que nos gusta, procuramos que nos guste lo que tenemos», y que bajo su aparente cualidad de saludable estoicismo, hace que el hombre se deja engañar por la ilusión de que la prisión que él mismo se ha fabricado no tiene muros.

Edición norteamericana de El sol desnudoEn El sol desnudo, Asimov saca a Elijah Baley de la Tierra y, forzando literalmente su descubierta capacidad para abrirse a la luz, lo envía a Solaria, un planeta que es la antítesis perfecta de la Tierra: un mundo mínimamente poblado y tan superlativamente hipertecnológico que sus habitantes han renunciado al contacto personal (que les horroriza: para ellos es un sacrificio el roce obligado para una mínima procreación) y vive cada uno aislado en sus extensas y cómodas propiedades. Un mundo en el que todas sus necesidades están atendidas por robots (¡diez mil por cada humano!), en que no hay enfermedades (de ahí que su longevidad sea notable, alcanzándose con facilidad los dos siglos de edad) y tampoco delitos. La comisión del primer asesinato cometido en ese mundo es lo que conduce a la búsqueda de un especialista, y la reputación ganada en el anterior caso es lo que lleva a Baley a ser enviado a Solaria, una vez más con la ayuda de R. Daneel Olivaw. La intriga subsiguiente, de nuevo, posee el doble aliciente del magnífico dibujo de un mundo futuro y la capacidad del autor para tensar la psicología de quienes padecen una forma unidimensional de contemplar el mundo. Y una vez más, sus amados robots, armados y a la vez desarmados por las Tres Leyes para iluminar las propias barreras que el hombre construye en torno a sí mismo, son los que proporcionarán las claves para solucionar el caso y, de paso, abrir otra rendija en esa coraza del prejuicio humano.

Resulta de lo más notable que este escritor, que siempre aparecía sonriendo en las solapas de sus libros, que es uno de los pocos nombres de la ciencia-ficción clásica al que el aficionado siente cercano por su probada capacidad para comunicar con el lector (exhibida tanto en sus libros de divulgación como en los innumerables prólogos y comentarios tanto a su propia obra como a la de los demás), en fin, que este escritor de imagen  tan afable y benévola fuera tan excelente retratista del levantamiento de castas dentro de la sociedad de todo tiempo y lugar, del revanchismo social, del egoísmo antropológico que caracteriza a la raza humana, en suma. Tal vez porque él mismo —miembro de tres grupos que, como los robots de sus fábulas, sufrían rechazo por parte de quienes se sentían miembros sin mácula de la casta principal de la América que él vivió: emigrante, ruso, judío— padeció en sus carnes ese mismo recelo más o menos latente, Asimov fue bien consciente de que el hombre es una criatura nacida para la sospecha, para la desconfianza de las intenciones de sus semejantes, aun cuando sea por interposición de esos seres a los que tanto se parece pero cuya aparente perfección le recuerda, inexorable, su propia imperfección.

Ahora bien, humanista convencido de la capacidad del ser humano para superar sus miedos bajo el alimento del conocimiento y la generosidad, convirtió su obra en un canto por la destrucción de barreras, por la igualdad de oportunidades, por la mirada franca hacia quienes nos rodean. Sus robots, evidente metáfora del camino sin salida hacia el que puede tender una humanidad que se recluya en confortables visiones del mundo basadas en la exclusión de quienes no responden a un esquema mental prefijado, siguen ofreciéndonos un sugestivo campo para la reflexión. Es por ello que, si creo adecuado afirmar que Asimov careció de una visión personal en lo estético, en lo estilístico, sí la tuvo en grado sumo en lo ético. Es posible que no sea un gran escritor, pero desde la modestia que baña su obra, sigue brillando con luz propia su admirable capacidad para hacernos reflexionar sobre esa máquina al tiempo tan sofisticada y tan defectuosa que es el ser humano.

Imagen de la horrible película Yo, robot, al servicio de Will Smith

1 Bajo este título se estrenaría en el año 2004 una película que alega inspiración en el mundo de los robots de Asimov, pues aparecen las Tres Leyes y diversas creaciones del autor (de la compañía fabricante a personajes en apariencia entresacados de su literatura). Ahora bien, en realidad es una perversión de los conceptos de su autor, con el que prácticamente nada tiene que ver, pues no es otra cosa que un vehículo al servicio de su protagonista, al cual se subordina absolutamente todo, siguiendo además las reglas de las action movies de la época (múltiples escenas  donde el protagonista se comporta como un superhombre, un héroe de «diseño» falsamente existencial que se cree en la obligación de soltar una gracieta presuntamente irónica cada vez que abre la boca…). Vamos, que si el film se hubiera llamado Yo, Will Smith solo habrían picado los admiradores (cuantiosos, eso sí) del Príncipe de Bel-Air.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 respuestas a Los robots de Isaac Asimov

  1. ¡Muy interesante! Desde hace un tiempo estaba intentando averiguar más de Asimov.

  2. PARA LOS INTERESADOS EN DISTINGUIR NOVELAS VIVAS DE NOVELAS MUERTAS.

    Marcel.

    ________________________________

  3. A propósito de robots, de Isaac Asimov, y porqué no, del cincuenta aniversario de la serie Star Trek (TOS), que ya está a la vuelta de la esquina, toda esta mano extranjera robotizada trae de vuelta a mi memoria uno de mis títulos predilectos de la ficción estadounidense de serie B, ‘Forbidden planet’ (Planeta prohibido, 1956), de Fred M. Wilcox. Inolvidable la mecánica artificial del entrañable «Robby», obedececiendo al adecuado cumplimiento de las leyes de la robótica ideadas por el escritor y bioquímico ruso Isaac Asimov, lógica que explica el estallido eléctrico del mismo ante la orden de destruir el «Id» de su creador, el doctor Morbius (Walter Pidgeon). Esta sugerente obra de ciencia ficción- adaptación libérrima de ‘La tempestad’ de William Shakespeare-, en un ambiente retro-futurista fue, como bien sabemos, el título seminal que inspiró el guión del notorio episodio «Requiem for a Methuselah» de la mítica serie original Star Trek. El vanguardismo de su música electrónica es impresionante, los paisajes de rocas puntiagudas, su cromatismo radiante, otoñal y «lunar», y los decorados me maravillan…

    Robots y materializaciones del pensamiento primitivo (instintivo), desde razas extinguidas de elevada evolución hasta el homo antecessor, ajeno a la lógica y la razón. Todos ellos son portadores del «Id», término que describe la base elemental del subconsciente de la mente, instigador del maquiavelismo, evocador del alter ego, el que condena y nos condena a la autodestrucción.Por ende, somos los que somos, criaturas del id…

    Un saludo desde La Aldea.
    Silveria

    • Completamente de acuerdo contigo en señalar los valores de ese entrañable clásico que es «Planeta prohibido». Hace tiempo, precisamente, le dediqué un artículo, del que te recuerdo el enlace:

      https://lamanodelextranjero.wordpress.com/2014/12/02/los-monstruos-del-id-estaban-en-el-planeta-prohibido/

      En cuanto a «Star Trek», no figuro entre los trekkies (no he visto, salvo de modo testimonial, episodios de la serie original), pero sí he visto algunas de las pelis, en concreto las tres primeras de la primera tripulación y las tres últimas. Precisamente, el reboot de J. J. Abrams me encantó, pero luego los siguientes capítulos también han ido bajando en interés, y el que se acaba de estrenar, aun entretenido, no me ha gustado mucho, entre otras cosas porque el director, Justin Lin, debía pensar que estaba en la saga esa de «Fast and Furious», de la cual parece ser que es responsable de varios de sus títulos más notorios, porque filma las escenas de acción con planos tan cortos y rápidos que yo no he conseguido saber qué rayos estaba pasando en ellos.

      Pongo también un enlace a mi artículo del primer «Star Trek» de Abrams:

      https://lamanodelextranjero.wordpress.com/2013/07/02/el-regreso-de-los-tripulantes-de-la-enterprise/

      • He releído tu artículo sobre ‘Planeta prohibido’, interesantísimo todo. En cuanto al enlace del primer ‘Star Trek’ de Abrams, decirte que lo considero un universo comercial y efectista que en absoluto me interesa. De hecho, de ‘Star Trek’ lo único que me apasiona es la serie original (TOS) y nada más, ya que lo que vino después me parece un «producto», un «ente mutado» alejado años luz del espíritu innovador, artístico, filosófico y literario ideado por su creador, Roddenberry.

        Como bien sabrás, en la década de los 50 y 60 las series de televisión estadounidenses gozaban de talento y creatividad, mucha creatividad. He de confesar mi predilección no sólo por esta serie sino también por»Alfred Hitchcock presenta» (aún tengo muchos capítulos pendientes por ver), «La dimensión desconocida» (The Twilight Zone, cuyo libro, por cierto, peca de tener una letra diminuta) y «Rumbo a lo desconocido» (The Outer Limits), series que dignificaron la ciencia ficción emitida en la pequeña pantalla y que, como pocas, fueron capaces de elevarla la categoría de ARTE. Sencillamente excepcionales.

  4. Coincido contigo en mi admiración por la serie de Hitchcock (aunque solo he visto los episodios dirigidos por el mismo director inglés, hace ya muchos años) y por la Dimensión Desconocida (y también me compré el libro). En cuanto a la serie Star Trek, en cine, lo dicho: me gustó la película de J. J. Abrams (con reparos, el protagonista a la cabeza), pero el resto de películas que he visto de esa saga me han dejado bastante indiferente. Algún día intentaré recuperar la original, pero debo declarar que la serie de ciencia-ficción que está firmemente arraigada en mi memoria sentimental, porque la vi de pequeño y jugué muchas veces a ella, es la que pasa por ser su imitación, «Espacio 1999». Ah ese lanzador de rayos que los niños imitábamos encogiendo los dedos…

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