A principios de los 70, la productora británica Hammer Films, que había reinado en el género del terror gótico desde la segunda mitad de los años 50, daba ya síntomas de un alarmante decaimiento. En el campo del cine de vampiros, que había revolucionado en 1958 con el Drácula de Terence Fisher, acababa de conocer un intento de renovación con la llamada Trilogía Karnstein —inspirada inicialmente por el precioso relato Carmilla, del irlandés Joseph Sheridan LeFanu— que, en el fondo, solo buscó la explotación de la lujuria fácil (por entonces) del público natural del género, el masculino, ofreciendo abundante despliegue de desnudos femeninos para contar lo mismo de siempre. ¿Era total el agotamiento? Es triste, pero la productora tuvo entre manos la película que podía haber encabezado la necesaria renovación que precisaba, y que dejó escapar dándole un tratamiento calamitoso. Se trata de uno de los títulos menos conocidos del estudio, Capitán Kronos, cazador de vampiros (1972), una película que, situada en los mismos ambientes rurales y vagamente centroeuropeos de tantos títulos suyos, se permite cambiar las características y las reglas del juego tanto de las criaturas vampíricas como de los implacables cazadores que buscan su erradicación. La propuesta: un caza-vampiros que lucha no con una cruz sino con una espada y unos monstruos que no matan al modo tradicional, chupando sangre, sino esencias vitales.
El máximo responsable de Capitán Kronos no era un desconocido. Se llamaba Brian Clemens y era una de las grandes figuras de la televisión de los años 60, como creador de la famosa serie Los Vengadores. La abrupta cancelación de la misma hizo que Clemens buscara un nuevo espacio en el llamado séptimo arte. Inicialmente, como productor y coguionista de un buen thriller de intriga con atmósfera de terror, situado en la campiña francesa y que prefigura un tipo de película de horror abstracto en ambientes rurales que daría mucho juego poco después: De repente, la oscuridad (1970). Su siguiente oportunidad se la daría la Casa del Martillo, para la que escribiría el interesantísimo guión de Dr. Jekyll y su hermana Hyde (1971, Roy Ward Baker), donde refrescó de modo excitante el mito literario creado por Stevenson añadiendo un nuevo matiz a la dualidad de personalidad ideada por el escritor: el cambio de género unido a la transformación. La buena acogida de este film animó al estudio a concederle el mando completo de un nuevo proyecto, esto es, no solo la redacción del guión sino también la realización. Sería Capitán Kronos.
El personaje que responde por este nombre nada tiene que ver con el emblemático perseguidor de vampiros que Peter Cushing había encarnado en el ciclo de Drácula, el eminente profesor Van Helsing. Bien al contrario, Kronos es un soldado de incierto pasado («he perdido tanto como ganado batallas», responde a unos rufianes que le inquieren por sus actividades militares) en una incierta ubicación geográfica y cronológica, pero que parece situarse en esa nebulosa Mitteleuropa tan cara a la Hammer, en los tiempos posteriores a las guerras napoleónicas. A su regreso de la guerra, Kronos descubrió que su madre y su hermana se habían convertido en vampiras, y las tuvo que matar personalmente: de ello le queda el recuerdo (una vez más, muy sugerente visualmente) de unas cicatrices en el cuello que delatan la mordedura vampírica. Otra enorme cicatriz rodea su torso, sugiriendo por tanto un pasado de lo más agitado.
Kronos recorre Europa dedicado a perseguir vampiros y es reclamado por un viejo camarada, el doctor Marcus, para descubrir la naturaleza del mal que está asolando su comarca, y que él se resiste a clasificar como vampírico. En su empresa, Kronos viaja acompañado por el profesor Hyeronimus Grost, un sabio jorobado que aporta los conocimientos científicos a su empresa. Pues la principal habilidad del protagonista es su dominio de la espada, y una de las dos que porta es, nada menos, que una katana japonesa. La mera asociación visual ya admite jugosas evocaciones en la imaginación del cinéfilo amigo de lo heteredoxo.
Es una pena que el hombre elegido para tan sugestivo papel, el alemán Horst Janson, carezca del menor carisma y se limite todo el tiempo a posar frente a la cámara con el aire de una esfinge sin el menor misterio (y no intento parodiar, aunque lo parezca, a Oscar Wilde: es que ni siquiera saca partido de su inescrutabilidad natural para dotar de un mínimo carácter a su personaje). En cambio, los actores que interpretan a sus amigos son excelentes: John Cater, como Grost, sí recrea a la perfección el clásico personaje del amigo pintoresco del héroe, sabiendo denotar al mismo tiempo la debida particularidad y la necesaria modestia para no hacerle sombra. Y John Carson, encarnando al doctor Marcus, confirma la notable presencia que ya había paseado por otros títulos de la Hammer, y que en algunos momentos le otorga cierto aire a lo Christopher Lee.
Como he señalado, Clemens reformula el concepto de vampiro. Aquí, los no muertos no chupan la sangre de sus víctimas, sino que absorben su esencia vital (y, aun cuando no se especifica ni se muestra abiertamente, mediante un beso que deja el rastro de una gota de sangre resbalando de la boca): la plasmación visual de esta idea es soberbia, puesto que las jóvenes vampirizadas acaban convertidas en decrépitas ancianas cubiertas de arrugas. (Del mismo modo, a su paso, el vampiro seca las flores, agosta la vida). Otra buena invención de Clemens es el método (de sugestivas connotaciones esotéricas) que utilizan los caza-vampiros para detectar la presencia de sus enemigos: enterrar cajitas con sapos muertos en diferentes lugares del bosque; si el sapo revive, es que algún vampiro ha pasado por encima de él. Vampiros que, además, resisten la luz del día del mismo modo que nada les pueden las cruces, elementos tal vez demasiado sobados a esa altura de la Hammer y que ya suponían un mero cliché al que recurrir para acabar con los no muertos. Inclusive, contra ellos es inútil una mera estaca de madera en el corazón, sino que se requiere una espada con la hoja de plata, idea tomada tal vez del mito licantrópico.
En relación con esto último, la gracia del planteamiento que anima Capitán Kronos es que Clemens entremezcla, con abierto desparpajo, el cine de vampiros con el de capa y espada, y así, el enfrentamiento final entre Kronos y el no muerto conde Durward, como permitía anticipar el epitafio labrado sobre su tumba, que informaba de su condición de espadachín sin igual, es un combate de acero contra acero (es una pena que Janson también resulte una nulidad en su remedo de Scaramouche). Ahora bien, en determinada parte de la película (especialmente brillante), ésta incluso adopta el aroma de un western. Se trata de una larga secuencia, en una taberna que hace las veces de saloon, que comienza con una abierta referencia al Río Bravo (1959) de Hawks —un matón, para humillar a una prostituta, arroja la moneda que ésta le demanda a una escupidera en el suelo— y concluye con el momento en que Kronos afronta el reto de tres matones (de uno de los cuales, encarnado por Ian Hendry, ya sabemos por una escena anterior que también es muy hábil con el acero) que le provocan como si fueran pistoleros del Salvaje Oeste. De hecho, la escena está planificada como si los personajes estuvieran retándose a ver quién desenfunda antes, lo cual en efecto es lo que sucede: con las espadas envainadas, es Kronos quien extrae su arma antes que nadie, rebanándoles el cuello a los tres fanfarrones, ante la mirada atónita del siempre imprescindible tabernero. Momento que, para mayor regocijo, en su planificación también recuerda a esas fábulas de samuráis, con inequívoco sabor a tebeo, que se hacían como rosquillas en el Japón coetáneo y que hoy son objeto de culto por gente como Quentin Tarantino, cuyo Kill Bill las tuvo muy en cuenta.
También hay una inesperada, pero consecuente, referencia a un clásico del terror, si bien de otra procedencia geográfica, La máscara del demonio (1960): cuando el final descubre que la anciana lady Durward, ahora nuevamente joven, es la vampira oculta, ésta revela a sus espantados hijos que sus esfuerzos también han estado destinados a devolver de entre los muertos al amado esposo, muerto siete años antes, el cual aparece dispuesto a tomar la vida de la joven vagabunda aliada de Kronos. La inesperada aparición de éste impide el acto, y cuando el resucitado arroja lejos su capa, para mejor combatir, desvela que una parte de su deforme rostro todavía manifiesta las señales de la muerte, a la espera de una última víctima, justo como mostraba Barbara Steele (en su encarnación brujeril) en la escena final de la genial opera prima de Mario Bava.
Esta extrovertida combinación de elementos ajenos, claramente concebida con un sentido lúdico, acerca la película a la concepción del cómic, el arte narrativo donde es más fácil hacer que coincidan (bajo el mero capricho del dibujante) los componentes más disímiles. No estoy de acuerdo por ello en la referencia que suele hacerse a Solomon Kane, el espadachín puritano creado por Robert E. Howard, como el modelo utilizado por Clemens. Es cierto que ambos combaten engendros monstruosos con la fuerza de su acero y que hablan más bien poco, pero aparte de eso pocas más cosas en común encuentro entre ellos. De hecho, Kronos no es puritano en ningún aspecto y no le hace el menor asco a la compañía de una buena hembra: la andrajosa vagabunda a quien libera de un cepo —«He bailado en domingo», es la acusación que la ha llevado hasta allí, señala la muchacha— y une a su troupe (como he dicho, tendrá un papel fundamental en el desenmascaramiento final del vampiro, o de los vampiros, actuando de cebo), encarnada encima por una Caroline Munro más excitante que nunca. De hecho, para mí, Capitán Kronos contiene la más recordable intervención cinematográfica de esta entrañable actriz que brilló en el cine de género de los 70, de la serie Bond a las miserias italianas pasando por el terror inglés.
Con semejante entusiasmo por la heterodoxia, pocas películas encuentro capaces de concitar más interés metagenérico que ésta. Heterodoxia que, eso sí, no significa complacencia en lo chocante. En todo momento, Brian Clemens respeta las reglas básicas del género, de acuerdo además con las coordenadas visuales de los films de vampiros de la productora. En especial, destaca el conseguido sentido de desamparo ante el mal que domina el escenario donde transcurre la acción (siniestros bosques y verdísimas campiñas donde el mal parece agazaparse: la escasa presencia humana contribuye a crear una asfixiante sensación de ahogo, de que es imposible escapar a las criaturas diabólicas). Pero incluso entonces, Clemens es capaz de sorprender con lo inesperado: en determinado momento, una de las jóvenes campesinas entra en una iglesia, clásico refugio contra el mal, y como para confirmarlo, la sombra de una enorme cruz se cierne sobre ella. Sombra que, en un hallazgo genial, empieza a sufrir una transformación: los brazos horizontales se mueven amenazadores, anunciando la llegada del monstruo. Todo parece proteger a éste, pues. Así, en el ataque que sufre el doctor Marcus, la naturaleza entera se detiene, lo cual Clemens muestra, de modo muy eficaz en su simplicidad, congelando la imagen de los árboles movidos por el viento o las aguas del río deslizándose por su cauce.
Clemens extrema, asimismo, el erotismo tan propio del género y de un modo audaz: conectando directamente con el que manifestaban las primeras películas del estudio e ignorando ese grosero exhibicionismo físico de las coetáneas a su propio título (esto es, de la Trilogía Karnstein). La ausencia del burdo recreo gráfico permite recuperar el mejor y más turbulento sentido del erotismo de la Hammer, e incluso Clemens juega con las expectativas del público (masculino, se entiende): así, todas las mujeres que aparecen en la película son bellísimas (¿no hay ninguna mujer mayor en esa campiña?). Son evidentes, también, las implicaciones incestuosas con que se reviste la relación entre los dos hermanos Durward (que tiene un correlato, en la familia de campesinos, entre una de las jóvenes víctimas y su hermano tullido) o la intención de valorar el contraste entre erotismo y repulsión que provoca ver convertida la belleza juvenil de cuantas chicas caen víctimas del vampiro en la increíble degradación física en que acaban sumidos sus cuerpos ya exánimes. Por no hablar de la relación entre la joven andrajosa y su rescatador. Hay un instante memorable, por la polisemia que encierra con respecto a diversos elementos de la historia, en que se sugiere que Kronos gusta de juegos eróticos violentos: ella, con una mancha de sangre en un labio —es significativo—, le pregunta por qué la violencia rodea su vida, y es el oportuno momento en que Clemens incluye en los diálogos la referencia al trágico descubrimiento del vampirismo en su propia familia por parte del protagonismo.
Ahora bien, y pese a que todo esto basta para que Capitán Kronos ya sea un film perdurable, el resultado final no consigue estar a la altura de todo lo que permitía. Y la responsabilidad (de lo malo tanto como de lo bueno) hay que buscarla en el propio Brian Clemens. La impresión que deja la película no es de plena solidez, de completa coherencia entre todas sus partes y elementos. Capitán Kronos funciona más bien por medio de flashes, de sugerencias, de momentos, pero no como una película trabada. En su sugerente (sobre todo por revulsivo) libro sobre el estudio, Hammer, la casa del terror (2003, Calamar Edición), Juan M. Corral resume bien la clave de la cuestión: los logros artísticos funcionan como islas solitarias, y yo añado (no soy el único) que en parte se debe al viciamiento que los modos televisivos (y, sobre todo, su sentido del montaje) propios de la experiencia previa de Clemens contagian a su labor como director de cine. Me explico: junto a momentos de considerable fuerza, puramente cinematográfica, hay muchos otros planificados de forma muy torpe, propios de un medio en el que los rodajes son obligadamente más rápidos y no hay tiempo para la inventiva narrativa.
Dentro de lo mejor, eso sí, pueden citarse: el famoso plano en que el espadachín, en el momento en que la vampira trata de hipnotizarlo, interpone su espada (cuya hoja plateada la convierte en espejo de pureza contra el mal) sobre sus ojos, haciendo que aquélla se hipnotice a sí misma; la sugerente forma de indicar que el peligro acecha a la asustada Caroline Munro, refugiada en un diván que no permite ver al espectador si alguien se acerca… hasta que un movimiento de cámara muestra, por el espacio inferior del mueble, cómo la vampira se está deslizando silenciosa hasta la muchacha; la utilización de la cámara subjetiva en la escena de apertura para indicar el asalto vampírico sobre la primera víctima (un nuevo elemento de la ortodoxia se quebranta: el espejo de la muchacha muestra a la criatura no muerta que la ataca); las monedas sobre los ojos del fallecido doctor Marcus, posiblemente una forma por parte del profesor Grost de asegurar con más rotundidad la salvación del alma de aquél, víctima desgraciada de la vampira; el plano general y lejano que muestra el efecto combate de Kronos con los aldeanos, que sitúa en primer plano las espadas de éstos, hábilmente soltadas de sus manos para ir a clavarse en el suelo lejos de ellos, elegante forma de indicar que el espadachín no desea dañar a tan ignorantes y sobreexcitados contrincantes…
Lo triste, como señalaba al inicio de este comentario, es que de los posibles efectos positivos que pudo provocar el film… no hubo nada. Por ignotas razones, su estreno sufrió un considerable retraso, y cuando la película por fin llegó a las pantallas (dos años después de su rodaje, en 1974) pasó desapercibida por completo, amén que ya ni la Hammer estaba en condiciones de aprovechar un hipotético éxito ni el hombre responsable de la película estaba a disposición de la productora: se había enrolado, con la misma Caroline Munro, en la segunda aventura de Simbad auspiciada por el mago de la stop-motion Ray Harryhausen, y luego regresó a la televisión (y a sus Vengadores). Encima, el increíble éxito por esos años de El exorcista pareció dar la puntilla al horror gótico de la Hammer: significativamente, su último film del género, La monja poseída (1976), como bien indica su título, fue un fallido intento de hacer honor al viejo adagio de que si no puedes con tu enemigo, únete a él. Pero Hammer no consiguió ninguna de las dos cosas, y junto con el terror gótico entraría en un largo periodo de hibernación del que nunca se repondría. De ahí que Capitán Kronos, cazador de vampiros constituya su canto del cisne.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Capitán Kronos, cazador de vampiros / Captain Kronos, Vampire Hunter. Año: 1972 (estreno en 1974).
Dirección y guión: Brian Clemens. Fotografía: Ian Wilson. Música: Laurie Johnson. Reparto: Horst Janson (Kronos), John Carson (Dr. Marcus), Caroline Munro (Carla), John Cater (Grost), Wanda Ventham (Lady Durward). Dur.: 91 min.
No conocía la película, y además de hacerme recordar aquella extrañeza que fue Kung Fu contra los siete vampiros de oro, me ha hecho pensar que en cierto modo, esta de Capitán Kronos se adelanta varias décadas a lo que pretendían conseguir con la película de Van Helsing de Hugh Jackman: un héroe con ciertas reminiscencias a Kane, una Centroeuropa casi imaginaria, unos monstruos más «enemigo a batir» que lo fue Drácula…y que por distintos motivos, ambas acaban fracasando. Al menos, es toda una curiosidad, porque creí que la Hammer había acabado por hundirse sola por el cambio de gustos en el público y el no ser capaz de ofrecer otra cosa que los decorados góticos y unos cuantos escotes.
(O bien las fotos de Horst Janson no son de las más favorecedoras, o me parece que mi gata Dalek era mil veces más expresiva que ese actor)
Es verdad: Kronos cierto tiene aire a lo que luego será el blockbuster con sabor a cóctel, que cuenta mucho con la complicidad y conocimiento del espectador. La Hammer se murió por muchas razones: pérdida de sus principales talentos (sobre todo Fisher), en dirección, fotografía, decorados, etc; cansancio de sus actores; errónea política de marketing; cambio en los gustos del público; superación del terror gótico… Y desidia propia, por supuesto, como remarca el trato que dio a esta película.
(Y seguro que Dalek sabe poner cara interesante mucho mejor que el cara de palo del Janson…)
Un muy buen artículo, pero disiento en una cosa, las semejanzas de Kronos con Solomon Kane creo que son evidentes.
Puede que el primero tuviese cierto punto canalla -algo muy habitual en el cine de los 70- del que el personaje howardiano carece, pero las coincidencias son claras: un justiciero de pasado misterioso, que recorre el mundo para combatir a las fuerzas del mal en un ambiente de capa y espada, algo que ha asumido como misión personal.
Gracias por tu elogio, Alfredo. en cuanto al reparo que haces, es cierto que el tipo de personaje (un espadachín en combate con diversos terrores monstruosos) es el mismo, pero son las otras circunstancias que rodean a Kronos las que me los hacen distantes, desde el contexto hammeriano al hecho de ser un hombre social y sociable (otra cosa es que el cara de palo Horst Janson remarque los aspectos más introvertidos de Kronos) y, lo reconozco, sobre todo su debilidad por el bello sexo. Por cierto, supongo que conoces la película «Solomon Kane», que también traiciona al personaje de Howard… aunque por otra parte a mí me pareció bastante digna.
También debo disentir de una frase del antepenúltimo párrafo: «junto a momentos de considerable fuerza, puramente cinematográfica, hay muchos otros planificados de forma muy torpe, propios de un medio en el que los rodajes son obligadamente más rápidos y no hay tiempo para la inventiva narrativa.»
Eso no tiene porqué atribuirse al pasado Clemens en la TV, también es una característica de la Serie B cinematográfica (el campo en el que trabajó la Hammer, al fin y al cabo), con su apresuramiento – y descuido- a la hora de rodar, sus presupuestos limitados (que en ocasiones impedía repetir tomas todas las veces necesarias) o sus montajes deslavazados. Eso se puede observar en la filmografía de Paul Naschy, el hombre-lobo nacional, donde se pueden encontrar todos esos defectos, muy típicos del cine de sesión doble.
El descuido, la desidia, el recurso a procedimientos que hacen más rápido el rodaje, en efecto, son propios de la serie B de todos los tiempos (por ejemplo, para no salirnos del género, las películas de Jesús Franco de los 70). Pero hay tantos ejemplos de autores de la serie B que, pese a ser sintéticos, se preocuparon por no caer en lo fácil (de Tourneur a John Brahm o James Whale, por seguir en el terror), que no me gusta relacionar esos defectos con las caracteristicas generales del cine modesto. En cambio, en los años 70 creo que sí hay un contagio de la narrativa televisiva (excesivo uso de plano-contraplano, caracterización de una situación con la mayor economía posible…) en muchas películas, la mayor parte modestas, por supuesto. De ahí la referencia al pasado televisivo de Clemens. Aun así, vuelvo a decir que no es tan grave como para que la película no se disfrute grandemente.
Muchas gracias por tu doble comentario, por cierto.
me basto con ver van helsing para saber que esta inspirada en kronos. aunque van helsing es de tonos mas oscuros. una mujer un compañero y un vampiro a abatir, en europa central. y ambas acaban con final abierto, pero no se hicieron secuelas.la formula de ambas no ha dado resultado, considero mejor kronos cazador de vampiros.
Tienes razón, Iosu, aunque luego las diferencias son notables, sobre todo porque «Kronos» reelabora un mito del terror, el del vampiro, mientras que «Van Helsing» lo que hace es juntar sin el menor prejuicio todo los monstruos que puede. Eso sí, ambas se quedaron en un solo título, cuando podían haber generado una serie.