El mito literario de Fausto

Edición holandesa del Fausto de GoetheLos mitos son historias que nos conciernen, que nos explican a todos; sus personajes son emblemas que el hombre ha utilizado alternativamente para identificarse con ellos o para rechazarlos con fiereza, sin duda por verlos como un retrato demasiado descarnado de su propia humanidad. Son un legado que surge en un contexto muy concreto —sea la Antigüedad grecolatina, en el caso de los mitos clásicos, o en un periodo concreto de la creación humana, en el de los mitos literarios—, pero que acaba despegándose casi mágicamente de él, para cobrar nueva significación en cada época en que posamos los ojos en ellos. Tan universales son los mitos de Prometeo, o de Sísifo, o del viaje de los argonautas —o del sacrificio de Isaac o de las desventuras de Job, por ir a la mitología judeocristiana que tanto nos ha definido— como los personajes literarios de don Quijote, don Juan, el rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda o, si se quiere, Superman, Spiderman, en general el superhombre del siglo XX.

Uno de los mitos literarios más fascinantes es el surgido en torno al personaje de Fausto. Es el mito del sabio que, frustrado porque el ansia de conocimientos del ser humano está destinada a chocar con los límites de su humanidad, de su mortalidad, realiza un pacto con el diablo: su alma a cambio de la revelación máxima. Aspiración que, sin embargo, no tarda en trocarse en un deseo de poder sin más, en cuanto surge ante él la tentación de la divinidad, de hacer uso de unas facultades que lo elevan, en todos los terrenos, por encima de los hombres.

Su génesis es apasionante porque, al contrario que la inmensa mayoría de las figuras que entran en la categoría de mito, su origen es real y después fue sometido a diversas elaboraciones literarias en manos de creadores de primera categoría, de los cuales fue Goethe el que le otorgó la versión que se considera más importante.

Hay que tener en cuenta el convulso panorama en que surgen el personaje real y el mito literario, posterior en menos de medio siglo a su muerte. Es el siglo XVI, ese esponjoso periodo en que se produce el fin definitivo del Medievo y el triunfo del Renacimiento (hablamos de Alemania, no de Italia). La entraña principal de Fausto, sobre la que se construyen todas las historias, es su condición de doctor, de sabio, de intelectual si hablamos en términos modernos. Sobre él se encarna, y se supera, la condición del alquimista que, en el ocaso de la edad media, une en una misma persona al filósofo y al científico (de hecho, a sí mismos se llamaban «filósofos naturales»), que interrogan a la naturaleza y al cosmos como nadie lo ha hecho, yendo más allá de la mera y fácil respuesta de la religión. Religión que, lógicamente, intentará atajar semejante rebelión mediante el descrédito y, si es posible, la persecución. Época convulsa a la que, en Alemania, se añade la aparición de la Reforma, que no es sino la constatación de un magma de inquietudes, morales y vitales, que estalla bajo la encarnación de Lutero (el cual, no por nada, fue uno de los fustigadores de Fausto).

Fausto en su estudio, por KrelingEl Fausto real, nacido con el nombre de Georg y luego llamado Johann, era originario de la ciudad alemana de Knittligen, y vivió, de modo aproximado, entre 1480 y 1540. Según unas fuentes, estudió en la universidad de Heidelberg y tuvo la reputación de un mago, nigromante o adivino que iba de ciudad en ciudad, o de corte en corte, realizando horóscopos, presagios sobre el futuro o prodigios propios de un charlatán, que es probablemente lo que fue. Quedan invectivas contra él de algunos de los padres de la Reforma, como Melanchton, que lo tachó de «turpissima bestia». Después de su muerte, pasó a convertirse en una figura popular sobre la que corrían todo tipo de rumores y que, seguramente, fue utilizado a modo de reconvención moral contra los excesos del saber y de las artes que intentan retar la omnipotencia divina.

Pues bien, en 1587, y bajo advocación anónima, un editor de Francfort, Johann Spies (para muchos el verdadero autor del libro), publica la Historia del doctor Johann Fausto, que obtiene un éxito inmediato: la historiografía, para distinguirlo de la caterva de imitaciones que provocó, lo rebautizó como el Volksbuch, o sea, el «libro popular».

Desde su mismo prólogo «al lector cristiano», el autor deja bien claro que su propósito no es otro que el de servir de advertencia contra aquellos que osan franquear los límites impuestos por el Altísimo. De ahí que no solo subraye desde el principio, y lo repita continuamente, el carácter réprobo de Fausto y su segura condenación, sino que dedica un buen número de los capítulos iniciales a describir el infierno, las penas que allí se ejecutan y, sobre todo, la inexorabilidad del castigo que allí se cumple: es para toda la eternidad. Por lo demás, Fausto realiza el pacto impulsado por su «sacrílega oscuridad». El diablo con el que lo firma es ya la otra figura imprescindible del mito, el demonio Mefistófeles (Mephostophiles en el original), cuyo nombre fue tomado de un oscuro demonio medieval, de etimología imprecisa (para unos, procede del griego y significa el que rechaza la luz; para otros, del hebreo: destructor mentiroso). El contrato se firma con la sangre de Fausto y establece una validez para 24 años, durante los cuales el doctor será servido por el demonio a cambio de su alma inmortal.

Fausto firma el pacto con su misma sangreLa Historia es todavía un libro de clara raigambre medieval, primero por su intención ejemplarizante, pero después por esa estructura acumulativa, organizada según una sucesión de partes independientes: los paseos de Fausto por el cielo y el infierno, sus viajes por Europa (que componen una digresión informativa sin nada que ver con el motivo central de su vida) o los prodigios y burlas que realiza utilizando los poderes recibidos. Entre los pecados que Fausto apura durante esos 24 años, el autor insiste especialmente en el de la lujuria, que lo lleva a compartir su lecho con toda clase de súcubos, a hacerse pasar por Mahoma para disfrutar del harén del sultán de Constantinopla o a convertir durante su último año de vida en su manceba a la mismísima Helena de Troya (con la que tendrá un hijo), personaje que encarna en la leyenda de Fausto la tentación de la belleza femenina por excelencia. El castigo final está descrito, curiosamente, con cierto tono gore, describiendo esa masa cerebral estampada contra la pared.

El Volksbuch fue rápidamente traducido a varias lenguas, entre ellas el inglés, y debió de ir a parar a las manos de un sujeto singular, de vida muy agitada (en lo poco que se conoce de ella) y cuya muerte temprana, violenta y misteriosa lo ha singularizado aún más. Se trata de Christopher Marlowe, para los especialistas el hombre que abrió la senda al teatro moderno en su país y preparó el camino para la llegada de William Shakespeare. El hecho de que el segundo inicie su carrera inmediatamente después de la muerte del primero, así como otras circunstancias discutibles de la biografía y la formación del llamado «bardo de Avon» han hecho que algunos especialistas consideren que son la misma persona. Marlowe, probable agente real en el convulso reinado de Isabel II (o sea, espía), acusado por sus enemigos de homosexual, ateo, blasfemo e impío, murió de un puñalada en el ojo en circunstancias nunca aclaradas, lo que algunos consideran que fue un montaje para hacer desaparecer una identidad ya demasiado comprometida y darle otra. Suena demasiado moderno, pero no tiene por qué ser improbable. En cualquier caso, se señala que la vasta cultura que demuestran las obras de Shakespeare difícilmente puede corresponder a la vulgar biografía previa de ese hombre (por otra parte, apenas conocida). Para los amantes de las conspiraciones y los enigmas históricos, resulta de lo más fascinante que los dos nombres, Marlowe y Shakespeare, correspondan a la misma persona: que Shakespeare fue el nombre de pluma, o en todo caso, el testaferro que prestó su identidad anodina y sin peligro, al aventurero casi de cine que quemó demasiado pronto su personalidad real.

Primera edición del Fausto de MarloweEsas circunstancias de su vida y su obra tienen un aroma muy fáustico: ¿no es lógico que Marlowe se sintiera atraído por el mito y lo hiciera suyo? La trágica historia de la vida y la muerte del doctor Fausto se representó por primera vez en 1592, pero fue publicada en 1604, ya muerto el autor (en 1593). Marlowe, realmente, no inventa prácticamente nada en el terreno argumental, pues lo toma todo del Volksbuch, vertiendo la prosa aséptica del original al verso libre isabelino. Comparando ambas, no hay color: este Fausto ya es la demostración de que el estilo, la atmósfera y la convicción dramática es lo que otorgan calidad a una obra y no meramente su argumento.

En el fundamental monólogo inicial del Acto I, Fausto ya expone las razones de la profunda insatisfacción que acabará conduciéndolo al pacto demoniaco. Doctor, filósofo, hombre sabio de respetado prestigio universal, sin embargo Johann Fausto, de la ciudad universitaria de Wittenberg, lamenta que los límites de su mortalidad, los límites de su humanidad, impidan su acceso al verdadero conocimiento. Fausto, así, gira su atención a los libros que sobre nigromancia alberga su gran biblioteca y convoca a un par de turbios individuos (sus apellidos, Cornelio y Valdés, así lo indican: son españoles…) con reputación en las artes ocultas para que guíen sus primeros pasos. Ellos son quienes le indican la forma de conjurar a los poderes de la Oscuridad, en medio de la oscuridad del bosque.

Marlowe sí se aparta del Volksbuch en una cuestión fundamental: la lubricidad del personaje. En el aspecto sexual, el Fausto de Marlowe es un hombre ascético e incluso su atracción por Helena de Troya se realiza en un plano de pureza romántica y no de lubricidad erótica, y es justamente en la noche final de su vida. Aquí, por tanto, ese súbito enamoramiento plantea una tardía, y por tanto inútil, senda de redención.

Mefistófeles, dibujo para la película Damnation du docteur Fausto, de 1904Aunque todavía no alcanza la grandiosa complejidad que le dará Goethe, el personaje de Mefistófeles supera con mucho el del Volksbuch. Un ejemplo es la primera conversación entre los dos protagonistas. Con insolencia, Fausto interroga al demonio sobre los poderes malignos, y la respuesta de éste se percibe un curioso pesar existencial al afirmar que, para alguien que una vez gozó de la contemplación de Dios, y refiriéndose al mundo terrenal, que «éste es el infierno y jamás he salido de él». Rasgos como éste delatan la diferencia entre Marlowe y el autor anónimo de pocos años antes: el hecho de ofrecer un marco de reflexión, una tensión subterránea contra la sumisión al concepto de hombre como mera criatura de Dios, aun cuando en apariencia se someta también a esa ortodoxia, como el Volksbuch que tan literalmente sigue. Pero en este caso, y al contrario de lo usual, se es fiel a una letra pero no a su espíritu.

En Marlowe, si Fausto acepta los términos del pacto sin mucha reflexión es porque, así lo expresan sus palabras, desde luego no cree en la inmortalidad del alma («esas vanas fantasías»): gana así gratuitamente, o cree él, 24 años de poder a cambio de nada. Una vez más, Fausto no utiliza su nueva alianza solo para aumentar sus conocimientos, sino para aumentar su poder y hacer uso de él sobre los hombres. Marlowe repite gran parte de los episodios del Volksbuch, pero otorga especial relieve a dos: las chanzas y vejaciones a que Fausto somete al mismo papa de Roma y toda la curia pontificia, utilizando para ello la poco noble argucia de la invisibilidad; y su estancia en la corte del emperador Carlos V, donde se aviene al papel de mago exhibidor de prodigios. Aunque el último acto llega con excesiva precipitación al final de la vida de Fausto —pues la obra teatral obliga a una concisión en el tiempo mayor que la prosa—, en él brilla sobremanera el nuevo tratamiento del personaje. Aunque no hay salvación posible (los tiempos no lo permitían), la desesperación de Fausto, su tremenda agonía moral, deja escapar sin la menor duda la simpatía que el personaje le merece a su creador.

Alemania, donde el mito había nacido, lógicamente fue el receptáculo de continuas versiones entre la publicación del Volksbuch y la obra de Goethe. La generación del Sturm und Drang, a la que él perteneció por edad y que incluso lideró con su emblemático Werther (1774), se sintió especialmente concernida por el personaje. Es por ello que el Fausto de Goethe es un producto plenamente enraizado en las inquietudes de su época, y que bebió de muchas fuentes e influencias. Sin embargo, el autor no leyó la obra de Marlowe hasta 1818, cuando ya había publicado el primer libro de su Fausto, pero con tiempo para que le influyera en el segundo.

Goethe comienza a trabajar en la obra a mediados de los años 70. En 1790 publica un primer fragmento, justo bajo ese apelativo: Fausto. Un fragmento. Sin embargo, será aún mucho más tarde, en 1808, cuando por fin llega a la imprenta el primer libro de Fausto, tal como lo conocemos, todavía hoy la parte más conocida de la obra, donde tiene lugar el episodio de Margarita que tanto juego ha dado en el cine y en la música. Durante 17 años, el autor deja reposar su anunciada intención de darle una continuación, que ya sabe mucho más ambiciosa y de más larga extensión. Inicia por fin la redacción en 1825, a los 76 años, que concluye en vísperas de su muerte, en 1830. Muere al año siguiente, sin haber querido publicarla más que como obra póstuma, lo cual sucede en 1832.

El Fausto de Goethe es una obra dramática en verso concebida para ser representada. Otra cosa es que, por su extensión y las enormes dificultades que presenta satisfacer la escenografía y las incidencias inventadas por el autor, se la haya considerado irrepresentable. En todo caso, es el Fausto I, más breve, más concentrado, el que suele llevarse a la escena, de ahí que sea el más popular y casi el único conocido de los dos.

Fausto y Margarita

El Fausto I es conocido también como la Tragedia de Margarita. De entrada, Goethe introduce una novedad: la odisea del protagonista será provocada por una apuesta planteada entre el Señor y Mefistófeles, siendo el mismo Dios el que propone el nombre de Fausto para efectuar la contienda. Mefistófeles es quien, por lo tanto, busca a Fausto y encuentra el terreno abonado: Dios ha elegido, a sabiendas, a un hombre que al mismo tiempo es un modelo de rectitud pero al que sabe transido por las dudas acerca de la utilidad de sus conocimientos. Y Fausto, en principio, acepta el pacto como una apuesta personal más que como una forma de superar esa barrera que le ha sido impuesta a los hombres.

Sin embargo, y desde el primer momento, el objeto del interés de Fausto (de Goethe, por tanto) no es el acceso al conocimiento intelectual, sino la exploración de la sensualidad humana. Después de ser conducido por Mefistófeles a una taberna donde unos estudiantes toman a la pareja a mofa (saliendo, claro, trasquilados), el demonio convence a Fausto de la necesidad de recobrar el vigor y la apariencia juvenil, cosa que obtiene después de tomar la pócima de una bruja. Este renovado Fausto es el que descubrirá que el fuego de la juventud necesita mucho más que la pequeña llama del saber: y es entonces cuando se cruza en su camino la joven Gretchen (las traducciones españolas la rebautizan como Margarita, obviando el diminutivo, poco traducible). La arrasadora pasión que une a Fausto y a Margarita tendrá consecuencias terribles para la muchacha: su hermano, al defender su honor, es atravesado por la espada de su seductor y su madre muere al extralimitar la joven la dosis del narcótico que le ha facilitado su amado para poder penetrar en su casa, dejándola huérfana (para más tragedia, hasta el hijo habido de esa relación muere). En el final, Margarita es condenada a muerte por la autoridad, y se niega a aceptar el rescate que Fausto le ofrece. Ejecutada, sin embargo, en el último momento una voz desde los cielos anuncia, misteriosamente, su salvación eterna: Goethe se niega a condenar el alma de alguien cuyo pecado ha sido amar demasiado fuertemente.

El Mephisto de Marvel ComicsEn un momento en que, ganado por el aliento del Clasicismo que encontró en su a famoso viaje a Italia (según nos cuentan los biógrafos del autor), Goethe abjuraba del virus del Romanticismo de su juventud (triunfante, sin embargo, entre el resto de sus contemporáneos), Fausto I ofrece una sinfonía romántica que deja sin aliento por el continuo recurso a lo sublime (bien temperado por las intervenciones siempre burlescas, siempre nada sublimes, de Mefistófeles), por esas bruscas elipsis que obligan a lector a estar atento en todo momento para rellenar huecos, por esos geniales parlamentos que aspiran a la totalidad.

Mefistófeles, por fin, alcanza el relieve que lo ha convertido, en la actualidad, en el personaje más conocido de la obra, y sin duda el más atractivo. Goethe lo convierte en un trasunto de Sancho Panza —no es una asociación gratuita: hay más de un estudio comparativo entre el mito fáustico y el cervantino—, transformando la bondad natural de aquél en una siniestra jovialidad, siempre de doble sentido, siempre amenazadora: un demonio que disfruta de sus maldades, incluso arruinando más de una vez los deseos de quien teóricamente es su amo.

El Fausto II es una obra hiperbólica en todos los sentidos: en el argumento, en la escenografía, en las ambiciones, en el propósito de fundir aparentes opuestos como el mundo clásico que representa Grecia con el nórdico, la pasión absoluta con el ascetismo supremo, lo mundano con lo divino, lo desesperadamente terrible con lo tenuemente apacible. Su trama es imposible de resumir en breves líneas, pero desarrolla un paseo de Fausto por el mundo del mito y el de la historia en busca de satisfacer una insatisfacción indefinible, de acuerdo con un lema, la acción. El hombre que permanece quieto está traicionando su esencia, por mucho que en determinados momentos necesite el reposo; más la quietud absoluta es también la muerte. Tal vez por ello, las interpretaciones del Fausto II se prestan a lo más diverso, empezando porque la que lo considera la mejor definición del «alma germana» (sea lo que sea el resbaladizo concepto del alma de un pueblo), así como a lecturas interesadas, como las que realizó el agresivo nacionalismo alemán.

Su lectura es, por ello, bastante complicada, por entero agotadora. Sin embargo, posee un efecto enervante que incluso mantiene la siempre más pobre adaptación de un original en verso. La ambigüedad marca siempre la actuación de Fausto, capaz de lo más noble y después de lo más bajo, de tender hacia los cielos y luego hundirse en los infiernos, que peregrina de un lado a otro en busca de ese fulminante que consuele sus ansias de trascendencia, ya sea en la búsqueda del amor de la mujer más bella del mundo (de nuevo Helena de Troya), en la guerra al servicio de las huestes temporales del Emperador o en la construcción de una especie de utopía terrenal que, sin embargo, y como no podía ser de otro modo, incluye el inicuo sacrificio de una pareja de inocentes que estorba la plenitud de su obra. En cualquier caso, ningún amante de la mitología clásica podrá permanecer indiferente ante ese sublime paseo que dan Fausto y Mefistófeles (cada uno ocupado por una intención distinta, claro) por un espacio que reconstruye la Grecia clásica, tropezándose con múltiples de sus criaturas, del mito y de la filosofía.

Por último, el final que Goethe reserva a su creación ya no se corresponde con el del mito original. El escritor de Weimar salva a Fausto: en el momento de su muerte, y ante la impotente frustración de Mefistófeles, que por primera vez en la obra no encuentra argumento que oponer o pillería que utilizar, una milicia celeste rescata su alma y la lleva al cielo, donde incluso se recupera la voz de su amada Margarita para suplicar por él.

Goethe en Roma, de Tischbein

Desde la publicación de la segunda parte del Fausto, las variantes y versiones, en distintos ámbitos, han sido múltiples. Destaco sumariamente tres. La primera es otra obra teatral, escrita por Christian Grabbe, titulada Don Juan y Fausto, cuyo título ya expresa bien que esos encuentros entre personajes de distintos ámbitos, literarios o reales, tan propios de tiempos recientes (Sherlock Holmes y el doctor Freud, o Drácula y Jack el Destripador), tienen vieja tradición. Otro Fausto relevante es la ópera que el francés Charles Gounod musicó en 1859 sobre el primer libro de Goethe: para los profanos en este terreno, la referencia que se tiene de esa obra es más chusca y entrañable pues su pieza más famosa, el Aria de las Joyas, es la composición con que la prima donna Bianca Castafiore se empeña en atormentar a Tintín y el capitán Haddock en los tebeos de Hergé. Por último, la extraordinaria novela de Thomas Mann Doktor Faustus (1947), que escribió en su exilio americano durante la II Guerra Mundial y que supone, al mismo tiempo, un torturado intento por comprender qué ha podido llevar a su pueblo al desastre del nazismo y la guerra, y una inquietante reflexión sobre la expresión artística.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a El mito literario de Fausto

  1. Rose Kampf dijo:

    Lo más completo que he encontrado sobre esta compleja y fascinante obra

  2. Zeta-Master. dijo:

    Impresionante de verda, muchas gracias por éste texto.

  3. Ada dijo:

    Qué escritura tan precisa y disfrutable!

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