En 1956, John Ford firmaba el que, con permiso de El hombre que mató a Liberty Valance (1962), tal vez sea el mejor de sus westerns: Centauros del desierto. Su trama giraba en torno a la búsqueda, durante largos años, de una joven secuestrada por los comanches, lo cual permitía al director efectuar una de sus habituales miradas sobre la vida en la frontera y las pequeñas comunidades que son portadoras de la civilización. Cinco años después, Ford retornó a la misma temática: el drama de los blancos raptados por los indios, también comanches, cuya pérdida marca todavía las vidas de sus seres queridos, los cuales apenas pueden comprender que, en caso de que el rescate sea posible, quien regrese poco o nada tendrá que ver con el ser añorado. El resultado fue Dos cabalgan juntos (1961), una película que suele concitar considerable simpatía pero que no termina de figurar entre sus grandes obras, quizá por el peso excesivo de Centauros, quizá porque propone demasiados puntos de fuga, cada uno de los cuales podría haber dado lugar a una película en sí misma, quizá porque la combinación entre comedia y tragedia suele resultar incómoda (sin embargo, esa era una de las grandes virtudes de la obra maestra antedicha). Yo mismo confieso que cada vez que vuelvo a ver esta película, y va camino de la decena de visionados, no puedo anticipar si en esta ocasión estaré más cerca del entusiasmo o del escepticismo. Ahora bien, ¿tal vez no es esa la impronta de las obras que de verdad nos dejan huella: su capacidad para desconcertarnos, para dejarnos entrever distintos caminos, unos tan solo esbozados y otros cortados apenas hemos avanzado un trecho?
Teniendo en cuenta mi descubrimiento de que la mayor parte de los grandes westerns tienen un origen literario no solo nada desdeñable sino con frecuencia memorable (Centauros del desierto es un buen ejemplo: la novela de Alan Le May es espléndida), me habría gustado poder leerme, antes de realizar este comentario, el libro de partida, Comanche Captives, escrito por Will Cook (publicado en 1959 y luego reeditado ya con el título de la película). No he podido hacerlo, pero espero poder satisfacer mi principal curiosidad en el futuro: ¿cómo es la correspondencia entre el original y su adaptación? Las diversas fuentes que he manejado (por ejemplo, el excelente libro que Quim Casas dedicó al director en la colección Dirigido por…) señalan que Ford rodó la película a regañadientes porque ni le gustaba la historia original ni el guion finalmente escrito por su habitual Frank S. Nugent, de tal modo que fue reelaborándolo durante el mismo rodaje, disgustado por la sinfonía heroica que inicialmente trazaba, de ahí que el indiscutible aire de familia con Centauros es posible que fuera el modo en que el director consiguió sentirse cómodo con la nueva película.
Y es que los vínculos entre ambos films no se pueden negar. El más notorio, claro, es la presencia del mismo actor, Henry Brandon, encarnando al jefe comanche. Por cierto que es apasionante compulsar ambas creaciones: el caudillo ahora llamado Quanah Parker es un Cicatriz ya por entero en decadencia (¡más todavía!), no en vano el actor bordeaba los cincuenta años. Un jefe a quien lógicamente minan el terreno los guerreros más jóvenes (entre ellos el vigoroso Stone Calf, a quien encarna Woody Strode, que el año anterior había sido El sargento negro: y sí, si un blanco puede hacer de indio, ¿por qué no un negro… si además es tan convincente como Strode?) y que por ello busca amparar su autoridad en la posesión de armas facilitadas por el hombre blanco, de ahí su interés en aceptar el trato que le ofrece el explorador encarnado por James Stewart.
En cualquier caso, y aquí coincidimos todos los fordianos, Dos cabalgan juntos es el film que supone el ingreso definitivo en esa parte final de su filmografía que se caracteriza (con la excepción de la juguetona e irregular La taberna del irlandés) por una incontenible amargura, por una mirada crítica apenas atenuada por los rasgos humorísticos y humanísticos tan propios del realizador de ascendencia irlandesa y, en especial, por un particular sentido de la fantasmagoría que convierte unas tramas tan físicas como las del western en ejercicios de pura abstracción, en fábulas interiores pobladas por personajes que, más que seres reales, son arquetipos, son espectros surgidos de películas anteriores o del acervo del género, por lo común encomendados a actores cuya edad no se corresponde con la que demandan los personajes (en Liberty Valance es muy evidente: ¿el cincuentón James Stewart interpretando a un abogado recién salido de la facultad?). Y ello por no hablar de la película que cerraría su carrera (sin haberlo previsto, claro: olvidemos ese concepto tan cinéfilo y tan falso del «testamento cinematográfico»), Siete mujeres (1965), en principio tan alejada de las usuales temáticas fordianas, cuya atmósfera opresiva casi supone un callejón sin salida para el director.
Para mayor desconcierto (y por eso hablaba al principio de la diversidad de puntos de fuga), el inicio de la película está presidido por un indiscutible humorismo, el mismo que desprende tanto el personaje como la relajada interpretación de James Stewart en la primera de las tres películas que rodó para Ford en estos años (con lo cual consiguió el nada desdeñable mérito de haber sido actor recurrente de nada menos que cuatro genios del cine: Frank Capra, Anthony Mann, Alfred Hitchcock y nuestro irlandés).
La presentación de Stewart asume la famosa pose inmortalizada por Henry Fonda en Pasión de los fuertes (1946) —primer signo de ese relato interiorista a que me refería: Ford se cita a sí mismo—, es decir, cómodamente arrellanado sobre el mismo tipo de silla, con los pies en alto, frente a la polvorienta calle de un clásico pueblo del Oeste, aquí llamado Tascosa. Solo que, en su caso, el sibaritismo es mucho mayor, con el sombrero echado sobre los ojos para poder dormitar mejor y recibiendo una cervecita bien fría del camarero del saloon que hay tras él. El aspecto indolente de Stewart es engañoso: los dos jugadores que bajan de la diligencia y que inicialmente, al enseñar él su estrella de marshall, le muestran sus rifles, bajan considerablemente sus humos al decirles que su nombre es Guthrie McCabe. Se entiende que estamos ante el clásico pistolero que ha acabado asentándose en un puesto de representante de la ley gracias a su habilidad con las armas. De hecho, no tardaremos en saber que Guthrie es el amante de la atractiva dueña de la mayor parte de las propiedades del pueblo, madame Aragon, y que se lleva el diez por ciento de todas las ganancias.
Enseguida, la llegada de Richard Widmark (que también debió complacer a Ford, pues lo convocaría de nuevo para el papel protagonista de El gran combate, su penúltima película), encarnando al teniente de caballería Jim Gary, introduce el motor argumental del film. Gary tiene la orden de su superior, el comandante Frazer, de llevarlo a Fort Grant, el establecimiento donde está destacado, el puesto encargado situado al borde del territorio comanche, en precaria paz desde el último tratado. El motivo no está autorizado a decírselo, pero una vez allí, son recibidos por un puñado de colonos que rodean el fuerte con sus carros y que lo reciben como a un mesías. Y es que la misión que quiere encomendarle Frazer es internarse en el territorio comanche y negociar con Quanah Parker la entrega de los blancos que puedan encontrarse en su campamento: los colonos son sus anhelantes parientes.
Guthrie McCabe no es un noble caballero al estilo de los muchos que Stewart interpretó en su carrera (si bien en sus papeles para Anthony Mann, esa nobleza se entreveraba de un incontenible hálito de violencia, que es lo que hace tan atractivos esos personajes). Bien al contrario, es un sujeto cínico, de pasado se supone agitado que ahora se conforma con un buen traje, una cerveza fría y una vida reposada (aunque, le confesará a su amigo Jim, en los últimos tiempos anda un tanto amoscado ante el evidente deseo de madame Aragon de compartir con él las ganancias al cincuenta por ciento: de llevarlo al altar, vamos). De entrada, McCabe rechaza airado la proposición (¡jugarse el pellejo por la miserable paga de explorador militar que le ofrecen, y que es lo que gana su amigo, que apenas posee nada más que su camisa!), para aceptar después, con la condición de negociar directamente con los granjeros el precio de cada blanco rescatado. El lúcido cinismo de McCabe entiende, por ello, que, puesto que la misión es inevitable, es mejor obtener el mejor beneficio; opción que su amigo Gary llama por su nombre: aprovecharse lisa y llanamente de unos desesperados.
Cierto es: la elección de Stewart atenúa la falta de principios y el materialismo descarado de ese individuo dispuesto a aprovecharse sin escrúpulos del sufrimiento ajeno. Con otro actor (y con otro director), el personaje habría sido, de entrada, mucho más ruin y negativo, puesto que Stewart hace que el espectador confíe en que el personaje acabará revelando mayor humanidad que la que muestra en el arranque del film. Es más, Guthrie se encuentra ante sujetos mucho peores que él, como el comerciante encarnado por el casi siempre antipático Willis Bouchey (otro incombustible fordiano), que le ofrece mil dólares a cambio de cualquier muchacho cautivo que encaje en la descripción del hijo que tuvo su mujer en su primer matrimonio, pues le fastidia el tiempo que esta le obliga a dedicar a la empresa. Eso sí, es impagable el modo en que Guthrie, tras sellar el acuerdo, se levanta jubiloso para estrecharle la mano y exclamar que no importa que ese joven que ha convenido en entregarle no sea de verdad su hijastro, pues tendrá así todas las oportunidades que da la civilización, entre ellas la de «convertirse en un hombre como usted».
Por otra parte, tampoco hay que cargar las tintas contra Guthrie, pues previamente este ha intentado resistirse cuanto ha podido a esta misión que sabe que es una quimera y, sobre todo, un engaño en el que el ejército se aviene a participar. Él, buen conocedor de los indios, sabe bien —como le explica con brutalidad a Marty (Shirley Jones), la joven que viene a darle la foto de su hermano raptado, en una réplica justificada tanto por el copioso whisky que lleva ingerido como por el desprecio que le merece la farsa, incluido su papel en ella— que esos seres queridos ya no responden a la imagen que padres, esposos y hermanos anidan en sus corazones; en unos casos, porque la vida comanche los habrá embrutecido o algo peor, en otros porque, prisioneros desde muy corta edad, los blancos ahora serán comanches de cuerpo entero.
En este sentido, la dureza de Dos cabalgan juntos va mucho más lejos que Centauros del desierto. En esta, la joven Debbie, raptada en su niñez, acababa reconociendo a los hombres que se han pasado tantos años buscándola y vuelve a su verdadera naturaleza, regresando a la civilización sin que parezca que vaya a haber conflicto alguno. (En la novela, recuérdese, el tratamiento de la misma situación es diferente, y mucho más coherente). Sin embargo, Dos cabalgan juntos deja bien claro, con desoladora tristeza, que esta esperanza no es sino un mero espejismo propio de unos sencillos granjeros que no conocen o no quieren conocer la verdadera realidad. Así, el muchacho comanche que Guthrie comprará a Quanah Parker marcha con él por la fuerza, gritando que él es indio y no blanco, y matará a la pobre mujer que (sugestionada con la idea de que es su niño perdido, secuestrado a la misma edad que Debbie, por cierto) lo ha aceptado y al que, en un momento de insensatez, lo ha liberado de sus ligaduras con unas tijeras que luego él le clavará, matándola. El resultado será que esos colonos, de pronto confrontados rabiosamente con la realidad, tras un «juicio», lo condenarán a muerte: lo lincharán.
Como es bien sabido, Ford siempre manifestó una especial capacidad para el retrato de psicologías sencillas. Películas como ¡Qué verde era mi valle! (donde bien puede decirse que esa mirada es la sustancia central del film), Las uvas de la ira o sus grandes westerns son buen ejemplo de ello. Pues bien, incluso en esto Dos cabalgan juntos resulta un film discordante, puesto que el retrato que hace de los colonos que rodean el fuerte en espera de que sus demandas sean atendidas no es precisamente benigno. La mujer que hace tiempo que perdió el sentido de la realidad o el vil mercader ya descrito (que luego rechazará con asco al muchacho que Guthrie ha reservado para él) son buenos ejemplos, pero quizá destaque el fanático religioso cuyo deseo de recuperar a su esposa encubre la rabia que siente contra los indios (por cierto, esta esposa será encontrada en el campamento, mas reconociendo con lucidez que hace tiempo que murió se niega a acompañarlos de regreso) y que se erigirá en juez contra el muchacho «rescatado».
Mayor perplejidad aún: en Dos cabalgan juntos, el retrato que Ford hace de esa caballería de los Estados Unidos que tanto glorificó (en su famosa trilogía y en otros títulos como El sargento negro) es también francamente negativo. Si ya es discutible el papel que juega en la intriga Frazer, el comandante del puesto, encarnado por el gran John McIntire —se intuye en él un hombre manipulador tanto como un eficiente funcionario del ejército—, el de la comunidad familiar que constituyen los soldados y sus esposas por una vez no es un microcosmos de la gran familia americana sino un nido de mezquindades, que toman por objeto de sus afiladas miserias a la joven Elena de Madariaga (interpretada por Linda Cristal), la otra cautiva que Guthrie lleva consigo.
De hecho, solamente aparecen dos soldados que se correspondan con el anterior modelo fordiano. Uno es ese sargento gordinflón encarnado por el entrañable Andy Devine; el otro, por supuesto, es Jim Gary, no ya noble sino incluso desbordante de un idealismo tan ingenuo que resulta conmovedor. Widmark demuestra así que fue una de las estrellas más versátiles de Hollywood (justo como Stewart, por otra parte), con esta encarnación de la honestidad más absoluta, tan alejada de su registro más famoso de canalla sardónico. Solo así se explica que sus escenas de galanteo con Marty, en las que manifiesta un tímido envaramiento propio de un colegial (y él también bordeaba la cincuentena), no solo no resultan tan sonrojantes como podían haber sido sino que incluso sean encantadoras.
Es justo referirse, a estas alturas, a la más famosa secuencia del film, la conversación Stewart y Widmark, en plano frontal sin corte alguno, frente al río donde han hecho un alto camino del fuerte. Cada vez que la veo me convenzo más de que, aparte de su sentido narrativo (es el momento en que Guthrie le cuenta a Jim el estado de su relación con madame Aragon, y sirve para dejar sentado algo fundamental: que los dos hombres son buenos amigos) sino que es una especie de rendido tributo del director a la relajada interacción que los dos actores demostraban frente a la cámara. En los poco menos de cuatro minutos que dura, es admirable la naturalidad con que los intérpretes nos convencen de que se trata de una conversación que va surgiendo de modo espontáneo y no el producto de una escena bien ensayada.
Al lado de ella, en cambio, Dos cabalgan juntos también ofrece unas cuantas secuencias de lo más discutible. Nunca me ha convencido la escena nocturna en que Guthrie (que ha hecho que Jim siga adelante, mientras él se queda atrás con la joven mexicana convertida en esposa de Stone Calfe) espera la llegada de este. Se entiende (aunque alguna indicación en el diálogo habría ayudado) que si el marshall se exhibe de modo tan evidente como señuelo es porque quiere zanjar el problema de estar esperando eternamente la venganza del indio por robarle a su esposa (este es el planteamiento de un buen western, La noche de los gigantes, basado en una novela aún mejor, La luna del cazador). Pero el método es absurdo: sentado al lado de un fuego ostentoso que no se intenta ocultar, sin argucia alguna. Claro, Stone Calfe se lo pone fácil al presentarse caminando lentamente y con un cuchillo en la mano, pero he ahí lo discutible: ¿qué indio experimentado se ofrecería así ante un rival con armas de fuego, por pagado de sí mismo que esté? Y además, ¿por qué iba a pensar Guthrie que el guerrero vendría solo o no intentaría acertarle de lejos con una flecha, ya que se presta como blanco tan evidente? Es cierto que, cuando menos, la acción está muy bien narrada, que la conversación de McCabe con la mujer crea una intimidad entre ellos que presagia la protección posterior que él le brindará en sus primeros pasos en el fuerte, y que tiene el acertado corolario del momento en que Elena, ante el cadáver de quien ha sido su marido esos cinco años, tiene un arranque de instintivo atavismo y comienza a proferir un cántico de duelo puramente indio, que Guthrie interrumpe bruscamente para darle a entender que esa condición ha quedado atrás para siempre.
Otra secuencia discutible es la del baile de oficiales en que los compañeros de Gary, y las damas del fuerte, se comportan con total grosería con la joven mexicana, incluso haciéndole preguntas francamente impertinentes sobre su vida con los salvajes. Diríase una secuencia más propia de Ken Loach y de otros pontífices de un cine-denuncia en que se toma de la mano al espectador para que nunca dude de lo que es correcto pensar. Es raro que Ford se prestara a filmar una secuencia tan enfática, y que encima la cerrara con el personaje de Gary haciendo las veces de espectador al jalear el discurso con que Guthrie obsequia a los presentes echándoles en cara lo feo de su proceder.
[Quien no conozca el final de esta película, debe dejar de leer aquí]
Vuelvo a mi reflexión inicial. Dos cabalgan juntos diríase un río cuyo lecho cambiara bruscamente cada cierto tiempo: desconciertan la diversidad de tonos, las arbitrariedades del guion (la estancia de los dos protagonistas en el territorio comanche no llega a provocar la sensación de peligro extremo que Guthrie proclama con tanto énfasis antes de emprender la misión), la falta de sutileza de muchos momentos. También se prestaba al desconcierto Centauros del desierto, mas en este film cualquier obstáculo queda superado por la evidente convicción manifestada por el director. En el caso de Dos cabalgan juntos, en cambio, se nota demasiado esa falta de confianza con que Ford emprendió el proyecto. Howard Hawks salió mucho mejor parado cuando, pocos años después, también inició el rodaje de un guion que no le convencía mucho y se decidió, sobre la marcha, a reformular otra película previa que sabía que le había quedado redonda. Esta era Río Bravo (1959), claro; la otra, El Dorado (1966). Y ambas son espléndidas, aun asumiendo que la segunda a veces fuerza demasiado la vinculación con la primera.
Ahora bien, queda el final, que muchos también han discutido pero que a mí siempre me ha parecido maravilloso. Tiene lugar en Tascosa, a donde regresan los dos protagonistas, solo para que Guthrie descubra con asombro que su puesto, como marshall y como amante de madame Aragon, ha sido ocupado por su atontolinado ayudante. Y aquella, con evidente despecho, tratará a la joven Elena, que llega con los dos hombres —sin que se explique realmente para qué, pero no importa—, con una brutalidad que deja a las damas del fuerte como señoras de lo más exquisitas, haciendo que salga llorando hacia la diligencia que está a punto de salir hacia California. Es evidente que Ford decidió que había que dejar atrás el tono sombrío de las escenas del fuerte (que se cerraban con el mencionado linchamiento) y concluir el conflicto con una toma de postura, la de McCabe. «Parece ser que Guthrie ha encontrado algo mejor que el diez por ciento», dirá socarronamente Jim Gary mientras la diligencia, con James Stewart subido al pescante tras intercambiar un bonito gesto con Elena, se pierde tras una nube de polvo. Una bonita frase para un bonito final.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Dos cabalgan juntos / Two Rode Together. Año: 1961.
Dirección: John Ford. Guión: Frank S. Nugent; novela de Will Cook. Fotografía: Charles Lawton Jr. Música: George Duning. Reparto: James Stewart (Guthrie McCabe), Richard Widmark (Jim Gary), Shirley Jones (Marty), Linda Cristal (Elena de Madariaga), John McIntire (Comandante Frazer), Andy Devine (Sargento Posey), Henry Brandon (Quanah Parker). Dur.: 114 min.