Centauros del desierto comienza con una puerta que se abre y concluye con otra puerta que se cierra, una para permitir la entrada del protagonista, la otra para subrayar que se queda fuera. Entre medias, una historia que se caracteriza por avanzar en círculos, por su gusto por las simetrías, por los paralelismos. Gestos que se repiten, batallas que se duplican, parejas y hasta triángulos que recuerdan a otras parejas y triángulos. Incluso, aunque en el desarrollo de su trama pasan muchos años y sus personajes recorren, en teoría, muchos territorios diferentes, la acción no parece salir nunca del mismo lugar, ese paraje del desierto de Arizona tachonado de fantásticas mesas y formaciones rocosas llamado Monument Valley donde el director John Ford rodó casi todos sus grandes westerns. Esta consciente reducción a un mismo escenario termina de otorgar a la película su condición de alucinación, como si en realidad solo hubiera dos lugares donde transcurre su itinerante historia: una, los dos (únicos) hogares que aparecen en ella, simbolizando la civilización y el sedentarismo (si bien el primero es destruido en el arranque del film); y dos, ese espacio físico que los dos protagonistas recorren en busca de la chica raptada por los comanches, y que al parecer siempre el mismo hace creer que ambos no hacen sino dar vueltas en círculos, como atrapados en un bucle, en una cinta de Moebius, sin duda porque su viaje no es físico sino espiritual. Esa es una de las grandes claves del que, tal vez, es el mejor western de la historia, Centauros del desierto (1956), de John Ford.
Lo que cuenta parece sencillo: en el inicio del film, una partida de comanches ataca e incendia la casa de los Edwards (situada temerariamente en el borde mismo del mundo civilizado), secuestrando a Debbie, la más pequeña de la familia, una niña de doce años. Su tío Ethan Edwards y el joven Martin Pawley, huérfano al haber perdido también a sus padres a manos de los indios y que fuera adoptado por la familia, parten en su busca y así pasan y pasan los años, en busca de la muchacha, sabiendo que mientras tanto ésta ha crecido y lo más probable es que, si sigue viva, sea ya la mujer de un comanche. Y de hecho, si el joven Martin se mantiene unido a esa búsqueda quimérica, que le aparta a su vez de la chica a la que ama y de una vida tranquila, es porque teme que Ethan no está buscando a Debbie para devolverla a los suyos, sino para acabar con su vida, para poner fin a su mancha.
La acción se inicia en Texas, en 1868. Esa puerta que se abre en el pequeño rancho de los Edwards deja pasar a una mujer, Martha, para asistir a la llegada de un jinete que se va materializando desde el desierto, como un espejismo, y al que todos reconocen como el tío Ethan, el hermano del padre, el tío que partió a la guerra (que luchó por el sur, como delata enseguida el raído pantalón de la confederación que siempre porta) y no ha vuelto. «¡Pero si la guerra terminó hace tres años!», exclamará el pequeño Ben al advertirlo. Basta una ojeada a ese hombre para saber que, para él, la guerra nunca acabó y que esos tres años transcurridos contienen la promesa de un pasado agitado del que nada dirá nunca pero del que vuelve con monedas de oro yanquis y recién acuñadas. Y si vuelve, queda claro con una sola mirada que se cruzan él y su cuñada, no es por su familia ni por sus sobrinos, ni por regresar a los escenarios donde debió de transcurrir una gran parte de su vida. Vuelve por ella, por Martha.
Miradas y movimientos: el feeling que transmitían con ellos los actores del Hollywood clásico encuentra en John Wayne a un inolvidable valedor. La forma de bajar del caballo indica su desconfianza básica: es su hermano quien se dirige hacia él, pero Ethan lo observa con el instintivo recelo que delata al superviviente nato. Su manera de portar el sable, de llevar el polvoriento capote, indica al guerrero nato, pero también al guerrero cansado. Su beso en la frente a Martha, y la postura al detenerse ante ella, como queriendo compensar con una sola mirada los largos años de separación, remarcan que para él no existe nadie más (y para ella tampoco). Cuando al día siguiente aparece el escuálido grupo de rangers de Texas que viene a reclutar a los varones de la casa para perseguir a unos indios ladrones de ganados, y Ethan decide ocupar el puesto de su hermano Aaron, el gesto de Martha al ir a por el capote del cuñado y acariciarlo basta para sellar ese amor que no puede expresarse. (John Ford, genial, decide que un personaje sea testigo mudo de esa revelación, y de la despedida siguiente: Clayton, el cura-soldado que manda a los rangers, cuya forma de mirar al frente y remarcar su invisibilidad es inolvidable. v. supra)
La increíble intensidad emocional que posee ese prólogo en el hogar de los Edwards dicta todo el tono posterior de Centauros del desierto. Su destrucción termina de marcar a un hombre destruido: un hombre que quizá buscaba solo la paz en la casa de su hermano y de la mujer que amaba —pero, ¿qué paz hubiera podido traer él?— y que ve perdido ese sueño imposible. La búsqueda a la que consagra los años siguientes no se debe, como he dicho, al propósito de rescatar a su sobrina, ni siquiera al deseo de venganza salvaje contra los comanches. Esa búsqueda es una quimera, un camino interior al que Ethan se consagra por que no tiene otro objeto en la vida, porque es un hombre condenado a no poder descansar, a errar para siempre.
Entre los más estremecedores paralelismos que desarrolla el film está el de la identificación de esa fantasmal errabundez con la del mismo objeto al que se persigue: esos comanches que pertenecen a una tribu llamada nawyecki —los que vagan de un lado a otro, los que dan círculos, como le explica el propio Ethan al joven Martin— y ese jefe llamado Cicatriz que, como él, es también un hombre destruido que sigue caminando hacia delante, aun sin rumbo fijo, porque no hay un atrás al que volver. Los hombres blancos mataron a sus hijos y él se lo cobra con muchas cabelleras, le llegará a decir a Ethan, al que entiende perfectamente por su dominio de los idiomas (otro rasgo que comparten: Ethan habla inglés, comanche… y español, es decir, las lenguas de esa borrosa frontera texana que los personajes cruzan una y otra vez). Cicatriz es el jefe de una tribu fantasmal, no solo por lo difícil que resulta localizarla, sino porque, cuando al fin lo hacen, resulta ser solo la sombra de una tribu, un exiguo grupo de comanches cuyo peligro ya no puede ser temible. Por último, el rasgo final de identificación entre los dos hombres es una elección de casting: John Ford eligió para encarnarlo no solo a un actor blanco (lo que era corriente, al menos para los papeles de jefes indios), sino con rasgos que claramente no podrían pasar por los de un indio, ni maquillados. Pues los ojos del actor Henry Brandon son intensamente claros, tanto como los del mismo Wayne.
Es posible que ningún western de la época clásica esté protagonizado por un personaje tan ambiguo, tan incómodo, como Ethan Edwards. Un personaje que obligue tanto al espectador —siempre acostumbrado a identificarse con su héroe titular, y más si, en territorio del Oeste, lo encarnaba el noble Wayne— a plantearse si lo aprueba o lo desaprueba. En ese continuo replanteamiento estriba la clave de la densidad inigualable del personaje, el más complejo, también el más doliente de todo el género: el hombre que no descansará jamás. Ethan Edwards pertenece a una estirpe de personajes del género que encarnan al hombre de la frontera, el ser capaz de la violencia que necesita toda civilización para imponerse (pues siempre se impone sobre otra civilización… a la que, en su autodefensa, niega como una civilización inferior y malvada). Ethan es el tipo que los hombres de orden necesitan para despejar el terreno, reducir los peligros y permitir la llegada de los otros, los que ya no son guerreros, los que traen las normas que proscribirá la violencia antes necesaria de esos pioneros que ayudaron a construir la civilización, aun cuando luego ésta no sea para ellos, como antagónicos son el día y la noche o el agua y el fuego. La puerta que se cierra al final de la película nunca estuvo realmente abierta para Ethan, aun cuando en algún momento se le deje franquear los umbrales de las casas de las buenas familias: y en este film hay muchos planos filmados desde el interior de un umbral. Por cierto que John Ford dio a John Wayne dos de estos papeles, el del centauro del desierto y el del conmovedor Tom Doniphon, el hombre que de verdad mató a Liberty Valance.
¿Dónde radica la fuerza de Ethan? Por supuesto, y antes que nada, en el atractivo romántico que siempre despertará la figura del hombre que sabe valerse a sí mismo sin necesidad de nadie y a quien todos buscan cuando la situación es desesperada. El hombre con la sangre fría para saber que, descubierto el ardid de los indios al robar el ganado —alejarlos de sus hogares para mejor asaltarlos—, no se puede hacer volver grupas a los caballos sin dejarlos primeros descansar de la cabalgata inicial. El impaciente Martin no puede esperar y el resultado es que acabará matando del esfuerzo a su caballo, impotente al saber que nunca llegará a tiempo para salvar a los suyos. (Porque además no era posible: ay esa mirada de Ethan, al desensillar a su caballo, perdida en el horizonte, consciente de que nunca volverá a ver con vida a Martha.)
¿Por qué Martha eligió a Aaron Edwards en vez de al hombre al que amaba? Ese cuarto de hora inicial también se basta para sugerirlo: al comprender el espíritu errante y aventurero que animaba a Ethan, Martha eligió al Edwards apacible, hogareño, el que garantizaba la construcción de una familia y una vida aburrida pero confortable. Ese acto de Martha, tal vez el verdadero desencadenante de la tragedia, tendrá su modelo paralelo en la decisión que debe tomar la joven Laurie Jorgensen: elegir entre el hombre al que ama, el joven Martin, pero que no sabe si podrá sujetar a su lado, o el atontolinado pero también apacible Charlie McCorry. Centauros del desierto es, también, un lamento por pasadas tardes junto al fuego y por la promesa rota de muchas más en el futuro.
Los ojos de John Wayne, cada vez más pequeños y entrecerrados a medida que se hacía más viejo, encierran una turbulencia tan terrible que muchas veces preferiríamos que no se expusieran en primer plano: porque nos inquietan, porque lo que leemos en ellos nos atemoriza. Ethan encierra una rabia acumulada que no duda en estallar de modo fulminante cuando tiene que ver con los indios: esa forma de disparar a los ojos del comanche que encuentran enterrado porque sabe que así, y según sus creencias, lo condena a vagar para siempre (¡otro errante!) sin encontrar su paraíso; el modo de vaciar el cargador de su fusil cuando los indios, en retirada ya después de la escaramuza junto al río, están ya recogiendo a sus muertos (y qué mirada asesina le arroja a Clayton cuando éste le baja el cañón, reprendiéndole por el sinsentido de sus disparos); o de matar salvajemente a cuantos búfalos puede, aunque no pueda cargar con su carne, porque sabe que un búfalo muerto es garantía de hambre para un indio; o, en el primer plano más terrible de toda la película, cuando, al contemplar a la pobre mujer blanca rescatada de un largo cautiverio de los indios, con la cabeza perdida y el cuerpo desmadejado, su mente ya enfebrecida siente que ese despojo sin duda es en lo que se habrá convertido Debbie.
Pero Ethan es algo más que ese loco contenido o incontenible, que ese vengador que no puede conocer la paz, pues si no, no dejaría esa huella en nuestras almas. También es un hombre capaz de la más inesperada delicadeza, aun expresada del modo más agreste: en la decisión de no permitir que ni Martin ni luego el joven Brad Jorgensen vean el estado en que los comanches dejaron a su madre adoptiva en un caso y a su prometida en el otro, ambas violadas y mutiladas; en la forma de no dejar que Martin pruebe el tequila «hasta que crezcas»; o de convertir al joven —recuérdese, un mestizo de blanco y cherokee al que el racista Ethan siempre tuvo enfilado: «no soy tu tío ni nada tuyo», le remarca al principio de la búsqueda— en el heredero de sus bienes… acción que éste rechaza, gritándole airado que tiene una pariente de sangre a quien dejárselos: Debbie. Es un hombre que, aun recordándolo sombrío, también sabe reír (sus incontenibles carcajadas al descubrir que Martin, sin advertirlo, se ha comprado una esposa india) o tomar las cosas a broma (su pequeña chanza a costa del joven teniente que llega en busca de los rangers, y que encarna el propio hijo de Wayne, Patrick). En resumen, es el atractivo del outsider, que se refleja en gestos como ese arabesco que siempre traza en el aire con su pistola al desenfundarla y que no es tanto una seña de identidad como una forma de marcar su territorio.
Siempre se ha dicho de Centauros del desierto que es el más shakesperiano de los films de John Ford, un admirador confeso del dramaturgo inglés que nunca tuvo necesidad de llevarlo a la pantalla, pero cuyo espíritu recorre sin duda las imágenes de esta gran película. En su forma de combinar lo trágico con lo cómico, de fundir el retrato social e histórico con el personal, en el modo de construir una dramaturgia con todos los personajes y no solo los protagonistas, en su inimitable modo de hacer que cualquier instante, aun el aparentemente más trivial, cobre una densidad mágica y maravillosa.
Como Shakespeare, también John Ford sabía que los protagonistas conducen la historia, pero los personajes secundarios son fundamentales para construir un tono y una atmósfera. Y Centauros del desierto obra el prodigio de reservar algún momento imborrable para todas las criaturas, grandes y pequeñas —nadie como Ford ha sabido retratar psicologías sencillas, sin que pareciesen nunca simples—, que se asoman a ella. El fulgor de Wayne, sin duda, no luciría tanto sin el brillo de los otros personajes. La sencilla pero radiante Laurie a la que la estupenda Vera Miles otorga una cálida inmediatez que nos hace considerar loco a Marty por estar a punto de perderla (seis años después, la actriz repitió, o casi, el mismo papel para el mismo director en El hombre que mató a Liberty Valance). La homérica presencia de ese sacerdote-guerrero que encarna un genial Ward Bond, con su descacharrante sombrero de copa en medio del desierto. El entrañable nómada (¡y otro más!) medio loco, Mose Harper, que ¿interpreta? Hank Worden, que conducirá a los protagonistas a la pista buena y que a cambio solo pide un techo, una mecedora y un fuego junto al que calentarse. El matrimonio de pioneros que forman los padres de Laurie, los Jorgensen, cuya presencia entrañable se revela en gestos como ese del padre, que se pone las gafas ¡para atender a la lectura que hace Laurie de la carta de Marty!
Y no olvido al gran olvidado de esta película, Jeffrey Hunter, malogrado proyecto de estrella que siempre se sintió postergado en un Hollywood clásico que ya moría, y que desapareció él mismo con tan solo 42 años. Menospreciado por casi todos, algo tuvo que ver John Ford en él para confiarle varios papeles importantes (sobre todo éste y el del abogado militar de El sargento negro). Hunter sabe transmitir muy bien esa inocencia que admirablemente nunca pierde el personaje pese a que la dura vida a que se empuja durante muchos años ha tenido tiempo para curtirlo. Que siempre tiene presente la triste soledad que debe sentir Debbie en su cautiverio y arriesga varias veces la vida para impedir que Ethan pueda acabar con ella. Si alguien se merece la quietud de un hogar en este mundo (y, por supuesto, los brazos de Laurie) ése es Martin Pawley.
Centauros del desierto es, sin duda, uno de los westerns más bellos de la historia. Contaba con un hombre que sabía utilizar el color de manera excepcional, el operador Winton C. Hoch, y aquí se luce para dar con el tono adecuado para cada escena: ese crepúsculo inverosímilmente escarlata que cae sobre la granja de los Edwards y que anticipa la masacre que van a ver sus paredes; ese tránsito de las estaciones (imborrable el plano que muestra a los dos buscadores descendiendo a caballo una ladera completamente blanca de nieve, sin ningún otro elemento de color, y que expresa mejor que ningún otro la condición absolutamente primordial del paisaje de la frontera); esa belleza mineral que le otorga al desierto y a sus formas rocosas, como recortadas por un gigante juguetón, y que expresa, al mismo tiempo, la dureza sin igual de un espacio que los hombres se empeñan en domar, y la necesidad de hacerlo.
[Quien no conozca el final de esta maravillosa película, debe dejar de leer justo aquí]
Los años pasan desde que empieza el film hasta que acaba: los cabellos de John Wayne se cubren de canas, el porte de Jeffrey Hunter pierde su juvenil traza desgarbada y alcanza su madurez, la niña Debbie se convierte en la adulta Debbie. Los buscadores del título original —el español es mil veces más bello aunque quizá remarca más de la cuenta el tono épico del relato, que es verdad que existe, sobre el resto de tonos, los cuales son sin duda más importantes— pasan casi todo ese tiempo vagando de un lugar para otro, pero las partes que parecen poseer un mayor peso temporal son las que transcurren en el hogar de los Jorgensen, al que de vez en cuando vuelven Ethan y Martin. Como en Liberty valance, el romántico John Ford no duda en sancionar la necesidad de una sociedad estable cuyas raíces se encuentran en un hogar pero reserva sus simpatías para el aventurero, para el desclasado, para el hombre que no encaja. Son más necesarios los hombres como Martin Pawley o como el abogado Ranse Stoddard/James Stewart que al final le quitaba la chica y la leyenda a Tom Doniphon. Pero a quien se recuerda es a este y a los Ethan Edwards de este mundo. Aunque no sean hombres de una pieza y su alma tenga demasiados rincones a los que no siempre llega la luz. Pues en los momentos que cuentan, la luz llega.
Hay pocos títulos como Centauros del desierto que consigan expresar mejor el matiz fundamentalmente irracional que late en el fondo de todo sentimiento racista: hay que apreciar la rabia con que Ethan mira a Marty, cuando éste defiende a esa joven que para él ya no puede ser su sobrina porque ha sido mancillada por el comanche, para advertir esto, para advertir que nunca se podrá convencer a un racista de su error con argumentos lógicos. Pero John Ford nos dice también que sólo puede hacerlo algo tan irracional como el retorno de un sentimiento, o sea, algo tan puramente primordial como el racismo. Y por ello conmueve tanto la mil veces evocada escena en que, después de ir en pos de la joven a quien todos creemos que la va a matar, Ethan coge en brazos a Debbie —repitiendo el gesto con que, de pequeña, la tomó en la casa materna, fundiendo así pasado y presente, culpa y redención, como si supiera que Martha lo está mirando— y le dice: «Vámonos a casa». ¿A casa? En el final más bello y emotivo, pero también más triste, de la historia del cine, mientras suena una bella balada de Stan Jones que remarca la imposibilidad del descanso para el héroe, con la cámara situada en el oscuro umbral de la acogedora casa de los Jorgensen, Ethan deposita a Debbie en manos de aquellos, deja pasar a la pareja formada por Martin y Laurie, que entran abrazados, se coge un brazo con el otro en un último gesto imborrable mientras mira al interior… y luego da media vuelta y se va. La puerta se cierra como al principio se abrió. Ethan nunca podrá encontrar la paz en el interior de ningún hogar.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Centauros del desierto / The Searchers. Año: 1956.
Director: John Ford. Guión: Frank S. Nugent; novela de Alan LeMay. Fotografía: Winton C. Hoch. Música: Max Steiner. Reparto: John Wayne (Ethan Edwards), Jeffrey Hunter (Martin Pawley), Vera Miles (Laurie), Ward Bond (Clayton), Natalie Wood (Debbie), John Qualen (Sr. Jorgensen), Hank Worden (Mose Harper), Olive Carey (Sra. Jorgensen), Henry Brandon (Cicatriz). Dur.: 108 min.
Ayer la vi otra vez, precisamente… Estoy de acuerdo con tu análisis tan detallado, y especialmente en lo que respecta a la belleza del inicio, del final o de esas tomas impresionantes del desierto. También creo que es una de las mejores películas que existen. A veces hace malabarismos con el espacio-tiempo, y pierde mucho cuando rueda en decorado; pero son objeciones menores.
Qué revisión más oportuna! Es verdad que esos juegos con el tiempo suelen destacarse como lo más polémico en las críticas que he leído de esta película. Incluso hace muchos años vi en una retrospectiva en cine una versión de esta peli cuyo montaje era demencial: se habìan saltado escenas como la del fuerte y habían ordenado de otro modo la odisea de los dos protagonistas. Aun así, yo creo que esa particular forma de hacer pasar el tiempo como si no pasara es parte básica de su atmósfera. Y solo la emoción de ver cómo John Wayne no cruza la puerta…
Vi esta peli la primera vez hace mil años en mi tele en blanco y negro, nunca la he olvidado; aunque ni recordaba su título, ni sabía entonces que era una joya. Hace poco la volví a ver en otras condiciones; con otros ojos, en una pantalla más grande y con unos colores que superan incluso a los de la realidad. No ha decepcionado ni un poco el recuerdo que tenía y tu comentario ha hecho que la disfrute aún más.
Montse
Yo también la vi muy pequeño y durante años ni sabía su título; solo recordaba que iba de la búsqueda de una chica secuestrada por los indios. Es mérito que con las condiciones de la tele de entonces nos llamaran la atención. Al blanco y negro añade que el formato de pantalla estaría recortada a dos tercios del original. Y aun así, se nos quedaba en la memoria.
¡Muchas gracias por tus palabras!
Detallada reseña sobre «The Searchers». Por cierto, «Cahiers du cinéma» publicó en 2012 su lista de los 100 mejores films de la historia y allí aparece «Centauros del desierto» en el décimo lugar. Me tomé el trabajo de traducir el artículo y publicarlo en mi blog «Con escapulario ajeno». Allí está a la orden en http://conescapularioajeno.blogspot.com/2012/08/los-100-films-mas-hermosos-del-mundo.html
Muchas gracias por el enlace, Franklin. Como todas las listas, es matizable pero, en general, todos los títulos que están lo merecen (yo solo disiento con el film de Renoir «La regla de juego»: es verdad que tendría que revisarlo, porque solo lo he visto una vez, hace ya veintintantos años y en una versión doblada bastante mediocre). Por cierto que el título francés de «Centauros del desierto» me parece el más afortunado de todos los que tiene este film, bellísimo incluso: «La prisionera del desierto».