Cuando Inglaterra guardó luto por Sherlock Holmes

Moriarty y Holmes en las cataratas de ReichenbachLa historia es bien conocida. El lunes 4 de mayo de 1891 llegaba a los puestos de venta el número de la revista The Strand Magazine que contenía la segunda parte del relato de Sherlock Holmes El problema final. Y en él, los lectores se encontraron lo que ya se temían leído el arranque del mismo en el número anterior: el más idolatrado personaje del momento, el detective de Baker Street, encontraba la muerte enzarzado en un abrazo mortal con su enemigo el profesor Moriarty, al caer ambos por las cataratas de Reichenbach en Suiza. Era la crónica de una muerte anunciada. Su creador, Arthur Conan Doyle, llevaba mucho tiempo anunciándolo a sus íntimos: estaba harto de un personaje cuyo arrollador éxito le obligaba a volver una y otra vez a él, hurtándole tiempo para obras y planteamientos que él creía más dignos de estima. La reacción fue increíble. Las esquelas se multiplicaron en los periódicos; los empleados de la City, al día siguiente, fueron a trabajar con un brazalete negro; el escritor recibió cartas amenazadoras y una lectura furiosa, al cruzarse con él, lo insultó tildándolo de «grandísimo burro». Conan Doyle alegó en su defensa que «si no lo hubiese matado, me hubiese matado él a mí». ¿Cómo pudo hacerse tan vívida, tan real, tan indispensable una creación literaria? La pregunta hoy parece más fácil: en un mundo en que no existían el cine ni los videojuegos ni los múltiples entretenimientos que hoy alejan a la gente de la lectura, las ficciones literarias tenían un seguimiento y despertaban una devoción como nunca jamás podrá volver a tener ninguna de ellas hoy. Y el mito de Holmes no solo no se ha apagado (hubo muchos otros personajes literarios que también levantaron pasiones, y hoy se recuerdan poco o nada), sino que sigue vigente e incluso se ha expandido de esa forma que, sin saber exactamente qué es, queda bien decirlo: geométrica. Como amante del gran detective desde mi adolescencia, voy a intentar explicar por qué.

Como bien saben todos los holmesianos del mundo, el mítico detective de Baker Street nació en las páginas de una novela, Estudio en escarlata (1887), que no llamó excesivamente la atención y que luego prorrogó en otra, El signo de los cuatro (1890), que tampoco tuvo mucha repercusión. El éxito, ahora sí extraordinario, a ambos lados del océano, llegaría cuando Conan Doyle probó a cambiar el formato de las aventuras y se decidió por el relato, enviando una serie de cuentos a una nueva revista, The Strand Magazine, de la que se convertiría en su buque-insignia. Desde junio de 1891 hasta prácticamente el final de su vida, el escritor publicó diversas oleadas de cuentos que luego se agruparon en cinco antologías (Las aventuras, de 1892; Las memorias, de 1894; El regreso, de 1905; El último saludo, de 1917; y El archivo, de 1927, siempre de Sherlock Holmes). A ellas hay que añadir dos novelas más, una de las cuales acabó constituyendo la aventura más famosa del personaje, El sabueso de los Baskerville (1901) más la no excesivamente célebre El valle del terror (1914).

Todas ellas forman, de acuerdo con el entrañable juego de palabras creado por uno de los primeros holmesianos, el teólogo (!) Ronald Knox, el Canon —el Canon de Conan, claro— y mi signo de admiración no es nada irónico, pues el culto a Sherlock Holmes se convertiría enseguida en una verdadera religión. Y como todas las religiones, además de los libros sagrados, contaría con una serie de apócrifos, que comenzaron a escribirse muy poco después de la publicación de la primera novela, cuyo número total (nunca cerrado, pues cada año se une alguno nuevo) ya ha multiplicado hasta el infinito las cuatro novelas y los cincuenta y seis relatos de su creador.

Esto es un problema de tres pipas, una de las granddes frases de Sherlock HolmesPor supuesto, cuando Conan Doyle, todavía un joven médico con consulta propia, se puso a redactar Estudio en escarlata no tenía en mente la creación de tan vasta saga. En esos primeros años en que tanteó géneros muy diversos (su favorito siempre fue el histórico), lo que pretendió fue, ante todo, crear un personaje llamativo pero no precisamente original, puesto que contaba con claros antecedentes (el primero, el chevalier Auguste Dupin, de Poe, el supuesto padre del cuento policiaco), que él mismo cita por boca de su personaje para expresar su desdén hacia ellos (por supuesto, es un recurso cariñoso del escritor inglés, que no era precisamente un tipo infatuado y vanidoso). Como todo holmesiano mediano sabe, Conan Doyle tomó como modelo a un profesor suyo de la universidad de Edimburgo, el egregio doctor Joseph Bell, para crear un detective «científico» que resolvería los casos mediante la aplicación de un método deductivo (así lo llama él, pero los especialistas señalan, con razón, que es inductivo, puesto que el mismo Sherlock se jacta de que su original forma de razonar marcha hacia atrás, de los efectos a las causas).

Que nadie crea que los relatos y los razonamientos desprenden una granítica perfección intelectual. De hecho, es prueba de que Conan Doyle los componía sin prestar mucha atención a los detalles es la apreciable cantidad de errores que los holmesianos han detectado (y que, claro, han pasado a constituir dogmas de fe) o de casos cuya explicación está, como tan bien comunica la expresión española, cogida por los alfileres. Por ejemplo, en Estudio en escarlata se cuenta que la parte donde Watson recibió el balazo en Afganistán fue el hombro, mas a partir de la segunda novela pasará a ser la pierna. En su presentación, cuando Holmes le pregunta por sus posibles rarezas como compañero de piso, el doctor afirma estar en posesión de un cachorrillo, y aun cuando el detective no pone ningún reparo, nunca jamás en la saga se hablará de esta afición por las mascotas.

Las dos primeras novelas del Canon de Sherlock HolmesEstudio en escarlata narra el encuentro entre dos jóvenes que buscan compañero de piso, el doctor John H. Watson, veterano de la guerra de Afganistán, en el curso de la cual su salud ha quedado quebrantada, y el singular Sherlock Holmes, un tipo de inquietudes dispersas y extravagantes que acabará revelando a aquel que su enigmático oficio es el «detective asesor». La novela denota demasiado su condición primeriza dentro del mito: en comparación con el resto del Canon, no es gran cosa. Por ejemplo, el libro se divide en dos partes, la segunda de las cuales se traslada a Estados Unidos para narrar las andanzas de los personajes relacionados con el caso criminal abordado en su primera mitad, y que poco importa a quienes hemos disfrutado con él. El escritor repetiría esta fórmula en El valle del terror.

Ahora bien, como episodio inaugural es fundamental. Aparte del encuentro entre Watson y Holmes y la descripción física de este, en la novela ya aparecen su mítico cuartel general del 221B de Baker Street, en Londres; la lupa como herramienta icónica; el minucioso análisis de huellas y tipos de suelos (y se menciona su famosa monografía sobre las distintas cenizas de tabaco); el violín, balsa de náufrago de los periodos en que el detective incurre en la melancolía (todavía sin alusión a las drogas, aunque el doctor ya sospecha algo en este sentido); los arrapiezos que ayudan a Holmes y que en la siguiente novela recibirán el nombre de Irregulares de Baker Street; y los dos inspectores de Scotland Yard que tantas veces pedirán su ayuda, Gregson y Lestrade, este último más conocido por haber sido escogido en las múltiples adaptaciones al cine y la televisión como torpe y vanidoso representante de esas fuerzas del orden.

En El signo de los cuatro se añadirán ya la droga que Holmes se inyecta para soportar esos terribles momentos de ennui vital (la cocaína, en una solución al siete por ciento); la condición de Watson como cronista público de sus casos (el detective le acusará de impregnarlos de «romanticismo»); el nombre de su casera, la señora Hudson, el personaje secundario más opaco de la saga (en los apócrifos y prolongaciones en cine y televisión, ya se le ha dado más relevancia); su extrema habilidad para el disfraz (una idea que siempre me ha gustado, pues libra a Holmes de la condición de mero analista intelectual, demostrando que es capaz de «ensuciarse las manos» si es necesario); y el famoso adagio según el cual una vez eliminado lo imposible, lo que resta, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Por cierto, como se ha repetido mil veces, la famosa coletilla «¡Elemental, mi querido Watson!» no figura en ninguna narración del Canon sino que procede de la primera adaptación teatral del personaje, escrita por William Gillette, el primer actor asociado a Holmes por haberlo interpretado durante décadas en las tablas y en una de las primeras adaptaciones al cine. En cambio, es por completo del Canon la otra frase famosa, que el detective le espeta al doctor para ponerse en marcha: «¡Vamos, Watson, vamos! ¡La partida ha comenzado!», con que arranca el relato La aventura de Abbey Grange, situado en la tercera antología.

Holmes y Watson, por Sidney PagetDebe añadirse que es a los relatos a los que se les debe la famosa apariencia visual del detective, tan canónica ya como aquellos. Su creador fue el dibujante Sidney Paget que, sin ceñirse exactamente a las descripciones de Conan Doyle, le dio ese famoso perfil afilado que tan imprescindible nos resulta y que plasmó en hasta 356 dibujos (una novela, la del sabueso, y treinta y siete relatos), y por el que nos hemos acostumbrado a juzgar a todos los actores que le han dado vida, con independencia de su talento interpretativo. Del mismo modo, es Paget a quien se deben las prendas más asociadas a Holmes, entre ellas la famosa gorra de cazador con viseras («deerstalker» en inglés) y gabardina a cuadros que, en letra impresa, apenas utilizó en un relato, Estrella de plata, el que inicia la serie de Las memorias, pero que la iconografía popular se ha empeñado en imponer. (En uno de los divertidos gags que Billy Wilder incluyó en La vida privada de Sherlock Holmes —la mejor peripecia en cine del personaje—, Holmes, que aparece de esa guisa cazadora, se queja ante Watson de que la fama de sus aventuras le haya obligado a tener que vestirse tal y como esperan sus admiradores.)

Sin los relatos publicados en el Strand Magazine, por tanto, el mito Holmes no existiría. Las dos novelas iniciales, insisto, las leemos porque forman parte del Canon, pero si nunca se hubieran escrito los cuentos, parece difícil que hubieran dejado mayor recuerdo. Fue una fortuna, por lo tanto, que Conan Doyle acertara con el formato más adecuado para su personaje: en virtud de su brevedad, el escritor desarrolla con afortunada concisión una aventura que, casi siempre, atrae no por la originalidad (de hecho, cualquier análisis revela que el número de tramas es más bien reducido) sino por el lucimiento que permite a las características más relevantes del detective. Esto es: la seguridad con que subraya sus talentos (Watson siempre se quejará de su vanidad, pero lo cierto es que el lector más bien puede considerar que es objetivo conocimiento del propio talento); la facilidad para sorprender a su amigo con cualquier deducción inesperada, que enseguida pasará a explicar triunfalmente; el magnífico sentido del ambiente que siempre denotan los relatos, transcurran en la ciudad o en el campo; y el ritmo perfecto de la narración.

El primer libro, Las aventuras de Sherlock Holmes, es posiblemente el más perfecto en cuanto que en él fueron trazadas, para siempre, las características centrales de la estructura y los elementos. Llama la atención, en primer lugar, que no todos los casos sean estrictamente criminales, sino que aborden farsas o fingimientos que tal vez no sean morales pero tampoco delictivos: el del hombre en apariencia acomodado que, sin que lo sepa la esposa que denuncia su desaparición, se gana la vida como mendigo en plena City (de hecho, ha sido esta la que ha provocado, sin saberlo, que él esté en la cárcel y no pueda revelar, por vergüenza, su identidad) o el de la amante despechada de un rey (de la hipotética Bohemia, un lugar que, a lo que se ve, ha inspirado mucho a los ingleses, comenzando por Shakespeare), que se empeña con Holmes en un juego de inteligencias que hará que el gran misógino, en frase famosa de Watson, denomine a Irene Adler la mujer, por haber sido capaz de derrotarlo.

Más que la originalidad, lo que destaca en más de un relato es el ingenio. Por ejemplo, en La liga de los pelirrojos, el cliente que llega hasta Holmes viene con la curiosísima historia de que el extraño empleo que ha conseguido hace pocas semanas (y que entrega un buen sueldo a cambio de un trabajo mínimo en un despacho donde ningún jefe lo vigila) se lo debe a la institución indicada en el título, que un fallecido y excéntrico millonario americano de pelo rojo creara para recompensar a sus homólogos capilares. Por supuesto, Holmes (y cualquier lector, claro) enseguida adivina que se trata de un engaño, pintoresco pero burdo, para que tan lerdo individuo abandone el local donde tiene su negocio y estos puedan, así, introducirse en él para sus prácticas delictivas.

Holmes no vivio realmente aqui, pero da el pego

Es famoso que Conan Doyle fue un tenaz defensor del Imperio Británico (por ejemplo, y ya madurito, no dudó en alistarse como médico militar en la Guerra de los Bóers, cuya legitimidad defendió a viento y marea en sus escritos). Y otra característica eminente del Canon es el modo en que, sin salir de Londres o de la campiña inglesa, el Imperio llega hasta el detective y, por tanto, hasta sus lectores.

Pero debe quedar claro: el gran atractivo del Canon es la propia figura de Sherlock Holmes, uno de los personajes más fascinantes que ha dado la historia de la literatura. En teoría, estamos ante el clásico «personaje hueco», es decir, trazado con unos cuantos rasgos singulares a partir de los cuales no se observa ninguna evolución, lo cual, por otra parte, es característico de todos los roles que han protagonizado una serie. Holmes, en principio, es uno de los más grandes misántropos que ha habido jamás, hasta el punto de que no parezca tener o haber tenido otro amigo que Watson, y sin embargo la intimidad que manifiestan los relatos no merecería, hoy, el concepto de amistad: en ellos siempre se tratan con esa formalidad un tanto distante que en España resume el «usted».

Mi Holmes favorito del cine, Peter CushingEn Estudio en escarlata, Watson hacía un catálogo de las materias dominadas por Holmes, y de él no parece colegirse que posea una gran cultura, mas esta circunstancia sería corregida en los relatos, donde las citas a figuras relevantes de la literatura o de la filosofía, y en general sobre cualquier tema, serán habituales en el detective. En un famoso diálogo, el doctor se sorprendía de que Holmes negara conocer la teoría heliocéntrica, alegando, de modo descacharrante, que puesto que la capacidad de nuestro cerebro no es infinita, «el operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza». Desde luego, y a la vista del desarrollo posterior del personaje, parece difícil creer en su pretendido desconocimiento, por lo que asumo el razonamiento de Michael Sims en su libro Arthur y Sherlock: por poco sentido del humor que parezca tener, por lo común, el detective, en este caso se está riendo sutilmente de su compañero.

En cualquier caso, niego que el personaje carezca de la profundidad necesaria que los críticos finos reservan a un Raskolnikov o un papá Goriot. En primer lugar, podríamos calificarlo como un hombre atormentado por su excepcionalidad, lo cual se traduce en un conflicto existencial que solo deja a un lado cuando su sensible inteligencia está ocupado por sus casos. No extraña esa adicción a la cocaína (que parece tener bajo su control para incurrir en ella solo cuando lo necesita), o su perpetuo desdén por la paz y la tranquilidad. En una de sus frases más famosas, se lamentará de que Londres se haya convertido en «una ciudad particularmente aburrida desde la muerte del llorado profesor Moriarty». De hecho, acaso al doctor Watson, tan convencional él, no se le haya ocurrido nunca que si Holmes necesita los enigmas, y si busca el consuelo artificial de la cocaína cuando no los tiene, es porque la otra alternativa es demasiado terrible. En cierta ocasión, Holmes le dice a su amigo que «es una suerte para esta comunidad que yo no sea un criminal». El hombre excepcional para el triunfo del bien, ¿a dónde habría llegado de dedicar sus cualidades al mal? ¿A ser Moriarty, o peor, un Moriarty sin alguien como él para derrotarlo?

Conan Doyle concibió a su personaje como un enigma en sí mismo, si bien jamás intentó jugar con esta condición que otros habrían aprovechado para ir desgranando infinidad de detalles y acabar con todo misterio (ahora mismo, recuerdo el caso de Lobezno en los cómics del Universo Marvel, de quien hoy sabemos hasta su marca favorita de loción de afeitar). Sin embargo, y por sorpresa, en el cuento El intérprete griego, se nos dice que su abuela era hermana del pintor Vernet y se presenta a un hermano, Mycroft, de quien el mismo Holmes, en su carta de presentación, afirma que posee sus mismas facultades, y en un grado aun mayor.

Conan Doyle y su mas insigne criatura

Enseguida, Watson pedirá conocer a ese inesperado portento y su compañero lo conduce a un muy selecto club londinense, especial para caballeros que no desean ser objeto del menor trato social: un club para silenciosos, para tímidos recalcitrantes o para individuos asociales. Tan particular institución es el Club Diógenes, nombre bien conocido por los amantes de la literatura de género de nuestro país gracias a la fabulosa colección de la editorial Valdemar. Y desde allí Mycroft ejerce la misma labor que su hermano, pero exclusivamente para el gobierno. Confieso que mi escena favorita de todo el Canon es la particular exhibición de deducciones que, ante el atónito y complacido Watson, ambos hermanos efectúan, desde una ventana del club, acerca de un transeúnte cualquiera que pasa por debajo de ellos.

Forma parte del mito el famoso odio que Conan Doyle acabó concibiendo hacia su criatura, hasta tal punto de que, por mucho que sabía que tenía la gallina de los huevos de oro en sus manos, no tardara en querer concluir la serie de relatos: le quitaban tiempo, pensaba, para obras de mayor empeño (que también escribió pero que nunca tuvieron la repercusión de las protagonizadas por el gran detective). Fue así que, pese a la fuerte oposición de quien era la mayor admiradora de Sherlock, su propia madre —cariño de abuela, es claro—, terminó por matarlo al final del famoso relato El problema final. Este relato, por cierto, es el único de todo el Canon en que aparece quien acabaría convirtiéndose, en la vasta progenie de películas y series televisivas, en su némesis por excelente, el profesor Moriarty, bautizado por su noble oponente como el Napoleón del crimen.

Moriarty, por Sidney PagetAunque las series (en cine, televisión y cómic) han convertido a Moriarty en una presencia recurrente en la saga del gran detective, debe aclararse con rapidez que en el Canon solo aparece en este relato, pues perece a manos de su antagonista. Nada más, y sin embargo nada menos, porque su presencia es tan formidable (¡en una única aparición en el curso del relato!) que el holmesiano nunca habrá de olvidarlo. Moriarty, a quien Holmes ha presentado como el organizador oculto de todo delito que sucede en Londres, el poder en la sombra que nunca se ensucia en las manos, pero en cuya formidable telaraña el detective ha encontrado alguna hebra que poder destejer.

Es memorable el momento en que Moriarty se presenta en las habitaciones de Baker Street, y con una expresión glacial que Sidney Paget hace sobrecogedora, enumera las molestias que le ha ocasionado Holmes hasta convertirse en una amenaza para su seguridad: «Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero. El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora, cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una situación en que corro serio peligro de perder mi libertad.»

(Por cierto, y vuelvan a mirar la ilustración de Paget: ¿esa figura alta y delgada, esa mirada ya más que firme, inconmovible, y esas entradas que directamente anuncian la calvicie, no parecen la degradación del físico noble de Sherlock Holmes?)

Con una organización criminal entera en su contra, que Conan Doyle no pudo imaginar que, sin darle nombre, sería el precedente de las Spectra o Hydra de series bien conocidas, Holmes y Watson huyen al continente en espera de que la ley haga uso de las evidencias proporcionadas por el detective. En Suiza, en el entonces muy famoso abismo de las cataratas de Reichenbach, los dos enemigos desaparecen, enzarzados en un abrazo mortal.

Las reacciones que produjo la noticia ya las he señalado. Solo puedo señalar que con pocos acontecimientos de la historia de la literatura me identifico tanto como con la luctuosa reacción de los empleados de la City, con la severa reprimenda que la propia madre de Conan Doyle empleó contra su hijo. La contundencia de las declaraciones del escritor no invitaba a pensar en una futura resurrección (y entonces, no eran cosas tan habituales), por lo que imagino la desolación de quienes ya no podían pasarse sin su entrega mensual del Strand Magazine. Durante muchos años, las habitaciones de Baker Street (no lejos de las que hoy, en la misma calle, ocupa la famosa casa-museo de Holmes) permanecieran vacías, como el corazón de sus lectores. Y después, se escuchó un profundo aullido en la noche, y la partida, mi querido Watson, volvió a comenzar.

Sherlock Holmes con gorra de cazador

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Cuando Inglaterra guardó luto por Sherlock Holmes

  1. marajjos dijo:

    Poco se podría añadir a tan magistral exposición. Conan Doyle era un magnífico escritor, que sabía hacer historias vibrantes, y tenía una gran inventiva. Toda la saga de Parque Jurásico en realidad es en términos modernos una réplica de su novela El mundo perdido, por ejemplo.
    Quizás sea esa la clave de que sus relatos detectivescos hayan enganchado tanto, superando a cualquier otro autor del género. Por ejemplo, las novelas de Ágata Christie son siempre el proceso para deducir quién ha matado a alguien, y exponer el motivo, porque quería su dinero o porque lo odiaba, y poco más. Pero en muchos relatos de Holmes, como en una muñeca rusa, en realidad el proceso de deducción es la excusa para llevar al lector a otra historia diferente, que suele formar la segunda parte de cada relato, narrada con trazos muy vívidos y que gusta leer tanto o más que la primera. Por ejemplo la historia del jorobado. Y además Holmes también sabe entrar en acción, lucha contra una serpiente venenosa en la aventura de la banda de lunares, se enfrenta al perro de los Baskerville, y Conan Doyle lo cuenta con una capacidad de hacer sentir al lector que está dentro como pocos escritores han tenido.
    Sólo por añadir alguna nota, en el signo de los cuatro, Watson, para que Holmes se entretenga y no le de a las drogas, le deja su reloj y le pide que lo examine y le diga qué ha podido deducir. Tras examinarlo con lupa, Holmes dice «interesante, pero elemental», de ahí es de donde sale la luego famosa cita.
    Como siempre es un placer leer estas entradas. Un abrazo.

    • ¡Muchas gracias por tus elogios! La diferencia entre Christie y Conan Doyle, claro, está en que en los libros de la primera sí es fundamental el ingenio del enigma que se propone (aunque, como he escrito en este mismo blog, también se encuentran aciertos de atmósfera y psicológicos). En el caso del segundo, sin embargo, lo fundamental es el atractivo del personaje, el magnífico desarrollo ambiental y la fuerza narrativa de que era capaz el autor. De hecho, en el recuerdo, y fuera de la novela del perro de Baskerville y algún relato concreto, los argumentos de los relatos se confunden como si todos, más o menos, fueran lo mismo (y de hecho, se repiten bastante). Y sin embargo, importa poco: Sherlock Holmes es un estilo en sí mismo.

      Un abrazo (por cierto, no tengo claro si detrás del nombre «marajjos» hay un hombre o una mujer jajaja).

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