Era alto y rubio, de frente amplia y rasgos un tanto duros que un par de décadas después, en el apogeo del cine bélico internacional, podrían haberlo encasillado en papeles de oficial nazi. Su apellido poco común, que delataba sus ancestros suecos, remarcaba esta condición. Es difícil decir si tenía la clásica apariencia de galán, aunque desde luego poseía la debida apostura. Es decir, daba convincentemente el tipo requerido, pero algo en él provocaba una sensación de incomodidad. De pronto, sonreía. Y ahora es cuando el espectador quedaba envuelto por una completa turbación. Porque la sonrisa de Richard Widmark es uno de los más imprescindibles atributos gestuales que nos legaron las estrellas del Hollywood clásico, como la mirada limpia de Montgomery Clift, el gesto de desconfianza de John Wayne al entrecerrar sus ojillos frente a un antagonista o esa forma desgarbada con la que Robert Mitchum, al caminar, te convencía de que es inevitable que un destino fatal esté a punto de alcanzarlo. La sonrisa de Richard Widmark era la propia de un canalla que se lo pasa muy bien por cualquier cosa. A veces, esa sonrisa sardónica precede al momento en que apretará el gatillo para deshacerse del rival molesto; otras, es la forma de demostrar aplomo de quien no parece exactamente un mal tipo pero al que tampoco hay por qué darle la espalda. Widmark demostró que en el aparentemente monolítico star system de Hollywood había espacio también para los actores versátiles, incluso inclasificables: hizo de héroe, de antihéroe y de villano, de muchos tipos diferentes de villano, como ningún actor de su categoría ni antes ni después. Y así fue, quizá, la única estrella capaz de hacer realidad aquel entrañable epigrama de Mae West: cuando era bueno, era muy bueno; pero cuando era malo… entonces era mucho mejor.
Richard Widmark (1914-2008) tal vez no alcanzara nunca el fulgor mítico de un Gary Cooper o un James Stewart, pero ostentó su misma categoría profesional: desde finales de los años 40 hasta finales de los 60 (o sea, hasta la declinación del Hollywood clásico), desarrolló una carrera que lo tuvo siempre en cabeza de cartel y en producciones de serie A. Hijo de un representante de comercio, de vida itinerante por ello durante sus primeros años de vida, la vocación dramática lo condujo a estudiar interpretación. Sus dotes lo llevaron a Broadway, donde llamó la atención del gran director Henry Hathaway, quien le daría el papel con el que, de la noche a la mañana, irrumpió con gran éxito en Hollywood, consiguiendo así un contrato estelar con una de las majors, la 20th Century-Fox.
El beso de la muerte (1947) es el típico film policiaco con pretensiones sociales y documentales de la Fox del momento, en principio concebido a mayor gloria de un actor hoy tan olvidado como Victor Mature en el papel de un delincuente que trata de reintegrarse en la sociedad pero al que su pasado se empeña en perseguirlo. Widmark encarna a Tommy Udo, un gángster de rasgos psicopáticos que acaba convirtiéndose en la némesis de aquél. Su actuación electrizó a público y crítica, incluso a sus compañeros de profesión (por ese papel recibió su única nominación al Oscar, lo cual no me parece ni justo ni injusto sino significativo: revela el shock que provocó un papel entonces inhabitual). Y es que Widmark dio vida a un psicópata en toda regla, protagonista de una escena que entonces tensaba el límite de la crueldad que podía verse en una pantalla: en ella, Udo arroja por las escaleras a una anciana en silla de ruedas a la que previamente ha maniatado. Con franqueza, a mí me parece el papel que peor pasa la prueba del tiempo de todos los que hizo el actor, tal vez porque, sin duda por tratarse de su debut, comete el error de refugiarse en la comodidad de una composición basada en unos cuantos rasgos que acaban resultando demasiado mecánicos, como esa risa de hiena que ejecuta deformando la boca para exhibir la dentadura. De hecho, en diversos momentos, cuando olvida esos rasgos exteriores y se limita a mirar a su oponente, inquieta seria y genuinamente: la mirada seca y gélida de Widmark siempre fue de las que quitan el sueño.
Era lógico que el estudio encomendase nuevos papeles de villano al actor, si bien lo abrió enseguida a más géneros. Entre ellos, su primera incursión en el género donde seguramente se encuentran sus films más memorables, el western. Se trata del excelente Cielo amarillo (1948), un título en el que todavía es el segundo hombre de la historia, el malo, encarado encima a uno de los actores nobles por excelencia del cine como fue Gregory Peck. Widmark encarna a Dude, el segundo de la banda de forajidos que comanda Peck y que, para escapar del pelotón que marcha tras ellos después de haber cometido un atraco, se lanza a través del desierto (la justificación que da Peck a sus hombres, ante lo que ellos consideran una insensatez, es de estas frases memorables que casi solo existieron en el western: «Es un espacio, y los espacios se cruzan,») para encontrar refugio en una ciudad fantasma. Pues bien, en este film el villano que encarna nuestro actor ya supone una notable evolución con respecto al unidimensional Tommy Udo: es un tipo que se esfuerza en mantener un considerable atildamiento incluso en un lugar tan proclive a la suciedad como el que enmarca la acción, que prefiere amilanar mediante la amenaza latente en un gesto y no con una acción rabiosa, y que ya hace gala de la famosa sonrisa canalla que siempre será su sello personal. Aun así, es todavía un esbozo de lo que será capaz de hacer en el futuro: de hecho, este film y este papel pueden considerarse como un ensayo de otro aún mejor, Desafío en la ciudad muerta, del que luego hablaré.
Pues bien, en su siguiente película, el estudio sorprendió al situarlo en un papel antitético con respecto a los anteriores, el de un hombre firme y noble que se convierte en maestro, en la profesión y en la vida, para el joven aspirante a marino cuya iniciación preside el argumento. Se trata de la injustamente desconocida, pero maravillosa, El demonio del mar (1949), la segunda de sus cinco colaboraciones con Hathaway. En el incómodo papel del joven oficial que se «interpone» entre el veterano capitán encarnado por Lionel Barrymore y el pequeño aprendiz de marino Dean Stockwell (incómodo porque su incorporación a la historia es bien entrada la misma, de tal modo que el espectador, que hasta entonces ha disfrutado de la relación abuelo-nieto entre los otros dos, bien puede considerarlo un «intruso»), Widmark le otorga un sentido de la nobleza que nace de la más admirable contención, justo como requiere su personaje de hombre digno y generoso que en absoluto quiere arrebatar el cariño que el muchacho debe al abuelo pero que es bien consciente de haberlo suplantado como su modelo.
Su definitivo ascenso a los papeles protagonistas, que ya no abandonaría hasta el paso a la ancianidad, tiene lugar con otro film policiaco, Pánico en las calles (1950), uno de los mejores y más modestos títulos de un director que se dejó ganar demasiadas veces por la tentación de lo pretencioso, Elia Kazan. Crónica de la búsqueda contra el reloj de unos gángsters que no son conscientes de estar propagando una epidemia de peste por Nueva Orleáns, Widmark se pasa al otro lado de la ley en el papel del policía que dirige la persecución. Y da muy bien el tipo de hombre «normal», de tal modo que entre lo mejor de la película se encuentran las muy naturales escenas que comparte con su esposa en la ficción (Barbara Bel Geddes). Eso sí, es irónico (o no tanto…) que en el recuerdo del film, el cinéfilo prefiera recrearse en esos dos lumpens que son objeto de la cacería: el villano alto y anguloso, archiviolento, y su orondo socio, archimedroso, que bordan Jack Palance y Zero Mostel, y que, justo es decirlo, roban la película a todos los demás. Tal vez Widmark tomó buena nota de la lección: si el villano es bueno, aunque el héroe gane la batalla dentro del film, es probable que la pierda fuera de éste.
Así, volvió a cruzar la línea para dar vida al que supone uno de los papeles más estremecedores de su carrera, en la excepcional y muy dolorosa Noche en la ciudad (1950). Dolorosa porque es un grito de afirmación destinado a no ser escuchado: el de Jules Dassin, director ya marcado por la lista negra que inútilmente había marchado a rodar este film a Londres… para no volver ya a Hollywood. Widmark encarna a un gángster de medio pelo que muerde más de lo que puede tragar, lo que desata una cacería final cuyo precio es su persona. En medio de una increíble atmósfera de sordidez moral, de traición y manipulación de cualquier nobleza (que practican todos los personajes y de la que todos son víctimas y a la vez verdugos: qué mejor metáfora de la caza de brujas), su personaje abre la historia huyendo a todo correr y, después de ese ilusorio espejismo en que se veía controlando los combates organizados del hampa londinense, la concluye también a la carrera, solo que ya hacia ninguna parte. Y Widmark está genial en un papel que indudablemente no permite asidero ninguno al espectador, pues incluso renuncia a cualquier truco interpretativo para hacer innecesariamente carismático a un tipo que no lo es: su Harry Fabian es mezquino, traicionero y detestable sin remisión…, y sin embargo es en su derrota cuando alcanza una mínima dignidad, aun cuando sea por saber elegir el modo de salir de escena.
Otro de sus mejores papeles de esa época también pertenece al campo del thriller menos convencional. Se trata de Manos peligrosas (1953), un film polémico durante muchos años por haber sido leído exclusivamente en función de su banal mensaje anticomunista (el protagonista, sin comerlo ni beberlo, se ve enredado en una intriga entre la policía y un espía rojo a cuenta de un microfilm que todos buscan). En realidad, es un film que manifiesta de modo magnífico las grandes virtudes de su director, el gran Samuel Fuller: la vitalidad, la pericia narrativa, el uso de la sensualidad y la ambigüedad moral. Widmark recibe aquí uno de sus papeles más fascinantes: un buscavidas que le dice directamente a la policía que el patriotismo le importa un bledo. Y es que, para tratarse de una supuesta apología del americanismo, Manos peligrosas está protagonizada por un conjunto de tipos poco recomendables que bastante tienen con sobrevivir y que, en todo caso, guardan entre ellos la debida solidaridad ética: es inolvidable la dignidad que revela, ante el violento espía, la madura soplona de la policía que se deja matar antes que delatar al protagonista (espléndido papel para la gran secundaria Thelma Ritter). En particular, siempre me ha encantado el estupendo partido que Fuller extrae de la cabaña sobre el mismo río en que vive el protagonista, de tal modo que parece una prolongación de la personalidad de ese tipo que se niega a dejarse atrapar por cualquier atadura: una casa sin cerraduras, de la que todo el mundo entra y sale, y cuyo mayor tesoro es la caja que, a modo de nevera, tiene sumergida en el agua para refrescar las cervezas. ¿O es que acaso se necesita algo más para ser feliz que una cerveza siempre fría?
A medida que transcurría la década, Widmark fue pasando de un género a otro, del policiaco al western, en simbólica correspondencia con el momento en que el esplendor del cine negro (vigente desde al menos una década antes) daba paso, dentro del cine de género, a los años dorados del western. ¿Visión de futuro? Lo cierto es que, a partir de entonces, y al menos durante una década, el actor parará poco por el thriller y se convertirá en una figura familiar en los parajes del Far West.
Es significativo que Henry Hathaway, una vez más, le franqueara ese paso, además en una de las primeras producciones de la Fox en CinemaScope. Se trata de El jardín del diablo (1953), un film que no figura entre los títulos míticos del género pero que supone uno de sus más fascinantes ejemplares. El film posee una singular atmósfera de extrañeza, a ratos casi fantastique, como bien sugiere una música de Bernard Herrmann cuyos sones, geniales, en principio parecen poco apropiados para el género, y se beneficia del rodaje en paisajes tan fotogénicos como el lugar donde se enclava la mina, un terreno sepultado bajo las agrestes rocas de lava expulsadas por la erupción (real) del volcán mexicano Paricutín, que incluye un pueblo medio enterrado. Su trama versa sobre un conjunto de aventureros que, varados por casualidad en un puerto mexicano, son reclutados por una mujer bella y llena de carácter (Susan Hayward) para acudir al rescate de su marido, atrapado en una mina de oro, para lo cual deben atravesar territorio indio y que se llama, precisamente, el Jardín del Diablo. Widmark encarna a uno de ellos, un jugador profesional (vestido de negro, color emblemático en la trayectoria del intérprete), astuto y sentencioso, que se une al grupo sin dejar de calcular los beneficios que puede extraer de la empresa. La sorpresa es que este personaje acaba resultando inesperadamente gentil, e incluso, para mayor pasmo, se sugiere una soterrada atracción homosexual hacia el personaje al que da vida el gran Gary Cooper, camuflada bajo la forma de una amistad incondicional hacia éste. El resultado es uno de los personajes más bonitos de toda su carrera, cuyo gesto final —¡quién lo diría en él!— resulta conmovedor.
Ahora bien, que nadie se acostumbrara. Widmark prefería papeles menos nobles, o al menos más ambiguos. No hablo del que acepta en Lanza rota, el más hosco y esquemático de esos años, e insólitamente secundario a esas alturas (le superan en minutos, y en importancia argumental, no solo Spencer Tracy sino el mediocre Robert Wagner). Sí, en cambio de su única colaboración con uno de los maestros del género en los 50, el excelente director Delmer Daves. A sus órdenes filma La ley del talión (1956), un western cuyo argumento, de entrada, parece temible: un proscrito, inicialmente rechazado por todos, se gana el aprecio general ayudando a un grupo de jovencitos a recorrer un territorio infestado (¿lo adivinan?) de indios. Sin embargo, el resultado es estupendo, tanto por la dirección de Daves como por ese rol de westerner mestizo, llamado Comanche Todd, que Widmark asume hasta la médula mediante una memorable interpretación corporal. La forma de mirar de Todd, de seguir un rastro, de decidir que los dos indios que acaban de localizar la carreta no pueden salir vivos y alertar de su presencia o de penetrar en el alma, confundida pero todavía limpia, de los muchachos a los que ha decidido ayudar, se bastan para provocar una adhesión incondicional en el espectador.
El actor fue reclamado por otro de los grandes del género, el director John Sturges, que le dirigió en la que tal vez sean sus dos mejores películas de su propia carrera. La primera, y no muy conocida, es El sexto fugitivo (1956), y en ella compone uno de esos personajes tan queridos por él, pródigo en luces y sombras, que arrastra un pasado que se presume poco noble (un pistolero que no siempre ha estado a buenas con la ley), y que emprende la búsqueda del hombre al que culpa, por abandono, de la muerte de su padre a manos de los indios: el sexto fugitivo del título. El film expone uno de esos planteamientos por los que siento devoción: una historia sencilla en primer plano (y trepidante a más no poder) que, en realidad, encubre otra diferente y que se va revelando, entre líneas, a medida que avanza la primera. Pues bajo su apariencia de hombre duro y capaz de afrontar cualquier peligro, se esconde un individuo inseguro, que teme estar cayendo en la senda del envilecimiento por causa de su vida azarosa y desarraigada, y que pone la esperanza de su redención bajo la advocación de esa figura paterna a la que, de hecho, apenas conoció. En la parte final, dueña de una dureza moral impensable (y que motivó su censura en España a través de los diálogos, que convirtieron al padre en «padrastro»: la sacrosanta institución del cabeza de familia no debía recibir golpe tan tremendo), el protagonista descubrirá que el hombre al que busca no es sino su propio progenitor, y que los planes de éste son justamente convertirlo en el heredero del imperio de violencia que intenta imponer sobre la comarca de la que intenta hacerse dueño. La compleja densidad moral de este film ennoblece, por tanto, el cine de género y desmiente a quienes siempre lo tachan de mero «entretenimiento» para masas. Y Widmark, como es natural, está espléndido.
Ahora bien, todavía mejores son los resultados de Desafío en la ciudad muerta (1958). Aquí nuestro hombre ya encarna a un villano sin remisión (es más, que se complace en su condición de canalla irredimible), que captura a su antiguo amigo del alma y compañero de correrías, Jake Wade (Robert Taylor), éste sí redimido e incluso convertido en sheriff, para obligarlo a que lo lleve junto al botín del último atraco que cometieron juntos y que enterró en una ciudad abandonada en territorio (¿adivinan?) infestado de indios. Clint Hollister supone mi papel favorito de toda la filmografía de Widmark, un tipo irresistiblemente cínico, carismático sin necesidad de tener que demostrar con actos toda la peligrosidad que encierra… y con el que resulta imposible no simpatizar. Por fortuna, el film mantiene una total ecuanimidad en la exposición del conflicto moral entre los dos antiguos amigos. Si en principio la nobleza y la razón parecen estar en manos de Jake, la compensación viene no ya por la atractiva personalidad del villano sino porque, en el fondo, también éste actúa movido por una ética (primordial e incluso perversa, cierto, pero no por ello menos moral), la ética de la solidaridad y la amistad entre quienes lo compartieron todo, en especial los peligros. De ahí que, si no podemos apoyar a Clint (¿o sí?), desde luego que comprendemos la rabia que siente por la traición del amigo que lo abandonó.
A principios de los 60, participa en dos películas de gran repercusión (comercial y crítica la una, cinéfila la otra), en dos papeles que bien pueden considerarse el canto del cisne de su trayectoria. En la primera de ellas, Vencedores o vencidos (1961, Stanley Kramer), recreación de los famosos juicios de Nuremberg, figura dentro de un reparto de campanillas, si bien es cierto que el suyo no es el papel ni más recordable ni más importante (al lado, por ejemplo, de Spencer Tracy, Burt Lancaster o el austriaco Maximilian Schell, que curiosamente les birló el Oscar a sus afamados compañeros). Sin embargo, es un rol bien significativo. Widmark interpreta el papel de fiscal que expone la acusación contra los antiguos jueces del nazismo, cómplices por tanto de dar legitimidad a un régimen que no debiera haberla tenido. Y aunque sobre el papel su causa es la justa, sin embargo el fiscal (en la tradición del cine judicial de Hollywood) diríase que es el personaje negativo del proceso, en especial si tenemos en cuenta la aureola de simpatía que impregna al abogado, empeñado en la «causa perdida» de salvar algún resto moral del naufragio del nazismo (el juez que interpreta Lancaster, en quien se adivina una nobleza enturbiada por su colaboración con el régimen). Sin duda es uno de los elementos dramáticos de mayor peso a la hora de crear la densidad que respira el film, y que lo aleja del mero maniqueísmo, aun denunciando sin vacilar la complicidad necesaria de las figuras de segundo rango de todo sistema totalitario. El actor, con inteligencia, inviste a su personaje con las siempre antipáticas características del hombre en exceso rígido, pronto a los estallidos de histrionismo e incluso a la pura manipulación (elemento que, en principio, no debería utilizar ningún noble idealista que sabe que tiene la razón de su parte). Y por supuesto, ¿puede dudarse de que, como buen villain, en algún momento exhiba su famosa sonrisa sardónica?
El otro papel está en las antípodas de este. Como colofón de su carrera en el western, Widmark recibió la llamada del más grande director del género, John Ford, encarado además a otro grande como James Stewart, también en su primera colaboración con el realizador. Se trata de Dos cabalgan juntos (1961), una especie de reelaboración de Centauros del desierto que diríase que Ford afronta al modo de un viejo maestro de la música que se complace en ejecutar variaciones de su propio arte con el dominio y la sabiduría de quien ya no tiene que demostrar nada. Si Stewart, en un rol tan sabroso como inaudito, encarna a un aventurero cínico y socarrón, muy capaz de aprovecharse del dolor de las pobres gentes que acuden a él para que actúe como intermediario de la liberación de sus familiares de manos de los indios que los secuestraron mucho tiempo atrás, Widmark, por el contrario, interpreta a un noble oficial de caballería, rudo y tosco pero incapaz de la menor doblez. El duelo interpretativo, como puede imaginarse teniendo en cuenta el modo en que Ford sabe dar la vuelta a las imágenes estelares del dúo, es de enorme riqueza, y los actores responden con dos actuaciones tan desinhibidas como soberbias, cuyo mejor ejemplo es la justamente mítica escena de su conversación a orillas de un río, rodada en plano frontal y único. Y en concreto (recordando, seguro, su papel de El demonio del mar), Widmark deslumbra por su encarnación químicamente pura de la honradez: el hombre que tantas veces había recreado la ambigüedad más absoluta e incluso la villanía sin redención, he aquí que también sabe dar vida a la nobleza sin aristas, componiendo un papel entrañable que despierta una simpatía contagiosa. Qué gran actor…
Aunque al principio no se notara, el cambio de década iba a suponer el final del Hollywood del star system. Algunos de sus nombres emblemáticos murieron al comenzar la misma (Gary Cooper, Clark Gable) y a otros les llegó el lógico momento del relevo generacional, aun cuando todavía disfrutaran durante años (hasta que la ancianidad impuso su lógica) de papeles protagonistas, si bien en películas por lo general alejadas de la primera línea artística: fue el caso de James Stewart o John Wayne, por ejemplo. Richard Widmark, cuya condición estelar había estado un peldaño por debajo de los anteriores, compartió la suerte de estos (curiosamente, el western, en sus años de decadencia, fue el refugio de casi todos) a lo largo de esos 60, y en la década siguiente pasó ya a la condición de figura secundaria a la que se recurre por su condición de figura venerable. Eso sí, no puede extrañar que esos papeles nos devolvieran al Widmark sinuosamente ambiguo y de lo más desagradable, cuando no directamente al villano de la función. Su rostro ahora arrugado y su mirada fría, ya sin el atenuante de la apostura de la juventud, supieron, como era de esperar, convocar el rechazo de las plateas, muchos de cuyos espectadores probablemente no lo recordaban. Y lo hizo con dignidad y sin arrastrarse. Incluso, ¿por qué no?, luciendo todavía, con el desparpajo de quien ya lo ha vivido todo, su sonrisa canalla.
No me olvides las doce puñaladas de despedida en «Asesinato en el Expreso de Oriente»
¡No lo he olvidado, pero si entro en detalles con sus papeles finales el artículo ya se hace interminable! Widmark está espléndido en varios titulos de los 70, y el film de Lumet es uno de ellos, claro.
Querido amigo.
Gracias por homenajear a un pedazo de artista: héroe, villano, y lo que le echaban; a veces era afortunadamente ambiguo.
Sin disentir, pienso que un tipejo arrojando a una mujer en silla de ruedas por la escalera debió ser un shock en 1947, igual que el asesinato en la ducha de Psicosis en 1960. Ahora el respetable se ha acostumbrado a la hiperviolencia gratuita, tenaz, idiota, repetitiva… Veías un crimen estremecedor, te sacudía, no era una sucesión de atrocidades.
Creo que la mejor manera de apoyar a un bloguero al que respetas es sugerirle temas. ¿Cuándo el arte del cine se volvió obscenamente violento?
Me fastidia mucho decir (porque expone mi incipiente vejez) que ya no hay actores ni guiones; planifican 3 o 5 secuencias de «acción» (es decir, palma mucha gente), y rellenan de cualquier manera. OK, soy un patético cascarrabias.
Cuídate José Miguel
(yo no lo hago).
Un genio Widmark, y un actor además de una filmografía de calidad altísima, mejor que la de otros actores también estupendos pero más mitificados y por ello hoy más conocidos. La crispación que portaba este actor en su mirada, en su sonrisa, en sus gestos, en suma, ya era una promesa de violencia.
En cuanto a la violencia, el problema no es el aumento en el listón de la dureza, incluso de la crueldad, sino que esté al servicio de un tipo de espectáculo que (es lógico) es propio de una época como la actual, en que el sentido de la medida ha dejado de ser un valor en sí mismo sin ofrecer nada a cambio. Es como la abrumadora capacidad actual de los efectos especiales para proponer cualquier cosa en la pantalla. En ambos casos hay la misma sensación de sobrecarga sin que se aporte sentido de la sugerencia, verdadera transgresión moral o creatividad en el dibujo de la realidad. En fin, al menos siempre nos quedará Richard Widmark…
Un abrazo, y muchas gracias una vez más por tus aportaciones. Y por supuesto, cuídate también.
Fue uno de los grandes, grandes y un actor extraordinariamente versátil, si bien no brilló en el campo de la comedia. De todas las películas que comentas, menciono algunas debilidades personales. Una de ellas es El jardín del diablo, un western telúrico y extrañísimo, con un trío de intérpretes que se encuentran entre mis favoritos (Cooper, Hayward y Widmark) y una química extraordinaria ¡entre los dos protagonistas masculinos! Es posible que la composición de Widmark en Desafío en la ciudad muerta sea una de las cumbres de Widmark, como bien dices, pero no deja de motivarme también el personaje atormentado de El sexto fugitivo.
Una de las peculiaridades de Widmark es que cuando hacía de villano, conseguía caerte hasta simpático, salvo, quizá, en su caracterización del Tommy Udo de sus principios, un personaje y una risita que le marcaron en demasía para algunos cinéfilos despistados (solo se acuerdan de este film cuando hablan de Widmark).
En efecto, su personaje en Vencedores y vencidos (una película mucho mejor de lo que dicen sesudos críticos, estuvo muy de moda darle palos a Stanley Kramer) no es el que cae más simpático. Pero de paso diré que contiene una de las decisiones más inexplicables de los Oscars. ¡¡¡Dárselo a Maximilian Schell, un actor bien limitado, teniendo a Spencer Tracy, Burt Lancaster o Widmark!!!
De todos modos, aunque muchos recordarán a Widmark como el malo de la función, me cuesta mucho no emocionarme (y considerar que de bueno era igual de convincente, o incluso más) con sus interpretaciones de oficial de la caballería. Pocos personajes tan nobles e íntegros como los de Dos cabalgan juntos o El gran combate. Ese perfil también se extiende al Jim Bowie de El Álamo, aunque el personaje real no era muy recomendable.
De las películas no mencionadas, no podemos terminar sin recordar La tela de araña (un Minelli interesante con Widmark haciendo de psiquiatra y un reparto excepcional), El hombre de las pistolas de oro (un western magnífico de Edward Dmytryk en el que hace también un personaje positivo), Estado de alarma (un film hoy olvidado pero inquietante y terso sobre la Guerra Fría) y La brigada homicida (un thriller febril y percutante de Don siegel). Allá donde estés, honor y gloria para ti, Richard.
«El jardín del diablo» es también uno de los westerns que más me fascinan, y esa química entre los personajes masculinos es de lo más singular: por cierto, que al ser Widmark el tipo de los dos que la expresa de modo más activo es nueva demostración de su talento. Por cierto que esta película también es especial para mí porque yo he estado en el mismo terreno donde se desarrolla la parte de la mina: en el pueblo medio enterrado de San Juan Parangaricutiro, y su iglesia medio enterrada por las coladas endurecidas de lava.
El oscar a Schell se explica, tal vez, por la novedad del actor o, precisamente, por la competencia de votos entre los actores más consagrados. De todos ellos, Lancaster compone para mi gusto uno de sus personajes más inolvidables: es genial el momento en que, mientras su abogado intenta hundir la declaración de Judy Garland, se levanta al fondo desde el banquillo de los acusados y exclama: «¿Es que vamos a empezar otra vez?». Por cierto que, de todos modos, aquí Schell está mucho mejor que en otras películas donde, directamente, está inaguantable.
Del resto de pelis que señalas, dos de ellas hace mucho desde que las vi (Minnelli, Dmytrik) y las otras dos son cuentas pendientes que tengo que saldar pronto, sobre todo la de Siegel. Al parecer, esta peli dio origen a una serie televisiva que Widmark también protagonizó.
Ha sido una agradable sorpresa encontrar esta valoración de Richard Widmark, un gran actor injustamente infravalorado. Suscribo completamente todo lo que aquí he leído y añado que esa sonrisa, tan atractiva, por otra parte, tiene una preciosa versión en La ley del Talión, cuando Todd le sonríe al oficial de caballería que acaba de descubrir su identidad. Tengo setenta años y nunca he olvidado esa sonrisa. He visto todas las películas que comentas (y algunas más) y me parece una injusticia que jamás lograra un Oscar. Muchas gracias por el blog, me encanta.
Recuerdo ese momento de «La ley del talión» y, en efecto, es una de las múltiples razones por las cuales Richard Widmark es un actor que restalla con gozo en nuestra memoria. Gracias mil a usted por sus bonitas palabras para mi blog y para este gran actor que los cinéfilos clásicos reverenciamos con devoción, y espero que siga pasándose muchos días por este rincón para evocar los buenos tiempos del cine.
Gracias por toda la información….era mi villano odiado cuando chica…..y ahora viendo un serie con Ed Harris me vino a la memoria….
Ed Harris es otro magnífico actor que ha sabido ser igualmente convincente en papeles de todo tipo, héroes, antihéroes y villanos de toda clase. ¡Muchas gracias a ti por haber leído el artículo!