I II
Si estas cosas pudieran datarse con precisión científica, el año 1962 marcaría el final de la etapa clásica del western. En esa fecha se estrenaron tres películas objetivamente muy distintas entre sí, pero vinculadas por un elemento común: las tres constituían un canto al final del mito del west man, del hombre que no conoce más leyes que la de ese concepto fascinante y ambiguo que es la Frontera pero que se rige por una ética propia que sabe dictarle siempre cuál es el lado de lo correcto: un portador de civilización aun cuando los hombres civilizados cuya llegada ha permitido lo miren después como a un salvaje que debe hacerse a un lado. Se trata de El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, Duelo en la alta sierra, de Sam Peckinpah y, ya en ambientación coetánea, dentro de una variante que no tardaría en llamarse «neowestern», Los valientes andan solos, de David Miller. Por supuesto, el western no murió, ni siquiera el clásico, pues a él todavía se considera que pertenecen las últimas películas de directores de «siempre» como Raoul Walsh, Henry Hathaway y Howard Hawks. Pero durante mucho tiempo —seguramente hasta que las modernas tecnologías domésticas y la Red dejaron de hacer depender nuestro conocimiento del cine de programadores de televisión y de filmotecas— se nos hizo creer que todo lo que llegó después fue degradación, símbolo eminente de lo cual fue la perversión que sobre el género desencadenó el western mediterráneo, tildado despectivamente de spaghetti western. En los USA siguieron haciéndose películas del Oeste, claro, pero con salvedades no aceptadas por todos (verbigracia, Sam Peckinpah, a la vez nostálgico irredimible de una época perdida y notorio renovador del género), tampoco fueron aceptadas, utilizándose etiquetas con propósito peyorativo para despreciarlas: el western se llenó así de nostalgia, revisionismo, desmitificación, humor paródico, eclecticismo, intelectualismo o suciedad.
Pues bien, aunque en absoluto pretendo decir que las películas que todavía se seguirían rodando en número aceptable (pero cada vez menor, claro) en los diez o quince años posteriores al famoso 1962 conformen un ciclo a la altura de esa edad de oro que suponen los años 50 (con múltiples joyas en los 40 e incluso 30), lo cierto es que el estudio del género durante esta etapa se revela ciertamente apasionante.
Y es que, como sucede en todo momento artístico en que se tambalean los principios hasta poco antes considerados inmutables (por desaparición de sus grandes figuras y porque la siguiente generación pretende imponer su propio concepto), esos años parecen caracterizarse por una huida hacia delante. Es decir, el conjunto de films que siguen realizándose parecen empeñados en transitar direcciones diferentes, en unos casos mirando al pasado y en otros al futuro, o en dinamitar las expectativas del público tradicional. Por supuesto, la revisión/revolución (táchese lo que menos guste) que se produce en Europa no pasa desapercibida, debido al gran éxito que supone el estreno de la famosa trilogía del Hombre sin Nombre que convierte en estrella en su país a Clint Eastwood y tarde o temprano va a impregnar los productos locales (irónicamente, claro: la recreación acaba siendo recreada en la misma patria que proporcionó el modelo original). Igualmente, el cine no va a ser ajeno a la evolución ideológica de la propia sociedad estadounidense, que reflejará el cuestionamiento de la autoridad, de los mitos sagrados de la nación y del propósito yanqui de erigirse en los «guardianes de la libertad» del mundo involucrándose o provocando guerras por doquier (entre ellas Vietnam, que también hará simbólico acto de presencia en el Far West), así como el cambio de valores de las generaciones jóvenes (pacifismo, liberación sexual) o el fin de la Censura que tanto había encorsetado Hollywood (el tristemente célebre Código Hays es suprimido en 1967… por supuesto, para ser sustituido por otro sistema de restricción, esta vez por edades consideradas apropiadas para ver según qué películas).
Existen diferencias notables, eso sí, entre el western de los 60 y el de los 70. Para el segundo es fundamental tanto la influencia del spaghetti como el espectacular éxito de Grupo salvaje: la degradación moral, la violencia extrema, la suciedad visual y la imposibilidad de mantener una mínima nobleza en ambiente tan turbio, unido a una lógica crudeza en las imágenes que se extendió a todos los géneros y en todo el mundo, dan origen a una etiqueta a la que, de un modo u otro, responden casi todos los ejemplares del género. Estamos en los terrenos del dirty western.
Ahora bien, los años 60, de los que voy a hablar en la primera parte de este artículo, se caracterizan por esa disparidad de rumbos a los que hacía mención. Algunos directores no se resignan al final del clasicismo y se empeñan en filmar películas como si nada hubiera pasado, recurriendo para ello a los mismos actores de siempre (los Wayne, Mitchum, Fonda y Stewart), sin advertir que el propio envejecimiento de estos ya añade un matiz insoslayable. Entre esos directores puede citarse de modo emblemático a Andrew V. McLaglen (hijo de Victor, uno de los actores recurrentes del gran clásico al que veneraba, John Ford), con películas como El gran McLintock (1963, con la emblemática pareja John Wayne-Maureen O’Hara) o El valle de la violencia (1965, protagonizada por James Stewart). Una parte de estas películas parece realizarse, por irónico que parezca, a rebufo del éxito del género en la TV (es la época de series tan conocidas como Bonanza, La ley del revólver o El virginiano), solo que con esos grandes veteranos que señalaba. El resultado es un conjunto de películas francamente pobres en el aspecto visual, narrativo y argumental (pues parecen prolongaciones, con más presupuesto, de los estilemas televisivos), aunque ocasionalmente despierten simpatía en función de sus protagonistas: es el caso de Duelo a muerte en Río Rojo (1967, último trabajo del muy estimable director Richard Thorpe, con Glenn Ford) o Noche de titanes (1968, con Dean Martin eclipsando por completo a un galán de la joven generación como George Peppard).
La edad de esos actores hace que el concepto western crepuscular se imponga entre la crítica, incluso para referirse a títulos que en absoluto reflexionan sobre el paso del tiempo y la erosión de los mitos como hacía la trilogía «fundadora» a la que me refería en el inicio del artículo. Entre los mejores de esta corriente puede mencionarse El más valiente entre mil (1967), donde el gran Charlton Heston se permitió aparecer por primera vez sin el vigor y la prestancia físicas que hasta un momento antes conformaban su imagen cinematográfica.
Otro campo inesperado hacia el que deriva el género es el humor paródico, sancio-nado por el éxito de dos films de 1965 como La ingenua explosiva (que le proporcionó al genial Lee Marvin un desconcertante Oscar al mejor actor principal) y La batalla de las colinas del whisky (una película a la que tengo un gran cariño, por haberla visto repetidas veces en mi infancia: en especial, sigo adorando la impagable creación de Martin Landau como el Jefe Camina-Inclinado —¡como suena!— y la muy pegadiza canción de los créditos). Puestos a ello, y por qué no, también el western se cruzó con el musical, dando pie a uno de los mayores fracasos comerciales del género, La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), curiosamente con el mismo Marvin interpretando ese hit que fue la canción Wand’ring Star, emparejado con el astro que no tardaría en capitalizar el rango estelar en el género, Clint Eastwood.
La enorme libertad temática y conceptual que brota en el género incluye fábulas situadas ya desde la perspectiva del joven director que sabe bien de lo que habla (el fascinante díptico firmado por Monte Hellman, A través del huracán y El tiroteo, ambas de 1966, ejercicios de notable abstracción a partir de la extrema modestia de sus medios). Pero también se plantean proyectos ambiciosos desde el punto de vista artístico e incluso intelectual que lo renuevan ideológicamente, comenzando ese cuestionamiento tanto de los mitos como de la historia, incluso de la «limpieza» originaria de los pioneros, si bien todavía no con la cargante superioridad moral de los futuros westerns revisionistas al estilo de Soldado azul o la aún peor Pequeño Gran Hombre. Entre esos films cabe citar Duelo en Diablo (1966, donde aparece, en igualdad con el resto de personajes, la antes improbable figura del west man negro, encarnado, eso sí, por el emblemático Sidney Poitier) o La hora de las pistolas (1968, nueva versión del famoso duelo en OK Corral, tratada en términos más realistas, curiosamente por el mismo director, John Sturges, de una de sus versiones más clásicas, Duelo de titanes, de una década atrás).
Uno de los primeros títulos a los que la renovación sorprendió en tierra de nadie (lo cual es, a la vez, uno de sus atractivos y uno de los motivos de que no confirme las virtudes iniciales del planteamiento) es Invitación a un pistolero, un film todavía más olvidado que aquellos sobre los que pretendo detenerme en este doble artículo. Dirigido en 1964 por el poco conocido Richard Wilson (antiguo colaborador de Orson Welles en el Mercury Theatre y ayudante de dirección suyo en Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento: no era un recién llegado), la película intenta aportar una nueva mirada sobre la emblemática figura del pistolero enigmático de quien se presume un pasado violento pero que encierra una particular nobleza interior. Ahora bien, el protagonista no es un Shane, el emblemático protagonista del clásico Raíces profundas (1953), sino un individuo mucho más ambiguo, que se aprovecha, muy parabólicamente, de la propia desorientación moral de la pequeña comunidad rural a la que ha llegado. El contexto es fundamental: nos hallamos en los estertores de la guerra civil (por ello, el pueblo está lleno de viejos, mutilados… y mujeres sin hombre), y los vecinos buscan a alguien que ponga coto al joven granjero que acaba de regresar del conflicto y que, según ellos, altera la tranquilidad del lugar con el peso de la violencia que porta en su interior: ahora bien, un elemento importante para explicar ese antagonismo radica en que aquel ha sido el único combatiente del lugar que optó por luchar en el bando rebelde.
Elegante, incluso atildado, con aire de hombre culto y sofisticado (toca el piano) y nombre distinguidamente francés (Jules Gaspard d’Estaing, aunque todos lo llamarán Jewel), el pistolero no tarda en conducirse como si fuera el amo del pueblo, humillando cuando lo estima conveniente a los «buenos ciudadanos» o prestando servicios inesperadamente nobles a otros más humildes, mientras va dilatando la ejecución de la misión para la que ha sido contratado (los cinéfilos avisados reconocerán en esto el germen argumental del primer western rodado por Clint Eastwood, Infierno de cobardes, de 1973). Yul Brynner es quien encarna al pistolero, cumpliendo para mi gusto la mejor interpretación de su carrera, al utilizar muy inteligentemente su imagen basada en la pose aplomada. En torno a él y el arco de tensiones que despierta su presencia, el film plantea una sugerente mirada sobre la frustración y la pérdida de los ideales que, lógicamente, estimula el incierto periodo histórico en que viven los habitantes del pueblo. Y si bien el desarrollo del planteamiento acaba decepcionando (al incurrir en una inevitable blandura), lo cierto es que resulta muy atractivo, amén de constituir en sí mismo un perfecto símbolo de la propia deriva hacia la que se encaminaba el género.
Fuera de los clásicos en sus últimos trabajos, de sus epígonos más miméticos y de quienes, profundos amantes del género, lo renovaron desde dentro, el western atrae la atención de cineastas en principio ajenos al mismo. Tal vez por ello sus propuestas se encuentran más olvidadas de lo que merecen, pues entre ellas se esconden títulos de enorme valor, que además en absoluto traicionan la esencia del cine del oeste sino que, bien al contrario, lo prolongan o notablemente con saludable creatividad.
Un primer ejemplo es la película Un hombre, dirigida en 1967 por Martin Ritt, un director de carrera continuada y con importantes éxitos, tanto comerciales como críticos, pero que, como otros directores relevantes de un segundo nivel, ha sido poco a poco olvidado a partir del momento en que dejó de trabajar (murió en 1990, año en que estrenó además su último film). En principio, hay que realizar el debido acto de justicia que los cinéfilos que adoramos el género rara vez hemos hecho: reivindicar la magnífica novela que es su punto de partida: Hombre —sin el determinante añadido por la distribución española: es uno de los apodos del protagonista— publicada en 1961 por un autor, Elmore Leonard, al que sin embargo se asocia más al género policiaco, supongo que también por sus adaptaciones al cine. El primer mérito del film, precisamente, radica en su respeto al libro, trasladando a imágenes su impresionante fuerza y manteniendo el interés del excelente personaje central (que interpreta el entonces actor predilecto de Ritt, Paul Newman, con encomiable sobriedad).
El argumento presenta la curiosidad de ser una variante de la mítica película de John Ford La diligencia, en cuanto que versa sobre los dispares pasajeros de un transporte similar que han de vivir una aventura en común a través de un paraje lleno de peligros, a los cuales asimismo lidera un outsider inicialmente despreciado por (casi) todos sus compañeros de viaje, entre los cuales figura igualmente incluye a un «buen ciudadano» que en realidad está intentando escapar con el dinero de un robo efectuado en su cometido profesional. El conflicto sirve, primero a Leonard y luego a Ritt, como ya advierte el muy simbólico título de la obra, sobre las contradicciones del ser humano, sobre su capacidad para oscilar desde la misantropía a la abnegación, desde la perfidia a la honestidad más pura.
El vértice, claro, lo constituye su inolvidable personaje protagonista, ese mexicano criado entre apaches y adoptado después por un estadounidense, que lleva por nombre legal John Russell pero a quien, en función del idioma y la comunidad, conocen por varios alias más: Ish-kay-nay, Tres Hombres, o el que otorga el título a la historia, Hombre (en español). Lacónico como el apache por el que le toman, fatalista como el hispano que también es, y desde luego dueño de una voluntad firme que no necesita ni explicar ni justificar sus actos sin que por ello deje de auxiliar a quienes lo necesitan, su condición de extraño entre todos permite abordar con mayúsculas temas como el racismo o la insolidaridad. Un hombre, por ende, supone una película magnífica y que espera su reivindicación, destacable especialmente por su denso contenido psicológico y la buena resolución de todos sus momentos culminantes (el final es inolvidable), amén de por la excelente labor de un reparto en el que destaca el gran Richard Boone en uno de sus habituales roles de proscrito violento y carismático.
La pareja formada por el productor Alan J. Pakula y el realizador Robert Mulligan (responsable del clásico Matar a un ruiseñor, de 1963), también posó su mirada en el género, e igualmente a partir de una novela magistral, La luna del cazador, publicada en 1965 por Theodore V. Olsen (en España, la emblemática colección Frontera, de Valdemar, la ha editado en unión de otra obra del autor, que igualmente dio pie a un film celebrado, Soldado azul, de lo que ya hablaré en la segunda parte del artículo). En España, la película se estrenó bajo el nombre engañosamente épico de La noche de los gigantes (1968). El planteamiento original se incluye en un segmento argumental que ha dado origen a títulos (literarios y cinematográficos) muy relevantes: el secuestro de mujeres blancas por los indios, que las convertían en sus esposas y madres de sus hijos. En este caso, el argumento se centra en una mujer, Sara Carver, liberada por la caballería, que emprende el difícil reingreso en la «sociedad» con sus dos hijos, a quienes no se les va a perdonar su condición de mestizos. El noble guía que contribuyó a su rescate, y que se acaba de licenciar del ejército para hacerse cargo por fin del rancho que ha ido construyendo en un apartado rincón de Nuevo México, será quien se haga cargo de ella y de sus pequeños.
Si Un hombre hacía honor a Hombre, en este caso no sucede lo mismo: la novela es muy superior a su adaptación, entre otras cosas porque le amputa uno de sus mejores elementos dramáticos, la crónica de ese imposible regreso al «mundo civilizado» para la protagonista. Asimismo, la tal vez errónea elección de la pareja protagonista, Gregory Peck y Eva Marie Saint, atenúa el retrato de su progresivo e instintivo acercamiento. Y es que, siendo los personajes centrales dos solitarios ansiosos de ternura pero poco capacitados para pedirla —puesto que la dureza de sus vidas los ha recluido en una ensimismada coraza interior (en el caso de ella) y en una notoria dificultad para comprender la perspectiva femenina, al haber vivido en un universo exclusivamente viril (en el caso de él)—, se requería a unos intérpretes dueños de una sensualidad natural que no figuraba en el registro de estos magníficos actores, cuya encomiable sobriedad aquí deriva en inconveniente sequedad.
El film prefiere centrarse en el elemento más activo de la novela, también memorable, eso sí: lo que ignora, hasta que es demasiado tarde, el hombre que la ha acogido, es que el esposo de Sara es un indio excéntrico incluso para su propio pueblo, que odia atrozmente a los blancos y que posee unas habilidades guerreras casi sobrenaturales, cuyo nombre ya es de por sí significativo, Salvaje. Precisamente, lo mejor de La noche de los gigantes es el tratamiento de ese enfrentamiento, muy bien resuelto por el director Mulligan a través de una idea estupenda: hacer uso de la elusión visual para remarcar la condición casi irreal de ese indio que puede atacar por cualquier lado. Nunca se nos dejará ver con detenimiento el rostro de Salvaje, y la forma de plantear el desigual enfrentamiento es asimismo de lo más original, ya que la mayor parte del mismo transcurre a plena luz del día, consiguiendo sin embargo levantar una atmósfera de tensión casi propia de un film de terror.
En la segunda mitad de la década destaca un film impregnado de una atmósfera tensa y sombría que prolonga (aun sin llegar a su excelsa altura) la sórdida aspereza emocional de la obra maestra de su director, Gordon Douglas, un western de pocos años atrás que sí posee el adecuado respeto entre los especialistas, el formidable Río Conchos (1964). Se trata de Chuka (1967), un film cuyo punto de partida es idéntico al del irrepetible clásico Beau Geste (1939): un pelotón del ejército hace su entrada en un fuerte donde no encuentra sino cadáveres, destrucción y un misterio aparentemente insoluble. Por supuesto, el cuerpo del relato se encargará de contarnos lo que sucedió entre esos muros, descubriendo, como era de esperar, que la tensión interior contribuyó tanto o más al desastre que el ataque exterior. Y ya que a los cinéfilos nos gusta tanto vincular unas obras con otras, el eslabón más cercano con que el debe unirse el presente film es otro título del mismo Douglas, menos conocido pero para mi gusto aún mejor: Solo el valiente (1951), asimismo situado en un fuerte fronterizo y rodeado de indios hostiles cuyo asedio en el fondo sólo supone el catalizador definitivo de la tensa situación psicológica que se vive en el interior.
Desde su doble arranque, primero en el presente y luego en el pasado (el encuentro de Chuka, nombre del errante pistolero protagonista, con una diligencia varada en el desierto que lleva dos mujeres a bordo), el espectador es consciente de estar efectuando un viaje a la tierra de los muertos. Por eso, el toque espectral que posee la película y que la conduce a los terrenos del puro fantastique no puede ser más coherente. Los habitantes del fuerte no son, en rigor, sino fantasmas, puesto que si están en lugar tan remoto es porque huyen de algo: de sí mismos y de su pasado, sobre todo. Antes que en la acción, que apenas tiene lugar en los últimos diez minutos, Chuka se detiene en los personajes y en sus turbulencias interiores: estamos en un western psicológico que tiene la extraña virtud de no hacer gala de ese psicologismo que resulta redundante en otros títulos más ambiciosos. En especial, brilla el excelente reparto elegido (del cual solo desentona, por su falta de ductilidad, el protagonista, Rod Taylor), desde la sensual intérprete italiana Luciana Paluzzi al excelente John Mills (cuya condición de intérprete británico fuera de su campo habitual añade otro estupendo elemento de extrañeza a un repertorio ya de por sí nutrido), pasando por el gran Ernest Borgnine. Es una lástima que la segunda mitad del western no raye a la altura magnífica de la primera, porque en caso contrario estaríamos hablando de una obra maestra.
Concluyo esta primera entrega con una de las mayores sorpresas que me he llevado en los últimos tiempos. Se trata de un film que, en principio, parece encajar en el aséptico e impersonal grupo de westerns que intentan sacar partido de la nostalgia clásica, comenzando por el protagonismo de nada menos que Henry Fonda y James Stewart, dos genios de la interpretación de conocida amistad secular que solo habían tenido ocasión de trabajar juntos una vez, en el segmento dirigido por King Vidor en el film de episodios Una encuesta llamada Milagro, de 1948 (si bien dos años después reincidirían en un título muy inferior, El club social de Cheyenne, dirigido por Gene Kelly). Asimismo, podría integrarse dentro del conjunto de films con sabor televisivo, campo del que procedían tanto su debutante director, Vincent McEveety (que no tardaría en volver a su campo de origen) como el guionista, Calvin Clements (inveterado firmante de episodios para El hombre del rifle, La ley del revólver o Caravana, títulos sobradamente significativos).
Pues bien, Los malvados de Firecreek (1968), que es el film al que me refiero, es un trabajo extrañamente sugestivo, sorprendido más que ninguno de los otros en tierra de nadie, puesto que participa de características de todas las corrientes que atravesaban el género sin dejarse dominar por ninguna y que, sin poseer especial originalidad argumental, acaba no solo destacando por la solidez de su factura narrativa y psicológica sino por la pertinencia de su planteamiento dramático. El lugar del título es un pueblucho mugriento y destartalado (¡que parece salido de un spaghetti!) y apenas poblado, del que se adueña un grupo de pistoleros que hace un alto en su huida al estar herido su líder (papel encarnado por Fonda). Las humillaciones y progresivas tropelías que hacen los forajidos (sobre todo el más arrogante, el jovenzuelo encarnado muy bien por Gary Lockwood, que ese mismo año sería uno de los dos astronautas de 2001: una odisea del espacio) acaba moviendo a actuar al más bien precario representante de la ley en ese lugar dejado de la mano de Dios, un granjero ya maduro que compagina su labor con el puesto, hasta entonces inocuo, de sheriff. La construcción de esta progresiva atmósfera de tensa violencia es magnífica, jugando hasta estallar en una parte final memorable, muy bien filmada por el debutante McEveety y con evidentes ecos del clásico Solo ante el peligro.
La conjunción de elementos disímiles es lo que otorga al film su cualidad de sugerente rareza (sobre todo, insisto, porque solo escarbando en su superficie, en apariencia de lo más convencional, es cuando se percibe esa condición). La edad de sus protagonistas, inevitablemente, introduce un matiz crepuscular, sobre todo en el de Fonda al encarnar a un pistolero que anticipa ya su decadencia, como simboliza bien el escaso control que mantiene sobre sus compañeros: en plena fuga no parece lo más adecuado dejar la estela de incidentes que estos provocan en el pueblo. En cuanto a Stewart, como sucedía en El hombre que mató a Liberty Valance, la evidente discordancia entre la edad real del actor y la que en teoría demanda su personaje (que acaba de ser padre) introduce un atractivo matiz anacrónico. Pero, sobre todo, Los malvados de Firecreek es una reflexión sobre el fracaso y, por ende, sobre el tan americano mito del perdedor, encarnado tanto en ese pistolero que, insospechadamente, intuye una posibilidad de cambio en la atracción que siente por la atractiva Evelyn (Inger Stevens), como en buena parte de los habitantes del pueblo (encarnado por una irrepetible galería de secundarios habituales del género), cuyas historias particulares encierran cada una de ellas la crónica de una degradación personal. Un film, en suma, digno de recuperación, que no merece ni el olvido ni la ignorancia que recae sobre él, como yo mismo he descubierto tardía pero no estérilmente.
¡Qué interesantes recomendaciones para este inicio del verano! Empiezo con Chuka 😉
¡Excelente elección! Y luego yo seguiría con el otro buen western del director en esa década, aunque no lo comento en desarrollo, el genial «Río Conchos».