Un clásico llamado Peter Weir (III): las últimas películas

I           II          III

Cartel original de Fearless o Sin miedo a la vidaLa revisión exhaustiva de la filmografía de Peter Weir me ratifica en la impresión que ya tenía: la mejor película de su etapa norteamericana, a la altura además de sus magníficos trabajos australianos, es una de las que peor acogida comercial tuvo y menor renombre actual posee. Se trata de Sin miedo a la vida (1993) —el título original, más sencillo, más ascético, Fearless, fue estúpidamente concretado por los distribuidores españoles, realmente nefastos en las últimas décadas—, una obra que, además, es la que mejor conecta con aquellas sugestivas fábulas. Como el abogado de La última ola, el protagonista de la película, llamado Max Klein, es un hombre que, de pronto, se siente poseído por una nueva percepción de la realidad. En su caso, sin embargo, todo parte de un hecho radical: su supervivencia en un accidente de avión que costó la vida a la mayor parte del pasaje. Esta circunstancia convierte a Max en un iluminado, lo cual lo emparenta con otro notable personaje de la filmografía de Weir, el Allie Fox de La costa de los mosquitos, si bien con una diferencia: aun cuando el nuevo estado de Max desmorona su armonía familiar (como también pasaba con la de David: la «normalidad», en los momentos de cambio, es lo primero que siempre salta por la ventana), no pone en peligro la vida de sus seres queridos sino, en todo caso, la suya. Por cierto que, si Weir ha demostrado sobradamente su capacidad para conseguir magníficas actuaciones de actores por lo común discretos (Richard Chamberlain, Harrison Ford, Robin Williams), en este caso, con un buen actor en tan delicado papel, obtiene la que probablemente sea la mejor interpretación que puede encontrarse en su cine, la del protagonista Jeff Bridges.

Pocas películas modernas poseen un principio tan intenso y tan extraño como éste. Un hombre que lleva a un bebé en brazos y coge a un niño con la otra mano guía a un grupo de personas a través de un maizal, todos ellos con el rostro y las ropas sucias, hasta salir a campo abierto, lo que permite descubrir entonces que son los supervivientes de un accidente de avión. El hombre, que después sabremos que se llama Max Klein, se asegura de que los dos niños quedan a salvo y después toma un taxi y pide que lo lleven al hotel más cercano. Se ducha, comprueba que solo tiene alguna herida superficial, coge un coche y lo detiene en mitad de ninguna parte, sigue conduciendo por la solitaria carretera y de pronto, tal vez porque en la radio suena una canción con mucho ritmo (¡de los Gypsy Kings!), saca la cabeza por la ventanilla, mientras acelera a toda velocidad, demostrando por fin un primer rasgo de humanidad fuera del extraño autismo que ha exhibido hasta entonces. Pero su siguiente reacción no es llamar a su familia sino, aprovechando que pasa por el pueblo donde vive una antigua compañera de instituto (a la que no ha visto en veinte años), la busca y van a una cafetería donde él pide fresas. Mientras le pregunta por su vida y ésta le cuenta el previsible carrusel de frustraciones y desengaños, él se deleita con la que llama la «fruta prohibida», y en sentido literal: pues toda la vida su mero contacto le ha provocado un tremendo shock alérgico que lo ponía al borde de la muerte y ahora parece haber desaparecido…

Jeff Bridges, colosal en Sin miedo a la vida

No hay mejor manera de comenzar la historia de ese individuo que, tras sobrevivir a un accidente que suele acabar con la muerte, considera que ha cruzado una barrera que lo convierte en un ser distinto: en un hombre trascendente. La clave de la historia (y del drama de Max, y de su familia: su mujer Laura, su hijo pequeño Jonah) es que no sabe precisar qué clase de trascendencia le envuelve. No sabe darle nombre a lo que le pasa, y mientras tanto va dando tumbos de un lado a otro, preguntándose quién es ahora Max Klein.

¿Acaso sea un fantasma, que se pasea por los escenarios cotidianos de su vida preguntándose por qué los demás todavía pueden verlo? ¿Un hombre invulnerable al que ya nada puede dañar, como parece probarse una y otra vez, no ya comiendo fresas, sino atravesando una de las transitadas vías de San Francisco en medio del vertiginoso tráfico o aupándose con temeridad sobre la cornisa de un elevado edificio, sin importarle el abismo a sus pies? ¿Alguien señalado para revelar la verdad desnuda a los hombres, que de ser un «pilar» de la sociedad pasa a señalar con severidad su continua tentación de mentir y engañar a los demás y a sí mismos, como simboliza ese abogado que intenta sacar cuanto dinero pueda a las aseguradores para él y los otros supervivientes… y que en el fondo tal vez solo esté cumpliendo con su (desagradable) deber? ¿O bien es alguien con una misión, la de seguir velando por las vidas de esos supervivientes a los que ayudó a salir del avión, como sucederá con Carla, la joven madre que perdió allí a su pequeño y que, desde entonces, es presa de la más terrible desolación?

Jeff Bridges y las dos actrices de Sin miedo a la vida, Rosie Perez e Isabella RosselliniMax Klein camina por las calles de San Francisco como un sonámbulo o como un iluminado, desdeñando las sesiones de terapia en las que los otros supervivientes recuerdan cómo gracias a su iniciativa pudieron salir del avión en llamas (señalan que les dijo con sencillez: «Síganme hacia la luz»). Elude volver a su trabajo como arquitecto, si bien dibuja una y otra vez toda clase de agujeros, vórtices y espirales. Se va convirtiendo en un extraño para su familia, del mismo modo que su mujer y su hijo se lo parecen a él mismo. Busca la compañía de Carla, tratando de convencerla de lo absurdo de sus remordimientos: puesto que llevaba a su bebé en brazos, el reproche que se hace la mujer es que si no se salvó como ella, es porque lo soltó. Y para convencerla de que no tiene ninguna culpa, recurrirá al contundente expediente de estrellar a toda velocidad el coche en que la lleva, con un muñeco en los brazos, para que comprenda que fue la inercia lo que le arrebató a su pequeño. Después de todo, ni a él puede pasarle nada (como se sabe, es invulnerable) ni a ella (mientras vaya con él, como saben bien todos los supervivientes del avión).

Sin miedo a la vida desgrana su particular odisea con imborrable densidad, sin convertir nunca a su protagonista en una criatura mesiánica ni en un símbolo de la excepcionalidad bajo los cuales pueda agazaparse una conservadora parábola redentorista. Max Klein es un hombre desorientado, un hombre que sufre. Alguien cuya tragedia, quizá, estribe en que no ha llegado a salir de ese avión cuyo accidente revive una y otra vez —aunque la película, con inteligencia, sólo nos va mostrando pequeños flashes, hasta que en el final ya narra la tragedia con detalle, creando un momento cuya intensidad emocional resulta imborrable—, como tal vez simbolice esa obsesión por los agujeros, los vórtices y los círculos que conducen a la luz.

En especial, y teniendo en cuenta esa condición «trascendente» que cree haber alcanzado su protagonista, la película realiza un magnífico acercamiento a lo religioso no en el sentido habitual (de hecho, Max es ateo) sino en su dimensión universalmente espiritual: las mejores películas de Weir parecen capaces (como bien dijo en su día José María Latorre) de materializar lo abstracto. No es extraño, por ello, que Sin miedo a la vida concluya dando cabida a ese «milagro» (a esa nueva convulsión de la realidad) que proporcione a Max su respuesta, y quién sabe si su salvación, a través de un lógico recurso argumental: cuando el protagonista, una vez más, ingiere fresas y esta vez sí se produce la reacción alérgica que pone en colapso su organismo. Si alguien quiere saber si Max recupera la sincronía con el mundo, si es devorado por su singularidad o si, sencillamente, Peter Weir se niega a dar una solución concluyente, debe repasar por sí mismo esta magnífica película.

Cartel de El show de TrumanDespués de este fracaso comercial, Weir se pensó con mucha calma cuál habría de ser su siguiente proyecto. Lo encontró finalmente en un guion que, una vez más, le fue ofrecido, obra de un escritor que, por las mismas fechas, debutaba en la dirección con un libreto propio, Gattaca (1997), una de las mejores películas de ciencia-ficción del cine moderno, incluso inolvidable, cuyo protagonista masculino es, precisamente, uno de los chicos del rígido internado de El club de los poetas muertos, esto es, Ethan Hawke. El escrito de Niccol versaba sobre un individuo que, sin él saberlo, desde su mismo nacimiento vive, en realidad, una historia orquestada por otros y toda su existencia está siendo transmitida al mundo entero, como un culebrón en directo. Weir realizó una aportación fundamental al libreto: extraer la acción de las calles de Nueva York, como había decidido Niccol, para llevarla, con más sentido lógico, a una pequeña población, que encarna los valores de la América eterna, construida expresamente para albergar la vida del protagonista y, de paso, sostener toda la parafernalia técnica necesaria para registrar minuciosamente cada uno de sus actos. El resultado constituyó otro de los grandes éxitos de la carrera de Weir y, todavía hoy, una de sus películas más populares: El show de Truman (1998).

Como se ha dicho sobradamente, el planteamiento, aun llamativo, no era ni mucho menos original. Su fuente de inspiración se encuentra tanto en las magníficas tramas urdidas por un estupendo equipo de guionistas (entre ellos nombres tan relevantes de la ciencia-ficción literaria como Richard Matheson o Charles Beaumont) para la mítica serie The Twilight Zone (en España, La Dimensión Desconocida) como en algunas novelas del mismo género, en su vertiente paranoica, como las del gran Philip K. Dick. En concreto, una de ellas, Tiempo desarticulado (1959), prácticamente posee el mismo planteamiento.

El problema de El show de Truman, una película que, por veces que la vea, nunca termina de convencerme, es que diríase que su planteamiento es una vulgarización, rebajada muchísimo de tono y de capacidad de inquietud (por mucho que parezca elaborar una crítica «dura» de la manipulación del hombre por los medios de masas), para públicos generales que, ante todo, quieren ser emocionados de modo muy básico. La delicada situación que vive Truman Burbank no llega a ser creíble, entre otros motivos porque, en un mundo que parece el nuestro, es decir, que no vive ningún tipo de distopía, no parece razonable que se permite la absoluta abdicación de cualquier derecho fundamental para el personaje protagonista. No quiero pasar por un ceñudo «legalista», pero creo que se tendría que haber argumentado mejor, sobre todo cuando el film está henchido de pretensiones críticas.

Jim Carrey es Truman BurbankConfieso, además, que la tan alabada prestación de Jim Carrey, en un papel supuestamente arriesgado, tampoco me convence. Carrey, en realidad, sigue haciendo de lo mismo que en las deleznables comedietas que le lanzaron a la fama: el individuo incapaz de asociarse a la menor normalidad, en irritante apropiación de las características tipológicas (y peor aún, de los registros interpretativos) del genial Jerry Lewis, solo que sin la menor chispa del talento de este cómico. El personaje, por otra parte, requería unos matices que este nefasto actor no podía ofrecer, aunque sea cierto que, dentro de un orden, Weir controla su propensión a la mueca hueca (perdonen la aliteración fácil, pero se me contagia del mismo Carrey). Por otra parte, Truman Burbank carece, a poco que se piense, del adecuado dibujo para no ser más que un monigote, y no me vale que se argumente que, justamente, es eso lo que es. No: una cosa es la farsa que le hacen vivir y otras su supuesta sensibilidad interior, que es la que acaba por advertirle de que las cosas no van bien: que nunca han ido bien.

Lo mejor de la película, para mí, es todo lo relacionado con Christof, ese demiurgo que ha creado el programa y controla al milímetro la realización de esa vida en directo. Ed Harris le proporciona la magnífica y endiosada prestancia que requería el sujeto, lo cual enmascara un tanto que se trata de un personaje igualmente poco definido. Por ejemplo, se pasa por alto una de sus más sugerentes implicaciones: se supone que tanto él como los principales actores del show llevan años, décadas, encadenados a la misma y alienante ficción, por mucho que en su caso sea por propia elección. Ahora que he hecho tan exhaustivo repaso a la filmografía de Weir y me he convencido, por si no lo estaba ya, de sus cualidades narrativas, me siento tentado a ver en Christof un símbolo del mismo director australiano: un hombre que sabe que (casi) cualquier elemento argumental, por discutible que sea, puede resultar convincente gracias a su puesta en escena: al encuadre, al movimiento de cámara, al uso dramático de la música, a saber cuándo debe cortarse un plano… El éxito, durante tantos años, de «El show de Truman» es la mejor confirmación de esta premisa.

Cartel espanol de Master and CommanderEl siguiente proyecto en que se implicó Peter Weir fue una mastodóntica superproducción de aventuras marinas, basada en un exitoso ciclo de novelas del escritor Patrick O’Brien: Master and Commander: Al otro lado del mundo (a mí que me expliquen los distribuidores por qué se deja el título en inglés y, en cambio, se traduce el subtítulo: el efecto es horrible). Por evidentes razones materiales, la primera de las cuales fue la minuciosa reconstrucción de las dos fragatas que centran la acción, la inglesa Surprise y la francesa Acheron, la inversión era cuantiosa y, sin embargo, es mérito de los responsables del film (en este caso, comenzando por los productores, que al fin y al cabo son los que pagan y deciden) que no intentaran la salida más fácil, facturar un blockbuster de acción con ambientación de época (que se han hecho: ¿quién recuerda aquel espanto que se tituló La isla de las cabezas cortadas?). Desde luego que no: Master and Commander posee una evidente reminiscencia clásica, porque habría sido una incongruencia que Weir aceptara otra cosa. Eso sí, lo digo ya: el principal inconveniente que le encuentro a este muy estimable film es que no consigo sacarme de la cabeza que no es sino un remozamiento elefantiásico del venerable clásico de Raoul Walsh El hidalgo de los mares (1951).

Los vínculos entre ambos no son pocos: se trata de una historia de aventuras marinas que en su primera mitad posee una trama muy similar (el enfrentamiento entre un carismático capitán británico y un potente buque de guerra enemigo), cuyo origen también es una saga literaria (en su caso, la del capitán Horatio Hornblower, creado por C. S. Forester) y con un actor protagonista, Gregory Peck, que encarna de modo mil veces más convincente esa capacidad para liderar hombres que el para mí artificioso Russell Crowe. Por supuesto, esto le resultará irrelevante a quien no conozca el original o a los nada escasos admiradores de la película, aun conociendo el film de Walsh, pero a otros nos puede resultar significativo comparar el encanto artesanal del clásico con el hiperrealismo tecnológico de la nueva película: es buena metáfora de la diferencia entre uno y otro Hollywood, incluso recurriendo a un film de lo más estimable.

Russell Crowe, la estrella de Master and CommanderConfesada esta apreciación, es evidente que Master and Commander es una película muy digna (sí, ya sé que este adjetivo, tan condescendiente, solemos aplicarlo a aquellas obras que no nos han aportado gran cosa pero que se han dejado ver) y que, pese al largo metraje, no decae en ningún momento. Para mí, lo menos interesante radica en el supuesto núcleo dramático de la trama (las lecturas autorales de Weir dirán que es lo que acerca el planteamiento a los intereses del director, y no digo que no sea así), que es la confrontación entre dos modos muy distintos de concebir la existencia, sin embargo del todo compatibles en el plano de la amistad: el del capitán Aubrey, un hombre de temperamento ardiente y que goza con la mera ejecución de su voluntad, y el del doctor Maturin, hombre de ciencia, tan racionalista como humanista, crítico por tanto de la mentalidad belicista, no digamos ya de la guerra (Paul Bettany hace una excelente interpretación, contraponiendo muy bien su sobriedad con la exuberancia de Crowe). Es más, confieso que tampoco me parece tan sugerente la supuesta densidad que otorga a la relación de ambos hombres su común afición a la música, que se expresa a través de los duetos que ejecutan uno con su violín y el otro con su violonchelo, símbolo de ese terreno común entre opuestos que es el cultivo de la sensibilidad.

Lo mejor del film es aquello que hace tan irresistible para mí el género de la aventura en el mar: la magia que rodea el mero hecho de la navegación. En este sentido, agradezco infinito el realismo con que Weir y su equipo consiguen introducir al espectador en cada maniobra, en cada ceremonia, en cada recoveco del bergantín, sin que cansen ni el paseo ni la descripción. Esto permite, además, un saludable peso en el film del conjunto de miembros de la tripulación, desde los oficiales a los marineros de menor categoría, dando voz a todos los rangos y oficios de a bordo, consiguiendo dar la sensación de que las guerras no las hacen solo los mandos y que los subordinados están ahí para morir (o admirar a los capitanes carismáticos) sino que todos juntos arriesgan lo mismo: la vida. Weir saca un notable partido de su gran fuerte, el reflejo de la naturaleza, tanto la desencadenada (el temporal que el Surprise debe superar al doblar el cabo de Hornos) como la serena (las formidables imágenes en las islas Galápagos). En cambio, las escenas de acción, como la batalla final, sí padecen más de la cuenta de ese defecto de la narración moderna que es hacer agitada la puesta en escena, como si de ese modo el espectador se situara mejor en el caos del combate.

Cartel hispano de Camino a la libertadDe cualquier modo, la película no terminó de encontrar su público, pues aunque cubrió costes y se hizo con buenas críticas, no fue el gran éxito que se esperaba. Tal vez por ello, el director tardó todavía más tiempo en hacer otra película. Finalmente, se interesó por La larga caminata, un libro publicado en los años 50 por un soldado polaco en el que narraba la increíble odisea que vivió con otros compañeros con los que escapó de un gulag soviético en Siberia, recorriendo la larga distancia hasta la frontera y después el desierto de Gobi en Mongolia y el Tíbet hasta acabar en la India para volver a unirse con los aliados. La veracidad de esta empresa ya había sido cuestionada por expertos en tales travesías, pero parecía tener un fondo de realidad, y en cualquier caso, el cineasta australiano encontró en ella el material para narrar el documento definitivo sobre la tensión entre la naturaleza y el ser humano. El resultado se tituló The Way Back, en nuestro país Camino a la libertad (2010). Por desgracia, el proyecto tuvo dificultades de financiación, amén de no encontrar ninguna estrella de Hollywood interesada en el mismo (lo cual, por otra, contribuiría a su verosimilitud: resulta difícil imaginar a Matt Damon, Leonardo Di Caprio o Brad Pitt, por señalar intérpretes de moda con más o menos la edad adecuada, librando al sencillo pero tenaz personaje central de incurrir en el narcisismo o la egolatría). Por otra parte, su forma de ejecutar el planteamiento, tan alejada del efectismo triunfalista de las «grandes hazañas de la humanidad», restó atractivo potencial a la película, que se estrenó sin apenas repercusión y acabaría constituyendo un notable fracaso comercial.

No pretendo convertir este film en el testamento cinematográfico de su director, por la sencilla razón de que este concepto (el trabajo que un artista planea para cerrar su «obra» a modo de resumen o condensación de la misma), en el cine comercial y con escasas excepciones, es falso, ya que, por lo común, nadie espera, por mayor que sea, que el presente título que está preparando vaya a ser el último. No pasó con John Ford, ni con Hitchcock, ni con Welles ni con tantos genios, y desde luego tampoco es el caso de Weir. Por otra parte, tampoco quiero engañar con que se trata de un film a la altura de sus grandes obras. No lo es por diversos defectos, comenzando por una duración del todo desmesurada, pero sobre todo porque el arriesgado planteamiento con que asume el argumento (ceder todo el protagonismo no a los personajes sino a su forma de enfrentarse al medio que recorren: estamos ante un puro relato de supervivencia, sin apenas tiempo para más) exigía una precisión sobrenatural y una capacidad para fundir lo abstracto (el tratamiento de la naturaleza) y lo concreto (la exposición del increíble esfuerzo humano que realizan aquellos) que el director no termina de conseguir del todo.

Por tanto, se echa de menos que esos personajes que pasan tantas penalidades interesen en sí mismos para así implicar al espectador hasta la médula en el drama que viven. Y esto no sucede. Es más, es significativo que los personajes que más llamen la atención sea probablemente por estar interpretados por los actores más conocidos del reparto (Colin Farrell, la joven Saoirse Ronan y el gran Ed Harris) y que el resto (encarnados por actores desconocidos de distintos países europeos) incluso se confundan entre sí. En cuanto a Jim Sturgess, que puede ser considerado el protagonista, resulta eficaz pero tampoco despierta especial adhesión.

Los protagonistas de Camino a la libertad

De hecho, es llamativo el papel que juega el único personaje femenino de la historia, la joven Irena. Esta nada aporta a la trama en el sentido activo (y de hecho, será una de las que no sobrevivan), pero sí, y mucho, en el dramático y emocional. Irena hace las funciones de vínculo humano entre todos los compañeros: aquella que traspasa su coraza, su hermetismo (incluso con el personaje de Harris, el más misterioso de todos), para hacer que cuenten sus historias y que estas sean conocidas por los demás. Del mismo modo, y aunque al principio la mayoría la rechaza por considerar, con razón, que su debilidad física podrá convertirse en un lastre futuro, ella será la primera que merezca la abnegación de los demás, al ser transportada en brazos cuando el terrible Gobi acaba con sus fuerzas. Nekane E. Zubiaur señala, y comparto su perspicacia, que es un trasunto nada menos que de Jesucristo, como indican diversas acciones simbólicas (camina por las aguas del lago —si bien medio heladas—, lava los pies de quien al principio más se opuso a que fuera con ellas, recibe un tocado de juncos para protegerse del sol que recuerda, claro, la corona de espinas del hijo de Dios), y su muerte será el momento de mayor emotividad (seguramente el único) de toda la película.

Saoirse Ronan, en Camino a la libertadEl alma del grupo, sin duda, es Janusz, el protagonista, sin duda porque tiene un objetivo muy concreto: volver a ver a su mujer y poder confortarla con su perdón, pues lo último que hizo ella antes de separarse, torturada por los comisarios estalinistas, fue denunciarlo como espía. Janusz sabe bien que ese remordimiento la acompañará toda su vida y, además, las distintas confesiones de algunos de sus compañeros (por ejemplo, de Harris) le hacen ver que ese sentimiento de culpa es terrible. El reencuentro, sin embargo, no se producirá no ya después de alcanzar la India sino muchas décadas después, cuando cae la dictadura comunista de Polonia, y Weir lo narra con un bello sentido de la intimidad emocional, que además viene preparándose, sin que lo sepamos, todo el film cuando descubrimos que la imagen recurrente en que Janusz se acerca a la puerta de su hogar (y que creíamos un flash-back o un sueño del pasado) no es sino un flash-forward, es decir, la inclusión (o el presagio) de ese momento que el protagonista tardará tanto años en poder realizar, pero al que consagrará toda su existencia.

Weir concede poco espacio al retrato del gulag, como podía haberse esperado, más que para indicar su condición de infierno sobre la tierra, paralela al de esos no menos terribles parajes naturales que luego recorrerán los personajes centrales, mas con una diferencia: aquel es obra de los hombres, y los hombres son su peor obstáculo. Tampoco hay una minuciosa elaboración de la fuga, quizá porque para hacerla creíble tendría que haberse descrito muy bien y el director no quiere perder tiempo con ella. El resto es una increíble odisea en la que los personajes pasan del frío más terrible al calor más alucinatorio, pasan hambre y sed, sus cuerpos se someten a las más grandes privaciones, como bien refleja la laceración de sus rostros, pies y manos. Cerrando el círculo con respecto a Picnic en Hanging Rock, el director de fotografía es el mismo, el operador Russell Boyd, mas ahora no hay ningún propósito esteticista en las imágenes mediante las cuales ambos hombres registran esa naturaleza (pese a la intensa belleza de muchas de ellas). En este sentido, y aun de modo involuntario, sí que puede hablarse de testamento, y más que de esto, de concisión, de depuración, la propia de un hombre cuyos cuarenta años de carrera, como he intentado comunicar en este conjunto de artículos, encierra trabajos que merecen todo tipo de valoración, pero a los que une, siempre, el mismo espíritu narrativo que quienes han visto mucho cine enseguida saben identificar como clasicismo. No es poco.

Peter Weir, durante el rodaje de Unico testigo

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Un clásico llamado Peter Weir (III): las últimas películas

  1. Rik dijo:

    Hola José Miguel. Hace mucho que no comento en tu blog porque vivo pegado a una pantalla (y contento de volver a tener empleo).
    A mí no me gusta nada el show de Truman excepto cuando aparece Ed Harris.
    Camino a la libertad me parece una extraordinaria odisea de supervivencia. De nuevo gracias Ed. Algo que no comentaste sobre el gulag: los presos «comunes» le hacían la vida imposible a los políticos y Weir lo muestra. Para Stalin un criminal podía ser reeducado a golpes; si te acusaban de contrarrevolucionario o trotskista, adiós. No hay mucho que contar sobre la fuga porque escapar sin abrigo ni comida en pleno invierno es suicida y el jefe carcelero se los ha advertido.
    Disiento sobre Master and Comander. Vuelvo mucho a esa película. Nunca se había visto así cómo vivía la marinería bajo la cubierta mientras los oficiales escancian licores. El horror del combate. La amputación del niño (y eso que era un cirujano de verdad, algo infrecuente en la Navy). Y trata con mucha dignidad a su rival.
    Precisamente por eso dejé de leer a C. S. Forester y a O’brien. Odio el patrioterismo, en este caso la superioridad británica: todos los capitanes españoles eran bobos. Una pena, porque O’brien escribe bien.
    Un saludo y muchas gracias por tu blog.

    • Lo primero, enhorabuena por tu buena situación actual. Me alegra mucho, sobre todo teniendo en cuenta lo incierto de estos tiempos. En cuanto a «Camino a la libertad», es una película de la que hay muchas cosas que hablar y que, con el espacio que me impongo en el artículo, lógicamente quedan pendientes. De todos modos, también es evidente que a Weir el retrato del gulag y de sus interioridades le preocupa menos que el relato de la odisea, porque lo describe con lo justo, más que nada para situarnos en el punto de partida.

      En cuanto a «Master and Commander», como intento explicar, es una película que valoro pero que pertenece a una tradición aventurera que amo mucho y, por eso, me resulta difícil encajarla al lado de un tipo de películas a las que ella misma se remite (y por eso comento «El hidalgo de los mares») pero de las que se halla, por técnica, medios y espíritu, a distancia sideral. Por eso, me parece que flojea cuando intenta parecerse más (el retrato carismático de los personajes, para mí fallido, aunque puede que me lo parezca porque Russell Crowe, desde «Una mente maravillosa» en adelante, no me interesa nada) y atrae cuando opta por ese realismo verdaderamente impresionante en su descripción de la vida a bordo.

      Un fuerte abrazo y que todo siga muy bien, Rik.

  2. marajjos dijo:

    Como siempre me ha gustado mucho tu saga por entregas de las películas de Peter Weir. Intentando sintetizar los puntos sobre los que me gustaría decir algo:

    Rompo una lanza por Harrison Ford, no me parece un actor tan mediocre como lo pintas. En Único testigo, podríamos hacer la prueba del 9, qué actor de su generación podría pasar de las películas de acción a un registro más intimista como el de esa película, y salir razonablemente bien, para mí al menos. ¿Kurt Russel, Patrick Swayze? No creo que hubieran pasado la prueba. Eso sí, la imagen de esta película que estará siempre grabada a fuego en mis pupilas es la de Kelly Mc Gillis con los senos al aire.

    El tan celebrado final del club de los poetas muertos efectivamente es una gran chorrada, me alegra oírselo a alguien más, no están todos equivocados menos yo.

    El show de Truman tiene al insufrible del Muecas, el final es edulcorado… y sin embargo, pocas veces una película ha conseguido emocionarme tanto como el momento en el que sale en barco, en pos de su libertad… para darse de bruces con la cruda realidad, y la emprende a golpes con la pared de la burbuja en la que se da cuenta de que está encerrado. Es paradójico que el tiempo, desde la actual era de los realitys, los programas de telebasura y las redes sociales, nos demuestre la falsedad de su premisa. El hombre hasta ahora tenía un concepto muy sobrevalorado de sí mismo, pero a la hora de la verdad no valoramos un pimiento nuestra libertad ni estamos dispuestos a luchar por ella. Todo lo contrario, nos encanta hacer un reality show de nuestra vida, no nos importaría tener una cámara implantada por otros en su cerebro, y estamos ansiosos de que decidan por nosotros qué hacer, cómo vivir, sin cuestionarnos nada. Los malos tiempos que vivimos en estos días han agudizado esta deshumanización, o quizá simplemente han puesto de manifiesto la verdad. Seguramente si la película la hubieran estrenado cinco años después al público no le hubiera gustado.

    Camino a la libertad tiene en su contra el excesivo metraje, con un final descompensado absolutamente (una vez que llegan al Himalaya, todo se alarga absurdamente, total ya sólo interesa que llegue la parte final de la reconciliación con la esposa), pero también tiene el inconveniente no pequeño de incurrir en un anatema de los tiempos modernos: hablar del horror del Comunismo, cuestión sobre la que el Cine en general corre tupidos velos, salvo excepciones. Yo creo que es por eso por lo que la historia se centra casi exclusivamente en la lucha por la supervivencia, para soslayarlo en la medida de lo posible. Y aun así pienso que fue determinante en la escasa acogida de la crítica. Si hubieran sido rusos escapando de Auschwitz, perseguidos por tanques de la Panzer y jaurías de doberman, se hubiera hecho la crítica con otros ojos.

    Un saludo y gracias por estas pequeñas (o grandes) joyas de artículos.

    • Fenomenal tu comentario, tan pormenorizado como interesante: siempre se explica uno mejor con más que con menos palabras, por mucho que muchos amigos me dicen que el problema de mis entradas es que no puedan leerse en un minuto jaja. Voy al detalle:

      – Harrison Ford. ¿Te creerás que este actor fue uno de los ídolos de mi infancia? Por supuesto, lo debió a su papel de Han Solo, por el que sigo teniéndole un enorme cariño. Fuera de él, siempre me ha parecido limitado (por ejemplo, no me gusta en «Blade Runner», una de mis pelis-fetiche; aunque, para contradecir mi amor por este film, hay varias cosas de él que no aguanto, desde el director hasta la paloma que suelta Rutger Hauer cuando muere…). Por ello, me ha resultado tanto más admirable en «La costa de los mosquitos», donde demuestra algo que no esperaba de él: versatilidad (la que creo que le falta en «Único testigo», donde McGillis sí está maravillosa). Solo por esto prometo darle alguna oportunidad más cuando revise otras interpretaciones suyas. Ah, y sí, imaginar a Patrick Swayze en el papel me produce escalofríos.

      – «El club de los poetas muertos». Durante veintitantos años he odiado cordialmente esta peli, supongo que por ser yo mismo profesor: los docentes aguantamos mal las pelis que santifican sin criterio a quienes se dedican a la enseñanza. En esta revisión la he aguantado más, incluso la he disfrutado en más de un momento, si bien al final me he ratificado en todos los defectos que ya anoté en su día, comenzando por el histriónico final.

      – «El show de Truman». Creo que hay dos trucos infalibles para un actor: que lo nominen a un Oscar si hace de minusválido o de persona «particular», y que lo alaben quienes antes lo criticaban cuando cambia el tipo de papel. Carrey, cierto, hace menos muecas en su papel de Truman porque, es evidente, el film no es un vehículo exclusivo a su servicio. Pero sigue siendo tan mal actor como siempre, y eso perjudica al personaje. Ahora bien, evidentemente tiene momentos magníficos y ese final, es evidente, es uno de ellos.

      – «Camino a la libertad». Lo he contestado en otro comentario: el gulag es poco más que un escenario que se necesita para escaparse de él y poco más. En todo caso, se subraya su infernal condición para la supervivencia, pero se pasa de largo en cuanto a su contenido político. Es el planteamiento elegido por Weir, y en ese sentido es consecuente. La dilatación de metraje, cierto, es excesiva y, en efecto, todo cuanto pasa una vez llegan al Himalaya resulta más bien insustancial.

      Finalmente, muchas gracias por tus amables elogios. Espero que sigas paseándote mucho tiempo por aquí.

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