En Café Montaigne: La isla del tesoro
En tiempos inciertos, el mejor refugio siempre se encuentra en los viejos amigos. En mi caso, Robert Louis Stevenson me lleva acompañando toda la vida. Hay escritores cuya obra nos fascina y, sin embargo, sus personas nos producen prevención: uno llega a pensar que mejor conocerlos solo a distancia. Me pasa con autores tan imprescindibles como Dostoyevski, Elias Canetti o Schopenhauer. A otros los veo tan impenetrables que me cuesta trabajo imaginarme encontrando un tema de conversación: es el caso de Henry James. De unos cuantos más imagino que su contacto personal me divertiría tanto como me irritaría, y aquí pienso en un Dickens o un Andersen. Y luego están aquellos con los que uno tiene la práctica seguridad de encontrar en ellos una simpatía instintiva, un espíritu común, una amistad apacible. Por supuesto, es vanidad pensar en que ellos encontrarían algo de interés en nosotros, pero esa es su magia: imaginarlos, en su sencilla calidez, capaces de acogernos bajo su ala sin pensar siquiera que están haciendo una buena obra: sencillamente, es lo natural en ellos. Esa es mi relación con Stevenson, el escritor al que más admiro, tanto por su obra literaria como por cuanto he leído sobre su vida, sus intereses, su comportamiento. Alguien que, sabiéndose irremediablemente enfermo, cruza a duras penas medio mundo en busca de la mujer que ama, sin poder asegurar siquiera de cómo será recibido (estaba casada), ya merece, como mínimo, nuestra adhesión. Vuelvo una y otra vez a su novela más conocida, La isla del tesoro, con la que prácticamente inició su carrera y que nació (en su caso no podía ser de otro modo) del generoso propósito de entretener a un niño. La habré leído no sé cuántas veces ya y el mejor elogio que creo que se le puede hacer es que, sabiéndomela de memoria, sé que cada vez que vuelvo a abrir sus páginas, voy a reparar en algo nuevo, aun cuando sea el ademán de un pirata antes de morir o el efecto de la espuma del mar al cubrir el precario bote en que Jim intenta alcanzar la Hispaniola. Y es que, usando una frase tópica, no tengo la menor duda en que Stevenson, al crear a este inmortal personaje para conducir su relato, supo bien que lo identificaríamos a la perfección: que todos, de un modo u otro, somos Jim Hawkins.
Rescato para Café Montaigne un antiguo artículo de mi blog, convenientemente revisado y, creo que para mejor, sintetizado. Para los interesados en Stevenson, añado otros enlaces de artículos que he dedicado a este inmortal escocés.
– Stevenson, el escocés errante.
– Las mil y una noches en Londres, por Stevenson.
– Robert Louis Stevenson en los Mares del Sur.