Robert Louis Stevenson en los Mares del Sur

La tuberculosis, el mal del siglo XIX que mató democráticamente a pobres y a ricos, a reyes y a plebeyos, a grandes y a pequeños, condenó a Robert Louis Stevenson, desde muy pronto, a errar de un lado a otro en busca de un lugar donde encontrar el clima adecuado para sus maltrechos pulmones. Los balnearios suizos (en Davos, que Thomas Mann inmortalizaría después en La montaña mágica), el cálido sur de Francia o las costas del Canal de la Mancha fueron pequeñas paradas en la peregrinación en que se embarcó el matrimonio Stevenson desde su misma unión: no en vano, para que Robert Louis pudiera ganarse a su amada Fanny Osbourne, ya había tenido que peregrinar —luchando contra sus problemas de salud— a través de un océano y un país entero de costa a costa, los Estados Unidos, como un emigrante más (eso sí, «por gusto», como dejaría sentado en el libro que dedicó a su empresa). En el año 1889 comenzaron la más fabulosa y lejana, también la última y definitiva, de sus peregrinaciones: en San Francisco, los Stevenson —incluyendo al hijastro Lloyd y a la madre viuda— alquilaron una goleta llamada Casco y partieron a los Mares del Sur, un lugar que era objeto de los sueños de RLS desde mucho tiempo atrás. Como bien se sabe, acabaron instalándose en Samoa, en la isla de Upolu, donde Stevenson construyó su última morada, Vailima, lugar en el que murió en 1894.

A lo largo de todo ese periplo —y por increíble que pueda parecernos en una época en que la escritura era puramente artesanal, no había ordenadores ni pequeños aparatos donde guardar lo escrito, ni comunicaciones instantáneas salvo un servicio de correos que es milagro que funcionara razonablemente bien—, Stevenson no dejó de escribir y publicar. Las impresiones que le merecieron sus estancias en Tahití, Hawai, las Gilbert, las Marquesas o las Tuamotú dieron origen a un conjunto de artículos publicados serialmente que, más tarde, y añadiendo o desechando materiales —entre esto último, y es lástima, su visita a la famosa leprosería de Molokai, en las antiguas islas Sandwich—, recopiló bajo el título de En los Mares del Sur, libro que constituye una de las cimas de la literatura de viajes.

Y escribió ficción, mucha ficción, hasta el punto de dejar sin concluir dos de sus obras, curiosamente de ambiente escocés: St. Ives (que el escritor Arthur Quiller-Couch se encargó de terminar) y El Weir de Hermiston. Su imaginación, como vemos, vagaba de un espacio a otro, sin importarle el contraste de escenarios entre los soñados y los vividos. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, de esta época final de su carrera destacan las obras que ambientó en los mismos Mares del Sur. Por su sentido de la inmediatez, por el inevitable componente biográfico, por su estupenda mezcla de lo testimonial y lo onírico, resultan inolvidables. Con esas obras, Stevenson se añadió a ese noble conjunto de autores del género de aventuras que, por distintas razones vitales o profesionales, que no literarias, conocieron de primera mano los escenarios donde luego ambientaron sus grandes títulos: Joseph Conrad, Rudyard Kipling, Henry Rider Haggard o Jack London.

Edición Valdemar de los cuentos de los Mares del SurEl material de ficción a que me refiero está compuesto por tres cuentos y dos novelas. Los tres cuentos aparecieron inicialmente en publicaciones por entregas y luego se recopilaron en 1893 bajo el título de Entretenimientos de las noches en las islas. Son El diablo de la botella, La playa de Falesá y La Isla de las Voces. La más reciente edición, en Valdemar (en la preciosa colección Avatares y bajo traducción de Juan Antonio Molina Foix), añade los otros dos relatos que Stevenson escribió en esa etapa pero que ya no transcurren en los mismos escenarios, y que incluso ni se publicaron en vida suya: La hechicera (que da título al volumen) y La mujer errante.

Las dos novelas son The Wrecker o Los traficantes de naufragios (1892) y The Ebb-tide (1894), que en español ha portado distintos títulos como La isla de la aventura, La resaca o Bajamar, título este que yo utilizaré porque es el que parece haberse impuesto en las ediciones más recientes. En ambas obras figura como co-autor Lloyd Osbourne (una tercera novela de «colaboración» es la descacharrante Aventuras de un cadáver, un poco anterior a aquéllas), pero no he encontrado ninguna opinión que afirme que dicho trabajo en común no vaya más allá de que Stevenson utilizara algún borrador argumental de su hijastro (sobre todo en las Aventuras). De hecho, aunque Osbourne publicó varios libros más, ya en solitario, de ninguno de ellos se tiene noticia de que trascendiera y, en cualquier caso, el estilo de RLS es del todo reconocible en los tres.

Comenzaré por los cuentos, y por orden cronológico (fue publicado por primera vez en 1891: los precisos datos son del minucioso Molina Foix) el primero es El diablo de la botella. Este magnífico y encantador relato está ambientado en Hawai y en Tahití y protagonizado por canacos, cuyo punto de vista asume Stevenson sin paternalismo y con evidente empatía. El término canaco, por cierto, es el que utilizaban los blancos occidentales de las islas polinesias para referirse (cabe suponer que de modo despectivo) a los indígenas, y que procede de la palabra hawaiana kanaka, que irónicamente significa «hombre». Ahora bien, su argumento no es sino una reelaboración del viejo asunto del genio encerrado en una botella y que es capaz de conceder cualquier deseo a su dueño, y que para nosotros provoca sobre todo una evocación a Las mil y una noches. Por lo tanto, narra los tormentos del protagonista cuando descubre que ese genio que le ha permitido inicialmente la felicidad (primero le dio una casa deslumbrante y después le curó del mal de la lepra) también amenaza con hundirlo en la desesperación, como suele suceder en estos casos de buena fortuna de procedencia diabólica.

Con justicia, La playa de Falesá (1892) es, para cualquiera que lo haya leído, una de las cumbres de su autor. Desde luego, y anticipando el no menos magistral Bajamar, posee un sentido crítico hacia la realidad inmediata que confirma de modo admirable la implicación personal que acabó sintiendo el autor hacia los lugares y las gentes entre las que transcurrieron sus últimos años de vida. La trama narra la llegada de un joven comerciante, Wiltshire, a la ficticia isla de Falesá, dispuesto a comerse el mundo llevado de la soberbia propia de quien se sabe exultantemente joven y enérgico… pero que a las primeras de cambio descubre que ha sido burlado por el experimentado comerciante local, un turbio sujeto llamado Case que es mucho más astuto y peligroso de lo que parece. Para librarse de la competencia que puede suponer, y sabiendo que un joven como él necesita a su lado una mujer —por dos razones: la primera, que se señala abiertamente, es que se asegura así una criada; la segunda, que hay que leer entre líneas, es para suponer el necesario desahogo sexual—, lo engaña para casarlo con una joven, Uma, que ya sufría, cosa que el protagonista ignora, el famoso interdicto polinesio.

Dos tahitianas, por Gauguin, que no conoció a Stevenson por pocoLa suprema habilidad de Stevenson es que, siendo el propio Wiltshire el narrador de su peripecia, el lector atento acabe asumiendo que aunque es evidente que él se inviste como el héroe de la historia, es un personaje mucho más cuestionable de lo que parece. Wiltshire, en realidad, no hace sino pasearse por los Mares del Sur con la misma prepotencia de cualquier blanco imperialista, aunque su puesto en la escala social y profesional sea muy bajo. Narrador en primera persona de la historia, no duda en expresar a la primera su ideario, que se resume en el axioma de que los canacos deben «pasar por el aro». Pues remarca que «sería muy extraño que después de venir de tan lejos no pudiéramos hacer lo que se nos antoje». Ahora bien, también posee una indiscutible nobleza, pues cuando descubre que se ha dejado pillar por Case, no hace lo más fácil —desprenderse de la muchacha, que es quien le transmite el tabú— sino que decide luchar manteniéndola a su lado. Incluso consigue que un misionero los case de verdad, pues la ceremonia anterior no había sido sino un burdo engaño, aprovechando el desconocimiento indígena del idioma europeo para darle a la muchacha un documento matrimonial (que desde entonces guarda como un tesoro, pues es la prueba de su «dignidad») cuyos términos son una pura burla, y que sin duda no es invención del autor, sino un triste ejemplo de esa prepotencia de los portadores de la civilización. Eso sí, Stevenson a las motivaciones del muchacho las llama «amor» y yo creo que el personaje habría sido mucho más rico de prescindir de cualquier componente romántico —algo que, hay que reconocer, no hubiera sido propio del novelista— y, sencillamente, mostrar sus actos como un acto de responsabilidad moral.

De hecho, el indudable mensaje antirracista que posee el relato no procede únicamente del protagonista: el mismo Wiltshire señala abiertamente que la única virtud que reconoce a Case es la misma lealtad hacia su mujer indígena, a quien también ha reconocido como su esposa legal, dejándola como heredera de sus bienes a su muerte. En fin, al rico entramado moral del relato y al perfecto desarrollo del enfrentamiento entre Wiltshire y Case, hay que añadir la excelente descripción de la vida en la Polinesia y el buen dibujo de la psicología de sus habitantes, a quienes Stevenson retrata como seres al mismo tiempo nobles e infantilmente astutos, fatalistas e intensamente alegres, absurdos y sin embargo dueños de una coherencia que al hombre civilizado demasiadas veces lo supera. En resumen, incomprensibles.

La Isla de las Voces (1893) no posee el mismo fulgor que los otros dos pero es asimismo encantador. Nuevamente, su protagonista es un joven hawaiano, víctima de las maquinaciones de su suegro, un hechicero que le demostrará que su poder es real. Se trata de un cuento directamente fantástico, donde destaca por encima de todo la soltura con que Stevenson describe la naturalidad cotidiana que para el polinesio posee la dimensión mágica de la vida. Es, otra vez, un buen ejemplo de comprensión del otro por parte de un autor que tuvo la admirable, y rara, capacidad de saber siempre de ponerse en el punto de vista de cuantos trató, ya fuera en la ficción o en la realidad.

Stevenson en su casa de SamoaLa lectura de Los traficantes de naufragios encierra varias sorpresas, no siendo la menor el que, para las no muchas páginas que componen la novela, pasee a sus personajes por toda una diversidad de escenarios: por las islas de los Mares del Sur, claro, pero también por la costa oeste de los Estados Unidos, por Australia e incluso por Europa, con paradas en Escocia y en esos bosques de Barbizon que el autor debió de amar tanto porque allí conoció a su amada Fanny Osbourne. El punto de partida es la adquisición, por parte de un par de jóvenes—cuya empresa tiene una ocupación más bien borrosa, pareciendo más bien que practica la especulación en cualquiera de sus formas— de un barco naufragado en un solitario atolón de las islas Midway. La inesperada cuantía que acaban pagando por él en la subasta donde se dirime su suerte les hace creer que el barco, que procedía de Hong Kong, esconde una clandestina fortuna: un cargamento de opio.

De entrada, y como en La playa de Falesá, Stevenson vuelve a transmitirnos muy bien la insolente inconsciencia de quien, por ser joven, y aunque no tenga nada, se cree con derecho a todo, y en ello se puede apreciar tanto una considerable lucidez como una indudable nostalgia por parte de quien ya no solo había dejado atrás la juventud sino también la salud asociada a ella. Sin embargo, no hay la menor envidia ni resentimiento: pese a lo amargo de su destino, Stevenson nunca incurrió en el lamento, y su obra, entre muchas cosas, respira una exultante vitalidad.

La primera mitad de la historia, sin duda también la mejor, incluso excelente, narra precisamente la expedición en busca del barco naufragado. Una vez llegado a él, Stevenson abandona las formas del relato de aventuras marinas que hasta entonces ha adoptado para plantear una serie de enigmas a partir de los extraños indicios que los expedicionarios encuentran en ese barco abandonado, y en cuya descripción el autor, inesperadamente, parece investirse de cierto aire de Poe, y su capacidad para sugerir un fondo de horror inexpresable bajo el manto del misterio. Será la resolución del mismo lo que llevará la acción a Europa y a un largo flash-back explicativo en el que se retorna al Pacífico y la trama vuelve a sufrir una nueva torsión, anticipando la futura Bajamar, en su descripción de la degradación que puede acabar envolviendo a los europeos que, sin oficio ni beneficio, acaban dejándose llevar por el abandono y el fatalismo.

Un atolón como este vale para los cuentos de StevensonSi Los traficantes de naufragios, aun contando en general una historia bastante sombría, no puede evitar —debido a la exquisitez tan etérea de la narrativa de su autor— desprender esa ligereza habitual en éste, Bajamar es posiblemente la novela más deprimente, más sórdida, más pesimista de toda la obra de Stevenson. De hecho, tiene un aire a Joseph Conrad que no se puede ocultar: el primer y maravilloso párrafo de la novela —con su descripción de la vida de molicie del europeo que ha ido a los Mares del Sur no a vivir sino a vegetar— bien podría haber sido escrito por el escritor de origen polaco. Curiosamente, a medio mundo de distancia, en su Inglaterra adoptiva, éste iniciaba su carrera literaria justo cuando Stevenson concluía la suya, y el escenario literario de sus primeras novelas (y de casi todas las más conocidas de su producción) no estará lejos del de Bajamar. En ese 1894, Conrad ya ha escrito su ópera prima, La locura de Almayer (que publicará al año siguiente) y está ya enfrascado en la redacción de la segunda, la muy turbadora Un vagabundo de las islas, cuyo personaje principal bien podría haber protagonizado la novela que nos ocupa. Descubrir los vasos comunicantes entre ambos escritores, por tanto, resulta una tarea de lo más apasionante.

Si en todos los anteriores relatos (los protagonizados por europeos, se entiende) todavía hay una mirada noble, aquí ya no hay espacio para esta, sino para la degradación (en diversas escalas, eso sí) o para el rigorismo alucinado. La acción se inicia en Papeete, Tahití, en la Polinesia francesa. Los protagonistas son tres individuos sin oficio ni beneficio que vagan por las playas, dejándose empapar por las súbitas tormentas tropicales, compartiendo como único refugio —y es significativo— una vieja cárcel abandonada. Son Herrick, un inglés con estudios en Oxford arrojado al cieno por su molicie, por su incapacidad para aprovechar la oportunidad de cualquier mínimo trabajo; el capitán Davis, estadounidense, un alcohólico cuya embriaguez acabó con el hundimiento de su barco y la muerte de varios de sus tripulantes, lo cual lo ha situado en las listas negras de todo el Pacífico (¿no hay un eco de Lord Jim en esta breve descripción?); y Huish, un empleaducho cockney, de peor catadura aún que sus compañeros, pues es el único que admite verdaderamente que no hay para él ninguna posibilidad de redención, sino, en todo caso, de escapatoria mediante un precio que no puede ser honrado. Tres individuos que están a un paso ya de hundirse definitivamente en la perdición (trátese del crimen, la vagabundez sin redención o la más indefinible abyección moral) y que acaban uniendo sus rumbos cuando el destino (concepto que flota continuamente sobre la trama, y en primer plano, en la boca de sus personajes) parece empeñarse en darles una oportunidad.

¿Oportunidad? Llega bajo la forma del Farallone, un barco con un cargamento de champán que ha perdido a sus oficiales blancos por una epidemia de viruela y que se les entrega a ellos porque no se encuentra a nadie peor a quien dárselo para conducirlo al puerto de destino. Los protagonistas, sin embargo, han trazado sus propios planes: cambiar el rumbo y vender el champán y el barco en Sudamérica, lejos de cualquier mirada indiscreta. Ahora bien, nada saldrá como han previsto. Tan pronto como zarpan, Herrick —el menos degradado, al menos en el plano moral, del trío, bajo cuyo punto de vista se narra casi toda la historia— descubre que no ha apurado las heces del horror. Sus compañeros no tardan en caer presas de la embriaguez más absoluta, bebiéndose parte de la carga… pero sus desventuras no han hecho más que empezar.

La amargura incontenible que destilan las páginas de Bajamar revela el escaso aprecio que Stevenson sentía por el tipo general de población blanca que el escritor se tropezó en los Mares del Sur. La peripecia que viven los tres personajes los va hundiendo cada vez más en la sima: Davis por pura debilidad moral, Huish porque difícilmente parece que alguna vez haya sido otra cosa que una bestia degradada. ¿Y Herrick? Stevenson no puede impedir cierta simpatía por el personaje al que contempla con mayor compasión, pero al que tampoco da respiro: esa vena puritana, terrible, del calvinismo escocés que se filtra en algunas partes de su obra (verbigracia, en El señor de Ballantree) impregna toda la atmósfera de la novela.

[Quien no haya leído esta magnífica novela debe dejar de leer justo aquí]

La trayectoria de Stevenson por las islas del Pacífico

Esta dimensión estalla con la introducción de un último personaje europeo, Attwater, el dueño de la factoría perlífera del ignoto atolón a donde acaban yendo a parar los protagonistas, después de descubrir que el negocio del Farallone escondía una estafa en la que, pobres diablos sin remedio, han acabado por enredarse. En este tipo, y por seguir con el parangón conradiano, muchos han creído encontrar un precedente del Kurtz de El corazón de las tinieblas, y en verdad Stevenson recrea un tipo inolvidable, marcado por unos aires de profeta que comienzan con su estatura elevadísima (el autor crea un inolvidable paralelismo metafórico entre Attwater y el mascarón de proa, femenino, que tiene clavado en la playa mirando implacable al mar) y continúan por su hipnótica forma de hablar, al mismo tiempo sencilla y venenosa, fime y manipuladora: un hombre que combate al mismo tiempo con la biblia y el rifle, y contra el cual los protagonistas deberán actuar, quién sabe si no tanto para obtener las perlas como para probar definitivamente si el destino puede ser derrotado o somos meras marionetas de él.

La atmósfera de fatalismo, notable ya en la primera parte del libro, ahora ya impregna por completo la historia conduciéndola a los senderos de una abstracción casi hipnótica. El mismo espacio casi primigenio del atolón es descrito por Stevenson (bajo el punto de vista de Herrick) como si fuera un espacio entre el cielo y el infierno, un escenario sobrenatural donde es imposible saber si los hechos que se viven, con su amenaza atroz, son reales o simbólicos. Y su final, que precisamente parece desarrollarse como un sueño alucinógeno de unos hombres que definitivamente pierden su contacto con la realidad, es inolvidable. No sé si ya lo han advertido, pero considero Bajamar una de las obras maestras incontestables de la carrera de Stevenson.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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