En el curso de tan solo seis semanas de intensa escritura del otoño de 1885, Robert Louis Stevenson creó la obra literaria que hoy se identifica antes que ninguna otra con el fundamental tema del doble: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Publicada poco después, constituyó el mayor éxito del autor, solo comparable al de La isla del tesoro. Como he señalado en un previo comentario sobre el autor, lo turbio y lo inquietante siempre formaron parte de la obra de éste, incluso de aquellas manifestaciones en teoría puramente aventureras, comenzando por la emblemática obra antedicha. Pero casi nunca conforma tanto la sustancia como el trasfondo y el método narrativo de una de sus historias: todo cuanto hay en Jekyll y Hyde brota del manantial más oscuro, persigue los rincones más sórdidos del alma humana, se niega a ofrecer refugio alguno a esa dimensión lúdica con que tanto asociamos a Stevenson. Por ello, es una obra breve, poco más que eso que los anglosajones llaman nouvelle, pues el tratamiento corto, sin la menor duda, concentra mejor la intensidad. De pocas obras breves como ésta, sin embargo, ha nacido semejante progenie. Solo en el cine pueden citarse más de medio centenar de adaptaciones, unas abiertas y otras apócrifas, de la época muda a la actualidad. En este artículo voy a centrarme en tres de ellas, aquellas que, creo, ofrecen la lectura más original con respecto al relato de Stevenson, enriqueciéndolo, por tanto, en diferentes direcciones que, sin respetar exactamente su letra, están a la altura de su espíritu, que es justo lo que creo que debe procurar una buena adaptación.
Se trata, por orden cronológico, de Las dos caras del dr. Jekyll (1960), del gran director Terence Fisher, cuya originalidad estriba en que, al contrario que la novela y la inmensa mayoría de sus adaptaciones, propone que la transformación da lugar a un ser sin duda malvado pero mucho más bello y encantador que el infeliz doctor que lo encerraba. La siguiente, mucho más inesperada, es El profesor chiflado (1963), considerada casi unánimemente como la obra maestra de Jerry Lewis, y cuya singularidad se halla precisamente en el tratamiento cómico del mito, comicidad que no excluye una considerable virulencia que entronca a la perfección con ese espíritu de la obra original. Por último, una nueva producción adscrita al terror, producida por el mismo estudio que la primera de las películas citadas, la inolvidable y muy british Hammer Films, y cuya especificidad viene sobradamente expresada por su título, Dr. Jekyll y su hermana Hyde (1971, Roy Ward Baker).
La increíble popularidad de la obra, y la enorme cantidad de adaptaciones que posee, sin duda provoca que la mayor parte de los lectores del relato (entre los que me cuento) hayan llegado a él previo «consumo» de alguna de aquellas, y desde luego con un conocimiento de todos los pormenores básicos del argumento. De ahí la sorpresa que suponga la estructura narrativa del original. Y es que si todas las adaptaciones cuentan la historia desde el punto de vista de su protagonista, Stevenson, hasta la confesión final de éste que ocupa el último capítulo del relato, lo narra todo a través de personajes interpuestos y mediante un inteligentísimo empleo de la elusión y la elipsis. Nadie conoce, o recuerda, que el personaje que conduce el relato es un amigo del doctor Jekyll, el abogado Utterson, un hombre seco y austero, bajo cuyo sentido de la lealtad personal se adivina una fría moral presbiteriana. No en vano, los analistas insisten en que, aunque se señala Londres como escenario de la obra, en realidad enmascara el Edimburgo natal del autor, del mismo modo que el puritanismo calvinista de la iglesia reformada escocesa impregna toda la reflexión sobre la dualidad y el pecado que la caracteriza.
Otra sorpresa que provoca el relato es que, si en la práctica totalidad de las adaptaciones, Mr. Hyde es caracterizado como un hombre de rasgos casi monstruosos y como mínimo deformes (entre otras razones para así diferenciar los dos papeles, por lo común encarnados por idéntico intérprete), nada de eso sucede en Stevenson. Hyde no es un hombre deforme: lo que sí hace es provocar una enorme repulsión a cuantos se lo tropiezan. Esa repulsión, por lo tanto, supone una proyección mental de la deformidad interior que, eso sí, representa. Recuérdese que Hyde concentra, en toda su intensidad, la dimensión —ya presente en Jekyll— de su lado más proclive a dejarse arrastrar por lo sensual, por lo perverso. Es de estatura más baja (en varias ocasiones, llama la atención por vestir ropas mucho mayores de su tamaño: todavía se ignora —aunque no el lector— que es el producto de la imprevista transformación del doctor en su alter ego) pero no más feo o más deforme. Sencillamente, todo su ser expresa su completa entrega, sin inhibición alguna, a las pasiones más desatadas: a esa falta de contención a los ritos y apariencias sociales, cuantos se lo encuentran y lo juzgan, empezando por el ceñudo Utterson, le dan el nombre de perversidad. Recuérdese que el único crimen que Hyde realmente comete en el relato —o el único que reconoce abiertamente— es matar a golpes y en plena calle a un pobre anciano en un rapto de ira del que, luego sabremos, en absoluto es responsable la víctima: sencillamente, es la persona que tiene el infortunio de aparecer para servir de desahogo a la furia interior de Hyde.
Ya he dicho que el cine ha adaptado infinidad de veces esta obra, y la mayor parte de las veces lo ha hecho encuadrándola en el género del terror. De todas las que conozco, y refiriéndome a aquellas que no pretenden ninguna innovación argumental con respecto a Stevenson, sin duda la mejor es una producción de principios del sonoro que en España llevó el innecesario rebautizo de El hombre y el monstruo (1931). Dirigida por uno de los primeros directores que supieron adaptarse con talento a las posibilidades que otorgaba la reciente novedad técnica, el por otro lado olvidado Rouben Mamoulian, esta película sirve como paradigma de las adaptaciones «oficiales» del relato. Es decir, un mismo actor interpreta el doble papel de Jekyll/Hyde, diferenciándolos primero por medio de un maquillaje que deforma sus rasgos normales y después por un tono interpretativo que pasa de la sobriedad del personaje en teoría positivo al desatado histrionismo asociado a la maldad del personaje negativo. Como es de esperar, la escena de la transformación supone uno de sus momentos culminantes, lo cual además se comprende por la completa artesanía de los efectos especiales de la época, y ciertamente es espectacular. Añadamos como gran curiosidad que el actor titular, Fredric March, consiguió el Oscar al Mejor Actor, en una de las pocas ocasiones en que una interpretación en una película de terror ha merecido semejante atención.
A la magnífica película Las dos caras del dr. Jekyll se debe la primera gran variante cinematográfica sobre el mito creado por Stevenson. El guionista Wolf Mankowitz decidió que Jekyll, al ingerir su brebaje y hacer salir al exterior su yo interior, primordial y carente de frenos sociales, no se convierta en un ser monstruoso sino en un hombre de aspecto atractivo y seductor. Jekyll es un hombre cuya apariencia sombría (mirada acuosa y hundida, barba cerrada, cabellos sin vida) no engaña, pues guarda una personalidad aún más sombría: no es extraño que dedique su vida a investigar aquella parte de nosotros que llevamos dentro, y que se resiste a salir. Pues afirma que «la personalidad es una combinación insatisfactoria de elementos contradictorios» y que él pretende liberar ese yo escindido que escondemos dentro, y que es definido en términos nietzscheanos, como un hombre superior liberado de toda represión social. El desconocido actor Paul Massie compone una interpretación rarísima pero apasionante, que extrae magnífico partido del cambio de caracterización: el exceso capilar de su rostro como Jekyll, ciertamente, parece una máscara, pero no sólo para justificar la transformación física del mismo actor sin recurrir a efectos técnicos, sino como metáfora de lo que él anhela, es decir, que ese exterior mortecino esconda una personalidad vigorosa y vital.
El guión tiene la fortuna, además, de crear un personaje femenino como esposa del doctor, una mujer que es lo contrario de él —sensual, atractiva y mundana—, con unas necesidades sociales (y previsiblemente, sexuales) que el marido no puede saciar, de ahí que se halla buscado un amante (al que interpreta, curiosamente, Christopher Lee, estupendo en un papel de dandi que nada tiene que ver con sus famosos roles monstruosos, empezando por Drácula). Y es que el gran acierto del film es reconducir la conocida historia de partida desde el terror inquietante hasta el melodrama: un melodrama de atmósfera muy triste que versa sobre las frustraciones del ser humano, sobre la imposibilidad de fijar una personalidad que nos conforte en todo momento.
La inventiva del gran director Terence Fisher es notable en el momento fundamental de la transformación: en vez de repetir la clásica escena del cambio físico, se centra en sus efectos. En el diario donde consigna su experimento, de pronto una mano traza una escritura diferente a la de los renglones superiores, que escribe exultante: «Éxito completo. Libre». Un hombre, de espaldas al espectador, se levanta de la mesa, camina —con una decisión desconocida en quien antes era Jekyll— y sale a la calle; duda un momento la dirección que tomar y retrocede, encarando su rostro al espectador y dejándose iluminar por un farol. El efecto es hipnótico: el nuevo Jekyll (sin la barba y el toque hirsuto de sus cabellos, ahora además rubios) es un hombre de rostro apuesto, pero esa apostura es afeada enseguida por la sonrisa que Hyde no puede evitar que escape, una sonrisa distorsionada, enseñando sus dientes como un animal salvaje.
Otro acierto de Fisher es que consigue expresar que el tono mortuorio que acompaña a Jekyll (por ejemplo, su jardín es tan triste y apagado como él, como si fuera una proyección física de su interior) y el tono crispado que poseen los momentos de diversión de Hyde, en el fondo, son caras complementarias (como no podía ser de otro modo) del mismo individuo, condenado en ambas a la insatisfacción de sus deseos, que además no son tan distintos. Por ello, en el final de la historia [– atención para quien no lo conozca –], y de modo descorazonador, Hyde lleva a cabo el ajuste de cuentas a que su otro yo no se atrevió con respecto a su esposa y su amante, provoca la muerte del uno y el suicidio de la otra, después de violarla (creando una imagen muy perversa: Jekyll no será capaz de poseer a su mujer ni siquiera por medio de su atractivo doble, salvo forzándola sexualmente). Y Hyde parecerá haber vencido, imponiendo su rugiente personalidad para siempre a la de su mortecino alter ego, al que además consigue hacer parecer como el verdadero culpable de sus desmanes. Mas, como era de esperar, cuando creía haber alcanzado el triunfo, mientras se encuentra en el pasillo de los juzgados donde se ha decidido la condena del pobre doctor, Hyde no puede evitar la reversión y Jekyll reaparece, con el pelo ya no negro sino gris, condenado ya sin compasión a la soledad y a la locura, para denegar toda posibilidad de que el hombre superior que guardaba dentro de sí pueda vivir la vida que él no consiguió tener.
Varias temporadas después, curiosamente, llegó una película que adoptaba el mismo planteamiento: un científico feo y apocado que se convierte en un tipo atractivo y de dominante voluntad. Pero la película, en principio, nada tiene que ver con el terror. Con El profesor chiflado, desde luego, Lewis no intentó realizar una parodia de las historias de terror —salvo en algún contado momento, como la secuencia de la transformación, y aquí es notable el buen uso del lenguaje más ortodoxo del género—, sino hacer servir el relato original como soporte para una de sus habituales sátiras sobre el ser humano, en general, y la realidad norteamericana de su época, en particular. En esta ocasión, si el científico protagonista se decide un buen día a buscar un suero no es para explorar ese otro yo que lleva cada ser humano dentro de sí… sino para convertirse en todo lo contrario de lo que es: en un hombre fuerte y atractivo, de marcado, incluso chulesco carácter y que tiene la voluntad que a él le falta para conseguir que los demás hagan cuanto quiere. Un tipo que sea, además, capaz de conseguir aquello que, en su apocamiento, él ni intenta: el amor de la más bella estudiante de su clase, la joven Stella. Así, el feísimo profesor de química Julius Kelp, que además, como él mismo dice, tiene «un imán para las catástrofes», se convierte en el (supuestamente) irresistible Buddy Love.
El actor, así, utiliza el mito de Jekyll y Hyde para añadir un nuevo eslabón a su galería de tiernos infelices, por completo juguetes de la vida o del destino, pero que salen adelante, en medio de la hipocresía y el avasallamiento de las personalidades «fuertes», por su profunda humanidad y porque, en el fondo, su inocencia tiene mucho de destructora… aun cuando sea sin que él se lo proponga de modo consciente.
En teoría, El profesor chiflado puede parecer una fábula moralista acerca de cómo uno debe aceptarse a sí mismo, sea como sea, y si es necesario mejorarse nunca puede ser el exterior, lo más vano y superficial de la persona. Un propósito ejemplarizante que, sin embargo, tiene mucha más sustancia de la que parece. En primer lugar, la crítica que realiza contra el fácil aborregamiento de la juventud es notable: si nos ponemos a pensar, descubriremos que si Buddy se convierte tan rápidamente en el líder y gurú de los estudiantes no es más que… por tener carácter como para imponer su aparente diferencia, que no es sino una egolatría todavía mayor que la de unos jóvenes ya de por sí egoístas. Por otra parte el final del film no puede ser más subversivo: aunque parece que el noble Kelp, al aceptarse a sí mismo, ha conseguido el premio del amor de Stella, en el plano final con la pareja marchando a casarse, vemos cómo la muchacha lleva en el bolsillo un par de botellas con el brebaje del bueno del profesor, muy dispuesta a utilizarlo —como indica el pícaro guiño que nos lanza a los espectadores, a espaldas de su amado— pues, en según qué ocasiones, siempre viene a mano tener un tipo atractivo y con redaños antes que un buenazo sin carácter, por tierno que sea.
Al contrario que la previa versión de la novela de Stevenson, Dr. Jekyll y su hermana Hyde fue rodada en el momento en que la decadencia de la Hammer Films comenzaba a verse como irresistible. Los rectores del estudio intentaron remontarla haciendo mucho más explícito el contenido erótico que, sugerido antes que mostrado, había sido uno de los grandes atractivos del terror que habían propuesto. Al hilo de la progresiva caída de la censura en las islas, y con la nueva posibilidad de mostrar (cuerpos desnudos, erotismo bizarre) en vez de sugerir (algo ya demasiado pacato para el momento), en poco tiempo se pasó de mostrar vampiras en camisón a vampiras luciendo desnudez. Este contexto, pues, es imprescindible para comprender que el estudio diera el visto bueno a una propuesta que pocos años atrás hubiera sido impensable: tanto por ser acusada de mal gusto como por la dificultad en afrontarla sin garantías frente a los censores.
El planteamiento del guionista Brian Clemens —el creador de la famosa serie Los Vengadores, por cierto— es hacer que el doctor Jekyll, previa ingestión de la inevitable pócima, se convierta en una mujer, a la que hará pasar por su hermana viuda. La idea es sugestiva, cómo no, pero el modo de justificarla hay que convenir que es más bien chapucero. En esta ocasión, Jekyll es un hombre joven, alejado de la vida por su consagración al estudio, pues un colega maduro (y más amigo de los placeres sensuales) le hace ver que, al ritmo que él mismo ha planificado para sus investigaciones —está detrás de una panacea universal para todas las enfermedades—, se convertirá en un viejo decrépito antes de haber visto sus resultados. Ante esto, Jekyll cambia de objetivo: decide procurarse primero un elixir para prolongar el vigor de la juventud y, habiendo observado que las mujeres envejecen con más lentitud (su piel mantiene más tiempo la tersura, no se le cae el pelo, son algunas de sus «científicas» observaciones), acaba fabricándolo con células femeninas. El resultado, el esperado: el medroso doctor Jekyll se convierte en una espectacular mujer con evidente inclinación por los placeres.
Clemens va incluso más lejos en su exploración de los mitos del terror, mezclándolo con la crónica negra de la Inglaterra decimonónica. En su necesaria búsqueda de cuerpos de mujeres jóvenes, Jekyll acaba recurriendo a los siniestros Burke y Hare, cuyo negocio, en el Edimburgo de 1828, había sido dedicarse al asesinato para así suministrar cadáveres a un eminente cirujano y profesor de la universidad de medicina, que los necesitaba para las prácticas de sus alumnos. Estos dos «resurreccionistas», a su vez, y he ahí la sugestiva coherencia de Clemens, ya inspiraron en su día al propio Stevenson un buen relato, Los ladrones de cadáveres, alguna vez incluso llevado al cine. Sin embargo, cuando los dos bergantes son ajusticiados por la ira popular —de modo parecido a como sucedió en la realidad—, el obcecado Jekyll decide convertirse en su propio suministrador… dando pie nada menos que a la leyenda de Jack el Destripador, no en vano su casa, de modo un tanto incongruente pues se le supone un hombre acomodado, se enclava en el mismo Whitechapel que fue testigo de los crímenes del primer serial killer conocido.
Por desgracia, ni el guión termina de trabar bien el exceso de elementos que he descrito ni la dirección posee fluidez ni los actores terminan de convencer. Ahora bien, son tantos los atractivos del planteamiento que Dr. Jekyll y su hermana Hyde, como mínimo, resulta una película de gran interés. Y es que no es poco todo lo que propone, demostrando la fertilidad del mito stevensoniano. No en vano el cambio de género en la transformación abre un nuevo abanico de lecturas transgresoras, que van desde la puramente sexual (dotada, claro, de una morbosidad, de un sentido de la perversión, notables) a la social (la nueva «Mrs.» Hyde se convierte en emblema del prototipo de mujer libre que la moral victoriana intentó enterrar bajo el rol de Esposa-Madre encarnado por la propia reina Victoria).
Por otra parte, resulta de lo más sugestivo el juego sexual que proporciona el físico de los dos actores. El Dr. Jekyll que encarna Ralph Bates es un joven de aspecto enfermizo que incluso denota un latente afeminamiento: cabellos largos y lacios, movimientos sinuosos y nada viriles, abierto desdén por los encantos del «bello sexo»… Por el contrario, el rostro duro y anguloso de Martine Beswick posee una indudable androginia, si bien sus rotundas formas —es impagable el momento en que, recién transformada, se palpa sus pechos, como no creyéndose todavía que existan y estén tan bien formados— ahuyentan cualquier tipo de ambigüedad sexual. En fin, todo esto permite, claro, jugosas observaciones sobre la convivencia de elementos masculinos y femeninos en el interior de todo ser humano, que el director procura transmitir con el recurso, lógico, a los espejos (siempre símbolos de lo doble) y, en el clímax final, cuando Jekyll/Hyde ya no puede controlar su transformación, a un cristal esmerilado tras el cual el personaje intenta huir de la policía y que, al añadir su propia deformidad a la que vive éste en sus propias carnes, expresa de modo patético su conflicto interior, con inolvidable fortuna.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Las dos caras del dr. Jekyll / The Two Faces of Dr. Jekyll. Año: 1960.
Dirección: Terence Fisher. Guión: Wolf Mankowitz. Fotografía: Jack Asher. Música: David Heneker. Reparto: Paul Massie (Dr. Jekyll / Mr. Hyde), Dawn Addams (Kitty Jekyll), Christopher Lee (Paul Allen). Dur.: 88 min.
Título: El profesor chiflado / The Nutty Professor. Año: 1963.
Dirección: Jerry Lewis. Guión: Jerry Lewis y Bill Richmond. Fotografía: W. Wallace Kelley. Música: Walter Scharf. Reparto: Jerry Lewis (Prof. Julius Kelp / Buddy Amor), Stella Stevens (Stella Purdy), Del Moore (Dr. Warfield). Dur.: 107 min.
Título: Dr. Jekyll y su hermana Hyde / Dr. Jekyll & Sister Hyde. Año: 1971.
Dirección: Roy Ward Baker. Guión: Brian Clemens. Fotografía: Norman Warwick. Música: David Whitaker. Reparto: Ralph Bates (Dr. Jekyll / Mr. Hyde), Martine Beswick (Sra. Hyde), Gerald Sim (Profesor Robertson). Dur.: 97 min.
Por desgracia, de esta obra de Stevenson no vi ninguna adopción, exceptuando la que salía Anthony Perkins y hacía un extraño batiburrillo entre Hyde y Jack el destripador…En cambio, sí que le guardo gran cariño al personaje que Alan Moore adaptó en los dos tomos de la Liga de los caballeros extraordinarios.
Pues te recomiendo, para empezar, o bien la de 1931, que es más parecido al relato (lo cual no quiere decir exactamente fiel: es Hollywood, y hay que meter chicas), o la primera de la Hammer, «Las dos caras del dr Jekyll», que es genial.