Tempestad sobre Washington: ¿la verdad y nada más que la verdad?

advise_consent-650088901-largeNo somos pocos los cinéfilos que, en este caldeado ambiente del relevo presidencial en los Estados Unidos, hemos sentido la necesidad de repasar la película que contiene la mejor enseñanza práctica sobre la clase política de ese país, la excepcional Tempestad sobre Washington. Mi amigo Juan Carlos Vizcaíno, por ejemplo, ha publicado no hace mucho, en su fenomenal blog Cinema de perra gorda, toda una declaración de amor por ella, que aconsejo leer con rapidez (enlace). Teniendo en cuenta que el mandato de Trump (y su lamentable final) se ha sostenido sobre una red de mentiras que ha sometido a constante tensión el concepto de Verdad, admira que Tempestad sobre Washington ya gire sobre el relativismo de este concepto en el medio político. Y si hablamos de cine y política, pocas películas traducen como esta esa sensación tan americana de que cuanto sucede allí, para sus habitantes, sucede en el centro del mundo. El sentido del poder, o de la americanidad, impregna todas sus imágenes, y casi puede decirse que la capital, y en concreto su famoso distrito central, se convierte en otro personaje: hasta cuando las escenas se sitúan en un interior, no falta alguna ventana desde la que se vislumbre un monumento emblemático, como el obelisco de Washington. El hombre que orquestó la película, Otto Preminger, fue uno de los mejores exponentes de esa capacidad que tuvo el mejor Hollywood de unir el espectáculo (entendido este no como show visual sino como una apuesta por un sentido narrativo que implica siempre progresión, ritmo y fluidez) y la trascendencia (o sea, la ambición por plantear una densa reflexión dramática). A ello hay que sumar uno de los más nutridos y extraordinarios repartos que el cine recuerda, tan bien elegido para sus respectivos papeles y tan conjuntado en el registro interpretativo, que bien puede decirse que los actores no actúan: que son.

Para mayor fortuna, Tempestad sobre Washington es uno de estos ejemplos prototípicos en que la ficción posee un alto valor pedagógico, porque ayuda a conocer mejor un determinado asunto o espacio del mundo. En este caso, claro, el funcionamiento del sistema político estadounidense, con el que creemos tener mucha familiaridad por su constante presencia en los medios informativos y que, a la vista está, no deja de sorprendernos con elementos desconocidos, alguno hasta chocante, como que sean los propios senadores los que se vayan concediendo (o negando) la palabra unos a otros y no el presidente de la cámara. Por encima de todo, la enseñanza principal que se extrae del film (y lo siento por quienes presumen de maniqueo antiamericanismo) es el equilibrio entre poderes que existe allí. De hecho, el motor de la trama es el nombramiento, por parte del presidente, del secretario de estado (el equivalente a nuestro ministro de asuntos exteriores), decisión que debe pasar el filtro del voto mayoritario del Senado, de tal modo que, si no lo consigue, no se produce. ¿Se imagina alguien que en nuestro Congreso de los Diputados pudiera someterse a cuestión a los ministros que el presidente del gobierno quisiera elegir?

Henry Fonda es el candidato a secretario de estadoEl presidente (nunca se llega a aclarar de qué partido, pero es evidente que debe representar a los demócratas) desea que el cargo recaiga en Robert A. Leffingwell, un hombre templado y pacifista, lo que en los USA llaman un «liberal» (donde tiene connotaciones izquierdistas, algo asimismo inconcebible en Europa). Por supuesto, sabe que su mero nombre provoca notables recelos incluso entre los miembros de su propio partido, por lo que pone a trabajar enseguida a su viejo amigo y hombre de confianza, el senador Munson, el líder de la mayoría en la cámara (es decir, el equivalente al portavoz del partido o al jefe del grupo parlamentario, si habláramos en términos españoles), con vistas a asegurar los votos necesarios. El principal escollo, lo saben todos, se encuentra entre sus propias filas: el senador Seab Cooley, el miembro más veterano de la cámara (más de 40 años, se indica), es un enemigo abierto de Leffingwell, y no solo por convicciones políticas opuestas (Cooley es lo que allí llamarían un «halcón») sino por cuestiones personales. Una vez, Leffingwell lo llamó mentiroso en público, y eso es algo que Cooley nunca va a perdonar: cuando un colega le dice que eso pasó hace mucho tiempo, el senador de Carolina del Sur le dice que, para alguien de su edad, «es como si hubiera sucedido ayer».

Dicho así, parece que lo que plantea el film es una intriga política, teñida de antagonismos personales, que ilustra el choque entre el clásico reaccionarismo americano, histéricamente anticomunista (que no hacía mucho había dado lugar al macartismo), y una visión más progresista de las relaciones políticas. Y durante su primera hora, en esos términos se juega. Leffingwell ha de pasar primero el visto bueno del correspondiente subcomité del Senado, y aquí es donde Cooley comienza a jugar sus cartas, al hacer comparecer a un supuesto antiguo conocido del candidato, un pobre diablo llamado Gelman que lo acusa de haber pertenecido, en sus días de joven profesor universitario, a una célula comunista. El implicado sale adelante desacreditando con facilidad la credibilidad, y sobre todo la estabilidad mental, de Gelman (magnífico Burgess Meredith), pero al espectador no se le niega la información de que este decía la verdad y que, por tanto, el noble Leffingwell ha mentido.

La declaracion de Henry Fonda ante el subcomite del senadoA partir de aquí, la película da un completo giro, hasta que llega un momento en que la elección de Leffingwell pasa a un segundo plano y casi llega a olvidarse, hasta la conclusión de la historia, en que tiene lugar la definitiva votación. De modo significativo, el mismo personaje desaparece de escena, por mucho que su protagonista sea la teórica estrella de la película, Henry Fonda. Es más, el uso que Preminger hace de este gran actor ya supone toda una declaración de principios. Aunque en principio parece normal que el papel le haya sido encomendado a uno de los intérpretes de Hollywood que mejor encarnó la nobleza, el actor está dirigido en un registro tan contenido, incluso tan seco, que resulta imposible que el espectador sienta simpatía hacia él (las escenas más naturales se reservan para un par de conversaciones con su hijo, a cuál mejor, que versan precisamente sobre ese concepto de verdad que él, por un momento, ha elegido eludir). Es una buena indicación de que Leffingwell es la excusa para una reflexión más amplia que el discurso político.

Desde el momento en que la mentira del candidato queda revelada al espectador (y enseguida unos cuantos más la conocerán, empezando por el maquiavélico Cooley), pasa a un primer plano ese estudio sobre la relatividad de la verdad en la política. ¿Debe perder el presidente al mejor hombre —para el país y para el mundo, se deja entender— porque una gran parte de la sociedad estadounidense no es capaz de admitir los presuntos pecados de juventud —y ya es grave que el coqueteo con el comunismo, en un país donde hay una teórica libertad de opinión, se considere digno de hundir una carrera? ¿Un político que miente una vez, por cualquier causa, lo normal es que ya no merezca la confianza de los electores? Por último, ¿es posible el idealismo para hacer carrera política? Cuestiones eternas, en el momento del estreno del film y hoy mismo.

Don Murray como Brig AndersonPara terminar la composición de lugar, debe señalarse la importancia que, desde ese momento, adquiere otro personaje, que de algún modo es el que releva a Leffingwell en el primer plano de la historia. Se trata de Brigham Anderson, un joven senador al que su partido entrega la presidencia de la subcomisión, pues es un hombre decidido y honesto, y se sabe que tiene buena opinión del candidato. (Curiosamente, se señala que una vez sufrió la oposición de aquel a un proyecto legislativo propio: algo que queda meridianamente claro en el film es que Leffingwell, ya sea por su inflexible sujeción a un código ético o por su manera de ser, no tiene amigos en Washington.) Pues bien, cuando Anderson conoce la mentira del candidato y decide que no puede apoyar a un perjuro, aun cuando eso suponga desairar a todo un presidente —es magnífica la escena en que este intenta convencerlo, inútilmente: la irritación del veterano Franchot Tone diríase genuina—, el foco de la presión pasa a ejercerse contra él.

Y es que parece que todo político guarda algún cadáver en el armario. En el suyo, un breve episodio homosexual durante la guerra, en Hawaii, que servirá a un joven y ambicioso senador del mismo partido, Van Ackeren, que alardea de tener su propio brain trust todo el tiempo a su lado (aunque no parece otra cosa que un grupo de siniestros matones), para chantajearlo a través de su mujer. Anderson se verá, por tanto, confrontado con su propio sentido de la ética, como antes Leffingwell, solo que en su caso por un «pecado» que sabe que es todavía peor en la puritana América. Para él comienza una triste cuenta atrás.

Exhibiendo de nuevo el fenomenal sentido del casting que posee este film, Preminger le dio el papel a un actor hoy olvidado, quizá porque fuera de sus primeros y notables años de carrera no volvió a recibir papeles a la misma altura, Don Murray, que en más de una ocasión demostró ser capaz de encarnar la nobleza en su sentido más puro e ingenuo (por ejemplo, en el inolvidable western Del infierno a Texas, de 1958). Pocas veces en la pantalla se habrá visto una exposición tan angustiada del sufrimiento, de la catástrofe personal que nos cae encima sin haber podido preverla: todas y cada una de las escenas que protagoniza Murray un imborrable sentimiento de tortura. El espectador no puede sino estremecerse al mismo tiempo que él cuando entra en el establecimiento donde le han dicho que está el antiguo compañero con el que vivió esa relación y descubre que es un bar de ambiente (en una época en que, lógicamente, estos lugares eran un tabú para cualquier ciudadano «normal»), lo cual le confronta, por un instante, con lo que habría sido su vida de no enderezarla (hay que ponerse en la piel de este hombre, para quien un día antes todo era de color de rosa). Igualmente impresionante es la escena, sucedida justo antes, en que su esposa (sensacional Inga Swenson, cuyo dolor parece proyectarse directamente del otro papel que interpretó ese mismo año, el de la madre de la niña ciega, sorda y muda Helen Keller en El milagro de Ana Sullivan) le reprocha la angustia en que la tiene por no querer contarle la verdad. En un momento estremecedor, se reprocha no haber sabido ser la esposa que él quería, y el espectador intuye que la verdad, que ella todavía ni sospecha, de esa sugerida frialdad matrimonial, radica en el conflicto interior de Anderson con su propia sexualidad.

El matrimonio Anderson, sufriendo

[Quien no conozca el final de esta gran película debe dejar de leer aquí]

La ambigüedad moral que late sobre todos los personajes, incluso sobre el pobre Anderson, hace que la línea que separa la nobleza de la mezquindad termine por ser muy delgada. Ahora bien, aun cuando pueda perecer que el tipo más detestable de la historia es el ambicioso Van Ackerman (pues sus actos son los que acaban teniendo consecuencias irreversibles: el acorralado Brig Anderson terminará suicidándose), no hay que olvidar que todas las fichas se mueven bajo el impulso inicial de Cooley, ese tipo cuyo sugestivo carisma no debe hacer olvidar que sus motivaciones están guiadas por la pura vileza.

Charles Laughton es el senador Seab Cooley, de Carolina del NortePreminger hizo bien eligiendo al gran Charles Laughton (en el papel que cerró su carrera), no en vano su mera presencia ya basta para caracterizar al personaje. Cooley, en efecto, parece poseer una edad inconcebible (y aun así, es un enemigo a quien no se debe minusvalorar: Preminger lo expresa muy bien visualmente, en más de un momento, al mostrar cómo sube sin vacilar las interminables escaleras del Capitolio), y su rostro diríase una máscara de teatro griego, a ratos impenetrable, a ratos presidida por un rictus terrible. El director dejó que Laughton liberara a gusto todo su instinto histriónico, pues esa es la carta de naturaleza del personaje: el político que sabe bien cuánto de representación hay en la forja de una personalidad política, que goza con el efecto (ya sea de aprensión o de respeto, con frecuencia ambas cosas) que despierta su mera presencia, como si se estuviera ante un tigre aletargado, que en algún momento puede despertar y soltar un zarpazo terrible. Y aun así, Preminger no permite (como en el caso de Van Ackerman, que es un sujeto sin categoría alguna) que se lo juzgue únicamente como un ser despreciable: Cooley es, por encima de todo, un animal político con todas las contradicciones del concepto, y todavía guarda dentro de sí un rescoldo de la dignidad mínima que debe tener ese oficio. De ahí esa última intervención, en la sesión final, cuando decide no hacer uso de la información sobre el pasado de Leffingwell, sin dejar por ello de votar en contra, y Munson, admirado a su pesar (como todos: he ahí la ambigüedad premingeriana), le concede entonces lo que antes le negó cuando se lo propuso a modo de chantaje: dejar voto libre a sus compañeros de partido.

La riqueza de los personajes (y de las interpretaciones) es interminable, hasta tal punto que puede decirse que entre la docena larga de roles de importancia que intervienen, todos tienen algún momento de lucimiento. Lo tiene hasta Peter Lawford, un actor por lo común insípido, cuyo papel parece inspirado en el joven Kennedy, cuando era un simple y soltero senador (irónicamente, en el momento del rodaje era su cuñado), y que encarna al clásico político de equipo, agradable y nada problemático, que en la votación final también se saltará la disciplina de partido, votando contra Leffingwell, sencillamente porque la muerte de Anderson ha removido su conciencia, convenciéndole de la indignidad de que, con el cuerpo todavía caliente, las dudas provocadas por la honestidad de aquel ya no importen a nadie.

Lew Ayres es el vicepresidente Otro personaje en apariencia poco significativo y que, sin embargo, va adquiriendo importancia seminal a medida que avanza la historia, es el del vicepresidente. Aun cuando la realidad ha desmentido muchas veces el lugar común de que esta figura, por lo general, suele ser el nombre de compromiso que las fuerzas vivas de cada partido imponen al candidato a presidente, siendo por lo común un político de escaso fuste, ese justamente parece ser su papel. La misma elección del veterano Lew Ayres (por cierto, escalofriante el aire de familia que tiene con Joe Biden… que antes había sido el vicepresidente de Obama), con su aspecto de anciano afable y poco enérgico, así parece subrayarlo. Los diálogos puestos en su boca confirman, precisamente, el menosprecio en que lo tiene el presidente, de tal modo que su única función parece ser la protocolaria de presidir las sesiones del Senado y ser la cara amable del gobierno en reuniones y actos benéficos. Sin embargo, lentamente se va instilando la sensación de que se trata, más bien, de un hombre con sentido común y que sabe escuchar, alguien a quien no se ha querido aprovechar, y al que el destino tal vez reserve un último papel estelar, teniendo en cuenta la grave enfermedad del presidente.

Ahora bien, cada vez que vuelvo a ver la película el personaje (y la actuación) que se me agiganta es la Walter Pidgeon en el papel del líder de la mayoría, el senador Munson. Pidgeon, más que ningún otro, consigue hacernos creer que no está actuando: que su forma de conducirse por Washington son las genuinas de un político de «pasillos», el hombre leal al presidente, en quien este sabe que puede confiar hasta la muerte y que se conoce como nadie las reglas escritas y las no escritas del poder. Y aunque hasta él puede ser sorprendido por algún inesperado gambito, también sabe cómo rehacerse en un segundo y recuperar la iniciativa, en lo posible. En especial, me resulta entrañable que el que bien puede considerarse el único soplo de relación sana en toda la película se corresponda con el affaire sentimental que mantiene con Dolly Harrison (Gene Tierney, trabajando una vez más con el director que, casi veinte años atrás, la lanzó al estrellato con Laura), una de las anfitrionas de confianza de la ciudad, casi al estilo de los famosos salones del París dieciochesco. Aunque ambos son viudos y, por tanto, no hay razón para no comunicar al mundo su amor, por iniciativa de ella lo mantienen en secreto, y se entienden sus razones: ese tierno secreto es uno de los pocos refugios en esa ciudad donde parecen imposibles los secretos y garantiza la tranquila autenticidad de ese amor otoñal.

Walter Pidgeon y Gene Tierney, en Tempestad sobre WashingtonLa riqueza que se extrae de los personajes ha hecho que hasta ahora no hable apenas del trabajo del hombre que se encargó de darles cohesión. Otto Preminger fue uno de los más grandes y elegantes cineastas que trabajaron en Hollywood, y este film, que en principio parece descansar casi por completo en el diálogo, supone una genial demostración de sus dotes. Y es que, claro, no basta con poner ante la cámara a buenos actores pronunciando buenos diálogos en un buen decorado. Hay que traducirlos en el espacio, y esto significa elegir un encuadre, saber donde situar a los personajes y cómo relacionarlos entre sí (algo más delicado sobre todo si hablan y hablan) y saber cuándo y cómo mover la cámara. Y qué mejor ejemplo que todas y cada una de las escenas que tienen lugar dentro del Senado, que destilan una elaboradísima composición de juegos entre el primer y el segundo (o último) plano: en el Capitolio, una relación de espacio también es una relación de poder.

Por ello, debe señalarse cómo la película concluye, como no podía ser menos, en la misma cámara (se utilizó el magnífico decorado que Frank Capra hizo erigir, más de veinte años atrás, para Caballero sin espada, de 1939), con una memorable secuencia en que finaliza la intriga en torno al nombramiento de Leffingwell, que se decide con las ausencias de los dos personajes centrales (Anderson, porque ha muerto; el candidato, porque a esas alturas ya es una mera sombra que casi habíamos olvidado). Y la votación acabará en empate (entre otras razones, por el voto en contra del personaje de Lawford: recordemos que Munson, como beau geste hacia el dragón de Cooley, ha dado libertad de voto). Las normas dicen que este empate descarta el nombramiento salvo que el vicepresidente haga uso de su así llamado voto de calidad (y bien que se lo acaban de recordar, nueva muestra de desprecio: ¿era necesario ante un hombre de su experiencia?). Ahora bien, el vicepresidente no lo utilizará, porque entretanto ha tenido lugar el fallecimiento del presidente, y de acuerdo con la Constitución, él es quien debe sucederlo al frente del país. Cuando está saliendo de la sala, al pasar junto al escaño de Munson, el ahora nuevo mandatario se detiene y le señala que ahora él elegirá a su propio candidato. Y el veterano líder de la mayoría, el político de raza cuya misión siempre será la labor de equipo, responderá: «Muy bien, señor presidente. Haré cuanto se pueda con él». Si alguien o algo relacionado con el poder queda bien parado en esta película, sin la menor duda es el senador Munson y la incomparable dignidad con que Walter Pidgeon le da vida: quizá, después de todo, sí haya políticos en los que se pueda confiar.

El Capitolio, en Tempestad sobre Washington

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Tempestad sobre Washington / Advise & Consent. Año: 1962.

Dirección: Otto Preminger. Guión: Wendell Mayes; novela original de Allen Drury. Fotografía: Sam Leavitt. Música: Jerry Fielding. Reparto: Henry Fonda (Leffingwell), Charles Laughton (Senador Cooley), Don Murray (Senador Anderson), Franchot Tone (El presidente), Walter Pidgeon (Senador Munson), Gene Tierney (Dolly), Lew Ayres (El vicepresidente), Peter Lawford (Senador Smith), Inga Swenson (Señora Anderson). Dur.: 139 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Tempestad sobre Washington: ¿la verdad y nada más que la verdad?

  1. JAVIER A dijo:

    Esta película, probablemente, sirviera de inspiración a Aaron Sorkin, creador de una de las series que más exigen intelectualmente al espectador; la grandiosa «The west wing».
    Una lástima que la ficción, en este caso, no supere a la insufrible realidad política actual.

    • No te digo que no, Javier, pero mi resistencia a engancharme a las series de tv con múltiples temporadas, y que exigen estar conectados a una única historia y unos únicos personajes hace que no la conozca (ni muchas otras con la misma buena pinta, que Aaron Sorkin es una de las principales recomendaciones que me hacen quienes conocen bien el medio). Como mucho, vi un par de temporadas de «House of Cards» y, aunque me parecía que rizaba el rizo de lo creíble, confieso que me entretuvo mucho (y me reafirmó en que debía alejarme de las series: durante varias semanas no hacía otra cosa que ver capítulo tras capítulo jaja).

      Por cierto, cuando uno visita Washington, e incluso ha estado dentro del Capitolio, esta película adquiere una categoría iconográfica distintas. Recomiendo la experiencia, en caso de que no la conozcas.

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