Es posible que debamos a la censura del régimen comunista polaco la definitiva orientación de Stanislaw Lem a la ciencia-ficción, el género donde el escritor encontraría la cobertura necesaria para convertirse en uno de los más grandes autores literarios de todo el siglo XX, con independencia de cualquier adscripción temática. En 1948, Lem había concluido su primera novela El hospital de la transfiguración —una obra de corte «realista» situada en los años de la Segunda Guerra Mundial, ajena por tanto a lo que luego sería su ámbito cotidiano— pero le aguardaban por delante años de desesperante discusión con la editorial, la cual, aun con la promesa de la publicación, le planteó distintas objeciones para anular la heterodoxia ideológica que dominaba sus páginas. Pese a que el novel autor se avenía a realizar distintos cambios, la dilatación en ver publicada su obra lo llevó a una progresiva frustración de la que pudo escapar cuando otro editor le propuso la escritura de una novela de ciencia-ficción. No era una propuesta al azar, claro, por cuanto Lem ya había dado a la imprenta, en distintas revistas literarias, varios relatos situados en este género e incluso otra novela publicada por entregas, El hombre de Marte. El joven Lem, recién licenciado en medicina pero con un futuro profesional y personal todavía muy oscuro, se encerró durante varios meses entre noviembre de 1950 y abril de 1951, y acabó dando a la luz un texto que se convertiría en un fenomenal éxito, en todo un best-seller de la época, Astronautas, un texto que él mismo, años después, contemplaría con gran escepticismo pero que es un jalón imprescindible en su trayectoria por lo que tiene de pórtico hacia un universo intensamente personal.
En efecto, y como bien indica tanto el prefacio de Jerzy Jarzebski como el propio prólogo de Lem (escrito más de veinte años después, en 1972, a propósito de una reedición del libro) —ambos incluidos en la edición de Impedimenta, con traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz—, Astronautas denota demasiado su condición tanto de obra primeriza, así como la prudencia ideológica con que el autor templó su natural escepticismo para evitar los obstáculos con que ya había tropezado con su opera prima.
Debo señalarlo antes de comenzar cualquier análisis: Astronautas es, en efecto, la única obra endeble con que me he tropezado en mis muchos años de fascinada lectura de Stanislaw Lem. Endeble no quiere decir despreciable, puesto que es una novela que, en líneas generales, se lee con amenidad. Lo que sucede es que cualquier admirador del autor espera encontrar en sus páginas una densidad dramática, un interés argumental y una penetración psicológica que en en esta novela no se encuentra por ningún lado, por no hablar de la completa ausencia de ese escepticismo ideológico que es uno de los mayores atractivos del autor. Astronautas, claro, es el producto de la prudencia de un joven escritor harto de tener problemas con la censura de su país y que se aviene a escribir lo que sabe que las autoridades culturales quieren leer: un concepto del ser humano plenamente acorde con los postulados de la propaganda comunista, amén de una completa confianza en el triunfo de la utopía obrera.
Lem sitúa su acción en el año 2003 (cincuenta años por delante del momento en que concibe la novela), en una Tierra donde el sistema comunista hace mucho que triunfó por doquier y ha traído un edén de paz y prosperidad. No solo se ha acabado para siempre con los conflictos entre estados (aunque todavía se mencionan distintas nacionalidades, la fraternidad universal es la característica central del sistema político terrestre), sino que el hombre ha conseguido, por fin, el dominio de la naturaleza al servicio de las necesidades humanas. De acuerdo con esa debilidad soviética por las grandes obras de ingeniería, en las primeras páginas de la novela se habla nada menos que de la humidificación del Sahara y el calentamiento controlado de los polos para hacer aflorar sus recursos y ponerlos a disposición del hombre (este proyecto, divertidamente, hoy sería terriblemente incorrecto solo sugerirlo).
Ahora bien, este deshielo controlado de superficies hasta entonces perpetuamente ocultas saca a la luz un cilindro enterrado en el subsuelo siberiano, cuya composición mineral es indudablemente extraterrestre, y que inmediatamente se asocia con un incidente sucedido un siglo atrás: la caída de un enorme meteorito sobre los bosques de Siberia Central. Los científicos encuentran en su interior un «informe» que se ponen a analizar, y como a estos neo-hombres nada se les puede resistir, lo consiguen con envidiable rapidez. Lo que descubren es que el meteorito que se estrelló en suelo ruso suponía un ensayo agresivo procedente de otro mundo cuyo paso siguiente había de ser dirigir una enorme carga radiactiva con objeto de acabar con la vida humana sobre la Tierra y acto seguido, convertida en un planeta despoblado, proceder a su invasión. Y el origen de la agresión no deja lugar a dudas: su punto de procedencia es el planeta Venus.
Los hombres del año 2003 tienen la tecnología necesaria para devolver el golpe a los venusianos y destruirlos desde la Tierra. Sin embargo, esta utópica humanidad comunista se niega a creer que no pueda haber redención para los hombres del viejo y entrañable lucero del alba: ¿acaso la lectura de Marx no lo puede todo? De modo que deciden enviar una expedición a Venus, integrada como es natural por una representación de distintos países terrestres (rusos, polacos, chinos, indios, alemanes, etc.), con objeto de encontrar a esa hostil civilización y tratar de llegar a un acuerdo con ellos.
Astronautas, por tanto, es la crónica de un viaje interplanetario entre Venus y la Tierra, expuesta con enorme minuciosidad. La primera parte de la novela, titulada El Cosmocrátor se encarga de narrar todos los pormenores de la expedición, desde la caída del meteorito de 1908 y el posterior hallazgo y desciframiento del «informe» hasta la prolija descripción científica y técnica tanto de las características del segundo planeta del Sistema Solar como de la nave espacial que va a ser enviada allí, bautizada precisamente según el título señalado. La segunda parte, Diario del piloto, abandona la anterior narración en tercera persona y adopta el punto de vista subjetivo del joven piloto de la expedición, Robert Smith, ruso de abuelo estadounidense (esta conmovedora síntesis tiene «truco»: el abuelo de Smith era un negro que tuvo que marcharse de su país harto de la doble opresión capitalista y racial), para relatar las aventuras de los expedicionarios, primero en el espacio y después sobre la superficie de Venus.
Los avezados lectores de Lem, desde luego, no dudarán en reconocer varios de los temas fundamentales del escritor, solo que tratados de un modo tan atenuado y conformista que delata, en efecto, al autor inexperto al que condiciona una opresiva maquinaria de propaganda cultural. En el futuro, serían muchas las historias suyas en que los desconcertados científicos que representan a la humanidad se enfrentan ante un mensaje o ante los signos de una cultura extraterrena que resultan imposibles de descifrar: desde Edén (1959) a la emblemática Solaris (1961), pasando por la muy áspera La Voz del Amo (1968) o una de sus últimas novelas, la poco conocida pero extraordinaria Fiasco (1987), Lem haría del tema de la incomunicación uno de los parámetros esenciales de su dramaturgia. En Astronautas, sin embargo, no solo el primer «informe» es traducido con una rapidez extraordinaria sino que, ya sobre el terreno, los protagonistas no dudan en reconstruir, a partir de los indicios que van encontrando, el devenir de esa amenazadora civilización a cuyo encuentro han ido.
La novela, sobre todo mientras transcurre en la Tierra, posee un indiscutible aroma verniano, no solo porque, nobleza obliga, De la Tierra a la luna seguía siendo el gran referente para las novelas «científicas» de viajes interplanetarios sino porque Lem hace suya la devoción del gran escritor francés por la minuciosa explicación de los detalles técnicos de la empresa y denota una particular inquietud por revestir de cotidianeidad los avatares a bordo de esas fabulosas máquinas. Ahora bien, Lem no está a la altura de Verne: no consigue hacer que el didactismo con que intenta formar a sus lectores se funda indeleblemente con el puro sentido del entretenimiento que aquel poseía. Cierta impaciencia nos recorre: queremos que el Cosmocrátor despegue de una maldita vez, a ver si la novela termina de animarse.
Eso sí, resulta curioso que, para la larga secuencia en que describe la nave interplanetaria, Lem haga uso de la misma solución narrativa que, por esas mismas fechas, ensayaba un autor en principio tan disímil como Hergé en su tebeo Objetivo: la Luna, una de las más famosas aventuras de su entrañable Tintín —y sin que parezca posible que ambos autores hubieran sabido uno del otro, aunque la obra del belga viera la luz pocos meses antes. Y es que para hacer menos árida dicha descripción técnica, ambos utilizan la misma argucia: el experto científico que ha dirigido su construcción realiza las pertinentes explicaciones a los neófitos a los que enseña la nave. Mediante ese recurso, ambos persiguen la identificación de lector con el visitante, utilizando el humor para hacer más dirigible la aridez expositiva: en Lem, de modo forzadamente escolar (puesto que los visitantes son estudiantes de instituto); en Hergé, buscando abiertamente el gag más hilarante (no en vano quien explica es el despistadísimo profesor Tornasol y quien escucha el descacharrante capitán Haddock).
Sin lugar a dudas, dos son los puntos débiles de Astronautas. El primero es esa machacona ortodoxia humanista, tan propia de la propaganda comunista, con que actúan en todo momento los personajes de la novela (y que, claro, a la luz de nuestro conocimiento actual de las «democracias populares» supone un intolerable sarcasmo). Es decir, aceptando en todo momento el sacrificio de lo individual en beneficio de lo colectivo, haciendo que los diálogos subrayen una y otra vez tan encomiable filosofía, hasta conseguir que nos resulte completamente cargante.
El segundo es la completa falta de interés de esas criaturas humanas que atraviesan tantos peligros y con los que el lector nunca consigue identificarse: y todo peligro que no contagie a quien lo contempla, lo sabemos bien, es un peligro inocuo. A diferencia de la futura precisión del autor para dibujar personajes con breves pero rotundos esbozos psicológicos, el dramatis personae de la novela es bastante parvulario. Diferenciados apenas por un nombre que denota su distinto origen, ninguno de ellos posee el necesario relieve más allá de determinados rasgos básicos: la tenaz capacidad de liderazgo de Arseniev, el jefe de la expedición; la flema, característicamente india, del matemático Chandrasécar; la imperturbabilidad, no menos emblemática de la raza oriental a la que pertenece, del chino Lao-Chu…
Lo más curioso es que el protagonista, el piloto Robert Smith, es quien acaba resultando el más antipático de los expedicionarios. Los dos rasgos más notorios del piloto son su profundo sentido de la individualidad y el carácter ardiente y profundamente inflamable, cualidades ambas que, en principio, parecen dibujar a un rebelde, a un hombre que se niega a aceptar porque sí los puntos de vista ajenos. Robert Smith toma riesgos que su superior juzga innecesarios, se enfada, flaquea, vuelve a demostrar su enorme valor: es decir, se revela intensamente humano y, sin embargo, no consigue desvanecer la sensación de que su conducta es una rebeldía de salón. El devenir del personaje corroborará esta impresión: Astronautas acaba siendo, antes que una aventura interplanetaria, el proceso iniciático de un joven ensimismado y egocéntrico («alienado» en términos dialécticos) que acabará madurando —bajo el ejemplo del modélico líder Arseniev— hacia la convicción de que el individuo debe aceptar, antes que nada, su condición de miembro de un colectivo.
Todo ello resulta tan esquemático, que resulta imposible identificarse con los anhelos y esfuerzos de quien, no se olvide, es el relator subjetivo de la historia, nuestra puerta de acceso a la aventura. La puerilidad de que hace gala en todo momento y su fácil conformismo final desacreditan la independencia personal de Robert Smith, de un modo tan evidente que uno acaba sospechando que la intención de Stanislaw Lem, al despertar semejante antipatía hacia su protagonista, era justo esa, a modo de protesta soterrada por las concesiones ideológicas a que se veía obligado.
La novela incrementa su interés con la llegada a Venus, porque el autor ya hace gala de una de las grandes cualidades que resplandecerán en nuevos y futuros viajes a otros mundos: su capacidad para hacer sugestiva la otredad de ese planeta que, a la vez, se presenta como un enigma y una promesa, como un espacio hostil y como un lugar que desata nuestra impaciencia por conocerlo. Lem acierta a construir un par de episodios —uno con Smith en solitario, durante su primer vuelo sobre la superficie de Venus; otro en compañía de Arseniev y otros expedicionarios— en que la fascinante exploración de esa terra incognita concluye con la suprema tensión del peligro de muerte que esa naturaleza insólita hace latir sobre los protagonistas. La misteriosa orografía de Venus parece empeñarse en ocultar a los seres a los que buscan, pero revela algunos de sus vestigios: un conjunto de tuberías que recorre el subsuelo del planeta hasta un artefacto esférico en mitad de un cráter. Al mismo tiempo, la naturaleza manifiesta una enorme hostilidad: un bosque radiactivo que impide las comunicaciones o un río de protoplasma cuya negra viscosidad intenta atrapar a los expedicionarios.
[Quien no conozca el final de esta novela debe dejar de leer aquí]
Es una lástima que el hallazgo de la ciudad de los venusianos resulte demasiado pobre en comparación. Los expedicionarios descubren que esa amenazadora civilización acabó siendo víctima de sus propios impulsos destructivos. Sin embargo, el paseo por el interior de la ciudad muerta carece de la debida atmósfera siniestra o del hálito de horror sagrado de que debía haberse investido. En el clímax del relato, Lem se limita a describir de modo más bien monótono el paseo de los dos personajes centrales, Smith y Arseniev, unidos en una última peripecia que amenaza sus vidas solo para que el piloto concluya, al lado de tan admirable líder, su periodo de «formación». Por situarnos ante un parangón conocido por todos los aficionados al género, el episodio similar que supone la culminación de la fascinante En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft, contiene todo aquello que le falta a Lem.
Astronautas, por tanto, es un libro de importancia pero no una novela importante. Sin ella, quién sabe si nunca habría brotado el río de sugestivas obras que Stanislaw Lem no tardaría en escribir. Desarrollando los mismos temas que aparecen aquí, con la misma importancia del revestimiento científico a la hora de perfilar tramas y reflexiones, y añadiendo nuevas direcciones hacia las que reflexionar, Lem crearía personajes tan inmortales como el piloto Pirx, el viajero estelar Ijon Tichy o los ciber-ingenieros robóticos Trurl y Caplaucio, y daría vida a obras maestras como Solaris, La fiebre del heno o Regreso de las estrellas. No es poca la herencia surgida de esta novela, apañada pero en el fondo insustancial, con la que Lem se internó para siempre en el campo de la ciencia-ficción.