I II
Este artículo fue publicado originalmente en el nº 20 de la revista Delirio.
Seguramente sea Malpertuis el título más singular de la obra de Jean Raymond de Kremer, que acortó su nombre por el más breve de Jean Ray (Gante, 1887-1964), y ello en razón de la increíble vastedad de una obra que, según las fuentes, cuenta con cerca de 1500 piezas entre la novela y el relato, además de un incontable número de textos publicados en toda clase de periódicos y magazines, hasta tal punto de que, para dar salida a su obra, utilizó diversos seudónimos durante su carrera, tales como John Flanders, King Ray, Alix R. Bantam o Sailor John. Desde la perspectiva actual en que Bélgica aparece desgarrada entre sus dos comunidades lingüísticas, la flamenca y la valona, que apenas quieren entenderse entre sí, Ray (perteneciente por nacimiento a la primera) fue bilingüe, y aunque su obra fue escrita, ante todo, en francés (lógicamente, por la mayor repercusión de esta segunda lengua), también lo fue en flamenco, bajo el señalado seudónimo de John Flanders, sobre todo para sus publicaciones de juventud. Además, fue uno de los pocos escritores europeos que publicaron en la mítica Weird Tales.
Como Emilio Salgari, Ray se inventaría años después una juventud aventurera transcurrida en el mar y en muchos de los escenarios que luego recogería en sus novelas (esgrimiendo como prueba de la veracidad de sus afirmaciones biográficas, precisamente, el «realismo» en la descripción de los escenarios exóticos). Esa trayectoria fabulosa —en la que incluso reclama una ascendencia piel roja por parte de su abuela— fue creída por muchos de quienes se acercaron a él, en una época en que no se contaba con las numerosas fuentes de información que hoy cualquier lego tiene a su disposición. Por ejemplo, así lo hace Salvador Bordoy Luque, responsable de la edición y traducción de un volumen de Obras escogidas (Aguilar, 1966) que incluye un par de antologías de sus relatos y la misma Malpertuis (según señala, era la primera vez que se publicaba en España), a partir del cual he compuesto este artículo.
Sin embargo, la realidad fue más trivial. Hijo de un oficinista empleado en el puerto de Gante y de una maestra de escuela, el destino profesional que los De Kremer habían pensado para su hijo era también la docencia, pero su vástago no llegó a concluir los estudios y, tras un breve intento de trabajar como funcionario local (que hubo de abandonar por su pertinaz absentismo), se consagró a la escritura. Había publicado ya numerosos textos en revistas y periódicos cuando vio la luz su primer libro, Les contes du whisky (1925). Entonces fue cuando tuvo lugar en su vida un episodio rocambolesco pero totalmente cierto (y que le emparenta con otro escritor de género, el alemán Karl May): su paso por la cárcel, acusado de estafa tras la quiebra de la revista de la que estaba encargado, L’Ami du Livre. Ray solo cumplió dos años de los seis y medio a los que estaba sentenciado, y durante rejas siguió escribiendo con intensidad.
Fue a la salida de la cárcel cuando llegó a sus manos la oferta que le haría famoso: hacerse cargo de las aventuras de un personaje ajeno, el detective americano Harry Dickson, moldeado sobre el mítico Sherlock Holmes, cuyas aventuras tienen también Londres como centro de operaciones… y cuyo origen está íntimamente ligado a la creación de sir Arthur Conan Doyle. La Biblioteca del Laberinto ha publicado varios volúmenes que recopilan algunas de las aventuras del personaje, y en la introducción del primero de ellos, su editor Francisco Arellano establece la delirante génesis del mismo, que por eso no voy a detallar. Baste señalar, a grandes rasgos, que a Ray le encargaron la traducción de unos fascículos escritos originalmente en Alemania y que narraban aventuras (por supuesto, apócrifas) del personaje de Conan Doyle. Antes de llegar a las manos de Ray, la edición belga ya había cambiado el nombre de Sherlock Holmes por el de Harry Dickson, aun cuando las traducciones seguían, de modo más o menos fiel, el original alemán. Sería a partir de determinado momento cuando Ray comenzó la redacción de historias completamente originales, con enorme éxito popular, que consagrarían al personaje como uno de los detectives de lo sobrenatural por excelencia.
Ahora bien, si Harry Dickson supone el clásico caso de personaje que «devora» al autor, de tal modo que incluso sus más acérrimos seguidores tienen dificultades en recordar a quién deben tantas horas de placer (¿no es, con las debidas diferencias, el mismo caso de Conan Doyle, tan eclipsado por su creación que incluso intentó asesinarla?), su novela Malpertuis siempre le valdrá a Ray el reconocimiento como el autor de unas de las cumbres del horror.
Ray la escribió en plena guerra mundial, en un momento en que, por razones evidentes, su ritmo de publicación había disminuido bastante y pudo así dedicar más tiempo a la elaboración de sus ficciones. La novela sería publicada por vez primera en 1943, y no tardaría en convertirse en eso que se llama obra de culto, expresión que hoy día se aplica a cualquier éxito de última hora, cuando en realidad debería reservarse únicamente a ese libro que pasa por épocas de notable eclipse, que suele ser desconocido por el público general y que, sin embargo, atrae a un nutrido y fascinado grupo de admiradores.
En rigor, Malpertuis es un soberbio ejemplar de uno de los subgéneros más fascinantes de la ficción de terror, el de casas encantadas, con reconocibles clásicos a cargo de Henry James (Otra vuelta de tuerca, 1897), Shirley Jackson (La mansión de Hill House, 1959) o Richard Matheson (La casa infernal, 1971), cada uno de ellos con sus correspondientes versiones cinematográficas (como el caso de la novela de Ray: hablaré de su película más adelante). Su acción se sitúa, cuando menos en su núcleo central, entre las cuatro paredes de un caserón donde el mal parece respirarse en cada rincón; un caserón triste y oscuro que cuenta con un enorme jardín en el que, sin embargo, no parece brillar nunca el sol y donde, esto es literal, no canta un solo pájaro (los animales se reducen a los peces del estanque, lo cual es una buena idea, puesto que el agua, el mar, es el lugar a través del cual se ponen en marcha los terribles acontecimientos de la historia…); una mansión enclavada en una ciudad de la que Ray nunca da el nombre y que muchas veces parece situarse en ninguna parte, pero que sabe atraer maléficamente a quienes intentan huir de ella: los intentos del personaje principal, el joven Jean-Jacques, de huir de allí resultarán infructuosos.
Al mismo tiempo, es un original cuento de miedo de raíces cultas que parte de una premisa de considerable originalidad: los terrores que acechan en Malpertuis se deben a que la mayor parte de sus habitantes son lo que queda de los antiguos y poderosos dioses griegos, aberrantemente atrapados por un hechizo superior a su poder (lo cual ya da idea del estado decadente en que fueron hallados) y conducidos a tierra flamenca por un demiurgo con profundos conocimientos ocultistas, que los aprisiona en un estado que, para ellos, debe parecerse a la duermevela, en la que a ratos recuerdan lo que son (o lo que fueron), aunque apenas pueden intuirlo. Muerto ese demiurgo, encerrados todos junto a los seres humanos que o bien fueron instrumentos o son familia de aquél, esa tensión entre lo sagrado y lo decadente acaba por provocar la crisis y el estallido del horror. Así, Malpertuis se convierte en una anomalía, un nudo entre dimensiones, lo cual explica la completa violación de las leyes racionales que tiene lugar entre sus paredes.
El hombre capaz de obrar ese prodigio es Quentin Moretus Cassave (cuya primera aparición en la novela, por cierto, es también la de su muerte, y cuya figura, sin embargo, parece seguir flotando sobre la atmósfera de la casa que él construyó), a quien se nos presentará como un alquimista y rosacruz de edad inconcebible (al menos, ha vivido varios siglos), experto en todo tipo de saberes esotéricos, quien sostiene que son los hombres quienes crean a los dioses, o por lo menos contribuyen a su perfección y poder, de tal modo que, cuando desaparece el estado cultural o religioso que les dio vida, cuando la fe en ellos se extingue, los dioses languidecen y mueren lentamente. En esta etapa de decrepitud final es cuando son vulnerables y pueden caer, mediante determinados sortilegios secretos, en las redes de aquel iniciado que tiene el suficiente poder (es decir, conocimiento) para convertirlos en sus prisioneros.
Esta fabulosa premisa es narrada por Ray siguiendo de manera magistral una vieja convención de la literatura fantástica o de misterio (las dos ramas a las que consagró casi toda su obra), cuyos ejemplos más señeros son Wilkie Collins o Bram Stoker: la sucesión de distintos manuscritos redactados por diferentes manos, cada uno de los cuales aporta una información o una perspectiva que complementa a las demás. La voz que organiza el relato, abriéndolo y cerrándolo con su intervención personal, es la de un ladrón que nunca se identifica a sí mismo, hombre de evidente cultura, que afirma haber robado una serie de documentos del monasterio de los Padres Blancos, en cuya casa había sido acogido con generosidad.
Los escritos pertenecen, al menos, a cinco narradores: al padre Doucedame el Viejo, un clérigo renegado que es quien ejecuta los hechizos proporcionados por Cassave para apresar a los dioses en el barco que capitanea Anselme Grandsire (los descendientes de estos dos lacayos de Cassave serán quienes confronten definitivamente el horror provocado por sus ancestros) y que los conduce a la isla de las Cícladas donde vegetan aquellos; al joven Jean-Jacques Grandsire, nieto del capitán y sobrino nieto del alquimista, de cuya mano procede la mayor parte del relato; al padre Doucedame el Joven, el infortunado descendiente del primero y clérigo como él, que aunque permanece fiel a su misión e intenta corregir el yerro de su abuelo, no puede él mismo evitar verse contagiado por el horror, incluso de modo especialmente lastimoso (termina revelándose que la maldición lo ha convertido a él en licántropo); al abad de los Padres Blancos en cuyo monasterio tiene lugar el episodio final de la historia, lo cual mina gravemente su salud mental; y por último, al hombre que roba los manuscritos y que se verá, también él, arrastrado por la necesidad de cerrar el misterio, buscando por sí mismo (y encontrando) la inconcreta Malpertuis.
El cuerpo central de la historia está narrado, como señalé antes, por el joven de 20 años Jean-Jacques Grandsire. Con él, la acción se concentra en el caserón de Malpertuis: tras la muerte del anciano Cassave —relatada más como un tránsito largamente dilatado a otro estado que como un fallecimiento natural en sí mismo—, la lectura de su testamento obliga a sus parientes y a sus criados a vivir en el caserón, todos juntos, para poder disfrutar de la cuantiosa herencia. El consiguiente dramatis personae está formado por el mismo Jean-Jacques con su bella hermana Nancy (favorita del tío Cassave) y su anciana criada, la fiel Élodie; sus tíos Charles y Sylvia Dideloo, con su bella hija, la fría y ensimismada Euríale, de quien el muchacho está enamorado; las tres hermanas Cormelon, la menor de las cuales, Alice, es joven y bonita; Lampernisse, el infeliz encargado de la tienda de pinturas y aceite para lámparas que está adosada a la mansión y que atienden Nancy y el bello (y bobo) dependiente Mathias Krook; los esposos Griboin, sirvientes de la casa, a quienes caracteriza el mutismo y (como comprobará Jean-Jacques) la avaricia; Philarethe, el primo del tío Cassave, cuyo oficio es la taxidermia; y el doctor Sambucque, médico personal de Cassave durante su vida. A ellos, por último, hay que añadir un personaje cuya relación con todos los demás no termina de ser concretada: Eisengott, alto y venerable anciano de barbas blancas, de quien el muchacho siempre gusta citar sus hermosas manos, que no vive en la casa pero que es nombrado por Cassave testigo de la ejecución de su voluntad.
Malpertuis participa de la mayoría de las virtudes y defectos de la literatura de Ray. En general, su estilo es desmañado y abrupto, como resuelto a trompicones, cuestión que podría explicarse fácilmente por lo increíblemente prolífico del autor (como buen novelista pulp, quizás la más humilde y estajanovista categoría de la literatura). Ahora bien, ese mismo carácter abrupto se presta, de modo especial, a la construcción de la acción como a ráfagas, a base de frases cortas y con tiempos verbales situados la mayor parte de las veces en presente, con el objeto de deparar una notable sensación de inmediatez y de dificultar la previsión de lo que va a suceder. Sin ser un diario, el cuerpo central de la obra, la crónica del joven Jean-Jacques, posee esa forma de relato que se va completando poco a poco, lo cual hace literalmente imprevisible el curso de la acción: no hay ninguna contaminación del conocimiento de los hechos futuros por parte del narrador, como sucede en otras ficciones también contadas en primera persona.
El joven Grandsire se caracteriza, ante todo, por ser el menos fantástico de todos los seres de la novela, el más ingenuo, un mozalbete que se enfrenta primero a las propias necesidades de un joven de su edad (por un lado, el interés romántico que siente por su bella y enigmática prima Euryale; por otro, el despertar de su primera sexualidad, que desfoga con otra de las parientes recluidas en la casa, Alice Cormelon) y después a la curiosidad que le suscitan los enigmas que parece encerrar tanto el caserón como sus poco avenidos huéspedes forzosos. Su mirada limpia lo registra todo, lo compara todo y se interesa por todo, dejándose dominar a ratos por la aprensión ante el terror puro y a ratos por la inmensa curiosidad del joven ante el que se dispone un fascinante drama que no alcanza a comprender.
Y es que Malpertuis se va construyendo a base de pequeños apuntes que van dejando un reguero de inquietud y mediante los cuales el autor va jugando con las referencias mitológicas: el momento de tensión que provoca el error de una de las Cormelon al llamar a su hermana menor Alecta en vez de Alice (el lector que haya leído mitología griega reconocerá el primer nombre con un escalofrío); la perpetua zozobra en que vive Lampernisse, el encargado de la tienda, puesto que, señala, las luces con que intenta en vano conjurar la perpetua oscuridad de la casa se ven siempre apagadas por alguna criatura invisible; la pequeña mano humana con garras que queda cercenada en la trampa para ratones que Jean-Jacques coloca en el ático; el extraño e informe ser que los Griboin utilizan para las tareas más serviles, al que llaman Tchiek por el único sonido que surge de su garganta (y en quien Ray deja un eco de la leyenda del Golem); la tía Groulle, la estantigua ciega que regenta la casa donde Alice Cormelon tiene citas sexuales con el tío Dideloo y que salmodia a su gato Lupka enigmáticas frases como «Los dioses le toman gusto a la vida…»; la presencia latente de esos monjes de enigmática titulación (los monjes barbusquinos) sobre cuyo convento abandonado el tío Cassave erigió Malpertuis, que a ratos parecen un talismán al que encomendar la salvación y a ratos el malsano corazón del mal que anida en la que fuera su propiedad…
Poco a poco (y mientras el lector se siente invadido por una aterrada impotencia), los hechos van precipitándose, los personajes van desapareciendo de escena, unos al abandonar voluntariamente la casa (Nancy, cuyo destino final se contará, elípticamente, mucho después), otros sin dejar huella alguna (el tío Dideloo), alguno horriblemente asesinado (Mathias Krook aparece colgado en la tienda con un enorme clavo en la frente… mientras su voz cantora sigue resonando en los aires), adquiriendo el relato la naturaleza de un crescendo cuyo momento culminante se sitúa en Nochebuena: el muchacho, aislado en una casa donde ya no parece quedar nadie vivo (y tras encontrar a su tía Sylvia convertida en estatua de piedra), descubre dos ojos verdes en medio de la oscuridad y siente que la vida se le escapa de las manos, perdiendo el conocimiento. Justo entonces, el organizador suspende su narración e intercala un capítulo «revelador» en el que se vuelve al escenario inicial en la tormentosa isla de las Cícladas para narrar la captura de los dioses.
(Continuará)
La biografía de Jean Ray tiene tanto de fabulación como sus relatos, aunque reconozco que durante mucho tiempo preferí creerme esa figura fantástica en lugar de la realidad, más corriente pero también con ese aspecto un tanto irónico de su paso por la cárcel.
De Malpertuis me quedé con sus virtudes y por eso mismo olvidé todos sus defectos. Caótica, abrupta, a trompicones….Ray era ante todo un narrador más que un estilista, y uno dotada de una imaginación que solo puedo admirar.
Yo, como tú, siempre he tenido a Ray en el pelotón de los autores a los que lees por lo que cuentan, por el fenomenal interés de lo que cuentan. Sin embargo, conforme pasa el tiempo me convenzo más de que (incluso con los autores puramente «argumentales») es imposible separar el qué del cómo, que hasta el escritor menos preocupado por el estilo o la estructura no puede evitar recurrir a un estilo o una estructura, por más que sea de modo instintivo. Si me he leído varias veces «Malpertuis», con largas separaciones entre ellas, es precisamente por el irresistible estilo «no estilístico» del autor… por más que, como señalo, los mismos elementos que hacen tan fascinante su lectura a ratos (cuando se demandaba mayor cualidad reflexiva) le perjudiquen un tanto. Aun así, inolvidable.