A propósito del estreno, muy reciente todavía, de El congreso (2013), he tenido la excusa de volver a leer dos magníficas novelas de Stanislaw Lem que se encuentran en la raíz de la película del director israelí Ari Folman. Una porque es directamente adaptada por este cineasta israelí para su película, aun a su modo: se trata de Congreso de futurología. La otra porque, aunque en principio nada tiene que ver con ese film, posee una indudable relación con la novela previa, pues una casi supone una variante de la otra, y aun de modo sutil, como luego razonaré, creo que también acaba filtrándose entre las imágenes de la película. Es la menos conocida Retorno de las estrellas, escrita diez años antes (en 1961, por 1971 para la primera). Ambas narran la historia de dos náufragos del tiempo, dos hombres que, por distintas circunstancias, acaban en una Tierra muy posterior a aquella que conocieron —uno por más de un siglo, el otro por muchas décadas—, sufriendo en sus carnes (y sobre todo en sus mentes) una terrible sensación de desarraigo, de incomprensión ante un mundo que no comprenden cómo ha podido cambiar tanto en ese tiempo. Pues bien, la película de Folman desarrolla una reflexión sobre el futuro del cine —haciendo realidad una amenaza que muchos anticipan desde hace cierto tiempo: la completa virtualización de las películas y no solo de sus efectos especiales— que, hacia la mitad de su metraje, entronca (de un modo que a mí no me convence mucho) con Congreso de futurología, y que acaba desarrollando, de modo inesperado, una tristísima propuesta de ciencia-ficción adulta cuyo espíritu responde más al de la novela de 1961 que a la que alega adaptar. A propósito de esas líneas que se entrecruzan de una obra a otra, voy a trazar uno de esos mapas intertextuales que tanto me gustan.
Stanislaw Lem publicó Retorno de las estrellas en un año que debió de ser especialmente fértil para él, pues también dio a la imprenta Solaris o Memorias encontradas en una bañera. El retorno que señala el título es el de Hal Bregg, un astronauta norteamericano, que vuelve a la Tierra tras una expedición a la constelación de Fomalhaut que exigió diez años… equivalentes a 127 en nuestro planeta. Cuando Bregg regresa a «casa», es para descubrir que no reconoce el lugar que dejó atrás: la tecnología, la moral, las relaciones políticas y sociales, la apariencia de todo (desde las ciudades a los objetos cotidianos y, claro, la forma de vestir o maquillarse), y por supuesto —es un tema que denota una preocupación en el autor, pues reaparece en más obras, por ejemplo en el Congreso—, las palabras. Bregg no tardará en descubrir que esos cambios se deben a dos inventos fundamentales: uno es la parastática, es decir, el completo dominio de la gravedad; el otro, más terrible para él, es la betrización, la eliminación de todos los instintos agresivos del hombre. El resultado es un mundo del que han desaparecido los conflictos, en el que la salud de la humanidad se ha perfeccionado de tal modo que es fácil alcanzar longevas edades manteniendo el cuerpo en juventud. Ahora bien, con el incremento total de la seguridad, también ha desaparecido el estímulo por la investigación. De hecho, él mismo, en su regreso a la Tierra no solo no recibe la bienvenida como héroe que podía esperarse sino que todos contemplan con gran indiferencia su gesta: se ha convertido en una reliquia de otro tiempo, nada más.
Stanislaw Lem consigue algo realmente difícil en la historia de la ciencia-ficción (tanto literaria como cinematográfica): crear la sensación de un futuro verdaderamente extraño, incluso inconcebible, para el lector del siglo XX (o XXI), y no la impresión de estar reproduciéndose un presente más o menos estilizado. Utilizando con inteligencia el relato en primera persona, Lem hace que cualquier lector sea el mismo Hal Bregg y comparta su desconcierto, su sorda rabia, su extrema vulnerabilidad, ante un mundo en el que no sabe cómo desenvolverse, cómo ir a cualquier lugar —es maravilloso el arranque de la novela, con el personaje dando vueltas y más vueltas sin conseguir salir de la enorme estación de tránsito a donde ha llegado— o cómo tratar a las mujeres. Al estilo un poco de la inolvidable novela de Richard Matheson Soy leyenda, Hal Bregg se convierte, casi, en el nuevo monstruo de esa Tierra, en el tipo diferente, en el único no betrizado (junto a sus compañeros de viaje, claro, y algún residuo escaso de otro tiempo), que incluso llama la atención por un físico demasiado grande para el estándar de esa época. Atrapado por una pegajosa angustia existencial, Bregg trata de refugiarse en sus recuerdos de sus diez años de odisea estelar (que dan pie a páginas verdaderamente memorables), pero que ni siquiera ofrecen el consuelo que desea, pues ya contienen sobrado dolor. En realidad, Bregg acaba dándose cuenta de que, para él, la otredad comenzó en el momento justo en que subió al cohete a las estrellas.
Lem desarrolla la historia mediante un sentido de la melancolía, de la pérdida, que impregna la prosa de Bregg de un dolor muy particular. Un dolor irreversible puesto que no tiene solución: el viejo mundo que conoció no volverá, por mucho que él añore sus modos y usos, no ya en las apariencias (a eso acabará acostumbrándose) sino en el trato con sus semejantes y, sobre todo, en la consideración de que ha sufrido una sarcástica traición por parte del tiempo. Retorno de las estrellas no llega a ser una novela enteramente lograda por el giro de la trama en su segunda mitad, donde narra el principio de su relación sentimental con una joven de ese futuro, y que no termina de convencer del todo, en especial porque ya incurre en demasiadas reiteraciones. Aun así, en sus mejores páginas, la novela posee una fuerza y un sentido de la perspicacia psicológica a la altura de los mejores logros del autor.
Congreso de futurología, aun siendo en su segunda mitad una variante de la anterior, tiene un planteamiento muy diferente. En primer lugar, es una historia protagonizada por Ijon Tichy, el viajero estelar que Lem creó para sus Diarios de las estrellas (1957) y al que todavía recurrió para su última ficción, Paz en la Tierra (1987). Por ello, de entrada la novela no parece sino otra de las sátiras futuristas de su autor, que traza una regocijante distopía a partir de la cual, claro, poder reflexionar sobre las características intemporales del ser humano, en el pasado, en el presente y en cualquiera de los futuros en que vaya a poder vivir.
El punto de partida es la asistencia de Tichy a ese congreso que señala el título: en una Tierra minada por múltiples problemas, el principal de los cuales es la amenaza de la superpoblación y el consiguiente agotamiento de los recursos, la futurología intenta plantear soluciones posibles a esa amenaza. El lector avezado en Lem puede pensar que éste va a dar rienda suelta a su devoción por la especulación intelectual, y en buena medida es así, pero la trama reserva también una regocijante y progresivamente disparatada aventura para su protagonista, sometido a dos inesperadas amenazas. Una es el estallido de una revolución en el país que acoge el congreso, Costarricania, cuyo nombre ya anticipa su condición de lo que en esa época se llamaba «república bananera». Y dos, la influencia de un conjunto de sustancias químicas que, primero disueltas en el agua corriente del hotel, y después en la misma atmósfera costarricana a raíz del descontrolado conflicto civil, provocan una serie de alucinaciones que alteran primero los deseos y percepciones de quienes se ponen accidentalmente bajo su influencia y después incluso la misma textura de la realidad.
Afectado irremediablemente por esas sustancias, Tichy vive una y otra aventura, cada vez más disparatada, hasta que pierde cualquier confianza en la realidad objetiva. Rescatado y declarado enfermo incurable, los médicos lo someten a la vitrificación, es decir, su cuerpo es congelado en espera de una época en que pueda ser sanado de su enfermedad perceptiva.
Con este brusco corte, comienza la segunda parte de la novela. Tichy es despertado varias décadas después, en el Nueva York del año 2039, en un mundo en efecto superpoblado pero que parece haber resuelto todos sus conflictos, empezando por el militar. Durante muchas páginas, y al hilo del diario que sigue el resucitado Tichy, Lem va narrando la imposible adaptación de ese hombre que se descubre mucho más preparado para el contacto con otras culturas estelares que para adaptarse a su mismo mundo del futuro, con el cual, como le pasó a Hal Bregg, se ha «desincronizado» de manera irreparable. En esa Tierra futura, la ciencia que ha salvado el mundo es la psíquimica, la cual suministra a todos los habitantes de una serie de productos químicos que —llevando al completo extremo la situación que él viviera en Costarricania muchos años atrás— otorgan los sentimientos y las sensaciones que cada uno desea: se han conseguido así la paz y la felicidad, al coste de la pérdida de la espontaneidad.
Ijon Tichy asiste, primero atónito y luego deprimido, a un mundo en el han variado todos los parámetros por los que él creía que se guiaba la humanidad. Sin embargo, el tono de su peripecia aquí carece de la melancolía de Retorno de las estrellas y se mantiene en ese campo de la sátira distópica habitual en las historias del personaje —de hecho, a ratos casi diría que su origen inicial es otro relato que acabó extendiéndose en demasía— y que acaba incurriendo en cierto distanciamiento. Sin embargo, el giro final deja helado al lector.
Pues cuanto viven los habitantes de la Tierra es una impostura: el mundo del futuro es una completa mentira. La química no altera las sensaciones, sino que falsifica el mundo. Tichy tiene ocasión de aspirar brevemente una sustancia que anula su efecto y descubre aterrado que la realidad es horrible: no hay espacio, no hay belleza, no hay recursos, la comida que mastican es infecta y la propia apariencia de los seres humanos revela la multitud de enfermedades que padecen. Es decir, lo que se temía cuando se celebró aquel congreso de futurología se ha hecho realidad: la superpoblación acabó con todos los recursos de tal modo que la única forma de soportar la realidad —sólo unos pocos la conocen, y tampoco constituyen ninguna élite que se beneficie de ello— es, literalmente, anulándola. Y es que se ha llegado a tal punto que se están aprovechando los cadáveres humanos para fabricar alimentos… Así pues, y en 1971 —ignoro si por vez primera, y me da igual—, Lem ya especula con un mundo en el que toda la apariencia es absolutamente virtual, como luego pondrían de moda, en torno al cambio de siglo, Matrix (1999) y la estela de films surgidos en torno a ella.
Quien busque en El congreso algún rastro de esta trama tardará una hora en encontrarla. Lo que plantea esa primera parte del film es una mirada elegíaca sobre el devenir del cine y la llegada de un momento en que las grandes estrellas serán escaneadas —es decir, se copiará no solo su cuerpo y características físicas, sino toda su gama de gestos y expresiones— para convertirlas en patrones digitales que luego serán utilizados para fabricar películas sin necesidad de rodajes de verdad: creadas, por tanto, en un ordenador, y así se dispondrá de esos actores, siempre con la misma edad, para todas las películas futuras. No es una trama original: al menos conozco un relato de Walter M. Miller jr, El actor, ganador del premio Hugo de esa categoría en el ya añejo 1955, que desarrolla una trama parecida, solo que reducida al mundo del teatro y en la que esos patrones no son digitales sino que son utilizados para crear robots idénticos en todo al original.
Para dotar de un mayor efecto de realidad a su planteamiento, Folman utiliza a la actriz Robin Wright encarnando su propio papel… Hasta cierto punto, claro. Por ejemplo, se señala que la película que la lanzó, como en efecto sucedió, fue La princesa prometida, se añade algún otro de sus primeros y prometedores papeles, y luego se insiste en que su carrera en los últimos quince años ha sido un desastre por culpa de una serie de pésimas elecciones y por el propio comportamiento de quien es una actriz problemática… circunstancias estas dos, claro, que se inventan para el film. (De hecho, la carrera de Robin Wright, si por algo destaca es por su estabilidad: nunca ha estado en el grupo de las grandes stars de Hollywood, pero ha desarrollado una carrera fluida, con películas interesantes ya sea desde el punto de vista artístico o industrial, a veces ambos.)
El congreso, por lo tanto, propone una descorazonadora mirada sobre el futuro de una industria que, si ha demostrado algo en su más de un siglo de vida, es su capacidad de adaptación a lo que llamamos modernidad. No es descabellado, por tanto, lo que propone Folman: convertir a las estrellas en criaturas virtuales que poder utilizar una y otra vez en toda clase de fantasías sin ningún límite escenográfico. Esto último, como bien sabemos, se ha convertido ya en una realidad gracias a los efectos especiales llamados CGI, y lo otro es una amenaza que lleva sugiriéndose desde hace muchos años, y que periódicamente ponen de actualidad diversos productos, aunque luego sean olvidados: recuerdo, por ejemplo, el film de animación tridimensional Final Fantasy, la fuerza interior (2001, Hironobu Sakaguchi), cuyo hiperrealismo —capaz de registrar en primer plano la porosidad de la piel o la multiplicidad de los cabellos de sus personajes— fue considerado en su día una amenaza para los actores de carne y hueso. Por otra parte, películas como las últimas propuestas por Robert Zemeckis —Polar Express (2004), Beowulf (2007) y Cuento de Navidad (2009)— ya han convertido a los actores en criaturas digitales: irónicamente, Robin Wright aparece en las dos últimas (y esta cuestión nada tiene que ver con la calidad de un film: Beowulf, por ejemplo, es una de las mejores películas del mainstream de la última década). En su segunda mitad, El congreso va más lejos y acaba formulando que el siguiente avance será acabar directamente con el medio que se interpone entre el hombre y la estrella, es decir, la misma película. Unas sustancias químicas tendrán la capacidad de que cada uno fabrique su propia fantasía (película) con la estrella que prefiera, pudiendo vivir con ella cualquier experiencia… incluso sexual.
Curiosamente, la mayor virtud que tiene toda la primera mitad de El congreso es el interés que otorga a su Robin Wright real/ficticia. Bien apoyado en la magnífica interpretación (como siempre, por otra parte) de la actriz, Folman imagina unas circunstancias familiares difíciles: quizá por padecer dificultades económicas, vive en un antiguo hangar reconvertido en casa, lógicamente a un paso de un aeropuerto cuyos aviones pasan continuamente sobre aquélla, con dos hijos adolescentes (y sin rastro de la figura paterna, de la que no se llega a decir nada en ningún momento), uno de los cuales, Aaron, padece una enfermedad que lo está dejando progresivamente ciego y sordo. Folman, por tanto, crea un entorno para su personaje que no solo lo define muy bien —y hace comprender su decisión final de renunciar a ese libre albedrío como actriz que supone su digitalización (el contrato la obliga a no intervenir de ningún modo en medio alguno)— sino que aporta sugerencias a la propuesta principal. Ese hijo, cuya percepción se está reduciendo (por tanto, se está alterando), supone una buena metáfora de ese medio, el cine, también en irreversible tránsito hacia su conversión en otra cosa. Y su mal recluye a la protagonista en una tristeza perpetua que es fundamental para construir lo que, indudablemente, es lo mejor de la película: su atmósfera de dolor y desolación, una desolación íntima, y en voz baja, que se contagia desde la doble Robin Wright al espectador.
Ahora bien, hacia la mitad de la película, tiene lugar un salto de 20 años, que nos lleva a Robin —caracterizada físicamente de acuerdo con ese paso del tiempo, como una mujer de 64 años, eso sí, todavía de muy buen ver— dirigiéndose en su propio coche a un hotel donde ha sido citada por los responsables de su productora para renovar su contrato, que concluye justo ahora. Este es el momento donde la trama de El congreso entronca con la novela de Lem, y de paso con la previa trayectoria de Folman. Es decir, las imágenes reales dan paso a la película de animación: para asistir al congreso, Robin debe oler un producto químico que la convierte (al menos para sus sentidos) en un dibujo animado.
¿Por qué? Es cierto que este tránsito a la animación sirve a Folman para subrayar la completa virtualización a que tiende ese futuro. Pero no me parece necesario recurrir a ella. En este cine actual casi tiranizado por los efectos de CGI no hacía falta que los actores abandonaran su fisicidad literal para insistir en la virtualización de su entorno. De hecho, habría sido mucho más coherente con el planteamiento de la historia el que se recurriera a esa transformación de la realidad mediante las Imágenes Generadas por Ordenador. Por tanto, me parece una concesión de Folman a sí mismo y a las expectativas de su supuesto público, es decir, los que conocieron al autor gracias a su previa película, Vals con Bashir (2008), una cinta de animación (también con imágenes reales), que tuvo cierta repercusión en su momento, y sobre la que no puedo hablar porque no la he visto: desconfío de las películas cuya promoción insiste en su condición de cine «adulto», como denunciando que el resto de obras animadas no lo son.
Por otro lado, la intersección de El congreso, película de Ari Folman, con Congreso de futurología, novela de Stanislaw Lem, a partir de este momento, me parece más bien un capricho del director y guionista, en cuanto que obliga a forzar tanto la propia trama que ha desarrollado hasta ese momento como la que va a recoger del libro. Por ejemplo, el episodio del congreso (que aquí parece más bien la clásica convención para los fans) además de anodino parece una incrustación completamente ajena a la película, y no llega a convencer por tanto que la Robin del film acabe viviendo la misma odisea alucinógena de Ijon Tichy y sea igualmente congelada hasta revivir en el futuro.
[Quien no conozca el final de esta película, debe dejar de leer aquí]
El futuro sigue siendo animado, y en él cada uno puede asumir el avatar que le resulte más afín —de hecho, por allí veremos pasear a gente con la apariencia de Picasso, la Venus de Botticelli, el dios egipcio Horus, Frank Sinatra, y una buena cantidad de iconos del espectáculo y la cultura de todos los tiempos— y parece haber resuelto todo conflicto. Por supuesto, y correspondiéndose con la novela de Lem, todo es una fantasía virtual que enmascara una terrible realidad, que Robin descubrirá al aspirar el mismo efluvio desenmascarador que conocemos del libro. Se desvanece entonces la animación y, con la reaparición de los seres físicos, se descubre también la realidad terrible de ese mundo. Eso sí, Folman altera gravemente la propuesta de Lem. El autor polaco, nada amigo de las correcciones políticas, convertía a toda la humanidad en partícipe de la ficción, haciendo que los conceptos de víctimas y verdugos resulten francamente difusos. Folman, claro, recurre a la típica justificación de una élite explotadora de las pobres masas, que no tienen medio de participar en esa virtualización del mundo… lo cual empobrece, y mucho, el alcance de la propuesta.
Ahora bien, no sé si de modo consciente, Folman acierta en una modificación fundamental con respecto al libro. En éste, la desorientación de Tichy carece de un asidero emocional, al tratarse de un personaje sin un pasado real: su sensación de desarraigo se debe a su falta de adaptación a las condiciones del nuevo mundo, no a una pérdida personal. Pero Robin Wright sí dejó atrás un vínculo que la une al pasado: su hijo Aaron, de ahí su anhelo por encontrarlo o por escapar de ese futuro virtual. Mediante una conmovedora red de vasos comunicantes, y seguramente sin proponérselo, es aquí donde Folman acaba acercando a su Robin no al Ijon Tichy de Congreso de futurología, sino al otro náufrago del tiempo de Lem, el Hal Bregg de Retorno de las estrellas.
Así, toda la parte final de la película posee un aroma de incontenible melancolía, al borde mismo de la elegía por la humanidad perdida, que entronca con clásicos modernos de la ciencia-ficción adulta, en especial el estupendo Inteligencia Artificial (2001) de Spielberg. El errar de Robin Wright por un mundo que no le recuerda en casi nada al que dejó atrás, embargada de dolor por una pérdida que quiere restituir, en el fondo recuerda bastante a la odisea del pequeño niño-robot de esa película, y su conclusión resulta muy similar. Al descubrir que su hijo esperó su regreso durante muchos años y después, ante el irreversible avance de su ceguera, marchó al mundo virtual, Robin regresa a éste, al menos para vivir dentro de una fantasía que le resulte grata: la reunión con Aaron en el mismo entorno donde éste fue feliz de pequeño, al borde de ese aeropuerto cuyas máquinas voladoras tanto le fascinaban. Con todos sus defectos e incongruencias, por lo menos cabe defender El congreso como una muy loable propuesta de ciencia-ficción reflexiva, que en más de un momento consigue, en efecto, hacer que el espectador especule con alguno de los posibles caminos que se abren ante el ser humano, sellando como una concreción en el futuro algo que de todos modos siempre ha sido un componente esencial de la vida: la necesidad de falsear de un modo u otro la realidad para poder soportarla.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El congreso / The Congress. Año: 2013.
Director y guión: Ari Folman. Fotografía: Michael Englert. Música: Max Richter. Reparto: Robin Wright (Robin Wright), Harvey Keitel (Al), Danny Huston (Jeff Green), Paul Giamatti (Dr. Baker). Dur.: 122 min.