El gran editor de Julio Verne, es decir, su tocayo (y gran explotador, a todo esto) Jules Hetzel, denominó al grandioso proyecto verniano de los Viajes Extraordinarios «un paseo completo por el cosmos del hombre del siglo XIX». Y a lo largo de sus más de 50 años de carrera (incluso póstuma), en efecto Verne exploró todos los rincones de la Tierra, por encima y por debajo, al norte y al sur, al este y al oeste: una reciente exposición en la Fundación Telefónica de Madrid reconstruía en un mapamundi todas las rutas que el autor bretón trazó a lo largo del mundo y dejaba claro que no dejó espacio donde enviar a los héroes de sus aventuras. Ahora bien, en el sentido literalmente espacial de la palabra «cosmos», el viaje más audaz y tal vez más conocido de Verne está contenido en esa novela de tan sencillo como sugerente título, De la Tierra a la Luna (1865, 1869), una de las obras que más méritos ha concedido al autor para justificar su famosa reputación como anticipador y profeta de la ciencia, así como de padre de la ciencia-ficción. Lo cierto es que su lectura encierra varias sorpresas. La primera, que es un título escasamente fantasioso, puesto que la práctica totalidad de los datos científicos que justifican el viaje están minuciosamente estudiados, como si Verne estuviera documentando un caso real (la principal licencia que se concede, claro, es que la explosión que lanza al proyectil hacia nuestro satélite lo hubiera hecho trizas: pero entonces la novela concluiría con un anticlímax y Verne no era un revolucionario de la literatura). La segunda, y aquí es donde encuentro hoy los valores que garantizan su perdurabilidad, es que se trata de una divertidísima sátira (trazada con mucho cariño, eso sí) de muchas cosas: del belicismo (sus protagonistas son artilleros que, a falta de guerras y enemigos a los que lanzar proyectiles… deciden hacerlo contra la Luna), de los caracteres nacionales, del modo en que se moviliza a una opinión pública, de la propia ciencia… Y si estoy seguro de que no estamos ante una de las grandes novelas del autor, desde luego sigue haciéndome disfrutar como la primera vez que, no sin asombro, la leí de niño.
Bajo el nombre de De la Tierra a la Luna, en realidad, suelen englobarse hoy las dos partes que la componen, la primera publicada en 1865 con ese título y la segunda con el de Alrededor de la Luna. Verne dejaba en la primera al lector con el suspense de no saber qué podía haber sido de los cosmonautas tras el lanzamiento de su nave-proyectil, pues mantenía el punto de vista entre quienes habían permanecido en la Tierra. El último dato que se nos facilitaba era que, después de varios días en que una pertinaz nubosidad impedía la observación del espacio, la nave no ha conseguido aterrizar en la Luna sino que se ha convertido a su vez en un satélite del satélite. Verne hizo esperar la resolución del enigma cuatro años, hasta 1869, fértil periodo en el que publicó nada menos que Los hijos del capitán Grant y 20.000 leguas de viaje submarino.
El argumento es sobradamente conocido: un club de artilleros norteamericanos sito en Baltimore, el Gun-Club, cuyos miembros, con el fin de la Guerra de Secesión, ven pasar la vida bajo una molicie sin el menor aliciente, deciden consagrar sus conocimientos y energía a un proyecto sobrehumano: construir un enorme cañón por medio del cual enviar un obús a la Luna. Un audaz aventurero francés, Michel Ardan, cambia el plan al pedir que la bala sea sustituida por un proyectil cilíndrico-cónico en cuyo interior viajará él. Al final, otro dos hombres se unen a Ardan en el insensato y maravilloso viaje: Impey Barbicane, presidente del Gun-Club y alma de la empresa, y el coronel Nicholl, un viejo rival del primero —como fabricante de las corazas encargadas de resistirse lo más posible a los proyectiles ideados por los artilleros— e, inicialmente, decidido opositor a la aventura.
Hay que insistir en que Verne —el autor más alejado de la aventura y la ciencia-ficción pulp que uno pueda imaginar—, una vez concebida la audaz idea, desde luego no quiso sumarse a la estela ya nutrida de escritores que habían novelado idéntica empresa sin más propósito que el satírico o el puramente maravilloso, y a los que desde luego (siguiendo su inveterada pasión por citar a todos los predecesores importantes de cualquiera de las expediciones que emprenden sus personajes) nombra con escrupulosidad: de Luciano de Samosata a Cyrano de Bergerac pasando por su admirado Edgar Allan Poe (en uno de sus relatos menos conocidos, La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall).
Bien al contrario, Verne se tomó la molestia de someter a un análisis concienzudo todos los elementos científicos a tener en cuenta en caso de que tal expedición pudiera efectuarse. Cuidó al máximo, por tanto, lo que hoy llamaríamos efecto realidad (al contrario, por ejemplo, de esa novela de la que hace muy poco hablaba por aquí, Los primeros hombres en la luna, cuyo autor, H. G. Wells, no hizo sino inventar una sustancia, la cavorita, que anula la gravedad… y que sí parece del todo pulp), haciendo comprobar todos sus cálculos por científicos amigos. El resultado es conocido: muchos de los elementos de esta novela acabaron por cobrar realidad cuando, por fin, la ciencia pudo hacer realidad el viejo sueño del viaje espacial: las ubicaciones de Cabo Cañaveral y del telescopio del Monte Palomar están más o menos donde Verne situó sus propias instalaciones (incluso el diámetro de la potente lente de ese observatorio es casi exacto al de la suya); la renovación del aire de la nave mediante un proceso químico interior; la concentración de los alimentos para ganar espacio; la corrección de la trayectoria del vehículo espacial mediante cohetes; la prueba con animales antes de arriesgar a seres humanos; el punto de amerizaje en el Pacífico de la primera misión Apolo que circunnavegó la luna (y en una nave con las mismas dimensiones que el proyectil del Gun-Club)…
Sin embargo, el interés de la novela no se debe a estos componentes científicos, aunque el autor sepa siempre cómo hacer que algo tan árido sea digerible para el profano de la ciencia: situar a un personaje igualmente ignorante como mediador entre la novela y el lector. En este caso, el francés Michel Ardan, siempre con una réplica divertida ante la monotonía de las cifras y las curvas en el espacio. Casi un siglo después, otro gran autor del ámbito francófono, el historietista belga Hergé, tomó buena nota de la estrategia verniana para su propia expedición estelar en Objetivo: la luna (1953), corriendo en este caso el alivio humorístico a cargo del inmortal capitán Haddock.
El inmenso atractivo de De la Tierra a la Luna radica, ante todo, en su irresistible sentido del humor, algo que no suele ser asociado con el gran novelista bretón pero que, en sus mejores obras, es un elemento inestimable de las mismas, amén de sustentar más de un libro (en este blog ya he hablado de uno, el entrañable Una fantasía del doctor Ox). Ya resulta irresistiblemente cómica, de entrada, la descripción del Gun-Club y sus miembros en el capítulo 1º: un club formado por un puñado de mutilados embargados todavía por los sueños nostálgicos de esa guerra que les hizo vivir la cúspide de su profesión… al tiempo que reducía considerablemente su masa corporal. De hecho, y en palabras del propio Verne, «en el Gun-Club tocaban a algo menos de un brazo por cada cuatro personas, y solamente dos piernas por cada seis». No se le puede escapar a nadie, por lo tanto, que en la base de esta historia se encuentra una genial sátira antibélica, y a Verne se le nota con gran comodidad describiendo a esos tipos que sueñan con que alguna guerra obligue a su país otra vez a militarizarlos (y si puede ser Inglaterra, bestia negra siempre del autor, mejor…), dibujando una impagable descripción de la decoración del club, que no puede ser más gunner, como bien muestran las excelentes ilustraciones. En suma, los miembros del Gun-Club son «un conjunto de ángeles exterminadores; por lo demás, gente verdaderamente encantadora».
El más notable de ellos no es, sin embargo, su presidente y gran líder Impey Barbicane (no puede serlo cuando mantiene intactas todas sus extremidades), sino el secretario de la institución, el inefable J. T. Maston, con su cráneo de gutapercha y su gancho que hace las veces de mano diestra. Maston es una de las creaciones más regocijantes del genio verniano, uno de esos personajes delirantemente pintorescos que tan bien se le daban en su primera etapa, y de ello da buena fe la descacharrante afirmación que llega a hacer de que el hombre, al crear el proyectil, es cuando más se acercó al Creador. En fin, su ausencia en la segunda parte de la obra tal vez explica el mucho menor interés (y mayor seriedad, incluso inconveniente gravedad) de ésta: porque, al no ser uno de los tripulantes del proyectil, apenas aparece en la misma. Eso sí, el cariño que Verne sintió hacia su criatura acabó fructificando en el relevante protagonismo que le concedió, 25 años después, en la nueva aventura del Gun-Club, de la que hablaré para cerrar este artículo.
El sentido de la ironía que recorre todas las páginas de la novela es memorable, y en ello se incluye el retrato que hace, por vez primera, de una nación a la que volverá en más de una ocasión para que algunos de sus ciudadanos protagonicen sus historias. Verne define a Estados Unidos como un pueblo dominado por la sed de actividades y por un instinto comercial de lo más notable. No es extraño, por lo tanto, que de él surja un puñado de individuos a los que, teniendo el disparo como la mayor de las actividades humanas, se les ocurre hacer de él un proyecto para mayor ensalzamiento de la humanidad. Es más, y ahora que el país vive una pugna por la máxima magistratura, que está divirtiendo (y aterrando) considerablemente al resto del mundo civilizado, el escritor francés anticipa en uno de los capítulos más sabrosos ese gusto por la contienda interna de los estadounidenses, al relatar la rivalidad que surge entre Texas y Florida, los dos únicos estados que pueden albergar la construcción del cañón
Y es que Verne sabe dotar de interés una trama en la que prácticamente no existen episodios activos (salvo la construcción del cañón, a la que transmite una notable intensidad narrativa), consiguiendo que incluso los largos capítulos dialogados en los que los principales miembros del Gun-Club planean su empresa resulten entretenidos (el humor con el que Maston los sazona, sin duda, es lo que los distingue). Verne maneja de modo maestro el lenguaje cronístico de numerosos capítulos, al modo de un artículo para cualquiera de las revistas geográfico-científicas que entonces hacían furor, sirviendo además de impagable eco de actualidad. En el genial capítulo XII, donde detalla la suscripción internacional para la financiación del proyecto, muestra con espléndido genio satírico todas sus filias (Rusia) y fobias (su sempiterna anglofobia, una vez más), así como su acertado análisis de más de un país. En concreto, resulta sangrante la referencia a una España que apenas colabora porque en ella «no se tiene demasiada estima por la ciencia» (ni entonces ni ahora tampoco, habría que añadir). Lógicamente, al buscar el mismo pasaje en la edición de Molino de los años 50 (que reeditaba una traducción anterior) esa frase no existe, y la cantidad aportada por los españoles se multiplica considerablemente.
En fin, el éxito de la novela fue arrollador. Hay que tener en cuenta que, como todas las principales obras vernianas, fue publicada por entregas en el Journal des Débats, de tal modo que la incertidumbre y la dosificación de datos propia de esta técnica editorial fue creando una progresiva expectación que —nos cuenta Miguel Salabert, el excelente traductor y biógrafo de Verne—, al llegar al mítico pasaje en que Michel Ardan envía el telegrama en que anuncia su intención de viajar dentro del proyectil, desbordó la euforia, y la realidad y la ficción jugaron a confundirse (en coherencia con el mismo tono que el escritor estaba dando al relato), de tal modo que comenzaron a derramarse por la redacción del semanario peticiones venidas de todo el mundo para apuntarse al viaje.
Alrededor de la luna, siendo una novela estimable, carece de la chispa de la primera parte, porque Verne no consigue superar satisfactoriamente sus problemas de base. El primero, dotar de animación y diversidad argumental a lo que sucede en el reducido espacio del proyectil sin recurrir a elementos acientíficos: lógicamente, en una novela que trata de un viaje a la Luna acaba siendo decepcionante que no se aterrice nunca en ella, pero el respeto de Verne por la ciencia y sus lectores le impidió hacerlo, al no haber modo posible de devolver luego a sus héroes a casa (sin recurrir a los métodos fantásticos de Los primeros hombres en la luna, como ya he señalado), teniendo en cuenta además que la orientación juvenil de su obra impedía al autor ningún final pesimista. Así, la aventura se «limita» a hacer una excursión alrededor del astro, registrando minuciosamente cuanto ven sus tripulantes, y luego, con la ayuda de unos cohetes, hacerlos retornar a su mundo de origen.
El segundo lastre insuperable es que —al contrario de lo que sucede en De la Tierra a la Luna—, aquí Verne no consigue superar lo inverosímil que es hacer incurrir a unos caballeros dignos y sensatos (excluyamos al disparatado Ardan: éste sí es capaz, claro) como Barbicane y Nicholl en una empresa que es evidente que solo puede acabar con la muerte en un mundo inanimado. Por mucho que el escritor haga exclamar a sus personajes una y otra vez que en la Luna debe haber atmósfera aunque sea en la superficie (algo que Verne sabía muy bien que no es así), y por tanto agua y vida y alimentos… en ningún momento se consigue transmitir de verdad esa convicción al lector. Es más, cuando después de su paseo sobre su superficie llegan a admitir la completa ausencia de vida —aunque Verne se concede la licencia poética de hacer que en la famosa cara oculta del satélite vislumbren por un momento grandes océanos—, ¡todavía intentan aterrizar en su superficie mediante el uso de los mencionados cohetes, y solo la suerte hace que tomen la dirección opuesta a la que pretendían!
La mayor curiosidad que desprende esta novela es que en ella encontramos, elevado no sé si a la máxima potencia o al absurdo, esa característica esencial de los Viajes extraordinarios: la «domesticidad» que acompaña a todos los héroes vernianos en sus empresas, y que trasladan siempre a sus vehículos, a sus refugios en islas desiertas o en los confines del polo. Si cualquier otro autor hubiera trabajado la atmósfera del libro en torno a la claustrofobia de ese espacio minúsculo (el proyectil) en medio de un cosmos infinito, Verne consigue que sus viajeros parezcan realizar su navegación desde un cómodo salón burgués, sólo que un poco más estrecho. Que resulte convincente es una de las magias entrañables del universo verniano.
No puedo acabar este artículo sin hacer referencia a esa novelita que supone una especie de continuación o segunda aventura de los héroes del Gun-Club. Esta historia lleva por título original el de Sans dessus dessous (1889), un juego de palabras difícil de verter de modo literal: significa algo así como «todo revuelto» o «patas arriba», como indica el editor que le dio el título de Sin arriba ni abajo (en Orbis, que es la versión en que yo lo he leído y de ahí que lo mantenga en este artículo), pero en España ha sido rebautizada más bien como El eje de la Tierra o El secreto de Maston.
Pese a su modestia, hablamos de una de las novelas más desconcertantes del autor. Y es que Verne recoge a los héroes de una de sus más notorias novelas para convertirlos en los ejecutores de un proyecto que es la exacta parodia del mítico viaje a la luna. Una vez más, los miembros del Gun-Club —aquí bajo el nombre comercial de Barbicane & Cía— se embarcan en la elefantiásica tarea de lanzar un proyectil… que cambie el eje de la Tierra. Argumento cuyo origen, significativamente, se encuentra en la novela «madre», donde era expuesto por el mismo Maston en un momento de eufórico frenesí durante el famoso discurso en que Michel Ardan explica su proyecto de viajero estelar a la enfervorizada masa que lo ha recibido en Florida.
¿Lo hacen por interés científico, por demostrar las cualidades ciclópeas de la invención humana o por algún objetivo humanitario? Pues no… Lo hacen sencillamente para que las tierras circumpolares (que la sociedad comercial ha comprado en subasta pública; subasta organizada por ellos mismos, curiosamente) dejen de estar cubiertas por los hielos eternos y se permita así el acceso a los (se supone) inagotables yacimientos carboníferos que se encuentran ahora mismo inaccesibles. Lo inenarrable de Sin arriba ni abajo es la inusitada complacencia del escritor en anular el buen efecto creado hacia sus criaturas, para someterlas a la execración pública: una vez descubierto el contenido real de los planes de Barbicane y los suyos (inicialmente aplaudido por toda América por mero prurito nacionalista), el mundo entero se lanza a la búsqueda y captura de los ahora odiados artilleros, teniendo que conformarse con aprisionar al secretario perpetuo del Gun-Club, de nuevo el inefable J. T. Maston, el autor de los cálculos que permiten a Barbicane y Nicholl llevar a cabo su mastodóntico proyecto. (Por cierto, que no por nada el francés Michel Ardan no aparece en esta historia.)
Ahora bien, tal vez Sin arriba ni abajo no sea tan extraña. Verne retoma el contenido satírico de De la Tierra a la Luna, pero el cariño que desprenden sus páginas aquí se ve reemplazado por un sarcasmo tan amargo que su lectura se vuelve muy incómoda: es la diferencia que va de la ironía al sarcasmo, de un concepto de la vida que todavía resplandece de gusto por el asombro a otro atravesado por la amargura.
De hecho, esta novela sirve de inmejorable ejemplo del notable cambio que, a lo largo de su obra, experimenta la mirada del autor sobre la ciencia. Los expertos vernianos siempre distinguen dos etapas en su literatura: una primera (a la que se corresponden sus obras más famosas), en la que la ciencia es el indispensable camino del hombre hacia el progreso y la superación de sus límites, y una segunda en que aquélla vendría a revestirse de connotaciones sombrías, convirtiéndose en un instrumento al servicio de la destrucción y el egoísmo humano. (La estupenda novela Los quinientos millones de la Begum, de 1879, es a juicio de Miguel Salabert la bisagra entre ambas.) Lo llamativo es que el novelista utilizara a los mismos personajes de la obra que supone el mayor canto al progreso científico para denunciar todo lo contrario.
Y es que Sin arriba ni abajo no deja un títere sin cabeza: el orgullo nacionalista y por ende imperialista (de todos los países, aunque una vez más sea Inglaterra la que se lleva las mayores pullas), el feroz etnocentrismo del mundo occidental (el autor insiste en lo poco que les hubiera importado a sus habitantes el desastre de afectar solo a pueblos tan poco «civilizados» como los chukchis, los samoyedos, incluso los chinos y los japoneses…), la fiebre comercial del alma americana (es el título en el que peor parados salen los habitantes de un país que por lo común siempre concitó la mayor de las simpatías en Verne), la vacuidad de las masas, dispuestas a derribar con saña un día lo que el anterior ensalzaban con pasión… Por descontado, también brilla con fiereza la tradicional misoginia del autor, aquí bajo la forma de una viuda millonaria, irremediablemente enamorada de Maston hasta la extrema molestia y que será la culpable de haber distraído al sabio de sus cálculos provocando el error que «salvará» al mundo de la catástrofe a que pretendían conducirla Barbicane & Cía. Eso sí, el pobre matemático acabará purgando su error con el peor de los castigos: el matrimonio con la misma mujer que lo provocó.
Genial la entrada. Una sola puntualización: Verne siempre es tan tremendamente exacto en todas sus novelas. De hecho, el ombú que aparece en Grant y en el que se cobijan los personajes todavía existe (o existía hace unos años).
Y esa exactitud la conseguía mediante un trabajo de documentación puramente libresco, sin wikipedias ni internet… Admirable Verne, por muchas razones, pero entre las más importantes por el respeto que sintió siempre hacia ese lector al que, noblemente, pretendía transmitir su pasión por conocer el mundo.
Muchas gracias por tus palabras.
De la tierra a la luna solo había llegado a leer la primera parte, quedándome bastante desconcertada al encontrarme con una historia incompleta que no esperaba. También había notado cierto humor y antibelicismo en un autor del que se había presentado una imagen unicamente centrada en el aspecto de anticipación y aventuras.
La mención a los españoles en algunos libros, por suerte, parece que ahora se conserva. En la edición de Seix Barral de Hector Servadac (aunque no estoy ahora al cien por cien segura de que fuera este título), también salía un grupo de peninsulares a los que no les importaba mucho encontrarse en un pedazo de tierra separada del planeta. En todo caso, el Gun Club, y todos los matices que me había perdido en los dos o tres libros suyos que leí en su día y que ahora repasas, me ha animado para al menos, leer algo suyo en su idioma original.
Yo en cambio descubrí a través de las ediciones de Anaya Tus Libros que eran dos libros publicados con cuatro años de diferencia, pues mi versión en Molino las incluía a ambas. En cuanto a «Hector Servadac», la visión que da de los españoles es bastante tópica, pero eso sí, muy divertida: son unos perezosos incultos a los que ni es necesario explicar con detalle lo que ha sucedido porque sólo se interesan por bailar, cantar y reír (¡si son de mi tierra, andaluces!), aunque, eso sí, por lo menos resultan leales y no dan problemas como los de otras nacionalidades.
Por cierto, qué envidia poder leer a estos grandes escritores en su lengua…
José Miguel, eres un amigo. Gracias de nuevo por tu blog, siempre documentado y lleno de cariño, en las antípodas de la pedantería.
Te propongo un tema: Las aventuras de Arthur Gordon Pym de Poe y la continuación que realiza Verne, La esfinge de los hielos.
La novela de Poe, todo lo irregular e inconclusa que quieras (a diferencia de sus cuentos), la releo con fruición. Sus delirios etílicos me embriagan, si puedo decirlo así. Uno tras otro: el primer naufragio de los jóvenes tras una borrachera; las alucinaciones de Pym cuando viaja de polizón en la bodega; la escena del perro rabioso en la misma; el sangriento motín; el naufragio con canibalismo incluído. Y llega a territorios lisérgicos con tibia agua polar de colores, el gigante que señala… ¿qué?; la catarata final. ¡Y ese grito loco… tekelí!
Cuánto quiero a Edgar Allan, cómo me hubiera gustado rescatarlo de la calle.
Poco se queda en mi memoria de la secuela verniana. Una buena novela de marinería y aventuras, que implica, a mi juicio, una comparación odiosa. Prolija sensatez versus un genio malogrado.
Me gustaría tu opinión.
Un abrazo.
PD: También puedes conectarlo con las «montañas de la locura» antárticas de nuestro amado H.P., del cual tienes un buen artículo.
Muchas gracias a lectores cariñosos y entusiastas como tú, por supuesto. La sugerencia que me haces la tengo apuntada, claro, hace mucho tiempo. La «Novela de Arthur Gordon Pym» es uno de los libros cuya lectura me ha tenido más en vilo de toda mi vida, y hace mucho que no he vuelto a leerla, por lo que espero que no tarde en caer. «La esfinge de los hielos» también hace mucho que no la reviso, pero en su día, claro, me pareció que no tenía color al compararla con la fuente de inspiración. Es cierto que Verne sintió devoción por Poe, y que la influencia de éste se puede rastrear en muchas obras, pero desde luego no en cuanto al tono o la atmósfera, y menos cuando pretende realizar una continuación directa… desde un punto de vista «racional». Verne era un grande, pero por supuesto no tenía una versatilidad infinita. En cambio, Lovecraft sí consiguió acercarse mucho más al genio de Providence con su literatura, por ejemplo con su inolvidable «En las montañas de la locura».
Un abrazo a ti también.