La longeva carrera del escritor polaco Stanislaw Lem —desde la segunda mitad de los años 40 hasta finales de los 80— permite una división en, al menos, tres tipos de obras: la novela, el ensayo y el relato breve. En el primer campo se encuentran sus títulos más afamados, comenzando por el emblemático Solaris (1961). En el segundo, menos conocido, se encuentran algunas de sus propuestas más brillantes, pero al mismo tiempo menos accesibles: ensayos o reseñas sobre libros inventados por el propio Lem, y que se encuadran en títulos como Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) o Golem XIV (1981). Tanto en un caso como en el otro, la impresión que dan sobre su autor es de hallarnos ante un escritor de una densidad incomparable, muy amigo de jugar con las ideas, con los conceptos —en el caso de las falsas críticas, con el hándicap, además, de no ofrecer al lector el consuelo de la acción. Un autor que utiliza un género que para el que lo menosprecia parece inferior, o como mucho distendido, esto es, la ciencia-ficción, en su sentido más «duro», o sea, para reflexionar sobre los grandes problemas del hombre del presente. Quizá por ello las cifras de ventas de Lem nunca serán impresionantes (cualquier best-seller del género es fácil que iguale el conjunto de todas ellas en nuestro país), pero, por lo mismo, el gran escritor polaco ha sabido convocar un conjunto (más o menos amplio, y eso sí, repartido por muchos países) de incondicionales que devoran con fascinada admiración todo lo que de él se edita, encantados además de que su obra sea tan numerosa que siempre quedará algo por leer.
Pues bien, para quien pueda sentir reservas por la densidad de estas dos vertientes de su obra, recomiendo entrar por una puerta más ligera (lo cual no quiere decir que sea más superficial: es una mera cuestión de accesibilidad), que son sus cuentos. Y en concreto, un par de colecciones que, divididas a su vez en dos libros, versan sobre un universo en el que los robots son la especie dominante —Fábulas de robots (1964) y Ciberíada (1967)— o sobre las aventuras de un viajero estelar llamado Ijon Tichy: los Diarios de las estrellas. En ellos, el lector encontrará a un Lem de deslumbrante ligereza narrativa, inaudito reproductor de las formas estilísticas de dos géneros de tanta tradición en la literatura de todas las épocas como el cuento de hadas o el relato satírico. Ambas obras ofrecen páginas que se devoran en pocos minutos, que desbordan de un sentido del humor tan inteligente como regocijante, que poseen al mismo tiempo una capacidad evocativa que enseguida sabe cómo hacer temblar la espina dorsal de los amantes de las historias espaciales, esas pobladas por asombrosas civilizaciones interplanetarias, audaces viajeros del cosmos, paradojas temporales, etcétera.
Sabido es que el gran tema que recorre la ciencia-ficción de Lem es el relativismo de la visión antropomórfica de la realidad, y en relación con él, la imposibilidad de comunicarse, o siquiera comprenderlo, con aquello que no encaja dentro de esos parámetros de lo humano. Grandes novelas como Edén (1959), Fiasco (1986) o la misma Solaris son buena muestra de ello. Pues bien, y del modo más divertido y consecuente, en estas dos colecciones de cuentos, situándose supuestamente bajo la perspectiva de algo tan poco humano como un robot, supo Lem demostrar que nos es imposible encarar el mundo con otra perspectiva que no sea ese antropomorfismo en apariencia tan reductor.
Los protagonistas de Fábulas de robots (1964) y de Ciberíada (1967) son, casi exclusivamente, seres artificiales de la más variada apariencia, personalidad o idiosincrasia: robots. Pero robots que, salvo por su constitución metálica, por sus circuitos, por sus «hábitos» alimentarios, son por completo humanos, comenzando por la posesión del libre albedrío. El universo en el que se mueven es un universo cibernético, en el que, eso sí, también hay otras criaturas, que tal vez los crearon en un pasado muy muy lejano, pero a las que ahora desprecian considerablemente e incluso exhiben como fenómenos de feria: los paliduchos, o rostropálidos. O sea, el ser llamado hombre.
La primera de las dos colecciones, Fábulas de robots, tiene como rasgo principal que Lem otorga a sus relatos el aire de un cuento de hadas clásico. Los personajes protagonistas son reyes (sobre todo, reyes caprichosos y tiránicos: muy poco recomendables), princesas (muy enamoradizas, claro), nobles héroes, principescos o no, en busca precisamente de la princesa de sus sueños, ambiciosos consejeros que sueñan con derrocar al rey al que sirven con hipócrita servilismo, guerreros a la busca de un tesoro casi imposible, sabios concentrados en la resolución del secreto de la vida… El mundo en que se desarrollan sus andanzas, por mucho que nos haga viajar entre planetas y estrellas, entre nebulosas y constelaciones, es un correlato bastante exacto de nuestro entrañable medievo, el medievo de los cuentos de hadas, el que todos aprendimos de pequeños en las historias o en las películas de la Bella Durmiente, de Blancanieves o del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda.
En esas fábulas brilla con luz propia un sentido de la onomástica absolutamente deslumbrante, que se basta por sí solo para otorgarle el peculiar sabor del cuento infantil. Nombres como los de la princesa Aurentina, el sabio Dióptrico, el rey Cruelio, los reinos de Crionia, Acuacia o Ciberia, o los pueblos de los platinidas o los seléctritos son buena muestra de ello. (Por supuesto, reconocimiento admirado a la labor de la traductora al español de estas historias y de todas las otras de que trato en este artículo, la inconmensurable Jadwiga Maurizio, dueña asimismo de una prosa de una ligereza muy especial.)
Los últimos tres relatos de las Fábulas están protagonizados por los dos personajes que serán los protagonistas de Ciberíada, los constructores Clapaucio y Trurl. Por constructores se entiende a dos ciber-ingenieros capaces de crear cualquier prodigio mecánico: Lem dice de ellos, en las primeras líneas de Ciberíada, que a ellos «crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces». Y, desde luego, esos relatos dan buena fe de tal aseveración. En su cuento de presentación, incluso, se riza el rizo: Trurl crea una máquina que sabe hacer todas las cosas que empiezan con la letra «n», y le pide a su amigo y al mismo tiempo rival Clapaucio que la ponga a prueba. Tras pedir cosas sencillas (como nimbos, natillas, ninfas, nociones científicas o negativos), Clapaucio le pide que haga Nada… y la todopoderosa máquina comienza a destruir el universo para reducirlo justo a eso, a la Nada. Este deslumbrante relato, titulado Cómo se salvó el mundo, de poco más de ocho páginas, es una desternillante expresión de la pura esencia de la sátira «lemiana».
Trurl y Clapaucio no son intercambiables. El primero, realmente más protagonista que el segundo, aparece caracterizado como un sabio cuyo irascible orgullo le mete en más de un apuro; el segundo, más que actuar como su contrapunto, tiene el papel de socio activo o de testigo necesario, en ocasiones incluso de amigo apagafuegos. Por supuesto, en su relación es fundamental su perenne rivalidad al tiempo que su necesaria amistad, amistad basada más en las desventuras compartidas que en los buenos ratos vividos. Esta relación de amor y odio tiene una de sus más regocijantes expresiones en el relato La gran paliza (último de las Fábulas), en que Trurl crea una Máquina de Cumplir Deseos y se la envía a Clapaucio. Éste ordena a la Máquina que cree una réplica del mismo Trurl… sólo para molerla a palos. La gracia, claro, estriba que ese pseudo-Trurl es el mismo Trurl, que ha intentado jugarle una mala pasada a su amigo y ahora tendrá que disimular, para no ver minado su orgullo, la realidad de lo ocurrido.
Sin duda, a Lem le gustaron esos dos personajes, de tal modo que les dio ya un libro consagrado a su protagonismo absoluto, el que lleva por título Ciberíada, cuya fecha de publicación es sólo tres años posterior a aquél. Ciberíada transcurre en el mismo universo robótico y, del mismo modo que los viajes de Ijon Tichy, cada cuento narra, y así se titula, una expedición protagonizada por la pareja o por al menos uno de los dos constructores. Lem recorre así ese espacio poblado por seres artificiales, humanamente artificiales, entre los cuales sus dos personajes siguen demostrando que pueden construir cualquier cosa; de hecho, poseen el Diploma de Omnipotencia Perpetua. A lo largo de esas expediciones, los dos constructores se tropiezan con los mismos tiránicos y caprichosos reyezuelos de las Fábulas, siempre dispuestos a encargarles la fabricación de cualquier engendro que permita sofisticar las guerras y hacer la vida peor a sus súbditos.
En otras ocasiones, sin embargo, es su mismo prurito de superación lo que conlleva a la creación infausta. En la Expedición primera A, Trurl crea un Electrobardo que enseguida hunde el mercado de la poesía por culpa de su inagotable facilidad para versificar bajo cualquier tipo de composición: es un relato de pícaro sabor carrolliano, que permite a Lem exhibir unas notables cualidades para la distorsión de la ortodoxia poética. (Imposibles de valorar en español, claro: en todo caso, hay que volver a aplaudir la magnífica capacidad de la traductora Jadwiga Maurizio.)
La Expedición quinta o Las travesuras del rey Balerión posee un delicioso aroma a lo Hans Christian Andersen. En esta ocasión, Trurl y Clapaucio trabajan para un rey cuya pasión es el juego del escondite y que, habiendo agotado todos los lugares posibles en su palacio, anuncia un premio para quien invente el escondrijo inencontrable. Lo que ofrecen al juguetón monarca es un intercambiador de personalidad, es decir, un aparato que le permite introducirse dentro de otro ser que a su vez ocupe su cuerpo. Todo ello da origen a un estupendo juego de peripecias que, como era de esperar, va complicando los diversos intercambios, y que se desarrolla con esa irresistible ligereza, al mismo tiempo intensamente onírica, del gran narrador danés.
En cambio, el Lem más satírico restalla en esa sarcástica miniatura que es la Expedición quinta A o La consulta de Trurl. En ella, Trurl salva a un pacífico mundo de la monstruosa criatura que amenaza con destruirlo sin necesidad de crear ninguna máquina extraordinaria: sencillamente, haciendo que el monstruo cometa el error de dejarse enredar por el procedimiento burocrático que él mismo ha redactado con el lenguaje más abstruso posible. Ante eso, al monstruo sólo le resta la disolución…
En la Expedición Sexta o Cómo Trurl y Clapaucio crearon un Demonio de Segunda Especie para vencer al pirata Morrón, los dos constructores son atrapados por el ser que recoge el título, quien resulta ser nada menos que un «pirata con diploma», o sea, un pirata que lo que exige a cuantos caen en sus manos es que sacien su sed de conocimientos. Trurl y Clapaucio se libran de él fabricándole el susodicho demonio del título, que no es sino una máquina que va facilitando datos e informaciones de diverso interés con fenomenal rapidez, de tal modo que cuando el fascinado pirata quiere darse cuenta está atrapado por una inagotable montaña de papel perforado, plagada de aquello que tanto deseaba. El cuento no puede evitar evocar nada menos que al Borges de El Aleph en cuanto que, en el momento culminante en que el demonio comienza a funcionar, Lem nos obsequia con una sugestiva e interminable enumeración de prodigios.
Otro de los temas recurrentes de Lem, la fábula utópica, la reflexión sobre presuntas sociedades ideales, tiene su cauce en el relato que cierra el libro, Altruicina, o una historia verdadera donde se cuenta cómo el ermitaño Bonifacio quiso hacer feliz al Cosmos y cuáles fueron los resultados. Clapaucio crea, para un ermitaño con deseos de imponer una filantropía universal en el lejano planeta donde se ha retirado, la sustancia que enuncia el título y que no es sino una droga que actúa de modo telepático para hacer que todos cuantos la han probado posean la capacidad de sentir lo que sienten los demás. Por supuesto, las consecuencias no serán las previstas por el ermitaño. El dolor del parto de una vaca, la tristeza insondable de un depresivo, el sufrimiento inconsolable de una viudad, y así un largo etcétera, provocan un daño desolador en las masas cuya víctima final será el mismo ermitaño, el cual, por ser un robot, no tiene esa multiplicada capacidad empática, de tal modo que, por pura rabia de sus víctimas, acabará completamente maltrecho.
Sin embargo, mi favorita es la historia —integrada a su vez en el cuento-contenedor Cuento de las tres máquinas fabulistas del rey Genialón— en la que Clapaucio encuentra a un viejo ermitaño robótico, que vive en las más completa soledad y en el más estremecedor abandono, y que le va a contar cómo su vida ha consistido en una infortunada sucesión de intentos por demostrar al universo entero que es el pensador más genial y original que haya existido nunca. Bajo los rasgos de este impagable Cloriano Teoricio Clapostol, Lem realiza una salvaje y divertídisima parodia de nada menos que del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer, quien también soñó con revolucionar la historia de la filosofía y que, sin embargo, vio cómo pasaba la mayor parte de su vida sin que apenas nadie hubiera reparado en su genial existencia.
Los dos libros de cuentos, por lo tanto, constituyen una verdadera delicia: leerlos y releerlos sólo trae felicidad. Y, con todo, hay que tener en cuenta que son solo un aperitivo de cara a la formidable maravilla que son las historias de Ijon Tichy. De ellas hablaré en mi próxima entrega.
Las excelentes ilustraciones que aparecen en este comentario pertenecen a Daniel Mroz (1917-1993) , excelente diseñador y dibujante polaco, y fueron realizadas para la edición original polaca de Ciberíada.
He leído el de cuentos de robots.
A mi que sean prácticamente cuentos clásicos protagonizados por robots me parece una buena muestra de la prohibición soviética sobre el género fantástico. De no ser por ella, probablemente las hubiera escrito como cuentos clásicos. De hecho, Lem decía que la ciencia ficción le parecía un género infantil, al menos en como lo encaraban los yankis en general, que si el escribía ese género era mas que nada porque era el género al que se permitía mayor libertad creativa en la URSS
Supongo que es una errata cuando hablas de la prohibición soviética sobre el género fantástico, salvo que te refieras más bien al terror que a la ciencia-ficción (y sin embargo, tampoco es así), pues en este terreno el mundo comunista en general vivió una auténtica edad de oro. Lem no era soviético sino polaco, y desde luego yo también estoy convencido de que su acercamiento a este género (y el de otros, como los hermanos Strugatski) se produjo por las trabas de la censura comunista a cualquier tipo de acercamiento a la «realidad» desnuda de su tiempo. De hecho, Lem tuvo muchos problemas para publicar su primer libro, «El hospital de la transfiguración», y eso influyó mucho en que abrazara la ciencia-ficción, sobre todo tras el éxito de «Astronautas» (en breve publicaré un artículo sobre este libro, en el que precisamente abordo esta cuestión).
En cuanto a que pensara que le parecía un género infantil, es verdad que lo dijo, pero en relación a los escritores estadounidenses (los cuales, haciendo honor a ese infantilismo, se enfadaron y lo expulsaron de su Asociación, de la que era miembro honorario). Solo salvó a Philip K. Dick.
No, me refería a fantasía en plan épocas pasadas, magia y misticismo, como Tolkien o Robert Howard. No conozco nada de estos en la época soviética, de echo, lo único que he visto de fantasía rusa (Volkodav, un pastiche de Conan y Lord of Rings) muestra que el género está en pañales ahí.
A menudo pienso en fantasía y scify como géneros diferentes, aunque ciertamente en el fondo son muy similares, simplemente difieren en la fuente de lo que permite lo que en la realidad es imposible. Je, aunque la scify hard tiene ese atractivo de tratar de imaginar un motivo plausible de como puede darse eso que ahora no es posible, cosa que no sucede en la fantasía convencional. La scify soft sí es mas cercana a esta.
Je, lo sé Felipe Picha Afín aportaba sin duda una perspectiva muy diferente a la comunista e interesante desde su posición de drogadicto diseccionando las miserias del capitalismo. Hablando de drogas, te dejaré un comentario en Clark Ashton…
Yo tampoco conozco, en la URSS, fantasía del género que señalas (hay un autor llamado Aleksandr Grin, del que he leído muy poco, que creo que tiene cosas en ese sentido). Por no conocer, no conozco siquiera al tal Volkodav, y mi rastreo en la Red me lleva a la película rusa del 2006 a la que sin duda te refieres, pero de la que no sabía nada. Iré al artículo de Clark Ashton Smith, claro.
Reblogueó esto en David Queraltó.