Nunca he compartido el entusiasmo generalizado de que ha gozado el francés Jean Renoir entre crítica y cinéfilos —no sé si tendrá que ver pero, siendo un entusiasta del impresionismo, me pasa igual con el célebre padre del cineasta, el pintor Auguste Renoir. Es posible que esa apreciación sea injusta puesto que reconozco tener grandes lagunas en mi conocimiento del realizador: pero si este hombre no ha provocado en mí esa fiebre propia de la cinefilia que es la necesidad del «completismo» es porque las que pasan por ser sus obras fundamentales no han despertado mi estímulo. Me refiero a las tres películas que siguen siendo las más prestigiosas de su carrera —La gran ilusión (1937), La regla del juego (1939) y El río (1951)—, las cuales, por distintas razones y en diferente grados, no me convencen. Pues bien, como tantos cineastas europeos que tuvieron que huir del nazismo, Renoir también vivió su etapa en Hollywood, que se saldó con cinco películas que al mismo director le resultaron profundamente insatisfactorias, en unos casos por toparse con la falta de libertad propia de la llamada Meca del Cine y en casi todos por la mala acogida que, en general, tuvieron. Y es verdad que son obras muy irregulares, arrítmicas, capaces de unir sin solución de continuidad lo sublime con lo mediocre. Sin embargo, me parecen más atractivas que las obras europeas que conozco de él, puesto que me despiertan sensaciones que no encuentro en estas: emoción, sugestión y una profunda valoración dramática de su elaboración visual. Por el momento, los días americanos de Renoir me parecen más interesantes que sus años europeos.
Advierto, de entrada, que no voy a comentar una de ellas, Memorias de una doncella (1946), por la razón de que nunca la he visto. Las otras cuatro, en cambio, las he revisado bastantes veces a lo largo de mi vida: se trata de Aguas pantanosas (1941), Esta tierra es mía (1943), El hombre del sur (1945) y Una mujer en la playa (1947). De ellas, las tres últimas ni siquiera conocieron estreno español en su época, de ahí que los títulos por los que son conocidos sean los de sus emisiones por televisión.
Aguas pantanosas (1941)
Exiliado en Hollywood como consecuencia de la ocupación alemana de Francia, Renoir, que contaba en Estados Unidos con el apoyo del famoso documentalista Robert J. Flaherty, consiguió enseguida un contrato importante con el gran factótum de la 20th Century-Fox, Darryl F. Zanuck. Es más, una vez elegida la historia, escrita nada menos que por Dudley Nichols, por entonces guionista habitual de John Ford, Renoir consiguió de Zanuck la insólita aprobación para rodar los exteriores en los pantanos de Okefenokee, en Georgia, escenario de la historia. Ahora bien, pese a esta importante concesión, el director francés inevitablemente no tardó en descubrir que, dentro del sistema industrial de Hollywood, no era posible la libertad a la que estaba acostumbrado en Europa (por ejemplo, la firma del guion o la decisión sobre el montaje final), con lo cual dio comienzo la crónica del desencanto que acabó suponiendo para él esta etapa.
Esta «opera prima» en tierras estadounidenses, Aguas pantanosas, no suele recibir mucha atención entre los exégetas del director, seguramente porque este, por las razones antedichas, tampoco la tenía en mucho valor, pero supone una película francamente estimable y de una sencillez poco habitual en el cine de su director, que le viene muy bien a la trama elegida, tan del gusto del francés: el retrato de una comunidad de gentes sencillas, incluso primitivas, cuyo ámbito vital está fuertemente condicionado por el agua. De hecho, los mejores momentos del film coinciden con todas y cada una de las escenas filmadas en Okefenokee, pues cuando la película lo abandona el interés desciende un tanto y tiene que recurrir ya a unos recursos melodramáticos que no terminan de convencer.
Como sucede con varios de los títulos estadounidenses del autor, su arranque es inmejorable: el retrato inicial del joven Ben Ragan (prototipo de otros personajes de aroma primigenio del autor), el conflicto con ese padre dispuesto a afirmar su arbitraria autoridad por encima del cariño y del respeto debidos (aunque hay trampa: se tiene claro desde el primer momento que al final el amor filial resplandecerá) y, sobre todo, las andanzas del primero por el pantano y su encuentro con el prófugo que lleva muchos años escondido ahí, poseen una notable fuerza dramática y un conseguido espesor visual. Por cierto, que el gran Walter Brennan (que encabeza el cartel, quizá por única vez en su carrera), hace una excelente creación de este, con ciertos aires a lo Ben Gunn, el entrañable abandonado de La isla del tesoro, de Stevenson.
Ahora bien, enseguida el guion dedica demasiado espacio a la vida sentimental del joven Ben (con una extravagante digresión que ocupa a su madrastra y a un pretendiente encarnado por John Carradine, y que no parece tener más sentido que facilitar, hacia el final, el pretexto para exculpar al fugitivo de su delito). Es verdad que el encanto que desprende la pareja formada por unos jovencísimos Dana Andrews y Anne Baxter consigue que, al menos, su romance se contemple con indudable simpatía, pero las convenciones son demasiadas (por ejemplo, el personaje de la novia despechada del joven, que acaba precipitando el descubrimiento de la existencia del prófugo). La parte final, por ello, deviene un tanto tópica y precipitada, y se adivina cuanto va a pasar. Con todo, esto no impide que el resultado global de la película sea de lo más grato, contribuyendo a ello el excelente casting de secundarios reunido.
Esta tierra es mía (1943)
¿Existen los films —o los libros, o las obras de arte en general— «necesarios»? Por lo general, este adjetivo suele utilizarse para dejar bien claro al lector de una crítica que, si uno está en desacuerdo con el aprecio incondicional que debería tenerse por el objeto de tal ditirambo, es que desprecia la razón de esa necesidad, que suele corresponderse con alguna cuestión moral o ideológica que exige conformidad sin análisis. Ahora bien, se entiende que Renoir sintiera la perentoriedad de hacer Esta tierra es mía: ¿quién podía sentirse más concernido por una denuncia de la Ocupación y del Colaboracionismo, en su sentido a la vez literal y simbólico, como este francés que huía precisamente de un país ocupado donde los colaboracionistas habían florecido con desalentador encono? Prueba de ello es que constituyó una pequeña productora con su amigo, y de nuevo guionista, Dudley Nichols, para filmarla sin interferencias. El resultado, sin embargo, no obtuvo la repercusión que esperaba y, de hecho, cuando por fin llegó a su patria, fue acogida con una desagradable hostilidad, quizá porque, en ese momento de euforia tras la liberación en que el relato oficial dictaba que todos los franceses «corrientes» habían resistido al enemigo desde el primer momento, el retrato que efectuaba esta película resultaba del todo inoportuno.
Renoir y Nichols sitúan la acción «en algún lugar de Europa», en una pequeña y prototípica ciudad francesa, que por tanto no necesita ser identificada. En ella vive un profesor ya maduro y solterón, Albert Lory, pusilánime ante cualquier tipo de imposición, que vive bajo las faldas de su absorbente madre, la cual contempla con franca hostilidad el abierto amor que su hijo siente por su vecina y colega, Louise, que es además mucho más joven que él. Lo que cuenta Esta tierra es mía es el proceso de descubrimiento del valor interior por parte de Lory, tanto para enfrentarse a ese invasor al que hasta entonces temía como para hacer que su nueva luz ilumine a los demás. Un mensaje dirigido evidentemente al público que iba a ver la película, el estadounidense, todavía refugiado en la cómoda neutralidad, y al que Renoir quería alertar de que ya habían sido «invadidos», al contar entre ellos con simpatizantes (obtusos o interesados, los dos tipos de colaboracionistas que denuncia el film) del fascismo.
El deus ex machina de dicha redención lo será la acusación de un asesinato que no ha cometido: el del colaboracionista Lambert, prometido de su amada y delator del hermano de esta, el saboteador que estaba volviendo loco a los alemanes. La defensa que Lory hace de sí mismo durante el juicio, en principio sin más propósito que poder aclarar la verdad a su adorada Louise, lo llevará a descubrir que el interesado propósito de los ocupantes de fingir normalidad permitiendo que la administración de justicia siga en manos de los franceses le ha concedido una inesperada tribuna desde la cual denunciar la iniquidad de aquellos: cuando quieren cerrarle la boca ya es demasiado tarde.
Esta tierra es mía ni puede ni quiere ocultar el evidente enfatismo de su denuncia, que no deja el menor resquicio a la sutileza mediante recursos que incurren en lo puramente parvulario. Ahora bien, quizá lo más discutible radique en su (comprensible, dado los tiempos que se vivían) identificación del heroísmo con la dignidad, para dejar bien claro que todo cobarde, si no abyecto, sí es patético en grado extremo. Para ello, y como ya indicaba la elección de un actor tan absolutista como Charles Laughton (por lo demás, espléndido), se exagera el completo patetismo de Lory, para que así resplandezca mejor su redención final, que además lo será en todos los sentidos. Es decir, su pusilanimidad provoca que sea incapaz de controlar a su propia clase (darse la vuelta hacia la pizarra significa que lloverá sobre él todo tipo de proyectiles) y su cobardía se exagera hasta lo indecible (en el refugio antiaéreo, ante el estruendo de las bombas, solloza aterrado entre los brazos de su madre, ante la burla de sus alumnos). Es más, rizando el rizo, está a punto de darle una apoplejía cuando, para disimular frente a los nazis, se le da un cigarro: lógicamente, su redención vendrá simbolizada por otro pitillo que ahora sí aguantará como un hombre. Y todavía más discutible: el heroico Lory conseguirá lo que no pudo el débil Lory, esto es, el amor de Louise.
El resto de personajes no es mucho más complejo, desde el modo en que la veterana Una O’Connor resuelve el papel de la madre dominante al carácter abiertamente explicativo de todos los diálogos y por tanto el maniqueísmo de los personajes que los pronuncian, sobre todo el colaboracionista Lambert (magnífico, como siempre, George Sanders) o la apasionada patriota que es Louise (Maureen O’Hara, la cual, eso sí, hace perfectamente natural su insobornable pasión). Es posible que el único personaje medianamente sutil sea el del culto comandante alemán Von Keller (el excelente Walter Slezak, estupendo villano de múltiples títulos de la época), que compone un tipo que desprende incluso simpatía, letal simpatía, así como una inteligencia muy superior a todos cuantos le rodean.
Ahora bien, lo he dicho muchas veces, un guion puede tener más agujeros que una silla carcomida y sin embargo dar pie a una buena película si el director encargado de su realización consigue transmitirnos que estamos ante el mejor libreto del mundo. El cine, el arte, puede ser muchas cosas, pero cuando hay convicción puede permitirse prácticamente todo. Y es evidente que Renoir creía sin fisura alguna en lo que estaba filmando, transmitiendo a la historia la credibilidad que, en rigor, le falta. Es más, incluso brilla su trabajo como narrador visual (algo en lo que creo que siempre flojean sus películas), destacando una escena absolutamente memorable, la del suicidio de George Sanders, precedido por unas bellas imágenes que lo redimen un tanto de su atribulada mezquindad (y, de nuevo, recurriendo a un simbolismo que, pudiendo incurrir en la simplicidad, lo que hace es revestir las imágenes de bella nobleza: antes de coger la pistola, Lambert abre la ventana para dejar volar la paloma que uno de sus empleados, por el mero deseo de bienquistarse con su superior, había cazado para regalársela para la cena).
La prueba del triunfo de la película se encuentra en la fuerza que posee toda su parte final, con los sucesivos discursos de Laughton, en rigor inverosímiles desde el punto de vista argumental —¡cómo iba cualquier autoridad ocupante que se precie, encima con la fama de crueldad de los nazis, a conceder al enemigo semejante oportunidad de rearme moral!— y claramente concebidos para provocar la reacción del público estadounidense. Sin embargo, un Laughton sublime consigue emocionar del modo más lícito, primero con sus speeches ante el tribunal, y por último, leyendo la revolucionaria Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ante sus ahora rendidos alumnos en la última clase de su vida. Es el triunfo, insisto, de la convicción frente a la lógica.
El hombre del sur (1945)
Pese a lo ambiguo de su título —el rebautizo televisivo español parece sugerir un western protagonizado por un pistolero carismático, pero el original tampoco ayuda mucho: en rigor, no solo es sureño el personaje central sino cuantos le rodean, pues que se sepa toda la película transcurre en el sur—, The Southerner narra los intentos de una familia de agricultores, los Tucker, por sacar adelante su humilde granja en los reconocibles días de la Depresión. Esta historia, como no puede ser de otro modo, enseguida evoca el recuerdo de emblemáticos clásicos del cine estadounidense en la memoria de todos, en especial el díptico que John Ford había dirigido apenas un lustro atrás, constituido por las irrepetibles Las uvas de la ira (1940) y La ruta del tabaco (1941). De hecho, esta película diríase concebida justo después de haber asistido a un programa doble de las anteriores, por cuanto parece una amalgama de ambas, con su combinación de lo trágico y lo cómico, su canto por las gentes sencillas o el lirismo con que esboza la relación entre los individuos y el medio en que viven. Jean Renoir no pudo no verlas. ¿Podemos decir entonces que nos hallamos ante eso que se llama «capricho artístico», mediante el cual un autor bien consciente de su condición de tal decide hacer suyo un planteamiento en principio ajeno que le ha fascinado? Sí y no, por cuanto, como han hecho los entusiastas del autor, en su filmografía anterior ya existe esa mirada de solidaridad hacia los desheredados y el mismo hálito documentalista que (evidentemente estilizado: estamos en Hollywood) persiguen las imágenes. Y no digamos ya la importancia, tanto argumental como dramática, del río junto al cual se instala la familia protagonista, que no puede sino retrotraernos a ese film que todavía no había rodado, pero por el que tanto se lo recuerda hoy: El río (1951).
Los primeros veinte minutos de El hombre del sur contienen (dentro de lo que yo he visto, claro) lo mejor del cine de Renoir. No solo existe en ellos un maravilloso sentido de la descripción de personajes sino que consigue transmitirse que la decisión del cabeza de familia, Sam Tucker, de abandonar su trabajo como peón para cultivar su propia tierra no solo persigue una mejora material, sino que encierra un sentido moral y espiritual: el propósito de progreso del hombre es el camino hacia la dignidad. Las primeras imágenes funden de modo indeleble el lirismo y la tragedia, convirtiéndolas en elegía: la belleza del campo de algodón no puede esconder la dureza de la faena de recogida, que nada más iniciarse la historia provoca la muerte del tío de Sam (pocas veces en el cine se ha sabido transmitir mayor sentido del respeto al contar los últimos momentos de un pobre desheredado: serán sus últimas palabras las que impulsen al protagonista a emprender su proyecto), quien además será enterrado en una tumba sin losa, porque esto es un lujo de ricos, cerca de los mismos algodonales de los cuales parece seguro que nunca se alejó mucho en su vida.
Del mismo modo, la llegada de los Tucker al rincón junto al río donde van a instalarse es inolvidable. Renoir la dibuja con una fuerza lírica y expresiva que sabe entroncar muy bien con ese espíritu de los primitivos americanos que, sin duda, se encontraba dentro de su propósito de partida. Así, la destartalada casa, que apenas se mantiene en pie y tiene incontables rendijas y agujeros, y el inútil pozo que se sitúa a su vera son presentados mediante un conjunto de magníficos movimientos de cámara y de planos sin presencia «humana» que pueden ser interpretados como planos subjetivos pero que también saben sugerir, con sentido mágico, que sus nuevos moradores traen consigo el hálito de la humanidad que complementa (y ennoblece) el ciclo de la naturaleza: en este erial inhabitable no tardará en reiniciarse una nueva sinfonía de la vida.
Y en efecto, no tardan en hacerlo. Es maravilloso el plano en que todos los Tucker encienden por primera vez su estufa: el calor que mana de ella diríase que no lo hace por la cerilla que le acercan sino por la profunda ilusión de la familia. Toda la secuencia, además, se ve coronada por un oportuno sentido de la distensión, centrado en torno al personaje de la gruñona abuela (estupenda Beulah Bondi, un año después madre de James Stewart en ¡Qué bello es vivir!), quien se niega a entrar en semejante antro, decidida a quedarse sentada el resto de su vida en su butaca sobre la camioneta en que han hecho la mudanza hasta. Con estupendo sentido de la comunidad familiar, Renoir se las arregla para que los planos de su familia, preparando la cena, la incluyan al fondo del encuadre, dándoles la espalda pero anticipándose, claro, que no tardará en unirse a ellos… aun cuando sea porque enseguida romperá a llover a cántaros.
Si toda la película hubiera estado a la altura de esos veinte minutos iniciales, sin duda estaríamos hablando de una obra maestra imprescindible. Por desgracia, no es así: el resto de la película, aun recuperando a ratos el destello inicial, carece de la misma fuerza y consistencia, en especial por la disformidad esencial de sus elementos argumentales y dramáticos. El coro de secundarios nunca está a la altura de la familia central y los intermedios humorísticos bordean lo penoso, fracasando así esa combinación entre lo distendido y lo trascendente que tanto bordaba John Ford. Hay personajes que aparecen de pronto sin que sean necesarios (la madre del protagonista) y, sobre todo, flota sobre las imágenes un aroma de didactismo que resulta muy fastidioso (el personaje del amigo obrero no tiene más sentido que ofrecer una parabólica defensa de la comunión entre campesinos y proletarios). Además, fracasa la ilustración del fundamental conflicto con ese cerril vecino, ahora próspero granjero, que ve reflejado en Sam sus duros comienzos (perdió a su esposa y su hijo) y se niega a ayudarlo, porque para él supone una ofensa que pueda triunfar con más facilidad que él. Con todo, el destino de los Tucker nunca deja de importarnos y las imágenes mantienen la misma belleza en todo momento (la parte final, con el desbordamiento del río, así lo prueba), de tal modo que El hombre del sur, aun sin estar logrado, deja un excelente recuerdo en la memoria.
Una mujer en la playa (1947)
Los continuos contratiempos que Renoir padeció en la elaboración de The Woman on the Beach provocaron el cierre de su etapa americana, y no es para menos. Y es que, por encima de la posible impronta de Renoir, el film es un buen ejemplo de esa identidad que los estudios de Hollywood daban a sus productos, para bien y para mal. Así, Una mujer en la playa posee la fascinante textura de ese conjunto de películas, usualmente thrillers con sabor a melodrama, o melos con sabor a thriller, que fabricó la RKO entre finales de los 40 y principios de los 50, caracterizadas por el baile de directores (aunque acreditaran solo uno), el tijeretazo de buena parte de su metraje y el protagonismo de actores de sugestiva presencia: aquí es Robert Ryan, pero bien podría haber sido Robert Mitchum (Ryan añade un toque de perturbación a su personaje, que Mitchum habría trocado por fatalismo romántico). Filmada y vuelta a filmar, amputada hasta el punto de quedar reducido su metraje a los 70 minutos y desvirtuada de diversas maneras, de tal modo que la historia que narra adolece de inconsistencia, con todo las imágenes de Una mujer en la playa desprenden tal sugestión y la situación que plantea está impregnada de tan alucinante turbiedad moral, que lo compensan todo.
Una mujer en la playa narra la relación triangular que se entabla entre un policía costero traumatizado por sus recuerdos de la guerra, un pintor ciego que vive en una casa al lado del mar y la sensual y mucho más joven esposa de este, que fue la que lo cegó de modo accidental y vive desde entonces encadenada a él, en una evidente situación de maltrato psicológico (y, se sugiere muy bien, físico). El planteamiento, sin duda, promete un melodrama tortuoso con derivación criminal, inevitablemente arrimado al noir por la presencia de la siempre fascinante, y ambigua, Joan Bennett en un rol que recuerda sus mujeres fatales para Fritz Lang.
De entrada, el principal acierto de la película radica en el poderoso aroma de autodestrucción que baña a los tres personajes. Es inevitable en ese hombre, Tod Butler, que poco antes era un pintor de gran cotización (irónicamente, esta no ha hecho sino incrementarse, al ser ya un artista con su obra cerrada para siempre) y en esa esposa, Peggy, que se siente atrapada en el solitario paraje donde su marido cree asegurarse mejor su posesión. Pero no lo es menos en la persona del policía, Scott Burnett, un hombre que se sabe al borde de un abismo (padece pesadillas recurrentes dominadas por la muerte y la destrucción, se siente cada vez más alejado de la muchacha con la que está prometido) y que, con inequívoco masoquismo, se complacerá en dejarse arrastrar aún más por el contacto con esa pareja que se intuye experta en juegos de manipulación y dominio, a cuyo lado él no es sino un pobre diablo tosco y fácil de engañar. Esa sugestión nihilista y la turbulenta atracción que siente por Peggy hacen nacer en él la tentación de «liberarla», acabando con la vida de ese tirano de cuya ceguera, además, duda en un primer momento. Por cierto, que pese a la excelente interpretación de Charles Bickford como el pintor, creo que el film habría salido ganando todavía más de escogerse a un actor un intérprete de similar carisma que Ryan, que potenciara el carácter casi animal de la rivalidad que surge entre los dos hombres por la disputa de Peggy.
Otra feliz intuición del film —¿decisión personal de Renoir?, ¿impronta visual del estudio, incrementada por sus intervenciones en el resultado final?— es levantar la atmósfera a partir de la «violenta» relación entre los personajes y el impresionante paraje costero en el que viven. Si en los otros títulos americanos de Renoir (y en el resto de su filmografía) la relación entre el hombre y la naturaleza es armónica, aquí la segunda no puede ser más hostil frente a esos intrusos que, encima, intentan utilizarla para encubrir sus pasiones más oscuras. En este sentido, resulta genial la secuencia en que Scott, montado a caballo (estupenda idea visual que le concede el malsano dominio dramático de la escena: un vidente guiando a un ciego hacia su posible muerte), para probar que el pintor engaña a todo el mundo acerca de su ceguera, lo hace pasear al borde mismo del acantilado, momento resuelto por Renoir mediante una alucinante sucesión de picados y contrapicados. Esta escena, además, es simbólica acerca de la sustancia moral del film, pues el espectador no sabe realmente con quién identificarse ni cómo le gustaría que concluyera tan tensa situación. Dicho de otro modo: ni el matrimonio Butler ni el policía Burnett parecen seres «sanos» por los que sea fácil sentir empatía o compasión, y sin embargo los sentimos muy cercanos y comprensibles, lo cual resulta muy perturbador.
Desde luego, la descompensación y la incoherencia impiden que cristalice la obra maestra que el tema merecía. Por ejemplo, solo queda esbozado un tema que se adivina que podía haber dado mucho juego: el arte como necesidad y como frustración en la vida de ese pintor ciego y de su esposa (lo cual es curioso, teniendo en cuenta la filiación del cineasta con la pintura). Asimismo, el personaje de la prometida de Scott resulta irrelevante cuando se le podía haber sacado mayor partido y el recurso final al fuego purificador resulta convencional, concluyendo la película de modo abrupto y decepcionante. Con todo, Una mujer en la playa se empeña en revolver el poso de nuestra memoria cinéfila con la fuerza incontenible de su aspereza moral y emocional.
Después de su fracaso en Hollywood, Renoir volvería al cine europeo, si bien su siguiente película (que preparó con gran mimo: su versión de la maravillosa novela de Rumer Godden El río) la rodaría en inglés. Su reputación resistió la inquisitorial criba de los «jóvenes turcos» de la revista Cahiers du cinéma que acabarían convirtiéndose en la generación más famosa de la historia del cine francés, la nouvelle vague, los cuales lo consideraron siempre una especie de padre espiritual. Y ahí se mantiene el prestigio del cineasta francés, puesto que El río y La regla del juego han ido compareciendo de década en década en todas las listas de grandes películas de la historia del cine. ¿Lo merece? Después de haber repasado estas cuatro películas americanas, con sus evidentes defectos pero también con sus enormes atractivos, tal vez yo haya encontrado los argumentos que necesitaba para reconciliarme con Renoir (o pelearme definitivamente con él).
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Aguas pantanosas / Swamp Waters. Año: 1941
Dirección: Jean Renoir. Guion: Dudley Nichols, según un relato de Vereen Bell. Fotografía: Peverell Marley. Música: David Buttolph. Reparto: Walter Brennan (Tom Keefer), Walter Huston (Thursday Ragan), Anne Baxter (Julie), Dana Andrews (Ben Ragan). Dur.: 88 min.
Título: Esta tierra es mía / This Land Is Mine. Año: 1943
Dirección: Jean Renoir. Guion: Dudley Nichols. Fotografía: Frank Redman. Música: Lothar Perl. Reparto: Charles Laughton (Albert Lory), Maureen O’Hara (Louise), George Sanders (Lambert), Kent Smith (Paul Martin), Walter Slezak (Comandante von Keller). Dur.: 103 min.
Título: El hombre del sur / The Southerner. Año: 1945
Dirección: Jean Renoir. Guion: Jean Renoir, sobre la adaptación realizada por Hugo Butler de la novela Hold Autumn in Your Hand, de George Sessions Perry. Fotografía: Lucien Andriot. Música: Werner Janssen. Reparto: Zachary Scott (Sam Tucker), Betty Field (Nona), Beulah Bondi (La abuela). Dur.: 92 min.
Título: Una mujer en la playa / The Woman on the Beach. Año: 1947
Dirección: Jean Renoir. Guion: Frank Davis y Jean Renoir; novela None So Blind, de Mitchell Wilson, adaptada por Michael Hogan. Fotografía: Leo Tover y Harry Wild. Música: Hanns Eisler. Reparto: Joan Bennett (Peggy Butler), Robert Ryan (Scott Burnett), Charles Bickford (Tod Butler). Dur.:70 min.
Truffaut admitió en»El cine según Hitchcock» la brecha idiomática que limitó la carrera esadounidense de Renoir. Pero con todo, después de haber visto «Diario de una camarera» de Buñuel entiendo el deencanto suyo por el directorgalo,a pesar de haber contado con Paulette Goddard, que no toene nada que envidiarle a la Moreau. Sin embargo, sigo entusiasmándome con «La Gran Ilusión»,cuyo título es para mí, más allá de la trama, una definición de lo que es el cine.
Pues… no he visto ni la versión de Buñuel ni la de Renoir, aunque antes veré la segunda: prefiero con mucho a Paulette Goddard antes que Jeanne Moreau. Y en cuanto a «La gran ilusión», aparte del espléndido título (que, la verdad, no sé qué tiene que ver con la historia que cuenta: antes de verla, yo imaginaba otro tipo de film), no consigo encontrarle el atractivo que, no solo tú sino múltiples amigos o escritores que valoro mucho, le encontráis. Yo la he visto varias veces, buscándolo, pero me encuentro con una película demasiado larga y desequilibrada (la parte final, fuera de la prisión, me parece que no aporta nada) y con personajes que no terminan de atraerme 😦 )
Cuando Gabin lograatravesar la frontera y mira hacia la Francia ocupada pregunta algo así como: “¿Y dónde están esas líneas y puntos que aparecen en los mapas?”. El compañero le responde que esas líneas llamadas fronteras no existen, ue son inventos de los hombres para tener poder, riqueza y hacer la guerra.
Renoir, y buena parte de Europa creyó que esa sería la última guerra. Pero se equivocaron. Esa fue la Gran Ilusión
Sí, el sentido dentro de la película está claro, pero antes de ver la película, incluso de conocer de ella otra cosa que el título, despierta una serie de sugerencias entre las cuales no estaba, para mí, lo que al final significa. Por ejemplo, el escritor navarro Miguel Sánchez Ostiz utiliza el mismo título para una novela que no transcurre en ambiente bélicos (aunque sí se habla de cinefilia), aprovechando la polisemia de la expresión.
Cuando la vi por vez primera a los 18 años me embelesó, casi que me arrobó A los 70 me aburrió. ¿Cuál sería la visión correcta? ¿Quién envejeció? ¿La película o yo?
Buena pregunta, que me he hecho yo muchas veces ante películas que me han provocado, en la revisión, una impresión bien distinta a la de la primera vez que la vi. Más que envejecer, lo que hacemos es cambiar… lo cual no deja de ser un estímulo para no dejar de revisar nunca las obras de cine o de literatura. Pensar que una primera impresión es para toda la vida sí que es una «gran ilusión» 🙂 .