En la historia del cine encuentro pocos casos de correspondencia más conflictiva entre cine y literatura como el que plantea la adaptación que la 20th Century-Fox emprendió de la novela de Erskine Caldwell Tobacco Road y que entregó al director John Ford. Esta película, penúltima que dirigió este antes de partir a la segunda guerra mundial, siempre ha ocupado un estatus secundario en la valoración de su filmografía —no obtuvo especial repercusión en su día ni posee el atractivo estelar de alguno de los grandes actores a él asociados—, aunque creo que, al menos en nuestro país, es más conocida que la novela original, no en vano ninguna de las reseñas que he podido leer (escritas por críticos españoles) hace la menor alusión, incluso más bien hablan de «respeto», a las profundas divergencias que hay entre ambas. Y es que descubrir el libro cuando, como ha sido mi caso, se ha visto la película (incluso más de una vez) proporciona una completa sorpresa, puesto que, aun respetando los perfiles básicos de los personajes y el curso de sus peripecias, la diferencia es tan radical que incluso puede hablarse perfectamente de traición. La historia aborda las vidas de una familia de granjeros de Georgia, caracterizada por la miseria y la molicie. Ahora bien, si la película los aborda desde un punto de vista entrañable, amparándolos bajo la clásica atmósfera de distendida nostalgia de Ford, con margen sobrado para la esperanza, la novela reproduce a los mismos personajes bajo una mirada misérrima en todos los sentidos, del material al moral, sin posibilidad de redención alguna. Libro y película, por tanto, y pese a los indiscutibles vínculos que comparten, giran hacia direcciones opuestas… y sin embargo, cada una hace honor de modo tan excelente a su propia propuesta que surgen dos obras igualmente válidas. Queda, pues, a juicio de cada lector-espectador su valoración, artística y ética, de la particular alteración del original.
Nacido en 1903 y muerto ochenta y tres años después, la cuna de Erskine Caldwell fue esa misma Georgia atrasada y pobre que aparece en sus libros más conocidos. Su madre era maestra; su padre, ministro presbiteriano, y su oficio itinerante lo llevó a recorrer durante su infancia buena parte del estado. Caldwell sabía, por tanto, de qué hablaba en sus novelas: no solo debió tragarse buen número de sermones del padre (y de la opinión que le merecía el esfuerzo de propagar el temor de Dios —y los métodos…— entre los campesinos ignorantes y embrutecidos da buena fe el personaje de la «hermana» Bessie en El camino…), sino que él mismo había sido peón agrícola en su primera juventud. Fue a la universidad pero no se graduó y después emprendió toda una serie de trabajos, entre los cuales figura el imprescindible de periodista. Teniendo en cuenta sus orígenes, no dudó en militar en el bando de los proletarios, de los campesinos: de los humildes. Sus primeras novelas tuvieron graves tropiezos con esas asociaciones de gentes bienpensantes que tanto gustan, en todos los lugares y épocas, de decirnos a los demás lo que no debemos leer ni ver. Tobacco Road (1932) fue su primer gran éxito, amplificado por una adaptación teatral que se mantuvo en escena ocho temporadas y que fue la que acabó provocando su pase al cine. Su siguiente novela, La parcela de Dios (1933), tuvo aún mayor repercusión y también fue llevada a la escena y posteriormente a la gran pantalla, en este caso con dirección a cargo del gran Anthony Mann, en 1958, si bien el film resultante pasó todavía más desapercibido que el anterior.
Su nombre se incluye dentro de la más prestigiosa generación de las letras estadounidenses, la que forman autores estilísticamente tan distintos como Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck o John Dos Passos, pero a los que une la mirada crítica sobre las desigualdades interiores de un país, el suyo, que tras la primera guerra mundial pasaba a ocupar ese puesto de primera potencia mundial que hoy sigue ostentando. La reputación de Caldwell, sin embargo, nunca ha estado a la altura de los antedichos, de ahí el progresivo olvido en que ha ido cayendo su nombre. En su momento, sin embargo, fue uno de los escritores más vendidos de su país (¿tal vez se encuentre aquí una primera explicación de su opacamiento?). Si durante mucho tiempo fue prácticamente imposible encontrar libros suyos en nuestro país, debe aplaudirse el encomiable esfuerzo de rescate que durante unos años emprendió la modesta y admirable editorial Navona, ofreciendo en su colección Reencuentros varias novelas del autor. Entre ellas, claro, la que ocupa estas líneas, con traducción y prólogo de Horacio Vázquez Rial, y el título de El camino del tabaco.
Se trata de un libro de no muy larga extensión (195 páginas en la edición de Navona) y desde luego más bien parco en peripecias, que narra la crónica de unos pocos días en la vida de una familia de agricultores pobres de Georgia, los Lester. No estamos en los años de la Gran Depresión, como en Las uvas de la ira, como suele creerse al relacionar, por razones obvias, ambas películas, sino en los años 20, tiempos de expansión económica del país… pero no en ese olvidado rincón rural del Profundo Sur donde la explotación del algodón ya no compensa a sus dueños (como el de la precaria propiedad de los Lester), que han abandonado sus tierras para marchar a la gran ciudad. Como el resto de arrendatarios de ese Capitán John que nunca será más que un nombre para los lectores, los Lester mantienen mientras vivan el disfrute de la tierra —lo que no es ninguna gran concesión, como se ve—, pero sin el amparo de crédito para adquirir comida y aprovisionamientos en los negocios del cercano pueblo que amparaba el nombre de su propietario.
Jeeter Lester, el cabeza de familia, lleva siete años sin cultivar: no tiene el dinero necesario para las semillas, el guano y el alquiler de la mula que precisa, y desde luego nadie se lo quiere prestar. Vive en una casucha con su esposa, Ada, la abuela y los dos últimos hijos que quedan en casa de los 17 que en total han tenido: Ellie May, de 18, una joven marcada por su labio leporino, lo que dificulta su entrega a cualquier hombre (por lo demás, se deja bien claro lo muy deseable que es el resto de su cuerpo) y Dude, de 16, un mozalbete estúpido y egoísta que no hace más que armar ruido. Sin más ingresos que la ocasional venta de leña en la vecina Augusta, los Lester sobreviven al borde de la inanición, con magras inyecciones alimentarias e incluso sin el fundamental tabaco, que para los adultos es la mejor forma de engañar al estómago.
Jeeter Lester es un haragán que lleva esos siete años atrapado en la molicie, trazando cada primavera planes para volver a cultivar la tierra, sin que pasen más allá de la operación preliminar de quemar los matojos de su tierra. Aun así, Jeeter se considera agricultor por encima de todas las cosas, y por eso deniega la salida que todos le han recomendado: que deje su estéril campo y se marche a la ciudad a trabajar en las hilanderías. Sin embargo, él considera que, lejos del olor de la tierra y de la luz del sol, se marchitaría y moriría más pronto.
La novela comienza con la descripción minuciosa de un episodio que se basta para describir a la perfección a esta fauna. Lov, uno de los pocos hombres del lugar con un empleo fijo (acarrea carbón para los trenes) y yerno de Jeeter —meses atrás este le vendió literalmente a su hija pequeña, Pearl, de doce años—, viene a quejarse de que su esposa, desde entonces, se niega a compartir cama con su esposo y lo rehúye en cuanto aparece. Para mejor presionar a quienes sabe eternamente hambrientos, Lov se presenta con un saco de nabos que ha comprado en el pueblo y se pone a comérselos a la vista de todos ellos. La situación se salda de forma grotesca: abiertamente excitado por la incitante cercanía de Ellie May, Lov distrae su atención de los nabos y es víctima de un inenarrable ataque de todos los miembros de la familia, que permite a Jeeter huir con el saco, de cuyo contenido luego compartirá bien poco.
El otro episodio fundamental del libro es la aparición de una vecina con ínfulas de predicadora, la hermana Bessie, una cuarentona asimismo marcada por un considerable defecto físico (carece de cartílago nasal, de tal modo que parece tener dos agujeros en vez de nariz) que echa el ojo sobre Dude y compra literalmente su matrimonio con la promesa de la adquisición de un automóvil con el que ambos se irán a predicar por toda la región. El coche, en efecto, es comprado, pero el imbécil de Dude (que no hace otra cosa que atender a tocar la bocina) lo irá haciendo pedazos en sucesivos encontronazos, en uno de los cuales incluso atropella y mata a un negro sin que eso parezca que vaya a tener la menor consecuencia. Coche en el cual Jeeter también pone sus esperanzas, para poder volver a acarrear leña a la ciudad o visitar al hijo del que le han dicho que tiene un puesto de responsabilidad en la fábrica, y del que espera conseguir una renta periódica con la que sobrevivir.
Por si la reseña argumental no lo ha dejado bien claro, remarco que el embrutecimiento es la característica principal de los Lester. Su forma de escarnecer a quienes tienen defectos físicos, o de escatimar cualquier tipo de comida a la abuela, que tiene que encontrarla en las migajas que dejan los demás (es más, se señala más de una vez que Jeeter está rabioso porque siga viviendo), o de carecer de la menor empatía por el sufrimiento de los otros mientra que el propio les parece el centro del universo, a la fuerza tiene que incomodar profundamente al lector de esta llamada sociedad del bienestar del siglo XXI. No estamos acostumbrados a estos tipos, de tal modo que hay que hacer un esfuerzo especial por situarnos ante ellos sin dejarnos llevar por la instantánea repulsión.
Y es que el autor no nos ofrece el menor asidero para comprenderlos mejor. Nos expone qué son, qué hacen, incluso qué piensan, y aun así nada más lejos de la clásica novela psicológica del siglo XIX, que todavía daba sus coletazos en el XX. Los Lester (e intuimos: todos los habitantes situados a la vera de ese camino del tabaco: no hay un solo personaje, aun circunstancial, que inspire una mínima simpatía) parecen situados en un estado intermedio entre el hombre y el animal, solo que su instinto de supervivencia carece de la limpieza brutal de este último. Es brutal, sí, pero no limpio, porque se compone de egoísmo, mezquindad, ignorancia y estupidez a partes iguales. Y si diríase que Caldwell sorprende a los Lester en un momento en que no parece posible degenerar más aún es porque el lector intuye que siempre fueron igual, de tal modo que si nos parecen terribles sus acciones como sus palabras es porque no estamos acostumbrados.
Si hay algo que queda bien claro con tan solo unas páginas de lectura es que el autor considera que la pobreza no dignifica en sí misma: todo lo contrario, lo normal es que envilezca, en especial cuando es una pobreza crónica, adherida como una segunda piel a los escuálidos y siempre hambrientos cuerpos de quienes la padecen, que además ni poseen la inteligencia para escapar de ella (ya lo habrían hecho) ni el sentido del esfuerzo personal (todo lo contrario: a partir de determinado momento, en especial si la pobreza sorprende cuando se ha dejado atrás la juventud, termina por arrastrar a la molicie más absoluta). Es una premisa a años luz de lo que hoy se considera corrección ideológica, de modo tan radical que parece imposible que nadie, al menos entre las filas de la izquierda, vaya a reivindicar a Caldwell en un futuro cercano. Por tanto, estamos justo en las antípodas de la otra novela que vertebra este doble artículo, Las uvas de la ira de Steinbeck (que es posterior, no lo olvidemos).
A la hora de abordar su adaptación, conocida en España como La ruta del tabaco, hay que señalar, antes que nada, dos circunstancias determinantes. La primera es que la película no parte directamente del libro sino de su ya comentada versión teatral, obra de Jack Kirkland (era un procedimiento muy habitual en Hollywood, aclaro). No puedo saber, por tanto, si es a Kirkland a quien se deben buena parte de las modificaciones denunciadas (y otras que ahora detallaré), pero por lo mismo no voy a acusar en vano. Por otro lado, me cuesta creer que un autor tan cotizado como Caldwell no intentara, al menos, controlar el grado de cambios en su adaptación escénica: ante el poder de Hollywood, ya era otro cantar.
La segunda circunstancia es que salta a la vista, antes que nada, que la 20th Century-Fox emprendió este proyecto con la intención de repetir, en lo posible, el éxito de Las uvas de la ira. Y es que no solo coincide John Ford en la dirección, sino que el guionista (Nunnally Johnson) es el mismo y buena parte del reparto pasa de uno a otro film, provocando diversas paradojas. Así, el protagonista, el veterano Charley Grapewin, demasiado mayor para el personaje, a todo esto, había sido el Abuelo en Las uvas, del mismo modo que la actriz que encarna aquí a la Abuela, es la misma intérprete, la veterana Zeffie Tilbury. Repiten otros secundarios, asimismo, como Russell Simpson (allí el Padre, aquí en un papel mucho menor, de sheriff) o Ward Bond (en cambio, si allí tenía un papel episódico, aquí es más importante, el de Lov). Otra curiosidad es que esta película hace compartir cabecera por primera vez a la pareja protagonista de Laura, Dana Andrews y Gene Tierney (esta última aparece sucia y mugrienta… y aun así, tan increíblemente guapa como siempre), si bien no aparecen en ningún plano en común.
En esencia, la película realiza una modificación fundamental con respecto a la novela, al hacer que, como en Las uvas de la ira, aparezca un representante del lejano banco que ha adquirido las tierras y dé un plazo a los Lester para abandonarlas. Otro personaje inventado para la ocasión, el capitán Tim (Dana Andrews), hijo del dueño anterior, consigue al menos que el banquero le dé a Jeeter la oportunidad de seguir quedándose en las tierras si entrega en el plazo de unos días la cantidad de cien dólares a modo de arrendamiento. Por ello, si en la novela las acciones (inacciones más bien) de Jeeter no tenían otro objeto que procurarse el mínimo sustento, en el film intenta conseguir ese dinero para evitar tener que dejar la casa en que ha vivido toda su vida y marchar, con su esposa, a la granja estatal para pobres.
Todo esto, como puede suponerse, cambia la perspectiva sobre los personajes, al acercarlos a la familia Joad de Las uvas, de tal modo que las reflexiones de Jeeter sobre su vinculación a la tierra bien podrían haberse pronunciado en el previo film. Es más, teniendo en cuenta el pase de Grapewin de una a otra diríase que, en el fondo, es el mismo personaje, que en Las uvas intentaba quedarse en el último momento… y que en La ruta se dispone a conseguirlo. Es cierto que el film mantiene el toque grotesco que adorna a los personajes de Caldwell, pero la mirada que John Ford vierte sobre ellos lo disuelve dentro de una estampa de tonos pintorescos, tratándolos con simpatía y comprensión (salvo a Dude, que sigue siendo un tarado enervante… al que al final Lov/Ward Bond propina un formidable puñetazo que lo deja knock out y que es como si se lo diéramos todos los lectores-espectadores).
El propósito, por tanto, intenta fundir —y es mérito de Ford que se consiga— el tono distorsionado de las peripecias y de los personajes con el cántico por la dignidad personal de Las uvas. La molicie de Jeeter aquí no resulta propia del embrutecimiento sino que resulta una característica entrañable (con refuerzos como el de ese gag recurrente del tablón suelto del porche de su casa que se hunde cada vez, y son muchas, que él se sienta a contemplar la vida). La descarnada sexualidad de la novela se mitiga mediante la modificación censora de la edad de Dude (ya no tiene 16, sino 20 años) y el tratamiento que se da a su relación con la hermana Bessie parece extraído de una screwball comedy, cuyo momento más regocijante es la obtención de la licencia de boda en el ayuntamiento, consiguiendo salvar la desaprobación original del funcionario por el método de interpretar un himno que consigue que acaben cantando todos los presentes, incluido el alcalde de la población.
En general, las imágenes de Ford y el tratamiento de la banda sonora crean una atmósfera de ensoñación que convierte el páuperrimo camino del tabaco de Caldwell en un espacio lánguido y evanescente, que diríase arrancado más bien de uno de los cuentos de Washington Irving sobre el antiguo estado de Nueva York, como Rip van Winkle o Sleepy Hollow. El resultado, por tanto, para quien ignore el verdadero sustrato original, funciona perfectamente como una pequeña sinfonía de la vida cotidiana de las gentes humildes, a ratos elegíaca y a ratos humorística, que cuando parece estar a punto de caer en la caricatura se deja mecer acompasadamente bajo una atmósfera de contemplación, siempre coherente con el mundo de John Ford.
[Quien no conozca el final de esta historia, en especial la del libro, debe dejar de leer aquí]
Nada más significativo que comparar las respectivas, y antitéticas, conclusiones de las dos versiones. En el libro, la brutalidad se incrementa hacia el final, de modo casi alucinante, si bien, al no variar el tono apacible de la narración, Caldwell consigue que lo que de otro modo podía haber parecido tremendista, resulte fatalmente coherente. Así, el irresponsable de Dude, al volante del coche, en su pelea final con su familia, atropella a la Abuela, sin que nadie se inmute. Librado el hogar de los dos hijos (pues Ellie May acaba marchándose con Lov, después que Pearl se escape definitivamente), Jeeter incendia sus campos como simbólico y estéril acto de continuidad con respecto a esa condición de agricultor que él bien sabe que nunca recobrará… y por la noche, el cambio del viento trasladará las llamas a la maltrecha cabaña, muriendo el matrimonio mientras duerme. En la película, incapaz de reunir el dinero, Jeeter y su esposa Ava (quienes aquí sí traslucen un cariño mutuo, inexistente en el libro), emprenden el camino hacia la granja para pobres, pero en su camino se cruza el joven capitán Tim quien, haciendo las veces de ángel de la guarda, paga la mitad del arrendamiento e incluso le da a Jeeter el dinero necesario para la compra de simiente y el alquiler de la mula. Eso sí, la socarronería fordiana brilla en el final, en que Jeeter, ante la mirada escéptica de Ada, se sienta en el porche de su casa, como todos los días de esos últimos siete años, decidido a comenzar el trabajo a la mañana siguiente…
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: La ruta del tabaco / Tobacco Road. Año: 1941
Dirección: John Ford. Guion: Nunnally Johnson, según la novela de Erskine Caldwell. Fotografía: Arthur Miller. Música: David Buttolph. Reparto: Charley Grapewin (Jeeter Lester), Marjorie Rambeau (Hermana Bessie), William Tracy (Dude), Gene Tierney (Ellie May), Dana Andrews (Capitán Tim), Ward Bond (Lov) . Dur.: 84 min.