Díptico de la América rural (I): Las uvas de la ira

La ruta del tabaco

Cartel original de Las uvas de la ira, de John FordComo he contado alguna vez, cuando a Orson Welles le preguntaron por sus tres directores de cine favoritos señaló: «John Ford, John Ford y John Ford». En mi memoria sentimental (esa ante la cual las razones lógicas de nada valen), John Ford también ocupa un puesto especial. Hay directores y cines y estilos que vienen y van y absorben toda mi atención durante un tiempo y después pasan… y vuelvo a Ford. Cada vez que sucede, encuentro una razón distinta: la limpieza psicológica con que describe a las gentes sencillas, pero también la inesperada turbiedad que, de improviso, manifiesta un personaje; la capacidad para unir la tensión con la distensión; la mágica unión de los valores éticos y los estéticos; la importancia que sabía que encerraban las miradas… Ford ha sido, incluso, mi puerta de entrada a la historia estadounidense contemporánea. En concreto, y es de lo que quiero hablar en esta entrada, me asomé por primera vez a los problemas de la gente humilde del campo durante los años más duros de la economía del siglo XX a través de su estupendo díptico formado por Las uvas de la ira (1940) y La ruta del tabaco (1941). Ahora bien, ambas películas parten de dos novelas de por sí excelentes (en nuestros días, la segunda está bastante olvidada, eso sí) cuya lectura resulta estremecedora por cuanto sus autores conocieron de primera mano el problema de que hablaban, sin el edulcoramiento inevitable en las producciones de las majors de Hollywood. Los dos artículos que siguen van a intentar establecer las correspondencias entre cada original literario y su adaptación cinematográfica, que encierran más de una sorpresa, sobre todo en el segundo caso.

La novela titulada Las uvas de la ira aborda el problema del éxodo rural, del desarraigo de las masas de agricultores empobrecidos procedentes del medio oeste y su marcha hacia lo que ellos creen la tierra prometida, California, donde descubrirán que uno también puede sentirse extranjero en su propio país: que el emigrante siempre es el otro. El núcleo del relato lo forma la marcha de una familia de granjeros de Oklahoma, los Joad, en busca de un nuevo lugar bajo el sol, y su progresiva desintegración mientras se les niega incluso la condición de seres humanos, reducidos a un término despectivo, el de okies, que encierra todo el desprecio del mundo.

El origen de Las uvas de la ira se encuentra en el recorrido que Steinbeck y el fotógrafo Horace Bristol hicieron a principios de 1938 por los campamentos de inmigrantes de California, con objeto de realizar un artículo para la revista Life. El abundante material que recopiló el novelista lo decidió a la escritura de la novela, que hizo con rapidez, publicándose en 1939. El éxito fue instantáneo, así como la rugiente reacción de muchos ciudadanos bienpensantes que vieron en la crítica de la obra un ataque a los Estados Unidos, viejo argumento que se ha utilizado en todas las épocas, liderando intentos de prohibición y quemas del libro, con el resultado, como también es habitual, de popularizarlo todavía más. De hecho, Steinbeck recibiría el premio Pulitzer ese mismo año y se consagraría definitivamente como escritor, campo en el que ya había propuesto obras como Tortilla Flat o De ratones y hombres. Su otra novela famosa también lo debe, en gran parte, al cine: Al este del Edén (1952), gracias a la película de 1955 que lanzó el fastidioso mito de James Dean.

97m/18/huty/6952/6952/14John Steinbeck (1902-1968) es uno de los grandes escritores surgidos de la fabulosa explosión literaria que dio Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX (se entiende, dentro de eso que se llama literatura «culta»), a la que pertenecen nombres tan destacados como William Faulkner, John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald, Eugene O’Neill o Ernest Hemingway, si bien la crítica ha solido situarlo por debajo de estos nombres. Ganador del premio Nobel en 1962, su nombre siempre ha estado ligado a un tipo de literatura considerada de «tesis», por su evidente compromiso con las gentes humildes y su denuncia de los abusos del capitalismo más inhumano (lo que no quiere decir que fuera comunista, como enseguida fue denunciado por todos los detractores de Las uvas de la ira). De hecho, la principal crítica que se le hace a esta, su novela todavía más conocida, es precisamente que la tesis enturbia en demasiadas ocasiones el valor literario, de acuerdo con el viejo adagio (del que se abusa demasiado, seguramente yo el primero) de que «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones».

Y es que, reconociendo que, en efecto, en determinados momentos pesa un evidente didactismo sobre el relato que no termina de encadenarse bien al conseguido sustrato literario, y que en general su primera mitad es mejor que la segunda, Las uvas de la ira es una excelente novela, al tiempo dura y tierna, desbordante de un tenso realismo pero capaz de alcanzar en ocasiones un registro de abstracto lirismo. Sobre todo, es un inolvidable alegato humanista que destaca por su forma de hacernos acceder —a los lectores de clase media urbana del siglo XXI, para los que ese mundo rural de gentes sencillas, en muchos casos primordiales, diríase situado en otra galaxia— al corazón y la mente de sus protagonistas: los humildes, los desamparados, los que tienen tan poco que para ellos la mínima pérdida es una catástrofe que anula su pasado como si nunca hubieran existido.

La edicion en Catedra de Las uvas de la ira, base de mi lecturaEste juego de contrastes arranca desde la misma estructura narrativa elegida por Steinbeck: la intercalación de una serie de capítulos al margen de la crónica de los Joad que explican, comentan o, sencillamente, complementan su odisea personal. Los críticos suelen llamarlos los capítulos «líricos», pero yo creo que, ante todo, en ellos encontramos al periodista que halló en la misma ruta californiana la inspiración para su novela. No todos interesan en la misma medida, pero algunos son magníficos, en particular los primeros, los centrados todavía en Oklahoma, que explican la raíz de la catástrofe que sufren sus habitantes. En particular, es imborrable el capítulo V, que cuenta el modo en que los representantes de los bancos se presentaban ante los pobres granjeros y, alegando la imposibilidad de hacer frente a un enemigo sin rostro concreto (el capitalismo más deshumanizado), les arrebataban todo, dándoles un plazo para abandonar sus tierras sin más cosas que las que pudieran llevar. La indignación que produce esta crónica viene acompañada de la profunda empatía que despiertan esos seres sencillos (para quienes esa borrosa abstracción es incomprensible) y del registro poético que, aquí sí, transmite la magnífica narrativa.

De hecho, toda la parte inicial, antes de abandonar Oklahoma, y como luego sucederá con la película, posee una fuerza y una capacidad para unir la indignación social con el lirismo desatado que son imborrables. En particular, en sus primeras páginas es cuando aparece un personaje que luego no se olvida, el de Muley, el pobre y alucinado infeliz que, aun cuando toda su familia ha partido ya para California, ha sido incapaz de marcharse, sabiendo que no tiene otro destino que convertirse en un espectro (un «fantasma de cementerio», se define él) hostigado perpetuamente por las autoridades que no quieren a ningún «intruso», mientras recorre las casas abandonadas y ya en ruinas sabiendo que los cuidados que les dispensa son inútiles, pues sus viejos vecinos nunca volverán a ellas. Las palabras que Steinbeck pone en su boca para explicar por qué le resulta imposible alejarse de su tierra constituyen, para mí, una de esas veces en que un escritor ha sabido mejor dar voz un escritor a los humildes para exponer un modo de vida seguramente en las antípodas del que poseen él y la mayor parte de los lectores, en un ejercicio de empatía que denota una admirable humanidad.

Steinbeck cuenta la historia a partir del regreso a casa de Tom Joad, el hijo segundo de la familia, que ha pasado cuatro años en prisión por matar a un hombre durante una pelea. Tom no espera que el retorno se convierta en partida inmediata, pero no duda en acompañar a los suyos (sabiendo que viola la libertad condicional al salir del estado), pues su sentido de la responsabilidad familiar está profundamente arraigado. Sin dejar de prestar atención a todos los demás personajes principales, cada uno de los cuales tiene su propio espacio personal, Las uvas de la ira nos va a contar la progresiva toma de conciencia de Tom, un hombre cuyo carácter resuelto se concentra en la atención a los suyos, con exclusión de cualquier otra cosa, pero que acabará descubriendo lo que antes se llamaba conciencia de clase, su pertenencia a un grupo que le otorga una identidad social, lo quiera o no, cuya mutua solidaridad y defensa colectiva es la única forma de evitar los abusos de los que mandan, pues está claro que la ley (o al menos, los representantes locales de la ley) se han puesto del lado de los propietarios.

Los Joad preparan su impedimenta antes del viaje a California, la tierra prometidaBajo este punto de vista es donde se encuentra la dimensión más didáctica del libro, pero debe señalarse la coherente progresión de esa toma de conciencia, para la cual resulta fundamental uno de los mejores personajes del libro: Casy, antiguo predicador que ha perdido su vocación al sentir que la religión ya no supone una respuesta a lo que la gente necesita, y que se une al camino de los Joad para escuchar (aunque continuamente le obligan a pronunciar plegarias y bendiciones) y volver a sentir lo que piden esos seres sencillos a quienes antes trataba de confortar de otra manera. El simbolismo mesiánico del personaje, en algún momento identificado con el mismo Jesús, es muy evidente (de hecho, todo el libro está repleto de simbolismo religioso, empezando por el mismo título), pero Steinbeck sabe retratarlo con un maravilloso sentido de la pureza, como un niño que aprende a fuerza de abrir bien los ojos y cuya exultante espiritualidad (sin dejar de parecer en ningún momento un ser carnal: él mismo se lo recuerda continuamente a todos) lo convierten en un ser que diríase incapaz de manchar nada de lo que toca.

Ahora bien, y puesto que todos los demás se subordinan a él, el tema principal de la novela es el de la progresiva desintegración de un núcleo familiar. Para los Joad, la familia es el símbolo de la identidad, del mismo modo que la posesión de la tierra era la garantía de su perdurabilidad. Sin ella, obligados a vivir en la carretera o en los precarios campamentos, la familia va desmoronándose cuando surgen distintos intereses en función de la diferente edad e intenciones de sus miembros. Los primeros en desaparecer, lógicamente, son los mayores. El abuelo (que en el último momento se resiste con todas sus fuerzas a marchar) morirá a poca distancia del lugar donde vivió toda su vida, y la abuela tan pronto cruzan la frontera de California. Pero enseguida la diáspora (o su tentación) afectará a los miembros jóvenes: el hermano mayor, el cuñado (que abandona a su mujer embarazada)… El mismo Casy, que se ha convertido en uno más, será detenido al encubrir a Tom por el golpe que ha dado a un policía.

En este sentido, la Madre (Ma es el sencillo término, intraducible, del original) se convierte en el corazón del grupo, suplantando el papel de su marido como cabeza de familia, sin que este pueda hacer otra cosa que lamentar su impotencia y aceptar la subordinación. Desde el momento en que se decide la partida, será ella en quien se deposite la identidad familiar: por ello, es quien quema la caja con los recuerdos de varias vidas en el fuego del hogar, antes de partir, símbolo de la necesidad de dejar atrás el pasado para mejor afrontar el futuro… aunque sepa que con la destrucción del pasado el presente se vuelve más incierto. La Madre forma, junto a Tom (su gran apoyo) y Casy, el trío de grandes creaciones de la novela.

Henry Fonda, inolvidable Tom JoadNo extraña que Darryl F. Zanuck, el hombre fuerte de la 20th Century-Fox y uno de los mejores productores que dio Hollywood, adquiriera de inmediato sus derechos y decidiera plantear una versión cinematográfica que respetara la esencia del texto sin tergiversarlo, labor que confió a uno de sus guionistas de confianza, Nunnally Johnson. Este, que con el tiempo acabaría dando el salto a la dirección (si bien de modo poco notable), afrontó la redacción del libreto con la conciencia de hallarse ante una obra inmejorable. La dificultad de convertir las más de 500 páginas del libro en una película que no excede apenas de las dos horas se resuelve de modo notable, respetando el curso de las peripecias y la práctica totalidad de los personajes, aunque a ratos sea inevitable que el desarrollo resulte abrupto: por ejemplo, el hermano mayor se pierde en el curso de la historia sin que se dé la menor explicación (seguramente, por corte del montaje), y entre la detención de Casy que lo separa de la familia Joad y su reaparición como líder obrero apenas parecen transcurrir unas horas, lo cual resulta incongruente.

Esto último se debe a la mayor alteración que Johnson efectúa con respecto al libro: la inversión de los dos episodios más largos de la aventura de los Joad en tierras californianas. El primero, la llegada a un campo gubernamental donde se tropiezan con el único trato digno de su periplo californiano (hay tiempo para que Steinbeck reconozca alguno de los logros del New Deal rooseveltiano), que está autogestionado por los propios emigrantes, que resisten los intentos de los supuestos agentes de la ley que sirven a los grandes propietarios locales, a quienes horroriza que los hombres a quienes quieren explotar descubran el valor de la solidaridad grupal. El segundo, su estancia en una finca a la que son atraídos incautamente para reventar una huelga, donde son explotados sin compasión, y en cuyo curso Tom Joad cruza la línea definitivamente, incapaz de superar su justa ira ante las tropelías de esos presuntos agentes de la ley. La razón de este cambio es evidente: se trata de que la película concluya con el segmento más esperanzador. Por mucho que Zanuck respetara la esencia del libro, es evidente que hasta él mismo era consciente de las mínimas concesiones que había que hacer para contentar a la posible censura.

La gran fortuna de Zanuck fue que, después de tantear diversos nombres, entregara la película a un director de fuerte carácter, que lucía con acendrado orgullo sus raíces irlandesas y que, al contrario que otros realizadores que pretendían ir de poetas sin serlo (pienso ahora mismo en Jean Renoir, al que acabo de dedicar varios artículos, y que trató de imitar su inimitable feeling en varios de sus films americanos), lo era sin pretenderlo. Y qué poeta: John Ford.

Ma y Pa Joad, o sea, Jane Darwell y Russell SimpsonEs evidente que, sin renunciar a su trasfondo social, lo que más interesó a Ford de la novela fue el miedo al desarraigo, uno de los temas centrales que recorren toda su filmografía, como delatan títulos como ¡Qué verde era mi valle!, Centauros del desierto o El hombre que mató a Liberty Valance. Tal vez por su propia condición de americano entre dos países, el real (los Estados Unidos) y el soñado (Irlanda: Ford, que no conoció directamente este país hasta la edad adulta, ayudó más que nadie a difundir su particular mítica), el cineasta afrontó este tratamiento en sus películas no desde el punto de vista del realismo social sino de la evocación lírica. Es por ello que Las uvas de la ira se recuerda, ante todo, por la maravillosa emotividad que despiertan sus momentos culminantes, en unos casos acompañando al libro y en otros privilegiando aquello que más le interesaba de él, con la ayuda del fabuloso iluminador de Gregg Toland, famoso por su colaboración con Orson Welles. En cualquier caso, y antes que nada, hay que señalar que Ford supo traducir perfectamente en imágenes el cántico a la dignidad personal de los oprimidos de la novela de Steinbeck.

Por ello, el director le dedica un notable espacio a las secuencias previas de la partida, que tienen no solo por objeto la presentación de la familia Joad sino, también, dejar bien claro al espectador la terrible quiebra que para esas gentes sencillas supone abandonar esa tierra que ha sido el horizonte cotidiano de ellos y de quienes los trajeron al mundo. Así, Ford borda todos y cada uno de los momentos (ya de por sí magníficos en el libro, como he señalado) en que los personajes reclaman su pertenencia a la tierra o se despiden de su pasado, en especial las impresionantes escenas que tienen por protagonista a Muley, incluido el flash-back mediante el cual relata a Tom y a Casy la aparición del representante de la compañía y, sobre todo, la llegada del tractor-dragón: es maravilloso el momento en que, sollozando de impotencia (y mientras Ford lo encuadra en respetuoso picado, otorgando su pequeño momento de gloria al personaje), coge un puñado de tierra, de esa tierra por la que no solo han vivido sino también han muerto, clamando que eso «es lo que la hace nuestra». Otra escena singularmente emotiva es aquella en que Madre, ante el fuego del hogar, revisa los papeles de la caja que contiene la memoria familiar, quedándose algunas cosas (el pequeño recuerdo del caballito comprado en San Luis) y destruyendo otras (el recorte de periódico con la noticia de la condena de Tom).

John Carradine, inolvidable como CasySi una de las señas de identidad más indisociables del cine de John Ford es el cariño que desprende hacia esos actores secundarios que componían su famosa stock company, Las uvas de la ira es uno de esos títulos en que pudo rendir mejor homenaje a esa «pequeña» humanidad (pequeña por su condición de actores secundarios, incluso muy secundarios), algunos de los cuales tienen en esta película su papel más recordado. Pienso, por supuesto, en la oronda Jane Darwell, la madre fordiana por excelencia, o Russell Simpson, que encarna a Padre con su habitual expresión de estupor, o John Qualen, cuyos ojillos alucinados y presencia ratonil hacen de Muley, como he señalado, una aparición impresionante, o el inmenso John Carradine, que si es un característico cuya carrera tuvo tan largo recorrido que no se le asocia, en principio, a Ford, cumplió para este dos de sus mejores papeles, el del elegante jugador sudista de La diligencia y el ex predicador Casy de Las uvas. Su alta figura, que aquí parece dotada de una misteriosa flexibilidad (¡esa forma de ponerse en cuclillas!), la bondad que se derrama por su rostro (¡él, que fue uno de los grandes villanos de la pantalla!) o la forma de iluminar la mirada cuando cree haber dado con una buena idea (¿cómo no convencernos de las desigualdades de este mundo y de la arbitrariedad de los ricos cuando dominan el poder sin trabas, si lo afirma ser tan puro?) son los sellos de una interpretación memorable.

Encabezando el reparto se encuentra la única estrella del reparto, el gran Henry Fonda, y el primer mérito de su extraordinario interpretación es la forma en que se sabe sumirse dentro del grupo general, convirtiéndose en un igual de todos los demás humildes actores, sin el menor desequilibrio estelar. Quien lea el libro convendrá en que no puede haber otro Tom Joad: si bien Fonda fue uno de los grandes encarnadores de la nobleza en el cine, sabía también transmitir una notable severidad tan pronto sus ojos se enfriaban, dejando en el aire una especie de ardor helado (hay que recordar que hizo dos o tres villanos memorables ya en sus años de madurez, en diversos westerns, como el genial Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone), que transmite de modo excepcional primero esa rabia ante la injusticia y después el celo de la conciencia de clase recién adquirida.

[Quien no conozca el final del libro o de la película debe dejar de leer aquí]

El vinculo entre Tom y su madre vertebra toda la esttructura familiar de los Joad (2)Steinbeck hizo que la odisea de sus protagonistas fuera progre-sivamente descorazonadora, haciendo que poco a poco no solo vayan desapareciendo de escena distintos miembros de la familia, sino que quede en el aire el convencimiento de que, más allá del cierre del libro, se producirá la dispersión definitiva. En concreto, concluye el libro en un momento de especial des-valimiento para el grupo, sin expectativas de trabajo, incluso castigados por la misma naturaleza, que envía una inundación que los despoja de su precario techo. El escritor nos despide de los Joad, eso sí, mediante un arriesgado episodio simbólico que alude a la solidaridad universal que es la única esperanza de los desheredados: refugiados en un cobertizo hallado en el camino, allí se tropiezan con un hombre que se muere literalmente de hambre ante el miedo sollozante de su pequeño, y Rosasharn, la hija, que acaba de dar a luz un niño muerto, le otorgará ese alimento con la leche de sus pechos.

Está claro que ese final era imposible de filmar en 1940. Sin embargo, el elegido por la película es justamente recordado, y de hecho supone una de las escenas culminantes del universo fordiano. Se trata de la famosa despedida de Tom Joad a su madre (se ha convertido en un fugitivo, al matar a un ayudante del sheriff que un momento antes había asesinado vilmente a Casy por «rojo»), en ese solitario amanecer en el campamento de inmigrantes, mientras todos salvo ellos dos duermen y ella, embargada por el dolor, se pregunta si volverá a verlo alguna vez. La respuesta de Tom fue escrita por Steinbeck, pero recitada por Fonda (mirando no a Madre sino al infinito) y filmada por Ford constituye un monumento a la esperanza en la dignidad (el famoso parlamento que comienza así: «Estaré por todas partes, allá donde mires… », y añade que lo podrá ver donde haya hambrientos, donde estén los gritos de los hombres cuando estén furiosos, donde haya la risa de un niño hambriento que esa noche va a cenar…).

Ford quiso concluir la película con el bellísimo plano en que la figura de Tom se recorta en la lejanía, sobre una colina, magnificado por la excelente fotografía de Toland, y sin embargo Zanuck impuso una última escena, en la cabina del camión, cuando reemprenden la marcha. Se trata de una conversación entre Padre y Madre, cuando él admite que ella es el ancla de la familia y ella inicia un sentido parlamento que concluye con otras famosas palabras: «Somos la gente que vive. No pueden derrotarnos, no pueden exterminarnos. Duraremos, porque nosotros somos la gente». Esta apología de los humildes como el núcleo de la sociedad sonaba en su momento como un mensaje revolucionario. Lo escribió asimismo Steinbeck (si bien se pronuncia en otro momento de la palabra), pero bajo la mirada serena y la voz firme de Jane Darwell, la Madre por antonomasia, siempre resonará como un himno a la esperanza.

Los Joad, protagonistas de Las uvas de la ira

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Las uvas de la ira / The Grapes of Wrath. Año: 1940

Dirección: John Ford. Guion: Nunnally Johnson, según la novela de John Steinbeck. Fotografía: Gregg Toland. Música: Alfred Newman. Reparto: Henry Fonda (Tom Joad), Jane Darwell (Madre), John Carradine (Casy), Russell Simpson (Padre), Dorris Bowdon (Rosasharn), Charley Grapewin (El abuelo), John Qualen (Muley). Dur.: 129 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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10 respuestas a Díptico de la América rural (I): Las uvas de la ira

  1. rexval dijo:

    Cuando vi la película me sentí engañado. Lo digo porque los yankees siempre que presentan una situación negativa para ellos, justo al final se arregla la cosa y tenemos el eterno y forzado happy end. La novela es tétrica y tiene un final atroz y desesperanzado. El sistema no presenta ninguna esperanza para los más débiles, sino que los extermina. En cambio, en la peli, no sé si por censura o autocensura o por convencimiento y manipulación (Ford era políticamente conservador), todo acaba de maravilla. América con California es la Tierra Prometida donde todos acaban cantando de alegría aunque sea a costa de falsificar una novela tan excelente como la de Stweinbeck. Me parece una inmoralidad. Tengo entendido que la peli de Ford se pasa por centros educativos USA para «demostrar» las excelencias del American Way of Life. Dios aprieta pero no ahoga cuando lo cierto que que acaba ahogando sin compasión.

  2. rexval dijo:

    Acabo de encontrar un artículo sobre el tema. El comentario que viene al final hace referencia a la manipulación del final de la obra edulcorándolo cuando el contrato rezaba que el guión respetaría escrupulosamente la novela.

    http://www.elpelicultista.com/2015/01/08/las-uvas-de-la-ira/

  3. rexval dijo:

    Acabo. Aquí tenemos la novela completa. Cómparese el final, a partir de la pág.441 donde se habla de morirse de hambre literalmente con el de la peli. Ma contenta y feliz como el resto hace una proclama propia del New Deal y del God bless America. ¡Menudo cambiazo y tergiversación! ¿Censura?

    https://drive.google.com/file/d/1bxyFfxLMK-Xl9MNHEIDM6Sao08gL6pEb/view

    • Como digo en el artículo, Regí, la película carece de la dureza de la novela, pero otra cosa era impensable: el Código Hays y la presión de los grupos más derechistas obligaron a una clara autocensura al estudio (en este caso, e ideología aparte, John Ford era un mero empleado que tenía que aceptar las indicaciones de quien le contrataba). Aun así, el grado de fidelidad al libro es considerable, ya que queda meridianamente claro el maltrato que sufren los emigrantes a lo largo de su viaje y, sobre todo, al llegar a California. Claro, la diferencia fundamental radica en que las palabras de la Madre en el final de la película alientan a la esperanza, mientras que en el libro es desolador, aunque ese cierre con la muchacha dándole el pecho al hambriento posee un claro significado simbólico que también alienta una posibilidad para los desposeídos: la solidaridad de clase.

      • rexval dijo:

        Es cierto, la fidelidad de la peli es total hasta el final, pero aún así no se respetó el contrato con el autor del la novela. Me gustaría saber quien se inventó el final de la peli con las optimistas razones de Ma. Es un fraude especialmente en un país que se dice que venera la libertad de expresión y permite hasta la quema de su omnipresente bandera. El libro lo leí primero en castellano y después em «Easy English» (inglés graduado). Incluso en esta versión inglesa, la dureza de la muerte del niño y el gesto de solidaridad de amamantar al pobre hombre con el que está muriendo de hambre te llega al alma. EL parloteo de Ma suena falso, y lo es. POr otra parte, el hecho de que la madre cuyo bebé ha muerto de amamantar al moribundo es algo hermoso. El novelista, que era UN WORKING CLASS que había trabajado en oficios mal pagados nos dice que la solidaridad de los trabajadores es la única solución a la dictadura del sistema capitalista, pero la leche se acabará y el sistema acabará con ellos. En este sentido ya se manifestó el personaje que encarna Fonda mucho antes del final. Este es el único personaje que hace uso de la violencia de la familia llegando a matar a quien considera enemigo. Quizá fuera un mensaje que a los censores del famoso Código Hays se les escapara ya que se puede interpretar que solo con la violencia se puede combatir un sistema injusto y violento.

        POr otra parte, la censura también tuvo lugar en otros países, como pasó con ‘The Great Dictator’ de Chaplin.

        Quizá por ello, harto de censura, Steinbeck dejó el tema social para adentrarse en el artúrico.

        Nota: The New Deal no solucionó nada – o casi nada – porque no fue a la raíz del problema: la explotación del mundo capitalista. EEUU solo sale de la crisis con motivo de su participación en la guerra ya que de repente aparecieron numerosos puestos de trabajo, exactamente lo mismo que pasó en Alemania con Hitler. Hoy seguimos igual. Es la guerra la que mantiene el sistema. No hace falta irse muy lejos. En España tenemos al exministro Morenés y la Casa Real vendiendo armas al diablo. En palabras de Lenin, seguimos con un capitalismo en la fase imperialista.

        saludos.

        PD. Quede claro que mi crítica es ideológica. La película es excelente y de las que no se olvidan. Por otra parete, me gustaría saber qué opinan los nativos amerindios cuando ven un película de Ford en la que los indios son de la piel del diablo, cuando la realidad fue al revés. Los USA no cumplieron ni uno solo de sus tratados y realizaron un genocidio y limpieza étnica en toda regla que ríase usted de Yugoslavia.

        Hay temas para los que la libertad artística que un tanto en cuestión, p.e., Leni R. fue una cineasta de primera, sobre todo en documentales, pero era una propagandística nazi que antes de laguerera fue premiada y admirada por Chaplin entre otros.

  4. rexval dijo:

    Otra censura política, en este caso española. La alocución final de Ma hace referencia expresa al preámbulo de la Constitución americana, el famoso «We the People of the United States». La palabra «PEOPLE » es polisémica. Puede significar gente, habitantes, pueblo, personas, etc. En el doblaje español, Ma dice «porque nosotros somos la GENTE», ¿Qué gente? ¿La que va a ver un partido de basaball? No, en este contexto debe traducirse por PUEBLO, quedando así; «Porque nosotros somos el PUEBLO», es decir, el ente político sobre el que recae la sobirania nacional. El franquismo no estaba para estos detales. Lo malo es que aún hoy día podemos ver traducciones con el término «gente»

  5. rexval dijo:

    En Revista de Libros me he encontrado una crítica sobre «Ford y los dos lados de la epopeya». Parece interesante sobre todo para los admiradores del cineasta:

    https://www.revistadelibros.com/articulos/john-ford-los-dos-lados-de-la-epopeya

    • Regí, por lo que he leído, Steibenck quedó bastante contento con la película: supongo que él mismo sería consciente, primero, de la imposibilidad de la fidelidad al cien por cien (por otra parte, yo mismo creo que un film que se tome como objetivo respetar totalmente una obra literaria es una obra innecesaria y vampírica: para eso ya está el original). De hecho, su libro artúrico es una obra póstuma, y entre «Las uvas de la ira» y la muerte publicó muchas otras novelas, entre ellas «Al este del Edén» (cuya fidelidad al original es igualmente mínima: como sabrás, Elia Kazan prescindió del 75% del libro para concentrarse en la parte final, con los dos hermanos).

      El final de la película supongo que sería obra del guionista Nunnally Johnson, probablemente con indicaciones del estudio para rebajar un poco el tono negro de la novela: en cualquier caso, me parece que no es tanto un final optimista como abierto a la esperanza. En cuanto a la censura española, el doblaje que conocemos hoy no es el del estreno, en plena época franquista, sino de 1974, cuando ya no creo que se fijaran en una mera palabra, sobre todo porque es un doblaje hecho para la televisión.

      Finalmente, no es Ford el cineasta que pueda valer como ejemplo de la visión maniquea del indio en Hollywood, ya que no solo lo trató con gran dignidad, sino que incluso denunció en varios films el trato injusto y denigrante que les daba el gobierno (por ejemplo, en «El gran combate»). Y lo hizo sin incurrir en el maniqueísmo contrario de cineastas cuya visión progresista del problema indio, por desgracia, no viene acompañado por la debida riqueza artística, con lo cual incurre en el sermón. Por ejemplo, en «Centauros del desierto», una de sus obras maestras, le dio el protagonismo a un abierto racista, pero sin necesidad de convertirlo en un villano irredimible: para él, la naturaleza humana era polisémica y ambigua. Estaba convencido de que en casi todos anida lo peor y lo mejor del hombre, en distintos grados.

      Es más, Ford trató personalmente a los indios (los del famoso Monument Valley), ayudó a mejorar su situación económica al descubrir ese espacio como lugar de rodaje e incluso fue nombrado hijo adoptivo de la tribu. También denunció el racismo contra los negros, en su estupenda película «El sargento negro». Sería conservador, y así se ha transmitido, pero ya quisiera yo muchos conservadores como él.

      El artículo al que enlazas, estupendo, es buena ocasión para conocer algunas de las particularidades del que, para mí, es probablemente el mejor director de la historia del cine, o al menos el que ha sabido conmoverme más. ¡Muchas gracias por el enlace!

      • rexval dijo:

        Muchas gracias por tu trabajo. Te doy la razón el lo del «sargento negro» aunque también es cierto que Ford, que decía que más director era westernmaker» contribuyó con sus peli a que todo el mundo pensara que los indios eran unas bestias salvajes. También hay que decir que si hubiera sido español y hubiera hecho pelis de cristianos contra moros, hubiera sucedido lo mismo. En el imaginario colectivo azmericano estás qie el indio es «malo», de hecho está casi exterminado. Les robaron hasta el último trocito de sus «reservas», es decir, guetos y campos de concentyración mara amerindios y solo les dejaron el camino del alcoholismo.

        Sobre John Ford y la política, empezó siendo socialdemócrata para acabar convertido un furibundo anticomunista, aunque los había mucho más furibundos que él. Su amiguete John Wayne fue otro conocido derechista de la misma manera que Bogard era progresista.

        El motivo inicial de mi intervención era hacer saber lo estafado que me sentí al ver la peli. La novela la había leído en castellano e inglés, y cuando Ma se pone a recitar el preámbulo de la consti, me puse furioso. Por otra parte sí que he leído que Steimberg quería fidelidad a su novela y de hecho, así se hizo hasta la escena final. Ello no supone una licencia poética sino una tergiversación ideológica. Steimberg (Fonda) no renuncia a la violencia mientras que Ma es incapaz de coger una pistola.

        Gracias de nuevo y un saludo. Luego te comento la censura de «El cazador» con Robert de Niro, uno de mis fetiches.

      • rexval dijo:

        Efectivamente, en AL Este Del Edén solo se utiliza la segunda partra, la de los hermanos, ya que se trataba de recrear de alguna maner el mito de Caín y Abel.

        En cuanto al director, Kazán, no cabe duda de que es bueno, pero como persona fue un ser despreciable que llegó a ser odiado por los actores. Era era comunista y, para quitarse de encima a los compañeros que no le dejaban medrar en el oficio, los denunció ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas. Nunca se lo perdonaron y el se pasó la vifa «justificando» lo que hizo. Una felonía. Eso sí, dejó buenas pelis como «América, América» o «Viva Zapata», entre otras.

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