Es probable que el rostro de Dana Andrews no sea el primero que le venga a la memoria al cinéfilo cuando recuerda a los grandes actores de Hollywood: pero cuando uno se asoma a sus grandes películas, se asombra de que no esté considerado entre ellos. La imborrable gestualidad de Andrews —esa forma de fruncir el alma por medio de una mirada reconcentrada, en la que se adivina la profunda turbulencia interior de alguien que, sin embargo, prefiere reprimir el gesto para no delatar vulnerabilidad alguna— es la propia de esos actores que no necesitaron métodos de interiorización del personaje para aportar una absoluta credibilidad a sus interpretaciones. Andrews (como Gary Cooper, o Cary Grant, o John Wayne) fue un actor que se expresó mediante miradas y movimientos, y también mediante la construcción de un tipo que el espectador reconocía de película en película, con las aportaciones adecuadas de cada personaje particular para no repetirse estérilmente. En su caso, ese personaje consistió en un hombre acostumbrado a valerse a sí mismo, al que la vida ha llevado más bien por rincones en penumbra y que, cuando reconoce la posibilidad de la felicidad, no tiene muy claro cómo alcanzarla. Un hombre, además, profundamente escéptico, al que no puede rendir la credulidad fácil. Si añadimos que nadie lució como él un sombrero en las calles oscuras del cine negro, y que atesora varias obras maestras en su filmografía (teniendo en cuenta que sus años estelares se reducen a poco más de una década), nos encontramos con un actor espléndido, posiblemente el que mejor supo expresar algo tan ambiguo, tan indefinible, tan sugestivo, como la tensión latente: el gesto que indica que ese tipo que te mira con intensidad bien puede derribarte de un puñetazo en un segundo… o sacar un juguete del bolsillo y ponerse a jugar para mejor dejar que el sospechoso se ponga nervioso.
Hay una escena magnífica de una de sus mejores películas, Al borde del peligro (1950), que sirve de inmejorable ejemplo. En ella, Andrews encarna a un policía advertido por sus superiores de su excesiva inclinación hacia la violencia (y que se justifica en que su padre fue un delincuente conocido, como bien le recuerdan tanto los criminales como sus propios compañeros a sus espaldas, de ahí su odio visceral hacia el delito). En determinado momento acude a la casa de un sospechoso para interrogarlo y cuando éste, borracho, le golpea, responde derribándolo de un certero golpe. El sospechoso queda inerte en el suelo, y cuando lo examina, con progresiva aprensión, descubre que no le late el corazón ni tiene pulso: está muerto. En la mirada que asoma al gesto de Andrews comprendemos el dramático abismo que sabe que él mismo ha abierto a sus pies: nadie aceptará que haya sido un mero accidente y acabará arrojado al mismo lodo que su padre, atrapado por fin en ese mundo del delito cuya mancha lleva toda la vida intentando borrar. En esa mirada leemos el dolor infinito del personaje, del mismo que la determinación inflexible de encubrir el crimen: de dar, ahora sí, el paso hacia el otro lado.
La mejor medida del talento de un actor suele hallarse en la categoría de quienes lo convocaron y más de una vez: en su caso destacaron tres de los mejores directores que tuvo el Hollywood clásico, tres hombres que rehuyeron siempre lo groseramente explícito en beneficio de lo borroso y lo ambiguo, pues siempre reconocieron que el hombre está compuesto antes de líneas grises que de brillantes luces o sombras excesivas. Fueron Otto Preminger, Fritz Lang y Jacques Tourneur. El primero le dio los mejores papeles de su vida y posibilitó su lanzamiento como estrella del cine. El segundo lo convirtió en su portavoz en sus últimas y desengañadas películas americanas (aunque, por desgracia, no se encuentren entre las mejores que rodó en los Estados Unidos). El tercero le confió el que fue el canto del cisne de su galería de grandes personajes.
Nacido en 1909 en una granja en Mississippi, Carver Dana Andrews hizo el clásico viaje hacia la dorada California para abrirse paso en el mundo del espectáculo: su primera intención, de hecho, fue hacerlo en el campo de la música y es curioso descubrir que llegó a tomar clases de ópera. El hombre que le dio su primera oportunidad fue el excelente productor Samuel Goldwyn. En los primeros años 40, el porte apuesto y el rostro cuadrado de Andrews fueron haciéndose familiares a los espectadores en personajes secundarios de importantes películas a las órdenes de grandes directores: El forastero (W. Wyler), Bola de fuego (H. Hawks) o Incidente en Ox-Bow (W. Wellman). Goldwyn no llegó a darle la ocasión de encabezar un reparto, pero vendió la mitad de su contrato a la 20th Century-Fox, y sería en este estudio donde por fin alcanzaría la categoría protagonista.
Andrews encontró esa oportunidad, y sin duda la película que moldearía para siempre su personalidad cinematográfica, en Laura (1944). No había sido considerado inicialmente para el personaje protagonista, pero la firme confianza de Otto Preminger, inicialmente sólo productor y a la postre director, contribuyó a que el personaje del detective Mark McPherson acabara yendo a parar él. Aunque, como tantas veces le sucedería, su interpretación suela quedar en segundo plano ante el recuerdo de Clifton Webb encarnando al sofisticado villano Waldo Lydecker, lo cierto es que el eje dramático de la historia es su policía, el hombre que conduce el relato bajo la obsesiva fascinación que cobra por la joven asesinada que da título al film, a partir de los recuerdos de quienes la conocieron, de la huella de los objetos que poseyó o de la belleza del cuadro que impide olvidarla. En Laura, Andrews ya luce esa habilidad para expresar la obsesión interior por medio de la sobria crispación exterior: pues lo que hace con la joven que resulta que no ha muerto (¿o solo vive en los sueños del detective?) es un ejercicio de dominación en el curso del cual, claro, la irónica víctima es el criminal, Lydecker, ese patético diletante al que, probablemente, se debe la creación de Laura y que, sabedor de que no puede competir con los hombres jóvenes y atractivos como McPherson, ha decidido no permitir que nadie pueda robarle ese ideal esquivo que solo es verdadero en el cuadro que la retrata. Y bastaría su interpretación de la famosa escena que concluye con la materialización de Laura de entre los muertos para acreditar el talento de Andrews: la forma en que pasea por la casa de ésta, aislado de todo por la soledad, la lluvia del exterior y la presencia de la joven en cada objeto que toca, que respira, revela la terrible obsesión de un hombre por alguien a quien ya no puede tener (¿o sí…?).
El éxito situó a Andrews en el puesto que merecía dentro de la Fox. En la segunda mitad de los 40, el estudio desarrolló un magnífico conjunto de thrillers que encontraron en él al intérprete ideal. Así, Otto Preminger lo reclamó en tres ocasiones más, si bien los resultados (que no su actuación) ya fueron desiguales. En el primero, ¿Ángel o diablo? (1945), encarnó un personaje clásico del cine norteamericano de todas las épocas: el ambiguo buscavidas que llega a un tranquilo pueblecito para remover los deseos y anhelos más turbios de sus habitantes. Mientras la película se mantiene en el ámbito del thriller rural (incluyendo un magnífico personaje, a cargo de Linda Darnell, de muchacha archideseable que, lo pretenda o no, despierta incontrolables pasiones en los lugareños), el film es espléndido, pero a partir de la aparición de la verdadera protagonista femenina, la olvidada y relamida Alice Faye, la historia va reblandeciendo su alcance hasta caer en el puro disparate moralizador.
Al año siguiente, el actor participó en una de las películas más populares de esos años aunque, irónicamente, en el plano crítico y luego mítico, vuelva a quedar escondido en un segundo plano. Se trata de Los mejores años de nuestras vidas (1946), producción de Goldwyn dirigida por su director emblemático William Wyler, con la cual Hollywood propuso una mirada, sin duda noble pero también demasiado conciliadora, sobre el problema del regreso de los veteranos de guerra. En el recuerdo prevalecen, ante todo, sus dos actores premiados con el Oscar (como principal y como secundario), esto es, Fredric March como el más maduro de los veteranos con problemas de readaptación a la vida civil y el auténtico ex soldado Harold Russell, como el muchacho que perdió sus manos en la guerra. La sorpresa es que, al revisar el film, el papel más extenso, también el más coherente y el que verdaderamente unifica todos los argumentos, es el de Andrews como el tipo que en la guerra fue un soldado carismático y con dotes de mando, y que al regresar a la «normalidad» vuelve a verse como el don nadie que era antes.
La segunda mitad de los años 40 fue la mejor etapa de la carrera del actor, protagonista de muchas de las más sólidas producciones de la Fox bajo las órdenes de los mejores directores del estudio. En especial, su figura se hizo muy familiar a los amantes del cine policiaco cruzado con el melodrama. Así, trabajó a las órdenes de Elia Kazan en El justiciero (1947) —donde encarna un papel muy propio de él: un joven y ambicioso fiscal que se encuentra ante la tentación de dejarse dominar por la demagogia que rodea el caso en el que trabaja, el asesinato de un sacerdote (pilar de su comunidad) que exige un castigo concluyente y que tiene la ventaja de contar con un muy aceptable culpable… pese a las dudas que embargan pronto al protagonista— o, de nuevo, del mismo Preminger en Daisy Kenyon (1947), aquí insólitamente emparejado con Henry Fonda y Joan Crawford, dentro de un melodrama noir eficaz pero extrañamente despersonalizado para ser una obra de tal director, encima demasiado dependiente de la mítica de las women pictures al servicio de la clásica diva histriónica del Hollywood de la época.
La culminación de esta etapa la supone la película de Preminger arriba mencionada, Al borde del peligro (1950), que reunió de nuevo al director y a la pareja protagonista de Laura. El resultado, mucho menos conocido, es igualmente extraordinario: rico en aspereza psicológica, magnífico en su concentrada narración, atmosférico en grado sumo. Eso sí, le falta ese grado de fascinante onirismo que, justo es reconocerlo, hace irrepetible Laura y justifica, en parte, ese cierto desconocimiento que, en la comparación, pesa sobre el presente film. Y eso que uno de sus mayores atractivos estriba en los vasos comunicantes que existen entre los dos personajes encarnados por Andrews en los dos films, ambos detectives y ambos, no por nada, con el mismo nombre, Mark. Si en 1944, Mark McPherson era un detective que distraía los nervios con un jueguecito portátil, en 1950 Mark Dixon ya no los sujeta y se descontrola con facilidad: cuando los criminales le menosprecian, él responde con contundencia, lo cual le conducirá a la perdición, como he indicado ya, al matar accidentalmente a un sospechoso y decidir, acto seguido, ocultar su implicación en el hecho.
Una diferencia esencial con respecto a Laura es que el personaje femenino, aun siendo muy importante, carece de la malsana relevancia que en este film: Gene Tierney, radiante y luminosa pero ya no ambigua, es el ángel salvador que el destino pone en el camino de Mark cuando éste se encuentra al borde del precipicio. Pero, para mayor burla, es la hija del hombre que se convierte en el principal sospechoso del homicidio que él ha cometido. El fabuloso juego dramático propuesto por el guión es aprovechado por Preminger para desarrollar una dramaturgia envolvente y nerviosa, magníficamente traducida por Dana Andrews, que convierte al detective Dixon en un personaje inolvidable. Un hombre que busca por instinto la soledad, por saberse manchado por el pecado original, y que por ello no advierte que en él brilla una indudable honestidad, una limpieza interior pese a su carácter hosco y malencarado, una luz que los demás saben ver: el compañero que le brinda ayuda incondicional pese a haber sido maltratado por sus raptos de rabia; el superior que lo reprende por violento pero que aprecia realmente su valía y por eso no quiere tener que degradarlo; la madura dueña del bar donde hace sus comidas y que, al verlo en compañía de esa bella muchacha que ha traído a cenar, entiende enseguida que es justo lo que hace falta para serenar a ese misántropo… Con sentido del suspense y un encomiable gusto por el detalle realista, pleno de personajes secundarios excelentes, Al borde del peligro es una obra maestra incuestionable y un film imprescindible para quien admire a Dana Andrews.
Los años 50 ya no fueron tan buenos para el actor, que fue perdiendo poco a poco categoría estelar, hasta acabar en los terrenos de la serie B. En parte, se debió a sus problemas con el alcohol (llegó a sufrir varios accidentes de coche completamente embriagado), de los cuales se repondría a costa de mucho esfuerzo, convirtiéndose años después en un tenaz propagador de campañas antialcohólicas. No bajó el ritmo de trabajo, eso sí, pero ya en películas menos relevantes: y algunas de las más famosas no sirvieron para revalorizarlo porque estaba claro que su presencia no era su principal baza. Por ejemplo, de La senda de los elefantes (1953) se recuerdan la incomparable belleza de Elizabeth Taylor, la trama que trasplanta el argumento de Rebeca a un entorno tropical y el famoso ataque final de los proboscídeos a la plantación cafetera de los protagonistas. Pero pocos recuerdan el protagonismo de Andrews… que ni siquiera se llevaba a la chica al final de la historia.
Ahora bien, justo a mediados de la década es cuando Andrews encuentra a los geniales Lang y Tourneur, con cada uno de los cuales encadenará dos películas. El primero en dirigirle es el alemán, y las películas son Mientras Nueva York duerme y Más allá de la duda (ambas de 1956). Aun diferentes, las dos respiran una atmósfera profundamente crítica hacia el ambiente social y moral que todavía permitía la famosa «caza de brujas» y los consiguientes recortes de libertades civiles en beneficio de la tristemente célebre seguridad nacional. Pero aun llenas de interés, me parece que son dos films que anteponen el propósito de denuncia a la coherencia dramática e incluso argumental.
La primera película, que me parece mejor, compagina una trama en la que Lang ya tenía experiencia (la búsqueda de un asesino en serie, al estilo de su inmortal M, el vampiro de Düsseldorff) con otra que denuncia la degradación de la prensa en manos de una competición que aúna capitalismo salvaje y sensacionalismo fácil mediante la pugna que se desata en un grupo de comunicación por su principal puesto ejecutivo (la trama, como puede verse, no ha perdido nada de actualidad). Pues bien, ni ambas tramas se equilibran bien —la primera, con mucho, es mejor, e incluso apasionante, con un espeluznante John Drew Barrymore (el ignoto padre de la rubia actriz revelada por E. T. el extraterrestre, como delatan dos de los tres términos del nombre) como el criminal— ni hay consistencia argumental en la prueba (precisamente, descubrir al psicópata) mediante la cual se dirime la rivalidad por el puesto. Encima, la lacerante crítica contra el cuarto poder, no siempre tan noble como se presupone, acaba resolviéndose en una conclusión muy blanda, donde triunfa el buen periodista (Andrews) y se hunden los mezquinos de este mundo.
La segunda es un thriller concebido en principio como alegato contra la pena de muerte mediante un argumento que ya me parece discutible: la invención de pruebas falsas en un caso criminal para llevar a la silla eléctrica al periodista protagonista y avergonzar así a los furibundos partidarios de la pena capital al revelarse la verdad (¿en serio puede creer alguien que se convenza así a los previamente convencidos?). Ahora bien, el desarrollo del guión resulta demasiado arbitrario y, sobre todo, inverosímil, con lo cual acaba desacreditando las buenas intenciones originales. Encima, Lang equivoca el tono seco y ascético de una dirección que, para hacer creíble la trama, requería al director febril y fascinado por lo obsesivo que siempre había sido. Ambos films, en cualquier caso, son muy estimables y, en lo que afecta al tema de este artículo, denota una completa inteligencia entre actor y director… que hace lamentar todavía más que no se reunieran para títulos de mayor enjundia.
En cambio, su encuentro con Jacques Tourneur da pie a una película maravillosa y uno de los grandes títulos de la historia del cine fantástico. Se trata de La noche del demonio (1957), un film que supone ejemplo emblemático de las capacidades de este director modesto pero genial, amante siempre de lo sutil sobre lo explícito, elegante y evanescente, cuyo cine siempre aparece envuelto en un encanto sobrenatural, toque el género que toque (y los abordó casi todos, aportando a cada uno de ellos una joya). La película, por otra parte, adapta un espléndido cuento de Montague Rhode James, magnífico autor de una treintena de relatos de terror que desbordan ironía, densa levedad (o leve densidad) y sentido de la atmósfera. El relato, titulado El maleficio de las runas, de poco más de veinte páginas, fue convertido en un film de 90 minutos mediante un guión espléndido que coge sus líneas maestras y amplía incidencias y detalles de los personajes de modo original pero respetando al mismo tiempo el planteamiento del escritor, que sin duda Tourneur compartía de modo absoluto: un estudio sobre la pugna entre el escepticismo racionalista y la incómoda posibilidad de que haya que admitir lo irracional. Un planteamiento especialmente querido por el director, que ya había entregado una década atrás dos joyas del fantastique vertebradas en torno a la misma idea: la mítica La mujer pantera (1943) y, sobre todo, la mágica Yo anduve con un zombie (1944)
Escogido a instancias del mismo Tourneur (con quien, a todo esto, ya había trabajado diez años atrás, en el western Tierra generosa), Dana Andrews se revela como el actor nacido para encarnar al doctor John Holden, ese científico de firmes creencias materialistas, que viene a Inglaterra precisamente para desenmascarar la superchería de un «brujo» llamado Karswell (personaje modelado a partir del famoso ocultista Aleister Crowley, en su día conocido como el «hombre más malvado del mundo»), y poco a poco empieza a verse desbordado por la inquietud de que éste, como venganza, le haya lanzado de verdad un implacable maleficio que concluirá con la aparición de un feroz monstruo destinado a llevárselo consigo. Esa formidable capacidad para expresar a la vez el gesto determinado y el nervio tenso se aviene perfectamente con la firmeza con que Holden se resiste a aceptar lo que su razón le dice que es inaceptable, pero que su instinto comienza a percibir como posible. Y que Tourneur —en uno de los más imborrables ejercicios de compenetración entre actor y director— expresa mediante un formidable crescendo atmosférico que es difícil de explicar con palabras porque hay que sentirlo.
El film, por desgracia, fue un fracaso comercial. A partir de este momento, la carrera de Andrews (sobre todo a medida que ya entraba en eso que se llama la edad madura) no volvería a alcanzar el mismo estatus. Al año siguiente, ahora por iniciativa suya, volvió a reunirse con Tourneur en una tercera película, The Fearmakers (1958), ya muy inferior a la anterior, pese a tener la originalidad de ambientar una trama de thriller en el mundo de los lobbies de Washington. En los años 60, su carrera pasó a centrarse en la televisión y en irrelevantes (y hoy ignotas) películas de género con estériles pretensiones clasicistas. Luego, la edad lo condujo a actuar en papeles secundarios, al menos, eso sí, en películas de presupuesto digno, incluyendo el obligado peaje de todo veterano de Hollywood a participar en algún ejemplar del cine-catástrofe setentero a modo de «colaboración especial».
Murió en 1992, retirado desde una década atrás, después de unos últimos años en los que padeció alzheimer. El gran actor pasó sus últimos tiempos sumido en el olvido personal, y a ratos parece que de ello se contagió la mitomanía del Hollywood clásico, que muchas veces se ha empeñado en relegarlo a un estatus menor, el del clásico y menospreciado intérprete que adorna pero no actúa… como si contagiar de convicción a unos papeles con la mera presencia fuera tan fácil. Sin embargo, Dana Andrews fue un grande de Hollywood, uno de esos actores que, en cuanto aparece en pantalla, obligan a mirarlo, a identificarse con su personaje y, en su caso, a provocarnos una notable incomodidad al hacerlo, pues en sus mejores roles rehuyó el típico papel de héroe noble e inmaculado. Sus tres grandes creaciones, Mark McPherson, Mark Dixon y John Holden —el detective enamorado de una muerta, el policía que cree que un destino fatal lleva toda la vida apuntándole en la espalda y el científico que ve puesta a prueba todas sus convicciones racionalistas— así lo atestiguan. Y si dudamos (lógico, ¿acaso no fue la duda la sensación más notable que supieron transmitir sus personajes), no hay nada como sentarnos cómodos ante el televisor y poner una cualquiera de sus obras maestras.
Gran actor Dana Andrews, perteneciente al club de los actores que basaban sus interpretaciones en la economía gestual y en la mirada, y no como muchos de ahora, que parece que tienen un trastorno del movimiento.
Aparte de las películas que tú mencionas (haciendo hincapié en La noche del demonio, una obra de un grande de los grandes, Jacques Tourneur), me gustaría recordar otras no tan conocidas, por si alguien quiere echarles un vistazo.
Tierra generosa (de Jacques Tourneur también, un western visualmente bellísimo), Deep waters (un drama pausado y sombrío de Henry king), My foolish heart (un melancólico melodrama con Susan Hayward y una maravillosa música de Victor Young, a cargo de Mark Robson, aunque no «quede bien» ensalzar alguna de sus películas), Nube de sangre (recién editado en DVD, un drama extraño y potente también de Robson) y, como secundario, Primera victoria (un extraordinario film bélico de Preminger). Habría muchas más, pero sirvan todas ellas como homenaje a este actor tan singular. Gracias, José Miguel, por recordarlo.
Pues muy oportuna la recomendación… porque la voy a seguir yo mismo. Esas cuatro películas, por distintas razones, nunca las he llegado a ver, y en el caso concreto de las dos de Robson me parecen muy atractivas, sobre todo «Nube de sangre». Ya te diré.
Ángel, ya he visto «Mi loco corazón» y «Nube de sangre». Muy interesantes ambas, sobre todo la segunda, como sospechaba. Eso sí, en la primera me parece que el papel de Andrews necesitaba de alguien más proletario e incluso sexual en el sentido de un Marlon Brando (aunque, como actor, éste no le llegue al tobillo a Dana). La segunda se ve perjudicada por el error de la voz en off que va «traduciendo» todo el rato sensaciones y sentimientos, pero tiene una atmósfera genial, y hasta el irregular Farley Granger está soberbio.
Intentaré conseguir también las otras dos y seguir con mi ciclo Andrews. Un abrazo.
Estupendo artículo. La actitud de la crítica y del ambiente de Hollywood en general se aprecia, por ejemplo en el chiste que hace Woody Allen en «Días de radio», cuando dice por boca de su alter ego juvenil: «¿Pero es que un hombre se puede llamar Dana?»
No menciona usted actuación interpretando a un director maltratado por los productores en el último film de Elia Kazan «El último magnate».
Muchas gracias por sus palabras. Coincido con usted en la pereza de muchos críticos (y cinéfilos, por qué no) para salirse de unos cuantos nombres presuntamente intocables, parte de los cuales se desmorona cuando de verdad se pasa a analizar sus actuaciones o estilos interpretativos.
Eso sí, on independencia de que el objeto de la risa sea un actor tan grande como Andrews, confieso que el chistecito de Woody Allen en «Días de radio» (que no quiere decir que Allen se ría de él, sino su personaje) siempre me ha hecho reír: ya se sabe que hay nombres, del tipo Dana o Robin o Lee, que son «bisex», y de hecho a mí mismo hay actores/actrices que tardé claro en tener el sexo, en tiempos en que no existía internet y era difícil confrontar fichas de reparto para cubrir lagunas. En español pasa lo mismo con algún nombre como «Reyes».
En cuanto a las ausencias, son inevitables en actores con larga filmografía, como le señalaba a anteriores participantes en esta misma cadena de comentarios (y eso que ya he cubierto alguna desde que lo escribí). El film de Kazan sí lo he visto, pero hace demasiado tiempo como para recordar su intervención.
No lo dije a modo de reproche ni mucho menos, sino como simple acotación. Creo (no estoy seguro) que fue la última interpretación de Andrews, y en todo caso, fue el último film de Elia Kazan antes de morir, como lo fue la novela la última de Scott Fitzgerald (de hecho no la terminó). Andrews, en la película, es un director de cine al servicio de los estudios en la época en que el director era una figura poco menos que servil. Es despedido por De Niro de modo humillante.
Por cierto, vi con agrado que usted también publicó una entrada sobre Hanna Arendt donde habla sobre el film de Margarethe von Trotta con Barbara Sukowa. Yo publiqué una sobre el mismo asunto en 2013 en http://micolchaderetazos.blogspot.com/2013/12/hanna-arendt-o-la-ineluctable-pasion-de.html por si la quiere visitar.
Reciba un cordial saludo.
Estimado Franklin, por supuesto que entendí su referencia como una mera indicación. Un artículo que pretende recapitular sobre la trayectoria de un actor con una larga carrera, como es lógico, revela a la misma persona que lo redacta sus lagunas sobre la filmografía del intérprete en cuestión. Siendo Andrews uno de mis actores favoritos, indicaciones como la suya o la de otros lectores generosos me han guiado hacia películas que o no había visto o (como el caso de la de Kazan) las tengo prácticamente olvidadas, y así me permiten seguir profundizando en trayectoria tan interesante.
Me he leído el artículo de su blog y no puedo decir sino que es lástima no haber sabido de él antes de redactar el mío propio, por el análisis concienzudo y la generosidad en la exposición de datos que se encuentra por él. Anoto el blog y le envío un saludo igualmente caluroso. Un abrazo.