Los relatos I III El personaje literario El tebeo
El coloso negro / Natohk el velado [Black Colossus, WT, jun. 1933]
Este cuento gozó del privilegio de recibir la primera de las varias portadas que Weird Tales dedicó al personaje (si en la entrada anterior ya figura alguna, es por tratarse de un relato, La reina de la costa negra, escrito antes pero publicado después). Como esta, todas fueron realizadas por Margaret Brundage, ilustradora especializada (irónicamente) en dibujos que explotaban descaradamente la sexualidad femenina para atraer a compradores masculinos. El uso del pastel otorgaba a sus dibujos una particular textura irreal, almibarando el delicado trazo de los cuerpos y envolviéndolos en un onirismo arrebatador. Por cierto, y como puede comprobarse en esta portada, la artista concentraba sus esfuerzos, con independencia del protagonismo masculino o del tema del relato, en el dibujo de una o varias bellezas semidesnudas (o totalmente desprovistas de ropa), seguramente tras comprobar que en ellos basaba su éxito y, por tanto, los encargos. Así, algunos artistas de la casa acabaron incluyendo en sus cuentos algún episodio que justificase la exhibición de carne femenina. Tal vez el mismo Howard se sintiera inclinado a hacerlo, porque a partir de El coloso negro encadenará un conjunto de historias en los que el cimerio debe proteger a alguna beldad en peligro, que si inicialmente siente rechazo hacia ese gigante cubierto de cicatrices, terminará por caer rendida en sus brazos.
El cuento que nos ocupa es el primero en el que aparece un hechicero de enorme poder que está a punto de sojuzgar el reino bajo la protección de Conan (ya sea como mercenario, como aquí, o como monarca, en el futuro). Se trata de Thugra Khotan, también llamado Natohk el Velado —este era el título inicialmente puesto por Howard, que el editor de WT modificó por el que hoy se lo conoce—, y la escena de su resurrección es posiblemente lo mejor de la historia, si bien resulta una digresión que, en rigor, podía haber sido suprimida sin que se echara en falta: es evidente que al propio autor debió encantarle la excelente atmósfera de la ciudad maldita y abandonada en mitad del desierto en uno de cuyos templos se infiltra un ladronzuelo para liberar involuntariamente al hechicero. Por otro lado, el cimerio todavía tardará bastante en intervenir, puesto que la acción pasa a continuación a la belleza en peligro en cuestión, la princesa Yasmela, regente del reino de Khoraja, objeto de deseo a distancia para Natohk, motivo por el cual la muchacha decide confiarse a un oráculo que le invita a poner la seguridad del reino en manos del primer hombre con que se cruce en la soledad de la calle. Por supuesto, este será Conan.
La tardanza en aparecer del cimerio resulta un recurso bastante ingenioso, porque acrecienta las expectativas sobre su presencia, amén de demostrar que Howard no necesita tenerlo todo momento en escena para mantener el interés del cuento (en el futuro, el autor repetiría esta solución narrativa en alguna que otra historia, como la magnífica Clavos rojos, su obra maestra). Del mismo modo, aquí es cuando se produce su ascenso de mero mercenario a comandante de los ejércitos, liderazgo que ya será común en casi todos los relatos posteriores del cimerio. El coloso negro es un relato sólido y entretenido, carente quizá del sello de la verdadera creatividad, pero que se lee con placer, y concluye con un final que podrá ser juzgado como una exaltación del machismo o como una celebración de esa descarnada sexualidad que envuelve al personaje, pero que en cualquier caso es formidable: ganada la batalla contra las huestes de Natohk, que en el último momento ha secuestrado a la bella Yasmela y se la ha llevado a su ciudad del desierto, hasta allí la sigue Conan y mata al brujo delante de la muchacha. Y cuando el cimerio le dice sin más que deben regresar para recoger los frutos de la victoria… ella se arroja sobre él arrebatada de deseo y lo conmina a follarla en ese mismo lugar, sobre el altar maldito donde el brujo pretendía sacrificarla y frente al cadáver de este, detalles que Howard no se priva en remarcar…
Sombras a la luz de la luna / Sombras de hierro a la luz de la luna [Shadows in the Moonlight, WT, ab. 1934]
Señala el especialista Patrice Louinet que, encarrilado el personaje, Howard pareció perder momentáneamente el interés en él pero siguió escribiendo cuentos suyos (la buena acogida por los lectores de WT era evidente, como reflejaba la activa sección de cartas al editor que incluía en cada número), si bien poco a poco va pareciendo que lo hace por pura inercia. Algo de ello puede observarse en El coloso negro, pero Louinet remarca que el mejor ejemplo lo suponen los tres relatos que escribió, de modo seguido, a finales de 1932, y que son los que analizo a continuación. Y aunque son tres historias muy entretenidas, algo de razón tiene, cuando menos por el uso y abuso del mismo planteamiento: en todos ellos Conan protege a una belleza en peligro —cuyo encuentro ya carece de la elaboración de El coloso negro— con quien vive aventuras de signo terrorífico en una ciudad o templo perdidos entre cuyas paredes se esconden vestigios de intensa maldad.
El primero de ellos lo tituló Sombras de hierro a la luz de la luna, pero el editor Wright lo acortó (resulta más sugerente, y adecuado, el original). Howard sitúa a Conan en un escenario distinto: el mar de Vilayet, ese gran mar interior que en la geografía hiboria se corresponde, más o menos, con el mar Caspio, y que viene a suponer el límite oriental del mundo por el cual se mueve el cimerio. Conan se encuentra en una situación desesperada: enrolado como mercenario, el ejército en que prestaba servicio ha sido exterminado y él intenta huir de la caza al hombre desatada contra los supervivientes, en cuyo curso acaba tropezándose con una princesa fugitiva, llamada Olivia, que asimismo es objeto de persecución. Ambos se internan en canoa por el Vilayet hasta llegar a una isla en la que encuentran un antiguo templo derruido en cuyo interior se yerguen unas imponentes estatuas de hierro que representan a unos guerreros de gesto despiadado.
Howard combina con habilidad tres peligros diferentes que se le presentan a la pareja central en la isla misteriosa. Por un lado, la presencia oculta de alguna criatura monstruosa que los acecha desde la jungla y se acabará revelando como un enorme hombre-simio. Por otro, la amenaza de esas estatuas que, como anticipa el título, despiertan del maleficio al que fueron condenados por su maldad bajo el resplandor de los rayos lunares. Finalmente, la llegada de unos piratas a los que Conan trata de unirse (por supuesto, deponiendo a su líder en duelo singular, de acuerdo con las leyes de los Hombres Libres) y que, incautos, acabarán exponiéndose al ataque de los hombres de hierro. El cuento podría perfectamente liderar el amplio conjunto de historias intermedias entre los mejores ejemplares del ciclo y los menos afortunados.
La sombra deslizante / Xuthal del crepúsculo [The Slithering Shadow, WT, sep. 1933]
El segundo cuento es mucho más original: es más, a Howard le gustó tanto el planteamiento que lo volvería a utilizar en su último cuento, Clavos rojos, con resultados infinitamente superiores, con lo cual el presente, aun de lo más interesante, queda disminuido por comparación y se aprecia más como ensayo del futuro logro que como una historia independiente en sí misma. Una vez más, Farnsworth Wright cambió el título escogido por REH, que era el nombre de la ciudad perdida donde transcurre la acción, sustituyéndolo por otro supuestamente más atractivo desde el punto de vista terrorífico. En cualquier caso, recibió la segunda portada dentro de la revista, a cargo de la contumaz Brundage. El autor presenta ya directamente juntos a Conan y la muchacha en peligro, que también es de entrada su amante, una antigua esclava llamada Natala. Como en el relato anterior, ambos se encuentran en situación desesperada, vagando por un territorio de naturaleza hostil (en este caso uno de los desiertos del sur del continente hiborio), después de que el ejército en que militaba el cimerio haya sufrido una considerable derrota. El arranque del cuento no puede ser más burdo y convencional: al presentar juntos a los dos personajes, el femenino carecerá de la mínima personalización que en los anteriores cuentos tenían las princesas Yasmina y Olivia. Teniendo en cuenta que el villano del relato va a ser otra mujer, la pobre Natala resulta más olvidable todavía de lo habitual en el rol que encarna.
En medio del desierto, ambos se tropiezan con una ciudad, Xuthal, que parece abandonada pero que enseguida se revela de lo más inquietante: el hombre en apariencia muerto que encuentran junto a la puerta resucita de pronto y ataca a Conan sin mediar palabra, muriendo a manos de este ya por completo. La ciudad, en realidad, está habitada por una raza de seres que se pasan la vida durmiendo por la ingestión de una planta, el loto negro, que los sume en evocadores sueños. Y sin embargo, en ella vive desde tiempo inmemorial una criatura espantosa, Thog (la sombra deslizante del título), que de tiempo en tiempo se alimenta de sus habitantes, los cuales aceptan su destino fatal sin importarles, de tal modo que se encuentran ya al borde de la extinción, soñando o muriendo. Howard trabaja por primera vez en el ciclo sobre uno de los conceptos básicos de su literatura, el de las razas decadentes, y consigue trazar con gran fortuna ese espacio, al tiempo repulsivo e inquietantemente sensual, que con el tiempo se convertirá en Xuchotl, la ciudad de Clavos rojos, que no por nada situará no lejos de esta. El texano añade otro personaje, el de una princesa estigia (con mucho de bruja, por tanto), que siente un irrefrenable deseo por el cimerio (otra más) y trata de retenerlo en la ciudad, asesinando a Natala: en la escena más «fuerte» del relato, por tanto la que Brundage recogió en su portada, la malvada Thalis fustiga sin piedad a la muchacha, a la que ha encadenado previamente. Este recurso al sadismo de connotaciones sáficas también se proyectaría en Clavos rojos, con resultados mucho más malsanos que aquí, donde resulta más bien una concesión a los lectores. Xuthal del crepúsculo, así, supone un cuento sugerente aunque se nota claramente que no está debidamente trabajado. Howard compensaría con creces la tosquedad con que resuelve tan atractivo planteamiento.
El estanque del negro [The Pool of the Black One, WT, oct. 1933]
De los tres cuentos del bloque, El estanque del negro me parece el mejor, pues exuda un muy conseguido aroma de terror primigenio. El escenario del relato es una solitaria isla a la cual llega Conan en compañía de un grupo de piratas: el cimerio piensa aprovechar el desembarco para deshacerse del capitán en duelo singular, pero sus ambiciones personales van a chocar con el inesperado descubrimiento de que el lugar está habitada por una raza de gigantes pre-humanos, de piel negra, hercúleos músculos y garras bestiales que inmediatamente se disponen a capturarlos a todos con inconcebibles intenciones. Si ya el dibujo de estos antagonistas está muy conseguido —precisamente por su condición de bestias de aspecto humano—, aún más lo es la fortaleza donde viven (cuya extraña arquitectura provoca en Conan el inmediato pensamiento de que no puede haber sido construida por manos humanas), en cuyo centro hay un estanque de aguas verdes donde los gigantes arrojan a sus víctimas… para reducirlas de tamaño y, convertidas en pequeñas estatuillas, depositarlas sobre las macabras estanterías de una sala adyacente.
Me parece un hallazgo este inesperado ¿rito? ¿ceremonia? ¿acto de posesión de almas? que queda completamente inexplicado y que hace despertar en torno a los gigantes una aprensión aún mayor que la que su mera apariencia maligna despierta. Por otro lado, la trama es muy sencilla, en ella vuelve a aparecer una belleza en peligro (una joven llamada Sancha, zingaria como los piratas, el equivalente a los españoles en la era hiboria) y su conclusión es muy trepidante: el último de los gigantes, al ver perdida a su raza, convierte el estanque en una especie de géiser que comienza a derramar incontenibles sus aguas infernales, manando de quién sabe qué absurdas profundidades, sobre la isla, destruyendo todo cuanto atrapa a su paso, incluso persiguiendo con su verdosa a los piratas sobre el mar azul, mientras estos intentan desesperadamente alcanzar el barco.
Rufianes en casa (o Villanos en la casa) [Rogues in the House, WT, en. 1934]
Este muy curioso relato, en un momento en que el ciclo estaba perdiendo espontaneidad, resulta atractivo y original, no en vano su trama diríase inspirada nada menos que por Los crímenes de la rue Morgue, de Edgar Allan Poe. Howard vuelve a marchar hacia atrás en la vida del cimerio, narrando una nueva peripecia de sus años como ladrón y buscavidas en las ciudades hiborias. Contratado por un joven aristócrata, Murilo, para asesinar a Nabónido, el sumo sacerdote de la ciudad de Corintia donde transcurre la acción, los dos hombres —después de un dinámico preámbulo que, como en La Torre del Elefante, posee un considerable saborcillo ambiental— y el propio sacerdote acaban atrapados en el palacio del segundo, unidos todos bajo la amenaza mortal de Thak, una especie de simio pre-humano que era la mascota de Nabónido y se ha rebelado contra él, matando a su principal sirviente, para a continuación vestir sus ropas y convertirse en el dueño de la casa, imitando los actos que ha visto en su amo día tras día. El gran acierto del relato estriba precisamente en este inesperado «villano», cuya considerable amenaza otorga una enorme tensión al relato pero que, finalmente, incluso acaba despertando una inesperada comprensión en Conan: no en vano, aun en su dimensión bestial, en el fondo el relato cuenta una rebelión contra Dios por parte de la criatura que ha sido moldeada a imagen y semejanza (infernal) de ese perverso sacerdote. Por ello, triste después de haberlo tenido que matar (era su vida o la del simio), Conan acabará declarando sobre su cadáver: «He matado a un hombre esta noche, no a una bestia. Lo contaré entre los caudillos cuyas almas he enviado a las tinieblas, y mis mujeres cantarán canciones sobre él». Momentos como este remarcan el lirismo, tal vez áspero pero indudable, que recorre la saga del cimerio.
El valle de las mujeres perdidas [The Vale of Lost Women]
Después de que Farnsworth Wright hubiese aceptado nueve cuentos consecutivos de Conan, a la décima vino un rechazo. El motivo del mismo tal vez estribe en que, sin duda, se trata del relato más extravagante protagonizado por Conan, hasta el punto de que llega a parecer que no era necesaria su presencia, como si Howard la hubiera añadido en el último momento. El escenario vuelve a la periferia del continente hiborio, a los Reinos Negros, donde el cimerio se ha convertido en inesperado caudillo de una de sus tribus y está preparando con astucia la perdición de otra en cuyo campamento es recibido con honores. Allí se encuentra con una cautiva blanca, Livia (este es el elemento más reconocible del ciclo), que le pide que la libere del horror que lleva viviendo desde que ella y su hermano, nobles del refinado reino norteño de Ofir, fueron capturados días atrás, habiendo sido ya sacrificado él de modo espantoso. El dibujo de ambientes y el retrato de las brutalidades de los indígenas sitúa al lector en un espacio reconocible, pero no precisamente hiborio: una historia sobre exploradores caídos en manos de alguna tribu antropófaga del interior de África, o de blancos en manos de indios norteamericanos, parangón este más probable por cuanto es bien conocido el interés de Howard por el western.
Ahora bien, el cuento da un giro hacia su mediación cuando la muchacha escapa del poblado (aprovechando el caos provocado por el súbito ataque de Conan), enloquecida de temor por que el bárbaro la «haga suya» en pago de la ayuda, y acaba yendo a parar al lugar señalado por el título, un valle ensoñador y deletéreo donde unas mujeres de aletargada presencia (que parecen surgidas de un film de terror lánguido) están a punto de ofrendarla a una criatura alada proveniente del espacio, lo que impide el cimerio. Desde luego, la reseña se basta para certificar lo insólito de la propuesta de Howard, y aunque su propia extravagancia hace mínimamente atractivo el relato, no consigue evitar que el fantasma de la inconsistencia se apodere de él. Encima, el final muestra a un Conan que, más que gentileza, esta vez exhibe una caballerosidad insólita por cuanto ni siquiera parece arrojar una mirada de deseo sobre la doncella supuestamente atractiva, asegurándole que la devolverá sana y salva a su hogar.
El diablo de hierro [The Devil in Iron, WT, ag. 1934]
Hay un hiato entre los anteriores cuentos, los publicados y el rechazado, y El diablo de hierro, que posiblemente denota un agotamiento de ideas en el intermedio. Desde luego, así parece confirmarlo la composición de este nuevo ejemplar del ciclo, que diríase un pequeño monstruo de Frankenstein, una historia creada a partir de la fusión de elementos de varias previas. Así, el arranque es idéntico al de El coloso negro: un incauto resucita a un poderoso brujo que yacía en un templo abandonado. El escenario es una isla del mar de Vilayet, en la cual Conan ha de proteger una vez más a una belleza en peligro del señalado brujo, el cual es una especie de gigante monstruoso cuyo cuerpo tiene una textura similar a la del hierro: aquí tenemos Sombras a la luz de la luna. Por último, ese ser (llamado Khosatral Khel) ha conseguido resucitar mediante un hechizo la antigua ciudad, situada en la isla, donde antaño reinaba, incluyendo a su pueblo: por ello, el primer contacto que Conan tiene con el lugar diríase una repetición del inicio de La sombra deslizante, por cuanto la ciudad parece la misma Xuthal de este cuento, que al principio encuentra desierta pero donde no tarda en encontrar a unos habitantes que parecen vivir entre el sueño de la muerte y una vigilia ensoñadora.
La combinación no funciona, pues aunque las tres ideas, en sí mismas, tienen muchas posibilidades, Howard no las funde en una sola sino que las va haciendo aparecer sucesivamente, amén de tener que recurrir a demasiadas explicaciones para situar al espectador en el contexto elegido. Así, la escritura del cuento es muy discreta, e incluso este Conan —convertido en capitán de un grupo de bandidos llamados los kozaki, trasunto de los cosacos de las estepas rusas— no parece el de siempre: la habitual inteligencia del cimerio cede ante una absurda lubricidad que enturbia sus sentidos y que le hace prescindir de toda precaución para meterse en lo que está claro que es una trampa (la muchacha es utilizada por los gobernantes del reino que asolan los kozaki, Turán, al adivinar estos que sus encantos atraerán a Conan a la isla que todos creen deshabitada). Puede que sea injusto y me deje llevar por unos conocimientos que no tengo, pero son tantas las divergencias con el estilo y las caracterizaciones habituales de Howard, que estoy tentado de creer que el relato —es de los pocos que todavía se encuentran en España tan solo en la edición alterada— es uno de los que fueron corregidos por L. Sprague de Camp para la antigua edición de Lancer Books. En cualquier caso, es difícil creer que empeore mucho el resultado, porque sus considerables defectos van más allá de estas incongruencias. No dudo al afirmar que se trata del peor relato de Conan.
El pueblo del círculo negro [The People of the Black Circle, WT, oct.-nov. 1934]
Esta excelente historia, por su longitud, es antes una novela corta que un cuento, y aunque no figura entre las más conocidas, sin lugar a dudas merece figurar entre los mayores logros de REH. En el curso de las cien páginas que abarca, el autor dispone la estructura narrativa más compleja deparada hasta entonces, situando diversos personajes de notable espesor humano al lado del protagonista cuyas peripecias paralelas enriquecen notablemente la trama, amén de proponer un argumento de especial interés. La trama se sitúa en un escenario inédito: el equivalente a la frontera de la India (llamada aquí Vendhya) con Afganistán (Afghulistán), reproduciendo con las distintas intrigas y rivalidades entre pueblos indígenas e imperios extranjeros lo que, en el siglo XIX, supuso un espacio apasionante de la historia colonial europea. Las intrigas entre Inglaterra, Rusia y los diversos principados indígenas de ese territorio dieron origen a una fascinante expresión, el Gran Juego, recogida en literatura por autores tan dispares como Rudyard Kipling o George MacDonald (su divertidísimo Flashman se paseó por allí en varios de los mejores títulos de su propia saga). REH, a quien siempre atrajo la aventura oriental de autores como Talbot Mundy o Howard Lamb, también ambientó allí varios cuentos estupendos, en especial de la saga de El Borak, y de hecho, a ratos, el presente relato podría intercambiarse perfectamente con los de este personaje, otro de los héroes howardianos de clara filiación conaniana.
El cimerio es aquí el líder de una banda de montañeses afghulíes, pueblo feroz enfrentado al reino de Vendhya, y de hecho la historia inicialmente arranca como una intriga a varias bandas por el poder de este territorio, no en vano la protagonista femenina es Yasmina, la hermana del soberano de ese estado. Sin embargo, y sin que Conan lo sepa hasta que ya no puede zafarse de la aventura que cae sobre sus hombros, en el espléndido arranque de la historia Yasmina ha tenido que matar a su propio hermano, víctima de un terrible hechizo que amenazaba con apresar también su alma en el infierno, obra de los Videntes Negros, una siniestra secta de hechiceros cuyo cubil se encuentra en Yimsha, la montaña más alta de la cadena que corona esa parte del mundo, los Montes Himelios (equivalentes al Himalaya o al Hindu-Kush). Howard dispone con facilidad a diversos personajes que participan en distinto grado en la intriga, para acabar situando a los principales en camino hacia el cubil de los Videntes Negros con el fin de acabar con su reinado de terror.
En particular, y como señala con justicia Patrice Louinet, destaca el estupendo y trágico personaje de Khemsa, el joven brujo que actúa como agente de los Videntes Negros en Vendhya para dirigir la conspiración contra sus soberanos, que por amor a su ambiciosa amante, la doncella favorita de la princesa, decide obrar por su propia cuenta, traicionando a sus amos: por supuesto, y pese a consagrarse con toda su pasión y conocimiento de la magia negra a la satisfacción de los deseos de Gitara, no podrá competir con sus maestros, pagando con su vida tamaño atrevimiento. Aun así, el intenso fulgor de todas y cada una de sus apariciones (una vez más, Howard expone de modo inmejorable la excitante relación que hay entre el poder y el sexo) y el fatal destino que le está reservado despiertan la solidaridad del lector tanto como la de, una vez más, el propio Conan. El relato no decae en momento alguno, girando de dirección cada pocas páginas hasta hacer converger todas sus líneas en el asalto a Yimsha, absolutamente memorable, sobre todo por el horrendo dibujo que se hace de los Videntes Negros. Una joya, por lo tanto, del ciclo, en mi opinión solo por debajo de Clavos rojos.
Llegando a tu nueva entrega sobre los relatos que según Howard contaba le daba a él la impresión de que el mismo Conan le hacía la cronica de sus hazañas y en el inmenso disfrute que para mí supone la lectura de tus trancripciones sobre los mismos, he creido reconocer algunos -sumando tambien los de la entrega anterior- porque es de justicia reconocer que estoy mas familiriarizado con la adaptación que hizo de Conan, Roy Thomas para Marvel que con la pluma original del texano, del que he leido mas bien poco, poco, poquitillo. Que es hasta ahora con tus analisis sobre los mismos con lo que me entero por donde van los tiros.
Me has pegado por el lado nostalgico profe.
Porque para tu información Sombras de Hierro a la luz de la luna fue la aventura canonica Howardiana con la que el Cimeriano mas querido de las historias -la de el y la nuestra -hizo su regreso apoteosico al panorama comiqueril aca de este lado del charco, precisamente al ladito sur de la nación de Howard. Traida a nosotros por la ya extinta Novedades Editores, el numero uno de La Espada Salvaje de Conan nos presentó este relato en maravilloso blanco y negro con dos factores claves que sirvieron de gancho a los fanboys que solo estaban habituados a las mallas, capas y capuchas del mainstream DC & Marvel. El primero, la portada de Boris Vallejo con lo cual era poco menos que imposible que la chamacada que oscilaba entre los doce y dieciseis años no cayera presa de la curiosidad aderezada con mucho morbo ante semejante presentación, a saber, en la saliente de una colina montañosa con una vasta cordillera como telon de fondo y que cualquiera que haya leido El Sillmarillion de Tolkien podría confundir con las montañas de la Sombra, estan liados a muerte un sujeto musculoso con el torso desnudo y sudoroso encaramado a la espalda de un montruoso ente que pareciera tallado en piedra mientras intenta desesperadamente y con furia reventarlo con arma punzocortante que porta en mano, mientras detras de los contrincantes observa presa de angustia y terror una damisela semidesnuda que da la impresión de que sera el botin de batalla para el ganador. El otro factor y que no desmerece al primero, mas bien lo complementa y lo realza, es el arte en el dibujo y la narración de Alfredo Alcala, no se pero creo que este tipo nunca lucio tan bien como cuando trabajo contandonos las aventuras del cimeriano, da la impresión de que mejoraba las indicaciones que Roy Thomas le entregaba en el guion y en un ligero acceso de clarividencia no veo ni por donde puedan conseguir dibujantes de este talento para la nueva corrida del cimeriano en su tan anunciado regreso a casa.
Porque por si alguien no lo sabe todavía: Conan de Cimeria, Conan el Barbaro, Conan de Aquilonia regresa a Marvel Comics!!!
Yo también accedí a Conan antes por los tebeos que por los relatos, si bien en mi caso no fue tanto «La espada salvaje de Conan» (aunque luego la recuperé, por ejemplo, el estupendo episodio que citas) como «Conan el bárbaro», con los dibujos primero de Barry W. Smith y después de John Buscema. Por cierto que tengo pensado complementar estos artículos, a lo largo del verano, con un artículo sobre la etapa del primero de esos dos dibujantes, un auténtico genio. Intuyes muy bien cómo los dibujantes marvelitas, tanto Alcalá como Smith, tenían un amplio margen a la hora de tratar los guiones de Thomas y de otros escritores de la casa. El famoso método Marvel consistía en que el guionista sugería argumentos (no guiones detallados) y el arte del dibujante complementaba el resto. Durante décadas se alabó este método, si bien en los últimos tiempos están surgiendo voces muy críticas que, muchas veces con razón, señalan que la labor creativa del dibujante no era acreditada en toda su extensión (y por ende, tampoco se le pagaba todo cuanto merecía). En cualquier caso, Alcalá era un genio, y fue en «La espada salvaje» donde pudo desarrollar su arte, ya que era un dibujante al que beneficiaba grandiosamente el uso del blanco y negro, y por tanto de las tintas. Una gozada redescubrir todos sus episodios para el magazine.
De esta lista solo he podido leer El coloso negro, conociendo El estanque…por si versión en cómic (el primero que pude leer de Buscema, y que me impactaría por mucho tiempo). El primero me resultó un tanto flojo, especialmente comparado con Clavos rojos, uno de los que mejor me parecieron, y dónde la trama de salvar a la dama en peligro, con el nigromante de turno haciendo el equivalente hiborio de acoso y derribo, conserva cierta gracia por el tono pulp…se salva, en cambio, la atmósfera de la ciudad abandonada. Y es que donde Howard fallaba en estilo, demostraba ser muy capaz de evocar escenarios.
De todas formas creo que la siguiente tanda de aventuras howardianas acabarán siendo en alguna edición en inglés.
En esta entrega figuran los relatos de «clase media» del ciclo (salvo «El pueblo del círculo negro», que es de los mejores), y dan un poco la impresión de ser el mismo con pequeñas variantes. Lo mejor, por tanto, no estriba en los argumentos sino en esos toques inimitables de Howard que crean la atmósfera y los ambientes. Eso sí, las versiones en comic publicadas en blanco y negro en «La espada salvaje de Conan», con dibujos normalmente de John Buscema o Alfredo Alcalá (a veces uno dibujaba y el otro entintaba), son soberbias.