Siempre se ha lamentado que los niños españoles no hayan tenido alguno de esos referentes literarios de prestigio que existen en países como Gran Bretaña, Francia o Italia, esos clásicos intemporales que estimulan el placer de la lectura a edad temprana pero que se leen en cualquier momento de la vida (vamos, que no son esos libros para niños que nada tienen que ofrecer fuera de la infancia). Literatura «activa», por tanto imaginativa, capaz de atraer a los niños a mundos o empresas emocionantes (en mi época, se intentaba con Platero y yo, pero francamente, quien creyera que a un niño le pueden interesar los paseos de un señor con un burro, durante los cuales no pasa nada…). Dicho de otro modo, carecemos de un Verne, un Stevenson, un Salgari o un Twain, y tal vez en ello pesa mucho el eterno menosprecio patrio por la literatura de género en un país tan «realista» como el nuestro, en que la cualidad de entretenimiento que es primera y eminente característica de aquella —lo cual, por supuesto, no anula capacidad de reflexión ni fuerza dramática o poética: a ver cuántos superan en esto al autor de La isla del tesoro— acarreaba, de inmediato, la sospecha de los comisarios intelectuales. El único nombre respetable que los especialistas (los autores de nuestros manuales escolares, quiero decir, los cuales establecen nuestro primer canon de lo que hay que leer) condescendían a integrar bajo esa etiqueta, con mil y una salvedades para que no pareciera que se lo denigraba, era el del vasco Pío Baroja.
¿Estaba justificado? En la lejana época de la EGB, en uno de los manuales de lectura de la editorial Santillana que nos acompañaban cada año para complementar el mucho más árido de Lengua Española, y que estaba formado por ejemplos literarios de la más variada especie, descubrí un espléndido fragmento organizado en torno a la fuga de prisión de un un individuo del que, en ese momento, nada más puede saberse. Se trataba de un extracto de Zalacaín el aventurero (luego, al conseguir el libro entero, me complació mucho el título del capítulo y desde entonces nunca he dejado de citarlo a las primeras de cambio: «En que los acontecimientos marchan al galope»), novela publicada por Baroja en 1908.
Cuando lo leí, sin embargo, mi entusiasmo se refrenó mucho: los autores de aquel manual habían tenido el buen ojo de seleccionar sus mejores páginas, pero el resto no terminaba de estar a la altura. Zalacaín, en verdad, poco tenía que ver con las novelas de aventuras a las que estaba acostumbrado, comenzando por el protagonismo de un personaje que a mí me parecía bastante opaco y poco atractivo, además de organizar una disposición de las peripecias que las iba haciendo suceder a salto de mata y sin apurar sus posibilidades, «perdiendo» el tiempo con situaciones que nada interesaban y concluyendo otras sin advertir todas las posibilidades que se descartaban alegremente. Es cierto que al releer la novela en la edad adulta le encontré otras virtudes, que son las que convierten a Baroja, si no en una cumbre de la literatura, sí en un escritor de considerable interés, pero no en el parangón español de los clásicos arriba citados.
Aun cuando Baroja pasa por ser un admirador de la acción, sus personajes se caracterizan por la indolencia y la inacción: el mismo Baroja prefiere escribir sobre lo que piensan, sobre lo que hablan o sobre sus relaciones sentimentales. Pero ante todo, sobre las impresiones que les merecen los lugares que recorren a lo largo de sus periplos supuestamente aventureros. No en vano, todos cuantos han leído al autor donostiarra, los incondicionales y los detractores, señalan que la mayor virtud de su literatura fue esa técnica impresionista que elude la minuciosidad en las descripciones en beneficio del retazo, el apunte, la sensación. Coincido en que ese es el gran atractivo de los libros de aventuras barojianos, y no la creación de personajes memorables, las tramas interesantes o las reflexiones a que se presta la vida activa. Sin embargo, esto no le exime de que el descuido, no del estilo sino del desarrollo narrativo, suponga muchas veces un lastre para sus ficciones, sobre todo aquellas (como Zalacaín) que alegan sentido de la peripecia.
En resumen, Baroja no pertenece al bando de los escritores activos sino al de los escritores atmosféricos (en esto, es buen representante de su generación, la del 98). Quienes aman a Baroja lo hacen por los valores éticos que desprenden su libro. Y aquí es donde encuentro otro problema al acercarme a este autor: después de haber leído la demoledora biografía escrita por Eduardo Gil Bera bajo el título de Baroja o el miedo (2001), ya no me resulta posible considerarlo ese paladín de la verdad ética por el que figura en los libros de literatura.
Gil Bera desmonta por completo la imagen del escritor vasco como un perpetuo buscador de la verdad, como un observador crítico de la vida, viejo antes de tiempo por exceso de lucidez. En definitiva, como un sabio gruñón capaz de denunciar lo que nadie se atreve: que el emperador está desfilando desnudo por la calle. Esa imagen, viene a constatar con desaliento, admitida como un axioma por todos los estudiosos e incondicionales de Baroja, tiene como principal fuente al mismo escritor —comenzando por sus memorias, publicadas en los años 40, y que comienzan con la frase «Yo no tengo la costumbre de mentir»—, sin que casi nadie parezca haberse tomado la molestia de constatar la veracidad de cuanto él escribe sobre sí mismo (puntualizo: hasta la publicación de este libro). Pues bien, como ya indica su título, Gil Bera proclama que la re-elaboración de la verdad, la desmemoria oportuna o la interesada omisión (la mentira, en resumen) constituyen el elemento central de la vida del autor. A esta conclusión no llega el biógrafo por deducción o interpretación, sino por mera confrontación de los escritos evocativos de mismo Baroja, empezando por esas memorias tituladas Desde la última vuelta del camino, con los actos bien datados de su vida, que extrae de las fuentes de la época, comenzando por los artículos del mismo escritor.
Así, el libro es un implacable, incluso aplastante, catálogo de contradicciones, desmentidos y olvidos de un escritor que jura y perjura no haber hecho o proclamado algo que sí hizo. Basten un par de ejemplos. El primero puede parecer nimio pero ya es significativo. El novelista estuvo presente en el famoso estreno de la obra de Galdós Electra, saludada por toda la intelectualidad de la época como una descarga eléctrica sobre la escena española. Sin embargo, el Baroja anciano refunfuña que él, al contrario que la mayoría (a la que se refiere como si fuera un rebaño y él, el único pastor sereno), se mantuvo tibio y no la consideró ni mucho menos una obra maestra. Ahora bien, implacable, Gil Bera localiza una crítica firmada por el escritor tras el estreno, donde sitúa a Galdós a la altura nada menos que de Shakespeare, después de haberlo medido con Dickens. El segundo ejemplo tiene más largo recorrido: la afirmación de no haber sentido nunca el menor interés interés por la política, cuando se presentó hasta tres veces a distintas elecciones, dos de ellos bajo el paraguas del muy polémico demagogo Alejandro Lerroux, cuyo amparo buscó con servilismo y cuya talla ensalzó de modo poco conveniente para su fama insobornable, puesto que luego lo negó más veces que San Pedro.
En cualquier caso, la tesis central de Gil Bera es que el rasgo fundamental de la vida de Baroja fue el miedo: miedo a las personas, a la incomodidad, al compromiso personal, al amor, a la vida. Ese miedo, sin embargo, tenía que luchar contra el deseo de abrirse camino en la literatura, de ser alguien, y la transacción inevitable, la coraza necesaria, vino mediante la fabricación de una imagen, de un prototipo al que el autor, con sorna, llama «Baroja» (las comillas son imprescindibles). Y es este «Baroja» el que difundió la fama de persona insobornablemente honesta y sincera («el sincero» es el epíteto cuasi homérico con que el sarcástico Bera lo intitula más veces, siempre en el contexto más sardónico posible), de observador crítico que contempla la vida (las de los demás) con profundo desengaño.
Para Gil Bera, el problema es que Pío Baroja se empeñó en convertir a este «Baroja» en el protagonista de la práctica totalidad de sus novelas, paseándolo por doquier con su nobilísima estampa, siempre impoluta en contraposición a la mezquindad que lo rodea, reelaborando así los hechos y las impresiones que en la llamada vida real no le habían salido como pretendía, perdiendo así el sentido de la ecuanimidad moral que un lector crítico espera de las creaciones literarias (es decir, que el personaje sea noble por coherencia dramática y no porque sí). Cierto que Baroja no hace nada distinto a tantos autores, pero (señala Bera, y lo documenta) como los agravios que le provocaban el mundo y sus contemporáneos eran abundantes, sobre sus novelas flota una sensación de impostura que es tanto más molesta en alguien que desdeña la narración en beneficio de la atmósfera moral. Y aquí enlazo con mis observaciones iniciales: esa subordinación a un personaje cuya coherencia viene impuesta desde fuera deja huérfana la narración de un centro dramático fuerte y, además, se acompaña de un notable descuido en la hilación de las peripecias que vive, como si nada importara salvo «él».
Aun con las reservas necesarias, Andrés Trapiello (gran admirador de Baroja y estudioso fundamental de la época) admite la veracidad de la tesis y define el libro como «deslumbrante y malvado». Y tiene razón. En primer lugar, su lectura (salvo que uno sea un barojiano ceñudo que no admita que la realidad le desmonte un dogma de fe) se sigue entre la complicidad inteligente y la carcajada desatada. Gil Bera utiliza sin medida alguna un sentido de la ironía y de la implicación personal que no es habitual en las biografías (tantas veces hagiografías). Su gran hallazgo es que escribe del modo menos académico posible, lo cual no quiere decir que no posea ni rigor científico (él se queja de que los propagadores del mito «Baroja» lo han hecho no después de un profundo análisis… sino tras leer al mismo escritor y aceptar como axiomas bíblicos todas sus afirmaciones sobre sí mismo, mientras que él acude, con pelos y señales, a las fuentes) ni desaliño estilístico (todo lo contrario: ya quisieran muchos ensayistas escribir tan bien, porque así el placer es doble: el de la profundización en la figura abordada y el de la lectura).
En este inicio de verano he releído dos de las novelas de Baroja de las que mejor impresión guardaba. Una de ellas se ha confirmado; la segunda, se ha matizado. Se trata de dos de sus libros mejor reputados, cada cual perteneciente a uno de los dos ámbitos en que se puede dividir su obra. Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901) es el segundo libro que salió de su pluma y es una novela urbana, y madrileña, escenario de varias de sus novelas más aclamadas. Las inquietudes de Shanti Andía (1911) engloba dos espacios del autor: la novela de ambientación vasca (por lo común, rural) y la ambientación de aventuras, aunque esto último haya de tomarse con grandes reservas.
Silvestre Paradox es uno de los pocos títulos que Gil Bera salva en su biografía (¿tendré yo tan poca personalidad que por eso me ha seguido gustando mucho?), argumentando, de entrada, que el personaje titular todavía no es únicamente el avatar del escritor (o sea, «Baroja»), sino que está compuesto a partir de la unión de varios modelos, entre ellos él mismo, claro, pero también su propio hermano, el pintor Ricardo Baroja, con quien tan unido estuvo aunque se distanciaran al final de su vida. Es más, los dos hermanos aparecen incrustados como personajes secundarios: un médico y un pintor que regentan una panadería en el casco viejo de Madrid, justo lo que ellos hacían en la vida cotidiana. No se olvide que Baroja abandonó la práctica de la medicina, tras una muy breve e insatisfactoria experiencia en el pueblecito guipuzcoano de Cestona, para volver a la capital y consagrarse a la república de las letras, si bien durante los primeros años sobrevivió gracias a ese negocio familiar que pertenecía a una de sus tías.
Baroja aborda, por lo tanto, esos ambientes del Madrid del cambio de siglo en que esta ciudad, por apariencia todavía muy distante de lo que se entendía por una capital metropolitana, se convierte en el imán de cuantos quieren «llegar» en España, sobre todo en el mundo de la literatura. El Madrid bohemio de esos años, tan rescatado en los últimos tiempos por la edición española, fue contemplado siempre por Baroja con enorme aprensión, en buena medida porque su temperamento, tan tendente al refugio y la comodidad, mal se avenía con la incertidumbre que suponía. Su entrañable Silvestre Paradox no es, por ello, un bohemio en sentido estricto, presentándose más bien como un inventor, un hombre de ciencia y progreso, aun cuando sus aportaciones al bienestar técnico del país sean más bien descacharrantes: en todo caso, por estilo de vida sería un bohemio de la ciencia.
Paradox, caracterizado como un individuo de físico y atributos pintorescos, sin embargo, haciendo honor a su apellido, rehuye toda inclinación al pintoresquismo… aun cuando no pueda evitar verse arrastrado a él. La novela lo sorprende instalándose, ya en la edad madura, en una buhardilla de una modesta casa de vecinos de la calle Tudescos, hoy vecina de la Gran Vía (que entonces no existía), lleno de proyectos y con toda clase de bártulos y trastos que denotan una vida de inquietudes muy diversas… y muy exiguos resultados. Con este pretexto, Baroja hace una aproximación a las vidas de un puñado de humildes habitantes del Madrid castizo, componiendo un espléndido fresco de personajes, pero, como señalaba, no puede evitar dedicar el mayor número de páginas a la exploración de la bohemia, frente a la cual el escritor se muestra a la vez crítico y fascinado, ambigüedad que enriquece dramáticamente la novela. En este sentido, el personaje tal vez más recordable del libro sea Pérez del Corral, vecino de Paradox e irredomable «piruetista» (el término es del gran Emilio Carrere, buen conocedor de esos ambientes), es decir, uno de esos tipos que, habiendo renunciado a la vida burguesa para consagrarse por completo a a la búsqueda de la gloria literaria, en realidad acababan hundiéndose en la golfemia y el parasitismo al borde de la abyección, siempre en busca de alguien a quien sablear o de quien aprovecharse para asegurarse la miserable supervivencia diaria.
Silvestre Paradox se erige, por tanto, como una novela de una hondura dramática muy especial, cuyo autor contempla a sus pobres personajes con la necesaria severidad pero sin prescindir nunca de la mínima ternura: un autor que comprende a sus criaturas, en suma. Siendo otro ejemplar más de esa fauna patética, sin embargo dentro de Paradox todavía brilla una lucidez básica (aunque no le haya servido para escapar de ese tremedal de sueños frustrados) y una forma de mirar el mundo sin anteojos, que no está reñida con la compasión. En este sentido, a él le pertenece uno de los para mí mejores momentos de la literatura barojiana. Después de escuchar el parlamento indignado del muchacho de buena familia que se ha visto rechazado por los suyos al amancebarse con una joven del arroyo, Silvestre no se deja llamar a engaño y así se lo dice: sospecha que, cuando las heces de la miseria en que vive lo ahoguen en demasía, su temperamento educado en las comodidades burguesas lo empujará a abandonar a esa muchacha (que sí lo ha dejado todo por él, sin ningún refugio al que volver), y regresará con su convencional familia. Ese amargo reproche de Paradox me provoca cierto estremecimiento: en un autor tan amigo de definirse a través de sus protagonistas, ¿no encierra el lamento de saberse más cercano al pobre diablo hipócrita que al desengañado observador?
Diez años pasan entre Paradox y Las inquietudes de Shanti Andía (1911), obra ya de un autor consagrado que ese año, por ejemplo, también daría a la imprenta El árbol de la vida. Se trata de una novela que tiene muchos parangones con la previa Zalacaín (publicada en 1908), en cuanto que ambas narran la vida de un personaje presuntamente aventurero desde su infancia a la edad adulta, y en ambas Baroja luce esa pertenencia a una ancestralidad vasca que Bera, auténtico euskaldún y buen conocedor del tema, cuestiona profundamente, señalando que el uso que el escritor hace de sus elementos es mero adorno pintoresquista. Hay una diferencia con Zalacaín, y es que Shanti Andía, desde la estabilidad de la edad madura, es el narrador de su propia vida, siendo su voz, por tanto, la que marca el tono y la reflexión del relato. Lo curioso es que esa voz lo convierte en un personaje más bien antipático, y ello no por arriesgada decisión del autor, pues es evidente que busca su continuo enaltecimiento. Dicho de otro modo: Shanti Andía ya es «Baroja». Y así, el autor fracasa en su intento de crear un personaje independiente a él, provocando la discordancia de encontrarnos una dualidad de psicologías, la del esquivo Shanti que intenta asomar la cabeza cuando le dejan, y la del escritor que lo sepulta dentro de sí mismo.
En cualquier caso, Shanti Andía es una novela con muchos atractivos, porque los ambientes que recoge lo son y porque resulta muy singular el planteamiento escogido por Baroja. Y es que lo que el protagonista cuenta de sí mismo tiene muy poco que ver con su vida en el mar, y mucho con su vida en la tierra, en el ensoñador Lúzaro donde nace y crece (el topónimo es inventado), en buena medida porque lo que la historia narra es el singular influjo que en la vida de Shanti supone la presencia del supuesto «genio malo» de la familia, el tío Juan de Aguirre, un marino que desapareció muchos años atrás, y de quien solo se conocen ecos medio legendarios: su conversión en pirata o su estancia en los pontones ingleses tras su captura. De pequeño, la familia Andía celebra los funerales por el tío Juan, pero la nodriza Iñure le dice al niño que en el ataúd no hay cuerpo ninguno, lo cual excita fuertemente su imaginación y lo decide a seguir sus pasos en el mar. Muchos años después, Shanti descubrirá que el misterioso forastero inglés que se ha instalado cerca de Lúzaro, en una pequeña casa al borde del mar, es ese tío perdido, pero ya es demasiado tarde para saber nada de él, porque lo encuentra cuando su muerte real se une, por fin, a la muerte fingida. Será a lo largo de los años siguientes, en diferentes encuentros en otros tantos puertos, cuando irá completando las piezas que faltan del rompecabezas.
Como puede verse, se trata de una trama apasionante, que uno se relame de pensar lo que habría hecho un Stevenson con ella. Por desgracia, a Baroja lo que menos le importa es justo eso, la trama, que va narrando con un descuido verdaderamente frustrante y lo que es peor, sin la atmósfera romántica que requería (y eso que los ingredientes están ahí: la soledad del mar, el agreste escenario de una costa tormentosa, las querellas familiares, los secretos del pasado que se proyectan en el presente…). Es más, el autor intercala una serie de historietas para hacer presuntamente más «interesante» a Shanti que, todo lo contrario, resultan irritantes: sus cuitas sentimentales en Cádiz, la ciudad donde se inicia en la marinería, o la rivalidad por el amor de Mary (la hija de su tío, a quien quiere hacer su esposa) con el traicionero ricachón del pueblo.
La novela intercala dos relatos que terminan de iluminar la historia de Juan de Aguirre: uno a manos de un marinero que lo conoció y otro del mismo Aguirre, por medio del clásico manuscrito póstumo. En ellos sí se encuentran todos los elementos clásicos de la aventura en el mar (la tripulación patibularia, el tráfico de negros, el motín en alta mar, la paradójica dicotomía entre abyección y abnegación de quienes viven al límite…), amén de resultar de lo más atractivo esa progresiva revelación de los datos que iluminan los misterios planteados previamente. Sin embargo, al menos para el avezado lector de genuinos relatos aventureros, sobre esas páginas flota una continua sensación de reconstrucción, en el fondo no muy lejana de lo que hoy llamaríamos pastiche. Se nota demasiado la poca familiaridad del autor con el ambiente y la dramaturgia escogidos, por mucho que haya leído sobre ellos: es decir, se nota precisamente el esfuerzo lector. Es más, el segundo de los relatos ya se viene abajo al referir la fuga de Aguirre del pontón donde los ingleses le han confinado (claramente inspirado en el Dickens de Grandes esperanzas, autor al que leyó y admiró mucho) y luego sus desventuras mientras recorre el país (ahora recuerda mucho a Stevenson, escritor al que ya no sé si leyó, pero cuyos David Balfour y St. Ives asoman, torpemente, en el decurso de esta parte).
Pese a todo, y aunque no he podido recuperar el enorme placer que me provocó la primera lectura de esta novela, sigue leyéndose con amenidad, en especial gracias a los múltiples momentos en que restalla con vida propia aquello que mejor se le daba al escritor. Es decir, la valoración de la impresión, el gusto por el pequeño detalle evocativo, el dibujo de personajes sencillos a través de pinceladas sencillas, la sensación de que, cuando una de sus criaturas da un paseo por un sendero a través del acantilado o por una calle de resbaladizo empedrado al borde de un muelle, el lector parece estar caminando a su vera, sintiendo el viento agreste en el rostro o el sabor de la sal en el paladar. Por cosas como esta, Pío Baroja, y no «Baroja», sigue siendo un escritor perdurable.
Podría dedicar mucho tiempo a criticar la estructura de muchas clases de lengua y literatura (no como especialista sino como sufridora) que muchos estudiantes de EGB tuvimos que soportar: la falta de esos mismos referentes que disponían en la literatura francesa y anglosajona, y la machaconería de muchos profesores y libros de texto en inculcar lo que era “literatura” con mayúsculas y que todo lo que difiriera del canon, o supusiera la más mínima diversión, no podía considerarse como tal. Y por supuesto, el aire de genios severos y taciturnos con el que se describía a gente como Baroja o Antonio Machado, de quienes en algunos cursos el aprenderse su biografía de cara a un examen era necesario (un ejercicio útil como el solo, me parece). Menuda cara se me quedó cuando Carrere describía un Machado muy distinto en La copa de Verlaine.
No viene mal a menudo ese tipo de biografías donde se desmitifica un poco la figura de un autor determinado, cuando la figura o el personaje que se crea él mismo acaba mezclándose demasiado con su obra.
(Paradojicamente, no soy demasiado aficionada a las biografías si no es de determinados autores a los que les acaba sucediendo eso mismo. Precisamente tengo en lista la más reciente de H. P. Lovecraft. Que, por lo visto, la de Sprague de Camp está tan llena de tópicos, invenciones, y fantasmadas que cualquier cosa que cuenten ahora del pobre hombre solo puede mejorar su imagen)
Precisamente el año anterior pude leer a Silvestre Paradox, que me pareció bastante curiosa con su paseo por los distintos escenarios e intelectuales de medio pelo que podían verse en Madrid. No llega a tener un hilo conductor concreto, sino es el de presentar unos personajes en sus vaivenes diarios, un poco ridículos, muy muertos de hambre, y es verdad, con mucha ternura en muchos casos.
En mis años del BUP siempre tuve a Lázaro Carreter en el puesto número uno de mi lista negra, por tanta «exclusión» de autores para mí incuestionables, y tanto sopor en la justificación de los méritos de los «incuestionables». Cierto que con la edad me doy cuenta de que las clases de literatura tienen el problema de que, en general, para los alumnos (ahora no solo menos lectores todavía que nosotros, sino que encima ni piensan que leer sea positivo) los datos, características y principales obras de las escuelas, generaciones y etapas de la literatura son un listado de nombres sin significación alguna, que hay que emprenderse latosamente, y que se olvidará con la misma facilidad. Me solidarizo con las dificultades de mis compañeros para hacer que esta clase parezca mínimamente productiva: en Arte, al menos, los profesores de Historia tenemos la ventaja de mostrar ejemplos gráficos de esos artistas y obras, que por su condición visual al menos sí resultan significativos para los alumnos, les guste o no.
La biografía de Lovecraft que citas supongo que será la de Roberto García Álvarez (si conoces alguna otra publicada en español, aparte de lo poco ya conocido, dímelo 🙂 ), y en efecto promete ser diferente a la de Sprague de Camp. Yo la tengo en la reserva, a la espera de pasar por un nuevo periodo de interés «lovecraftiano». La de Baroja, que la encontré por casualidad en una librería de saldo, me impresionó bastante. No porque yo tuviera a Baroja en un pedestal ni mucho menos (sabía poco de él cuando me la leí, aunque ya había leído unas cuantas de sus novelas: Paradox fue de las primeras, y ya la había releído al menos una vez), sino por el tono inesperadamente crítico, por la contundencia de las pruebas y porque está escrito de un modo que es imposible no partirse continuamente de risa a costa de «el sincero» (que es como Gil Bera lo tilda con chacota todo el tiempo).
A mí, este señor me cae fatal. Jamás lo recomendaría a mis alumnos. Era un antisemita pronazi. Un fascista. Pego un párrafo sobre el tema:
«En 1938, durante la Guerra Civil, la Editorial Reconquista publicó «Comunistas, judíos y demás ralea» (1938), una selección de textos de Baroja no editada directamente por él, reivindicando posturas antisemitas, antiparlamentarias, antidemocráticas y anticomunistas, y con un prólogo de Ernesto Giménez Caballero donde denominó al autor como «precursor español del fascismo».
Por otra parte, has hecho alusión al hecho de que en España los niños españoles no han contado con escritores del ramo. Ciertamente, esto pasa en castellano ya que en catalán-valenciano tenemos al autor de las «Rondalles Valencianes», cuentos y leyendas populares recogidas por Enric Valor que tienen una calidad comparable al trabajo de los hermanos Grimm. Están traducidas al castellano y otras lenguas.
Saludos. Regí
Desde luego, la figura de Baroja, una vez que se conoce, no inspira excesiva simpatía: como dices, era antisemita (lo que no lo convierte en nazi: demasiados escritores, y magníficos, lo han sido, triste signo de una época y muy anterior al Holocausto), antidemócrata, envidioso, resentido… En cuanto a lo de precursor del fascismo, a Giménez Caballero lo tenían por loco e insensato incluso los suyos, y él repartió ese «honor» a diestra y siniestra, tratando así de ennoblecer lo suyo: si hasta a Ortega y Gasset le intentó endosar el baldón.
En cuanto a los libros para estímulo de la lectura, no conozco esa recopilación que señalas, pero me refiero más bien al equivalente de las novelas de aventuras que descubrimos en nuestra adolescencia, cuando no existían las consolas ni los videojuegos y, por tanto, era nuestra forma de asomarnos a mundos emocionantes, y distintos. Eso le falta a la literatura española.
Un abrazo.