Esta segunda entrega de la serie que he titulado Debilidades personales sin duda responde más que ejemplarmente al espíritu con el que la concebí: el elogio y la reivindicación de películas no amparadas por el manto del reconocimiento general o por el capricho particular de la mitomanía. Opciones personales, que uno sospecha que son difíciles de compartir, pero que no por ello dejan de resultar muy especiales para quien esto escribe. Y en este caso más, porque se trata de dos películas españolas, no muy lejanas en el tiempo, que destacan por proponer, de modo insólito en nuestras latitudes, una exaltación del amour fou, del cine romántico de época en su cualidad más íntimamente germánica, inflado por tanto de retórica literaria en el dibujo de personajes y, sobre todo, en la plasmación de los diálogos. Se trata de A los que aman (1998), de la luego consagrada Isabel Coixet, y El invierno de las anjanas (1999), por el contrario la única película hasta la fecha de Pedro Telechea. Dos películas con un sentido del riesgo considerable, que sus autores asumen hasta la médula, comprometiendo por completo la verosimilitud de lo que narran sin guardarse las espaldas con el fácil colchón de seguridad de la ironía o el distanciamiento (lo cual suele ser el disfraz de la más indigna cobardía), sino bien al contrario: quemando las naves con gallaría. Dos películas, por tanto, sobre cuyas imágenes flota en más de una ocasión, no lo niego, la posibilidad de incurrir en el ridículo más desatado. Pero también dos películas, al menos para mí, muy especiales. Y que en su día muy pocos fuimos a verlas.
A los que aman
Como toda fantasía que se precie, y estamos hablando de una fantasía romántica con una fuerte advocación de cuento de hadas, A los que aman se complace en situar su crónica sentimental en un tiempo y un espacio que se dejan llevar por la indeterminación. El tiempo parece ese lugar de tránsito entre el racionalista siglo XVIII y ese momento de arranque de los instintos, de toda clase, que fue el inicio del XIX. El espacio, una comarca húmeda y verde que parece mucho más difícil de concretar: los nombres de los personajes son españoles (o, si seguimos el juego literario, están traducidos, como en las viejas ediciones hispanas), pero también aparecen un padre y una hija italianos y un joven procedente de Nueva Escocia que puede ser inglés o francés, pero que se comunica con la joven transalpina en el segundo idioma. Importa muy poco pensar que estamos en el húmedo norte de España (aunque el film se rodó en Galicia) o en algún lugar de Francia, pero esa humedad vegetal es un elemento imprescindible a la hora de levantar la atmósfera del film, que es justo por donde comienzan sus virtudes.
Una noche, el antiguo médico de un lugar perdido en el campo, que abandonara la medicina mucho tiempo atrás y ahora es sencillamente el maestro, es reclamado por el joven amo de la casa señorial para que atienda a su esposa, a la que da por desahuciada. Lo hace en el nombre de la vieja amistad que, de pequeña, tuvo su madre con él. Tras un momento de duda, el maestro acepta y, después de disponer los remedios más perentorios, ambos hombres se disponen a pasar una larga noche de espera. Una noche que será ocupada, a requerimiento del más joven, por el relato del antiguo médico sobre su relación con aquellos habitantes de la casa, las personas a las que amaron y los que las amaron sin ser correspondidos.
En el ensoñador arranque de la historia, el doctor había exclamado que «toda la vida amé a una mujer que no me amaba a mí, sino a un hombre que amaba a otra que no sabía si le correspondía». Bajo este leit-motiv se desarrolla A los que aman, trazando un espeso círculo de amores, unos concéntricos sin llegar a tocarse jamás, hasta que es demasiado tarde, otros tangentes entre sí. El anciano maestro del presente asume los rasgos de un gran actor de doblaje, Julio Núñez —y no niego que mi antigua devoción por el doblaje clásico, personificada en su voz recia y bien templada, entrañablemente ensoñadora, tenga mucho que ver con el hechizo que la historia obra sobre mí desde el principio, es decir, desde que Núñez pronuncia su primer parlamento. El joven médico del pasado, los del debutante Patxi Freytez, también excelente, sobre todo por su magnífica forma de mirar. En ambos casos, el hilo conductor del relato es el mismo: una insondable tristeza que, en el mayor de los dos, es atemperada (pero no suavizada) por la lúcida serenidad de quien sabe que el tiempo acaba inoculando una no deseada pero inevitable resignación, y que en el más joven adopta el mayor de los arrebatos. Es significativo que el personaje nunca reciba un nombre.
La trama salta del pasado al presente mediante un juego de espejos que hace que todos los personajes y situaciones se vean reflejados en su correspondiente doble. Así, en el caso de ese joven médico que pierde todo deseo de comunión con la vida debido a su desgracia amorosa, es su hermano Jonás, abstraído del mundo por una (tranquila) locura, que lo lleva a pasarse las horas recitando la Divina Comedia de Dante, personaje que puede parecer arbitrario pero que juega un bonito papel simbólico (su locura supone otra forma de sublimar la realidad) y que permite una espléndida interpretación del cantante catalán Albert Plá. La joven y no menos desgraciada Matilde, Olalla Moreno, la amada sin esperanza del doctor, tiene su contraposición en su hermana pequeña, Armancia, Amanda García, cuya muy firme voluntad la hace jugar en varias ocasiones un papel importante en el drama, siendo un hallazgo la ambigüedad que flota sobre ella, de tal modo que no pueda decidirse si es una pequeña y maligna manipuladora, o una inocente herramienta del destino. La última pareja está formada por León, Christopher Thompson, el esposo y objeto del desatado amor de Matilde, y la joven Valeria, Monica Bellucci, su amante, maestra de esgrima, extranjeros ambos en esa tierra, casi empujados el uno en brazos de la otra por la atracción que les comunica su mutua condición de exiliados. Es una muy buena idea traducir la pasión amorosa que sienten estos dos últimos personajes —mucho más carnal, mucho más sexual, esto es, menos sublime— mediante los juegos eróticos que simbolizan los ejercicios de esgrima que realizan juntos.
A los que aman se caracteriza a partes iguales por el hincapié literario (sobre todo, unos diálogos que muchas veces parecen más propios para ser leídos que para ser escuchados… salvo cuando los pronuncia Julio Núñez) y la elaboración pictórica (los planos están inspirados en artistas franceses como Watteau, para esos exteriores lujuriosamente vegetales, o La Tour, para los tenebristas interiores). Pero en especial, brilla la influencia del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich cuando Coixet quiere impregnar la atmósfera de una inexorable melancolía trabada en una sensación casi panteísta de la relación entre hombre y naturaleza, que brilla en los momentos más intensos de la película: por ejemplo, en ese instante en que Matilde espera descubrir al incógnito enamorado (o sea, el doctor) que lleva muchos días dejándole un ramo de flores sobre una roca junto a un arroyo, y quien aparece, arrebatándole su amor al primero, es el apuesto León, montando a caballo como si se hubiera materializado verdaderamente de su necesidad de ensueños románticos, y por tanto quiméricos, destinados a no poder satisfacerla en la realidad.
Es necesario insistir: la contemplación de A los que aman no admite término medio: o se ama, precisamente (y en mi caso, la atracción comienza por el mismo título, que me parece magnífico en su audaz decisión de interpelar directamente al espectador), o resulta completamente ridícula. Por citar algunos de los elementos más endebles habría que hablar del continuo peligro de que los continuos planos que reflejan la belleza del escenario acaben saturando; del empalagoso candor de Olalla Moreno; de la falta de fuerza de los personajes de los dos amantes extranjeros, en buena medida por la inexpresividad de los actores que los encarnan; o del error de mostrar cómo el joven a cuya esposa atiende el veterano doctor la engaña con la criada, pues subraya de modo estéril la lealtad inmune al tiempo del amor que siente este todavía por la antigua dueña de su casa.
Ahora bien, da igual; o mejor dicho, se entiende que forma parte de ese juego, y ello porque el espectador intuye enseguida que tiene como principal aliado a una directora que se entrega sin pudor, sin reservas, comprometiéndolo todo, consciente de que un mínimo paso en falso puede transmitir una marmórea frialdad a un ejercicio en teoría tan pasional y deshacer así su dramaturgia como un castillo de naipes hostigado por un soplo de aire. Sosteniéndose entre el cielo y la tierra, y con contagiosa convicción, A los que aman desborda con su triste belleza al espectador al que le gusta entregarse a la malsana contemplación de los amores contrariados, uno de los mayores placeres que ofrece la historia de la ficción (¿acaso porque toma la misma sustancia de la realidad?).
El invierno de las anjanas
Rodada tan solo un año después, El invierno de las anjanas reincide en ese carácter de exaltación romántica, pero situando sus coordenadas dentro de un tipo de planteamiento propio del cine con pretensiones, el melodrama de época con conciencia social. Y es que la trama del film aborda, antes que nada, la lucha por estar juntos de una pareja de amantes de muy diferente posición (una joven de familia acomodada, un obrero anarquista) que se ve condicionada por las circunstancias del momento: la España del caciquismo y del desastre de Cuba (guerra a la cual es enviado el anarquista, se intuye que por interposición del influyente cuñado de la muchacha, un poderoso naviero local). Sin embargo, no hay que llamarse a engaño: es el amour fou, la pasión desatada de sus protagonistas, el motor argumental, dramático y estético de toda la película. No en vano, lo que separa a ambos amantes no esa distancia social (pese a la oposición de cuantos la rodean, la enérgica protagonista tiene muy claro que nada la separará de su amado), sino la muerte o la ilusión de la muerte, por cuanto él es fusilado (bajo la acusación de «traición a la patria»), noticia que, sin embargo, ella se negará a aceptar, considerando que todo es un ardid de su familia para evitar que estén juntos.
Al compás de este argumento, el film se propone como un arriesgado ejercicio de cine romántico con clara advocación fantastique, como ya anticipa su mismo título: las «anjanas» son criaturas mágicas de la mitología cántabra (en ese espacio se sitúa la historia), hadas de los bosques encargadas de socorrer a aquellos afligidos que las convocan. Sus autores (el director y coguionista Pedro Telechea, y el también guionista Diego Modino, que debutaban en el cine), como es natural, se apoyan ante todo en dos elementos: la sensualidad de los cuerpos (jóvenes y bellos, claro) de los actores protagonistas y el papel fundamental del escenario natural cántabro (el escenario que es testigo de la pasión de los personajes es un acantilado golpeado continuamente por las olas de un mar que parece tan convulso como la sensibilidad de quienes se asoman a él). En cuanto a lo primero, es de alabar la convicción de sus dos protagonistas, que denotan una considerable frescura. Elena Anaya desborda sensualidad, y seduce con su combinación de inocencia y determinación. Eduardo Noriega convence en su papel, no en vano sabe lucir con inteligencia (una de sus mejores cualidades, que le permite camuflar sus limitaciones expresivas en beneficio de las también indiscutibles virtudes que posee) una imagen de galán clásico que nunca ha sido habitual en España.
En pocas ocasiones una película hispana ha sabido narrar de modo tan sugerente el brote de una pasión amorosa y con tan febril pulsión romántica, como en el memorable inicio de El invierno de las anjanas. En ese lugar sobre un acantilado, Telechea filma el encuentro entre ambos aislándolos primero a cada uno en su propio encuadre, en su propio «mundo»: el diálogo que cruzan indica el enfado de ella al haberse visto interrumpida en su tranquila escritura al aire libre y la respuesta de él es que se encuentra en el lugar donde piensa construir el salón de su casa. Un encuadre, por fin, revela la exacta condición del lugar donde están, derriba su aislamiento y los une (bonita forma de expresar, en términos visuales, el nacimiento de una atracción): están justo al lado de dos muros unidos en ángulo recto que debieron formar parte de alguna edificación defensiva. Será sobre esos dos lienzos de piedra donde él apoyará la casa de madera que va a construir, y que enseguida, en el plano siguiente, ya está en pie, y dentro de la misma la muchacha sigue escribiendo, pero enseguida él penetra en el encuadre y la abraza, comenzando a besarse con ansiedad. La formidable elipsis señala, a la vez, el paso del tiempo y el obligado enamoramiento entre dos seres que se han conocido en semejantes escenario. La casa sobre el acantilado se convertirá, en efecto, en el símbolo de ese amor condenado.
La espléndida inconcreción del arranque deja paso —después de unos simpáticos créditos a la usanza del viejo cine: una mano va pasando unas cuartillas de papel donde están escritos los nombres del equipo— a la detallada explicación del contexto y los personajes. La muchacha, Adelaida, pertenece a una buena familia santanderina: de hecho, su hermana María (interpretado por la estupenda Elvira Mínguez) está casada con el acaudalado naviero don Germán de la Vega (por desgracia, el siempre artificioso Juan Diego convierte este personaje en un monigote maniqueo, fácilmente desagradable). Sus familiares contemplan con preocupación la obstinación con que Adelaida se aferra a la idea de que su amado, Eusebio, no está muerto: que esa noticia no es sino un subterfugio de su familia para separarlos. Antes de despedirse, ella le había dicho: «Cuidaré la casa y te esperaré siempre», y así marcha cada día a la casa del acantilado para cuidarla y allí dedica el tiempo a escribir cartas apasionadas al amado
El leit-motiv central de la historia es, así, el amor en su sentido más arrebatador: el peligro del ensimismamiento ensoñador, de la ruptura de la realidad, ante la ausencia del amado, por la horrible necesidad de sentir su respiración y su contacto, y no tenerlos. Sin embargo, el guion duplica esa necesidad en otro personaje femenino. Y es que las cartas que Adelaida escribe y entrega a su hermana para que las eche al correo acaban, en realidad, guardadas en un cajón bajo llave, pero no antes de que esta, María, las lea. Es más, después descubriremos que en ese cajón también están las cartas interceptadas al mismo Eusebio. En la lectura de esa correspondencia cruzada, María irá cayendo fascinada por la apasionada relación de amor que emana de esas cartas, viviendo por proyección unos sentimientos que a ella (es evidente, en su forma de tratar al marido) le están negados.
La obcecación de Adelaida, al borde ya del desequilibrio psicológico, tiene alarmada a su familia, por distintas razones: a la hermana, por el sincero amor que le tiene; al cuñado, por el temor a que el escándalo perjudique su carrera política. El estallido final de desesperación la lleva a irrumpir, bajo un estado de febril alucinación, en el asilo donde ha sido acogido un grupo de pobres soldados (la mayoría terriblemente malheridos), creyendo que entre ellos estará su Eusebio, no dudando incluso en buscar entre los muertos (hay un plano excelente, propio de una película de terror, que nos muestra a Adelaida, en picado, ante el féretro donde yace un cadáver, rodeada de oscuridad). Después de este incidente, su familia ya no duda en internarla en un manicomio.
Y sin embargo, Adelaida tiene razón: Eusebio se salvó de la muerte y ha regresado a España en el mismo barco que los otros infelices. Aunque pide ayuda a sus antiguos camaradas anarquistas (lo cual permite una colaboración de Antonio Resines) para encontrar un refugio, desdeña el regreso a la acción directa que le piden aquellos. Todos sus esfuerzos irán dirigidos desde ese momento al reencuentro con Adelaida, poniendo en riesgo con temeridad su vida, de tal modo que, en un ingenioso giro del guion, tiene la osadía de presentarse en su casa bajo identidad falsa, siendo alojado en ella. Esto permite el encuentro entre el joven y la hermana, María, la segunda mujer que lo ama, que intuye su identidad debido al profundo deseo que nace en ella nada más verlo
Por desgracia, tan sugestivos elementos narrativos, dramáticos y atmosféricos tropiezan con determinados defectos, sobre todo de guion, muy propios de un par de debutantes con ambición. Telechea y Modino tensan demasiado la verosimilitud de sus soluciones argumentales: por ejemplo, no se sostiene que una dama de la posición de Adelaida sea encerrada en el mismo pabellón colectivo que el resto de internas (y encima, las más perturbadas) en vez de en una cámara propia, solo para subrayar el sentimiento de indefensión inicial de la muchacha (y también para remarcar después el enérgico modo en que será capaz de sobreponerse incluso a esto).
Pero sobre todo, El invierno de las anjanas intenta abarcar demasiado. En primer lugar, la prolongación en varios personajes de la misma necesidad de sensualidad (a las dos hermanas, hay que añadir la bondadosa enfermera que acoge a Adelaida en el manicomio y que, en un innecesario rasgo, se enamora de esta) dispersa demasiado la densidad romántica. Así, la resolución del «triángulo» no resulta nada consistente: María desea tanto ser Adelaida que termina por creer que es ella, marchando a la casa del acantilado para vestir sus vestidos y esperar a Eusebio, a quien engaña por un momento… antes de que él, con enorme desagrado, la rechace y deje desconsolado (el director se equivoca al alargar demasiado el plano donde Elvira Mínguez se retuerce del llanto: le hace flaco favor a la actriz). Del mismo modo, toda la trama política acaba pareciendo de cartón-piedra, con personajes que visten ropas de época sin convicción, y que culmina con una secuencia del todo increíble: el atentado anarquista contra los caciques. Finalmente, la parte que transcurre en el manicomio no termina de encajar bien con toda la trama anterior, puesto que los dos guionistas incurren en un tópico que si no se trabaja bien resulta forzado y pretencioso: convertir ese espacio, símbolo del encierro más alienante, en el edén de la libertad interior.
Ahora bien, el encanto que emana de la película y la profunda sugestión que sabe transmitir en la exposición de su bonita anécdota, compensan todos los demás defectos. En resumidas cuentas, El invierno de las anjanas, con su decidida apuesta por el romanticismo fantastique, posee la evanescente cualidad de la insensatez y la admirable inteligencia de no dar muchas respuestas. ¿Acaso no se diría que el Eusebio que vuelve no es sino un fantasma convocado no por una sino por las dos hermanas? ¿No lo remarca el hecho de que la herida que le hicieron cuando le ejecutaban —se vio como su camisa, a la altura del pecho, se coloreaba de escarlata— sigue rezumando sangre, como comprueba María al cruzarse con él en su propia casa? Como corresponde a un espectro cuya vida ha sido insuflada de nuevo por la llamada de otros seres, Eusebio regresa al lugar de donde partió sin otra obsesión que recuperar lo que dejó incompleto en vida: reunirse con Adelaida. En la estupenda parte final, la película termina deslizándose de modo definitivo por la pendiente del onirismo, jugando bien con la idea de que la única forma de que los dos jóvenes se reúnan es asumiendo definitivamente su condición respectiva de anjana y espectro.
Sin pretenderlo, A los que aman y El invierno de las anjanas componen un sugerente y atípico díptico dentro del cine español. Dos películas que proponen, mérito nada desdeñable, dos historias originales, sin adaptar ningún libro previo. Dos películas que intentan hacer algo tan complicado como un uso dramático de la belleza. Dos películas arriesgadas y que, por desgracia, no obtuvieron el eco que merecían. Dos debilidades personales.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: A los que aman. Año: 1998
Dirección: Isabel Coixet. Guion: Isabel Coixet y Juan Potau. Fotografía: Paco Femenia. Música: Francisco Vilallonga. Reparto: Julio Núñez (Médico mayor), Patxi Freytez (Médico joven), Olalla Moreno (Matilde), Christopher Thompson (León), Monica Bellucci (Valeria), Albert Plá (Jonás). Dur.: 91 min.
Título: El invierno de las anjanas. Año: 1999
Dirección: Pedro Telechea. Guion: Pedro Telechea y Diego Modino. Fotografía: Ángel Luis Fernández. Música: Mario de Benito. Reparto: Elena Anaya (Adelaida), Eduardo Noriega (Eusebio), Juan Diego (Germán de la Vega), Elvira Mínguez (María). Dur.: 90 min.
Me gustó mucho de ella «La vida secreta de las palabras», aunque hubiera preferido que los actores españoles hablaran español…aunque fuera en secreto…
No he visto esta película, pero eso sí, aunque sé que en Venezuela no estáis acostumbrados a ello, hay una versión doblada al español, supongo que supervisada por la propia directora.
A los que aman me defraudó y me gusta Coixet.Pero sinceramente, y desde mi opinión le podía haber sacado más partido.Esperaba más, la idea es buena.Pero no se porqué me decepcionó. La de las anjanas, no la he visto.Intentaré verla .
Como indico en el artículo, «A los que aman» o convence o no convence nada. Te recomiendo, claro, de las anjanas… aunque reconozco que se le pueden hacer reparos muy parecidos a los de la película de Coixet.
Buen dato. En general no estamos acostumbrados a los doblajes, pero esta es una excepción, pues se trata de actores (¿y personajes?) españoles. Es una fina directora. Por cierto, lo que vale para los doblajes también vale para los títulos. La película «Elegy»(Elegía) de la Coixet con Penélope Cruz haciendo de cubana con el extraño nombre de «Consuela» (sic) la exhibieron con el título de….»¡La elegida!»
Leyendo la ficha de doblaje en una excelente web española donde están incluidos los datos de casi cualquiera película doblada en nuestro país encuentro que los actores españoles (dos: Javier Cámara y Leonor Watling) se doblan a sí mismos. Aquí te paso el enlace por si tienes curiosidad:
http://www.eldoblaje.com/datos/FichaPelicula.asp?id=8652