La película que marcó toda mi infancia fue La guerra de las galaxias. Fue el primer film que vi más de una vez (de hecho, en el momento de su estreno, al menos tres: más que nada, porque a mi padre también le impactó); con mis amigos del barrio jugamos a ella antes de que llegara a España su merchandising (con clicks de Famobil y plastilina para crear espadas láser y demás utillaje); después de El Imperio contraataca no dudé en escribir yo mismo una tercera parte (calcada, claro, de la que acababa de ver); llegado por fin el nutrido material mercantil, y aunque ya no era un niño, no dudé en comprar muñequitos y naves espaciales… La saga Star Wars fue para mí algo irrepetible, y aunque cuando se pierde la inocencia lo hace para siempre, todavía ocupa un lugar especial en mi memoria: hay que ser agradecidos con aquello que nos ha hecho muy feliz, aunque ya no posea la misma (ni siquiera cercana) importancia. No puede tenerla: el mismo George Lucas ha empleado sus más arduos esfuerzos en el propósito de destruirla, primero con su continuo «barniz» a los efectos especiales de la saga y después con esa innecesaria y encima archimediocre segunda trilogía (que resultó ser la primera, rebautizos numéricos mediante). Las mismas películas iniciales no han podido evitar cierta desvalorización. El atractivo de El retorno del Jedi se perdió enseguida: era muy mala como para resistir más de un visionado. Pero incluso a las dos primeras, aunque todavía hoy poseen un indiscutible encanto, les encuentro más defectos de la cuenta. No importa. Hagamos un esfuerzo: aunque sea por Han Solo (antes de ser descongelado), por los dos robots, por el genialmente informe diseño del Halcón Milenario, por descubrir que el malvado rector de la Estrella de la Muerte era el mejor Frankenstein (el barón, no el monstruo) del cine, por los rodetes del pelo de la princesa Leia, por la batalla en el planeta helado, por el impacto de que Darth Vader fuera el padre del héroe…
La mejor película de la saga sigue siendo la primera, La guerra de las galaxias (1977). Y lo es pese a su tremenda tosquedad formal: George Lucas era un director discreto, con poco sentido narrativo, que se benefició, eso sí, de un diseño de producción espléndido que compensa sobradamente el hecho de que su cámara no le da más de lo que aquél ya vale por sí mismo. No sé si el propio Lucas era consciente de sus limitaciones: yo así quise pensarlo ante el hecho de que delegara la realización material de sus siguientes juguetes en otros hombres… aunque la escasa relevancia de los mismos —¿quién recuerda otro film que hicieran Irvin Keshner o Richard Marquand en el resto de sus carreras? Vale, yo me contesto: Marquand había firmado antes al menos una buena película de espionaje, El ojo de la aguja, en 1980— incita a pensar que tampoco quería que nadie le arrebatara el protagonismo de su saga. Cuando más de 20 años volvió a hacerse cargo personalmente de la dirección de la segunda/primera saga, quedaron bien claras sus dificultades para contar una historia con imágenes sin el abrumador apoyo de los efectos especiales.
La clave de La guerra de la galaxias, como de muchos otros títulos similares en concepto, es su capacidad para hacer pasar una historia contada mil veces antes, compuesta de múltiples elementos extraídos de aquí y allá… como si fuera la primera vez que se hace, mandando al diablo la originalidad en beneficio de la convicción, y todo ello con el adecuado punto de ingenuidad. Todos hemos leído que Lucas realizó un refrito de la leyenda artúrica, de la saga de El Señor de los Anillos y de los seriales de space opera de su niñez. A mí me da igual, porque el legado de las ficciones está para eso, para que otros las utilicen, esperando que sea para bien.
La única referencia que me parece muy original que la utilizara es la que condiciona el estupendo entramado narrativo del primer tercio de la película. Sigue pareciéndomelo, pase el tiempo que pase: el gran acierto de entrada que tiene el film es la ingeniosa forma de ir presentando a los personajes, entregando la conducción de la acción a dos personajes inesperados para ir guiando una aventura que promete épica a raudales. Dos personajes secundarios y humorísticos, los dos robots, C3PO y R2 D2, todavía hoy para mí y para muchos el emblema más entrañable de la trilogía inicial. De hecho, hay que convenir que es muy original que esa secuencia de arranque, el asalto a la nave de la princesa Leia, tenga como principales personajes a casi los dos únicos no combatientes que hay a bordo, y que la acción, en vez de acompañar a la atractiva princesa, prefiera seguir a esos dos rimbombantes androides (en el original, droides, pues es evidente que el primer término no puede aplicarse al achaparrado robotijo que se comunica mediante ininteligibles silbidos).
Había leído que una película japonesa del maestro Akira Kurosawa se encontraba entre las fuentes de inspiración de Lucas. Y en efecto, esa es la afortunada referencia que señalaba. Se trata de una película por lo demás poco conocida (o poco vista) del gran director japonés, La fortaleza escondida (1958), una película de aventuras en los tiempos de los samuráis que es deliciosa. De ella extrajo Lucas esa idea de hacer que la aventura y los personajes en principio más relevantes, más importantes (la princesa y su paladín), se narren de modo interpuesto a través de las andanzas, pícaras y poco honorables, de un par de buscavidas que no pretenden en absoluto hacer de héroes. La misma palabra jedi (pronunciado, como todos sabemos, ye-dai) es un evidente homenaje al término japonés, jidai geki, que da nombre al cine nipón de ambientación histórica. Y sabido es que Lucas quiso que el papel de Obi-Wan Kenobi lo interpretara su admirado Toshiro Mifune, y esa es la explicación de que el muy británico Alec Guinness luzca un nombre oriental (por una vez, Lucas supo tener sentido del humor, y luego todos los caballeros jedi que aparecen en la saga tienen también nombre con sabor a soja). Por cierto, Lucas también tomó de Kurosawa el recurso de hacer pasar de una escena a otra mediante cortinillas.
Después de seguir sus andanzas iniciales por el desértico planeta Tatooine, la historia va agregando uno tras otro a los demás personajes principales, siguiendo el sabio principio de que hasta que el público no se ha hecho con cada uno de ellos no se da entrada al siguiente. No sé si Lucas lo tenía previsto así desde el principio o tomó la decisión sobre la marcha. De hecho, la novelización del guión —que firmó el mismo Lucas aunque escribió Alan Dean Foster, luego firmante ya sí con su nombre de El ojo de la mente, la primera continuación original en libro de la saga, publicada en 1978— comienza con el mismo Luke y va contando, en narración paralela a las aventuras de los robots, su vida cotidiana, anhelante de emociones, en el planeta arenoso. En cualquier caso, la película lo corrige. Los dos robots nos llevan hasta Luke, éste hasta Obi-Wan Kenobi y por último todos llegan hasta Han Solo y Chewbacca en el puerto espacial de Mos Eisley.
Ahora bien, a La guerra de las galaxias le falta ese algo muchas veces indefinible que eleva una ficción de aventuras, o de terror, o de fantasía, por encima de la mera acumulación de peripecias que suele bastar a demasiados de sus aficionados: un hálito de romanticismo (Stevenson), de tragedia (Conrad), de elegía (Tolkien), de dureza salvaje (Howard), de gozoso sentimiento de vida y pasión (Salgari), de capacidad para conducirnos a aquello que está oculto por debajo de lo que llamamos realidad (Machen), de densidad psicológica (Kipling)… Las imágenes de George Lucas se limitan a poner en pantalla personajes, escenarios y peripecias sin freno, y aunque su atractivo ya es suficiente para consumirlos de un tirón, no consigue dejar el suficiente poso reflexivo como para encontrar algo más: La guerra de las galaxias es lo que se ve y nada más. El resto lo aporta nuestra memoria sentimental.
Debido a ello, el personaje de Luke Skywalker queda fatalmente desdibujado en este capítulo inicial en su encarnación del noble arquetipo del héroe puro e inmaculado. Fundamental cuando el atractivo principal del segundo capítulo, El Imperio contraataca, será conducir a ese héroe puro hacia el mismo borde de la oscuridad porque la semilla de ésta se encuentra dentro de sí, no en vano el gran villano, el símbolo del Mal, es su padre. Para que esta tentación de la caída, para que el enorme sufrimiento que padece Luke en esa película tuviera la adecuada fuerza dramática, hubiera sido necesario la completa adhesión al primer Luke, el que aparece en esta película, todavía no tocado por la mancha. Para ello, Lucas tenía que haber expresado con precisión la característica esencial del personaje: su fondo romántico. Romanticismo no ya en el sentido de buscar a una princesa, sino en cuanto a la necesidad de convertirse en héroe, y que encierra, como es lógico, el trasfondo fatalista de alguien marcado por el peso de un pasado que ni siquiera conoce (todavía).
Por ello, y en cuanto Han Solo, personaje más fácilmente atractivo, cobra relieve en El Imperio contraataca, Luke pierde sustancia y cuesta trabajo dotarlo de un mínimo interés. Al menos, justo es reconocer que, en este primer capítulo, Mark Hamill todavía le brinda una frescura y una mirada inocente que después, entre el accidente que afectó su rostro y las adicciones varias, perdió para siempre. Sólo hay un momento intenso que tiene a Luke como protagonista, y son los magníficos planos en los que descubre los cadáveres —esqueletos calcinados— de sus dos tíos, que cierran para siempre la posibilidad de quedarse al margen: un momento que, con el conocimiento del desarrollo posterior de la saga, se ve dotado de una todavía mayor densidad.
En cuanto al resto de personajes e interpretaciones, lo mismo que digo de Hamill puede decirse de Carrie Fisher. Por única vez en toda la trilogía, Fisher dio lo mínimo que debe pedirse a una princesa de space opera: que sea bella e intrépida, que tenga carácter, y que parezca guapa. Ya en el segundo capítulo, la lozanía que aquí exhibe su rostro ya se estaba perdiendo, sin duda también por los excesos (y el régimen alimentario que fue dejándola cada vez más enjuta). En cuanto a Han Solo, en este capítulo inicial todavía no se le aprovecha del todo, quizá para no robarle peso al protagonista Luke (por ejemplo, apenas participa en la batalla final, aunque luego su papel es fundamental), pero sus intervenciones se bastan para crear un tipo irresistible. Cierto que el papel es agradecido, con esa pose cínica, su gusto por las réplicas más bien infantiles y un indiscutible desparpajo carismático. Pero Harrison Ford sabe darle una envoltura. Yo particularmente creo que Han Solo es el único papel convincente de su carrera (y Ford, al contrario que Hamill y Fisher, mantuvo el tipo e incluso mejoró su prestación en El Imperio contraataca; en El retorno del Jedi, el personaje se hunde entre la blandura con que es dibujado en el guión y la propia interpretación del actor).
Eso sí, los veteranos Peter Cushing y Alec Guinness, sin dificultad, se bastan no sólo para dejar claro que son los mejores intérpretes de la función sino también para dotar de carnalidad a sus personajes. El rostro de Cushing, ya más cadavérico que delgado, basta para helar la atmósfera a su alrededor, y su forma de condenar a todo un planeta a la destrucción, pese a que en principio ha conseguido que la princesa le dé la información que perseguía, sigue siendo uno de los grandes instantes de la película. Es tan maléfica el aura que desprende que aquí todavía Darth Vader no consigue convertirse en la gran atracción malvada de la historia, y el personaje todavía es más un tipo alto embutido en una pintoresca armadura negra con casco nazi y sonoro respirador que la encarnación del Mal en estado puro que luego será en El Imperio… El Ben Kenobi de Guinness desprende todo lo contrario: la sensación de encarnar el Bien necesario para que la oscuridad no lo inunde todo, y ello pese a que su personaje apenas tiene tiempo de expresarse en la pantalla y queda como un enigma que parece salir de escena demasiado pronto.
De los dos robots hay poco que añadir. Sigue siendo irresistible su muy particular relación entre fraternal y malhumorada así como el acierto de su caracterización: el uno charla por los codos y no parece nunca hacer nada útil pero sin duda es un maestro de la ostentación, mientras que el otro, con su aspecto achaparrado y en apariencia poco hábil, es un maestro en hacerse imprescindible, siendo genial que, para evitar hacerlo demasiado perfecto, hable una jerga inextricable que necesita siempre un traductor para el espectador. El entrañable wookie (¡qué gracia fonética la de esta palabra!) Chewbacca también merece un recuerdo.
Revisando la película, sigue resultando deliciosa toda la parte central en la Estrella de la Muerte, el momento en que mejor responde al auténtico espíritu de la aventura. La acertada división de la intriga en varias tramas paralelas (Obi-Wan y Vader buscándose el uno al otro, mientras los otros pasan diversos peligros, a veces juntos y a veces por separado: siempre tendrá para mí un recuerdo especial la escena en que Luke y Leia, a lo Tarzán, superan un abismo con la ayuda de una cuerda-liana), el inmenso atractivo de los escenarios de la estación de combate y la acertada combinación entre humor, romance guasón (el planteamiento del triángulo romántico Luke-Leia-Han) y ritmo sin fisuras, consiguen que el espectador se una, como un miembro más del grupo, a esta misión imposible que es el rescate de la princesa. Objetivo básico de todo buen relato de aventuras.
Una sorpresa es que la parte que podía haber envejecido más, la batalla aérea final, sin embargo se mantiene en pie con notable tensión. El motivo de ese temor es que, debido a la naturaleza de la escena, que reposa casi por completo en el uso de las entrañables maquetitas de los cazas rebeldes e imperiales, la película perdiera de vista el componente «humano» de la aventura. Sin embargo, no es así, gracias a un estupendo montaje y a una buena dosificación de incidencias, cuya culminación —¡cómo lo jaleaba la chavalería en las salas de cine!— es el momento en que el Halcón Milenario aparece justo a tiempo para salvar a Luke de morir a manos de Vader (¡quién iba a imaginar que nos hallábamos ante un intento de parricidio!) y el caza de éste sale dando trompicones hacia el espacio profundo.
Por todo ello, vuelvo a lo que decía líneas arriba: pese a los múltiples reparos que hoy puedo hacerle, a la hora de la verdad, los personajes y las peripecias siguen atrapándome, y siguen funcionando los mismos momentos que atesoramos en la memoria: Darth Vader señalando el cuello del militar que está osando ser insolente con él, estrangulándolo lentamente sin tocarlo; el cuerpo sensual de la princesa Leia alzándose ligeramente desde su posición reclinada cuando Luke, disfrazado de guardia de asalto, penetra en su celda; el instante en que los jawas inundan de rayos azules el cuerpo de R2 D2 y después lo toman delicadamente sobre sus hombros, cuales encapuchados de un monumento funerario, para conducirlo a su vehículo; el entrañable interior de éste, repleto de robotijos de aspecto a cuál más inútil que luego serán puestos en escaparate ante la granja de los Skywalker; Luke escrutando el horizonte nocturno con sus particulares prismáticos en busca del fugitivo R2; Han Solo y Chewbacca atravesando de un salto las puertas romboides que cierran el pasillo por donde pretenden escapar; Han disparando el primero al secuaz de Jabba en la cantina, y luego levantándose con gesto entre indolente e insolente, como si no hubiera pasado nada; Luke luciendo en Tatooine un poncho como Clint Eastwood, detalle cinéfilo, claro, que sólo capté muchos años después; la destrucción del planeta Alderaán; el plano de perfil de Tarkin, sumido en la concentración ante el inminente lanzamiento de la mortal potencia de su estación contra la base rebelde… un instante antes de que la Estrella de la Muerte estalle en mil pedazos.
Por tanto, puedo decir que La guerra de las galaxias sigue siendo, para mí, una película imprescindible.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: La guerra de las galaxias / Star Wars. Año: 1977.
Dirección y guión: George Lucas. Fotografía: Gilbert Taylor. Música: John Williams. Reparto: Mark Hamill (Luke Skywalker), Harrison Ford (Han Solo), Carrie Fisher (Princesa Leia Organa), Anthony Daniels (C3PO) Alec Guinness (Obi-Wan «Ben» Kenobi), Peter Cushing (Gran Moff Tarkin). Dur.: 121 min.
la mejor película de toda la historia–y mi película favorita de siempre
No seré yo quien te lo discuta. Para mí es la película de mi niñez y nunca me ha defraudado cada una de las (numerosas) veces que la he vuelto a ver.