La desdicha de los nibelungos (III): la tetralogía de Wagner

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La valquiriaRichard Wagner (1813-1883) empleó más de un cuarto de siglo en escribir la monumental tetralogía que tituló El anillo del nibelungo. Su propósito al emprender su proyecto era doble. Por un lado, renovar el arte de la música cantada —antes que el de ópera, él prefirió siempre el término de drama musical— y el propio modo de representación del espectáculo, al cual aportó innovaciones que hoy son fundamentales. Por otro, proporcionar a la cultura alemana una obra de referencia, bien anclada en el pasado más ancestral, pero al mismo tiempo dotada de una modernidad deslumbrante. En este sentido, Wagner recurrió a la leyenda de los nibelungos, protagonista de la obra literaria que ya en ese momento se consideraba la gran epopeya nacional. Ahora bien, la grandeza de su tetralogía —no hablo del aspecto musical (sería impensable que lo hiciera, dado mi desconocimiento en este campo) sino del literario— estriba en la perspectiva con que Wagner abordó el material original. No solo no se conformó con musicar sin más el cantar original, sino que reelaboró de modo titánico toda la leyenda, recurriendo a todas las fuentes disponibles —empezando por La saga de los volsungos— para dar a la historia una nueva estructura argumental una nueva interpretación, una nueva dramaturgia. El resultado es tan espléndido que hoy día son sus Nibelungos los que constituyen el referente popular de la leyenda.

En este comentario, por tanto, voy a centrarme en esa dimensión por lo común extraña a un compositor: su talento literario. Pues al contrario que la mayor parte de los autores operísticos (de Mozart a Puccini, pasando por Verdi), Wagner fue su propio libretista, de tal modo que esta condición es inseparable de su propia concepción musical: él fue eso que hoy se llama un autor total, y llevó esa condición a gala, con un orgullo fácilmente desbordable en soberbia, pero lógico en quien siempre fue bien consciente de sus excepcionales cualidades.

Wagner comenzó la concepción de su obra habiendo decidido previamente el final (¿no se dice que los mejores finales son el punto de partida desde el cual un gran autor desarrolla hacia atrás la historia que debe culminar allí?), la muerte de Sigfrido, prescindiendo de la segunda parte de la leyenda, es decir, la venganza de su viuda utilizando como instrumento a Atila. El resultado final, conocido bajo el título global de El anillo del nibelungo, acabó adaptando la forma de un festival escénico para representar en un prólogo y tres jornadas. El primero es El oro del Rin y los siguientes, La valquiria, Sigfrido y El crepúsculo de los dioses. La duración de la primera ronda las tres horas; la última, las cinco. 1876 fue el primer año en que Wagner pudo cumplir su sueño de ver representada la tetralogía bajo las condiciones escénicas que él consideraba imprescindibles.

El compositor alemán Richard WagnerY es que el autor lo cuidó todo: no solo el libreto y la música, sino las condiciones escénicas. A Wagner se debe, por ejemplo, algo que hoy nos parece tan natural como que las luces de la sala estén completamente apagadas para que toda la atención se dirija a la escena, o que se impide la salida y entrada libre del público durante la interpretación. Wagner, además, concibió cada una de sus obras como un continuo sin intermedios, cuidando al máximo la escenografía y lo que hoy llamaríamos efectos especiales —no hay sino que leer los libretos para comprender las exigencias del autor—, de tal modo que toda su vida persiguió el control absoluto sobre las representaciones y los teatros donde iban a realizarse. Como bien se sabe, pudo hacer finalmente el teatro de sus sueños en Bayreuth (Baviera), gracias al patrocinio del célebre monarca Luis II, el Rey Loco, y allí es donde anualmente, en el famoso festival, puede asistirse a la representación completa de todo El anillo.

Vayamos a la reelaboración que Wagner hizo de la leyenda. El músico no se ciñó solo al cantar, tanto porque advirtiera que su primera mitad adolecía de la debida grandiosidad como porque su búsqueda de las raíces germánicas le llevó al corazón del paganismo bárbaro del que surgió la historia. Lo encontró, claro, en la poesía nórdica compendiada en la Edda Mayor y en la prosificación de ésta que supone la Saga de los Volsungos. El profundo estudio que hizo de todas ellas es evidente, pero Wagner hizo algo más que seleccionar los pasajes que le interesaran de una u otra. Fue más lejos. Reelaboró hasta tal punto sus materiales que creó una versión genuina: complementaria de las otras, pero con su personalidad propia, y además dotada de una congruencia interna que no existe en aquéllas (debido, como es lógico, a su accidentada evolución desde el estadio oral al escrito).

Como sucede en las obras anteriores que ya he comentado, Wagner también realiza cambios onomásticos. Parte, eso sí, de los nombres alemanes del cantar —Sigfrido, Brunilda, Gunther o Hagen— pero para el de la esposa del héroe elige el de la saga (Gutrune, variante germana de Gudrun). Y los nombres de los dioses que conocemos ante todo por su versión nórdica también se germanizan: Odín pasa a ser Wotan, Loki se convierte en Loge, Thor en Donner y así sucesivamente.

El planteamiento de Wagner, en el fondo, es sencillo y al mismo tiempo, de una enorme complejidad. Consiste en dar cuerpo argumental al formidable fatalismo germánico que impregna la leyenda en cualquiera de sus versiones mediante un hilo conductor que hace de la inexorabilidad del destino su gran leit-motiv. Ese argumento narra la contienda entre lo alto y lo bajo, entre los dioses y los mortales que pueblan nuestra bola de barro, por evitar la destrucción de lo sublime (encarnado aquí en el Valhalla, la morada de los guerreros caídos en el combate), y mediante ella Wagner dibuja el último estertor del paganismo, la última batalla de los dioses, que será perdida porque su poder ya no tiene fuerza ante las destructivas pasiones del ser humano.

Odín en su caballo de ocho patas Sleipnir, en la Piedra de TjangvideConsiderado así, el gran protagonista de la tetralogía ya no es Sigfrido, sino Wotan, el Padre de Todos, quien por insensatez permite que sea lanzada la maldición que acabará destruyéndolos: instigado por Loge (dios de la manipulación, no se olvide), arriesga la entrega de Freya (la diosa que cultiva las manzanas doradas que alimentan la inmortalidad de los dioses) como pago a los dos gigantes, Fafner y Fasolt, a los que ha encomendado al construcción del Valhalla. Cuando ha de hacer frente a su deuda, Loge consigue que aquellos estén dispuestos a cambiar a la diosa por el oro del Rin, símbolo de la pureza, que el enano Alberico robó y con el cual forjó un anillo mágico capaz de destruir el mundo. Con engaños, Odín y Loge arrebatan al enano su anillo y su tesoro, provocando su terrible maldición.

Todos los actos que realizará Wotan en las jornadas siguientes serán para recuperar el anillo poderoso que tuvo que entregar a los gigantes —enseguida, y primera manifestación de la maldición, Fafner mató al hermano y se convirtió en el famoso dragón para consagrar su vida a velar el tesoro— y que, por juramento, él mismo no puede recuperar. Para tal empresa, Wotan engendra a un héroe de su misma sangre, mitad humano mitad divino, primero Sigmundo, a quien luego sucederá el hijo de éste, Sigfrido. Por su parte, también Alberico engendrará a un vástago para recobrar el anillo, medio hombre medio enano… quien no es otro que Hagen, audazmente transmutado por Wagner de espejo de caballeros en ser tenebroso, desgarrado por su doble herencia y por la imposibilidad de escapar a un hado que lo obliga a no actuar nunca sino con el engaño y la traición. Quien admira profundamente al Hagen del Cantar de los Nibelungos, no puede sino estremecerse ante la reformulación que de él realiza el músico: en esta grandiosidad capaz de fundir lo más sublime con lo más tenebroso, el cielo con la tierra, está la clave de la perdurabilidad literaria y mítica de El anillo del nibelungo.

El oro del Rin, prólogo de la tetralogía, comienza con la famosa imagen de las hijas del Rin, las tres ondinas, cuyo canto sensual espía el enano Alberico. El furioso deseo que en él despiertan solo merece las risas inconscientes de las muchachas, que además lo conducen de modo incauto hasta el oro que guardan, y le cuentan su mágico secreto: quien con él forje un anillo ganará «la herencia del mundo», gracias al fabuloso poder mágico que tiene. Eso sí, para ello deberá renunciar al amor. El despechado Alberico no duda en ofrendar esta renuncia, sellando el destino de todos. Roba el oro y se lo lleva a su país subterráneo, el reino de los nibelungos, donde esclaviza a sus semejantes y obliga a su hermano Mime, el gran herrero, a crear el anillo y otro prodigio, un yelmo en forma de redecilla, el Tarnhelm, que permite la invisibilidad y la transformación de su dueño (variante de la Tarnkappe del cantar, pues). Será en el mismo reino nibelungo donde los dioses —con engaños extraídos del popular cuento de El gato con botas— arrebaten al enano su tesoro y donde les arroje su triste maldición. La obra concluye con su entrega a los gigantes.

El argumento de La valquiria reinterpreta la historia de Sigmund, padre de Sigfrido, y añade una historia que ya es completamente original de Wagner, y que además sirve para «explicar» algo que no detallaban las fuentes nórdicas: el motivo por el cual Odín ha castigado a la valquiria Brunilda a perder su condición de tal y a dejarla dormida en espera de que Sigfrido la encuentre. Hoy a esto lo llamaríamos precuela.

Wotan y Brunilda, por Arthur RackhamEn cuanto a lo primero, Wagner respeta al tiempo que modifica (y siempre para mejorar la coherencia dramática general) los detalles básicos de los Volsungos: Sigmund engendra a su hijo en su propia hermana melliza, Sieglinde (en la saga no era Sigurd sino otro hijo, Sinfiotli), consigue una espada singular, Nothung (=Necesaria), que Wotan había clavado en un árbol y que estaba destinada a él, y finalmente muere por la intervención directa del Padre de Todos en una lid en la que la espada es rota en pedazos. Si Wotan acaba sacrificando amargamente a su hijo es por las obligaciones hacia su esposa Fricka, defensora del matrimonio y enemiga de la infidelidad y el adulterio (que han cometido tanto el padre como el hijo). Wotan encomienda esta misión a su valquiria predilecta, Brunilda. Sin embargo, ésta, conmovida por el amor que se tiene la pareja de hermanos-amantes, decide incumplir la orden, ganándose el castigo del dios, que consiste en tener que entregarse en matrimonio al primer hombre que la encuentre. Brunilda, al menos, obtiene de Wotan una concesión: ese hombre será un guerrero digno de ella, alguien que no conozca el miedo y que por ello atraviese sin vacilar el muro de fuego tras el cual el Padre de Todos la ha sometido al hechizo del sueño.

Este capítulo de la tetralogía, para muchos el más logrado de la misma (en él, como puede deducir incluso quien no lo conozca, se encuentra el famosísimo fragmento de la Cabalgata de las Valquirias), es evidentemente una obra maestra de la dramaturgia. Su sentido trágico es inolvidable, en especial la triste fatalidad que trastoca todos los propósitos de Wotan, obligado a sacrificar primero al hijo en quien había soñado con un campeón y después a su valquiria predilecta (de quien se sugiere además que está enamorado). El soberbio juego de afectos y pérdidas sobre los que se desarrolla la perdición de Sigmund y Brunilda denota una enorme comprensión sobre sus personajes. La entrada de Sigfrido en la historia de la que es protagonista viene así precedida de una formidable elaboración dramática, imprescindible para dotar su tragedia personal de la trascendencia emocional que se le supone.

Sigfrido mantiene bastante fidelidad a los episodios que en la Saga de los Volsungos cuentan la historia de este héroe. Su principal variación es que el héroe no se educa en la corte del rey danés, sino en medio de los bosques, a cargo de un personaje que ya conocemos, Mime, el enano forjador que es hermano de Alberico, y que constituye una invención personal de Wagner. (Hay autores que afirman que es una derivación de Mimir, guardián de las fuentes de la sabiduría en la mitología escandinava al que Odín sacrificó su ojo a cambio de conocimiento, pero más allá de la homofonía yo no encuentro ninguna semejanza: es una variante del Regin que era tutor del héroe en los Volsungos, el cual también era descrito en alguna fuente como «enano».) Se nos cuenta que, veinte años atrás, Mime encontró a Sieglinde en el bosque, a punto de dar a luz, y la ayudó en el alumbramiento de su hijo, muriendo después de asegurarse de que éste recibiría el nombre de Sigfrido y de encomendar al enano los trozos de la espada Nothung. El héroe, por tanto, ha crecido todos esos años como hijo adoptivo suyo.

Mime y el niño Sigfrido, por Arthur RackhamParticularmente, Sigfrido me parece la parte menos afortunada de la tetralogía (repito: en términos literarios), y ello se debe en buena medida a la notable antipatía que despierta el héroe, que se comporta con Mime como un matón chulesco que no duda en abusar de su superioridad física, y por medio del cual, tristemente, se trasluce el furioso antisemitismo del músico. Mime es una evidente parodia de la clásica figura del «judío eterno», desde el punto de vista físico y moral —el gran ilustrador de la tetratología, el inglés Arthur Rackham, se encargó de subrayarlo aún más al darle figura gráfica—, hacia el cual, insiste la obra, es imposible que un ser tan perfecto como Sigfrido pueda sentir otra cosa que no sea repugnancia, olvidando que si está vivo es indudablemente gracias al enano. Cierto que también se indica que las intenciones que han movido todos esos años a Mime han sido procurarse a alguien lo suficientemente poderoso como para matar al dragón Fafner y así recuperar el anillo, pero esta razón no puede evitar parecer una justificación bochornosa al trato vejatorio que el muchacho le da.

Si en los Volsungos era Regin quien forjaba la invencible espada y en los Nibelungos la tomaba del tesoro conquistado, aquí es el mismo Sigfrido quien, por encantamiento de Wotan (el cual, bajo el disfraz del Viandante, sigue la acción como testigo en distintos momentos), forja de nuevo Nothung con los pedazos que guardó su madre. Una vez hecho, y dispuesto a recorrer el mundo, Mime lo convence de que no será un buen héroe si no conoce lo que es el miedo, y para ello le señala que debe enfrentarse al dragón Fafner. El episodio se desarrolla de idéntico modo a la saga y también concluye con Sigfrido, advertido por los pájaros, dirigiéndose hacia la montaña en cuya cima le han dicho que, tras una columna de fuego, encontrará a «la más sublime mujer».

Y es en la escena final de esta obra, en lo alto de la montaña, donde Wagner recupera la grandiosidad. Tras superar el muro de fuego cumpliendo el hechizo de Wotan (él es el hombre que no conoce el miedo) y mediante un beso de amor —evocación de otro popular cuento, La bella durmiente—, Sigfrido despierta a Brunilda, y un enamoramiento instantáneo los traba para siempre. Un enamoramiento doliente, aunque el dolor en ese momento es más para el lector que para los personajes, pues sabemos que está destinado, y enseguida además, a truncarse. Precisamente es de nuevo el intenso aroma del fatalismo lo que otorga a la escena su arrebatada aureola de tragedia, una tragedia que quizá la misma Brunilda (más lúcida que el tosco Sigfrido) presiente. Aun así, esta segunda jornada es la única que se permite concluir con un final en apariencia feliz, al menos un remanso de dicha en medio del drama que no tardará en desatarse.

La última jornada de la tetralogía es El ocaso de los dioses. El término aleman, Götterdämmerung, es una traducción errónea del famoso Ragnarök nórdico, cuyo significado real es «destino de los dioses», pero que en cualquier caso tiene el mismo sentido: el apocalipsis divino. La obra ya comienza de modo impresionante: con el diálogo de las Nornas, las diosas equivalentes a las parcas griegas, encargadas del tejido del destino, las cuales recuerdan la cadena de hechos inexorables que amenazan con la destrucción del Valhalla. El prólogo concluye cuando una de ellas, espantada, descubre que uno de los hilos que sustentan se ha roto: es decir, ya no hay salida y el final va a desatarse sin remedio. Cuanto va a suceder en adelante es solo el proceder inexorable de la destrucción.

Cartel de la tetralogía de WagnerWagner vuelve a seguir, en líneas generales, la Saga de los Volsungos, narrando cómo Sigfrido se despide de Brunilda (después de entregarle el anillo de los nibelungos, que para él, en su inocencia —en su destructiva inocencia—, es solo un objeto simbólico y no la fuente de poder que en realidad es) y parte en busca de aventuras. Éstas le llevarán al palacio junto al Rin de los gibichungos (nombre que aquí reciben los que en las obras previas eran los gjukungos o los burgundios). Wagner aligera esa corte de personajes, reduciéndolos a tres: Gunther, el rey, aún más dubitativo que nunca; su hermana Gutrune, tan bella como lánguida, que carece del fúlgido realce de las otras versiones; y Hagen, quien aquí es tan solo medio hermano de los otros dos por parte de madre (estos parecen ignorar, como enseguida se revelará al público, que su padre es el enano Alberico, pero él es bien consciente de su condición mestiza, que lleva como una mancha). Así, Sigfrido desposará a Gutrune tras conseguir para Gunther, gracias a su Tarnhelm, la posesión de Brunilda, la cual, al descubrir el papel que ha tenido su amado en la trama exige venganza. Aquí Sigfrido no es invulnerable por haberse bañado en la sangre del dragón: fue la misma Brunilda quien, con hechizos rúnicos, le dio tal condición… salvo en su espalda, considerando que para alguien que no conoce el miedo es impensable que alguna vez exponga esa parte de su cuerpo al enemigo. Será así como Hagen pueda matarlo a traición.

Hagen será precisamente quien urda los designios de esa malhadada doble unión para sus hermanos y quien fabrique la pócima que hace olvidar a Sigfrido su amor por Brunilda. Precisamente, algunos de los mejores momentos de la obra son aquellos en que los recuerdos del héroe pugnan por escaparse de ese rincón de su memoria donde han sido recluidos: poco antes de morir a traición, precisamente, los extraerá del todo, mas ya será tarde. Wagner maneja con mano maestra (superando en esto a todas las fuentes anteriores) esa complicada intriga sentimental a varias bandas, que aquí resulta no solo completamente convincente sino necesaria. En el monumental final, Brunilda, tras devolver el anillo a las hijas del Rin (demasiado tarde…) hace construir una pira para su amado, en la que ella misma se inmolará. El fuego incontenible llegará hasta los cielos, y la tetralogía se cierra con la impresionante imagen del Valhalla comenzando a arder ante la mirada fatal e impasible de los dioses, sentados en su vasto salón.

He utilizado como fuente para este comentario la edición bilingüe, publicada por Taurus, a cargo de Ángel F. Mayo, responsable de un trabajo verdaderamente memorable, tanto por la calidad literaria de la traducción como por los numerosos complementos (introducción a modo de estudio, notas, variantes de los textos originales y glosario de nombres). Una edición también titánica.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a La desdicha de los nibelungos (III): la tetralogía de Wagner

  1. rexval dijo:

    Brillante tu trabajo. Solo discrepo en una cosa. Ni Mime ni Alberich son judíos ni caricaturas de judíos. Son enanos del mundo subterráneo. Wagner era, como todos en su época, antisemita. Marx, que era judío, también lo era. En mi blog lo comento. También lo era Bakuniin y Proudhon por la izquierda y la derecha religiosa. Wagner no era más antisemita que la media. Lo que sucedió es que Hitler lo adoraba – como a Beethoven y Bruckner, cosa que pasa desapercibida. Por eso, siempre nos encontramos a quien considera «judíos» a todos los Wmalos» de las óperas de wagner, Beckmesser también es acusado de judío. Sin embargo hay una mala malísima de la muerte, Ortrud, que no puede ser judía, ya que era super «aria» – de la nobleza más antigua-.

    Los nebelungos, entre los que está Mime, representan a los «proletarios». Cuando Wotan baja al Nibelheim o país de los Nibelungos, se escuchan unos sonidos que recuerdan a las modernas cadenas de montaje capitalista que Wagner, anarquista por entonves, odiaba. Si has leído el libreto habrás visto que Mime recuerda con nostalgia cuando vivían en la superficie fabricando joyas para sus mujeres, es decir, cuando eran artesanos libre, sin embargo ahora son esclavos-obreros – que trabajan para que el capitalista de Alberich incremente sin cesar su capital. Esto es lo que quiere comunicar Wagner. Si hubiera querido sugerir que Mime era judío, lo habría hecho claramente en el libreto. Dehecho, en sus escritos teóricos no se corta a la hora de referirse a los judíos. En fin,la cosa es larga y complicada. Resumiendo, no hay antisemitismo en ninguna ópera de Wagner, en ninguna; sí lo hay en sus ensayos, como en los escritos de muchos otros en su época y desde que existe el cristianismo. Lutero era muy antisemita, por ejemplo y por referirme solo a Alemania. Piensa el caso español. Inquisición y expulsión en 1492 más las matanzas que se hicieron durante siglos.
    Sin Hitler, nadie relacionaria a Wagner con el antisemitismo, como no se hace con Shakespeare a pesar de haber escriro «El mercader de Venecia» o con Quevedo que escribió «Execración del judío».
    Saludos

    Regí

  2. rexval dijo:

    Se me olvidaba y eso que soy del gremio. Si Mime representa al artesano que se ha proletarizado y convertido en obrero explotado en Rheingold, en Siegfried representa la educación tradicional. Es un maestro que tiene que enseñarse esto y lo otro a Siegfried, que simboliza al hombre nuevo que preconizan los revolucionarios. Se trata de un trasunto de Bakunín, amigo de Wagner y compañero de barricadas. El hombre nuevo pretende hacer tabla rasa de todo. No acepta ni la moral burguesa ni la educación que pretende reproducir la socieda ni el poder – la lanza de Wotan -. Por eo matará a Mime, a quien nunca quiso, y se enfrentará en «Die Walküre» con Wotan rompiéndole la espada, símbolo del poder. Siegfried es el anarquista que vive en la naturaleza y no respeta ni la moral, ni la propiedad (no coge nada del tesoro,prácticament) ni el poder. Se mueve por su voluntad y el amor, que incluye el amor a la naturaleza.
    Hagen lo mata a traició. ¿Es Hagen judío? Evidentemente no. Hagen sería el contrarrevolucionario, una especie de Napoleón o de Bismarck.

    • Como te decía en respuesta a tu comentario en otro apartado del blog, deslumbrado ante el dominio wagneriano que revelas en tu propio blog, apunto tus aseveraciones para una relectura atenta del libreto. Es cierto que el antisemitismo, por desgracia, fue compartido por muchos miembros de las élites culturales europeas, y que el mero hecho de la famosa admiración de Hitler por el autor ha hecho que muchos no valoren otras cosas en el compositor. Como también lo es que hay autores que, por sus escritos, se prestaron mejor que otros: y Wagner, además, no lo disimuló. En cualquier caso, «El anillo del nibelungo» revela claramente que el autor volcó sobre su obra una ingente acumulación de referencias, reflexiones, experiencias personales, etc. De ahí que, por encima de cualquier otra sensación, la que desprende ante todo es la de una fuerza borrascosa que, mientras leemos el libreto (y sin necesidad de escuchar la música), nos envuelve y nos enerva.

      • rexval dijo:

        Gracias por comentar. Como habrás visto el tema Wagner me apasiona y no tengo nada de filonazi o antisemita. En algún post condeno el antisemitismo. Tampoco estoy de acuerdo con el sionismo y la matanza de niños palestinos.

        Centrándonos en Wagner y el antisemitismo, el problema se llama Hitler. Antes de Wagner, durante y después se han realizado escritos antisemitas tanto desde la derecha como desde la izquierda. Marx, que es santo de mi devoción y contemporáneo de Wagner era también antisemita, y eso que era judío. Te recomiendo leer «Sobre la cuestión judía». Es de libre lectura en la red. Dice Marx que la religión del judío es lucro y su dios, el dinero. En Prouhon y Bakunin encontraremos escritos semejantes. Wagner es una gota en un oceano. Por una parte, la derecha religiosa condenaba a los judíos por deicidas, mientras que la izquierda lo hacñia por usureros. Y es cierto. La mayoria de los bancos era de los judíos – pensemos que en la Edad Media los cristisnos no podían prestar con beneficio, pero los judíos sí-, también dominaban gran parte de los negocios, la prensa y la cultura. Te aseguro que era así. La izquierda relacionaba «judío» con «»capitalista» y es que era así.En Alemania y Francia triunfaban Meyerbeer y Mendelssohn, ambos compositores eran judíos e hijosa de banqueros. Mientras Wagner, llegó a pasar hambre. De ahí su nefasto pamfleto «Das Judenthun in die Musik».

        Tras el Holocausto los judíos pràcticamente desaparecen de Europa y se van a Palestina. Hoy día en EEUU son el principal lobby. Dominan el mundo de la ópera, p.e. El MET funciona gracias a las subvenciones de las grandes fortunas judías. También controlan la banca y la bolsa. Es un hecho.

        Y por favor, no creas que tengo nada en contra de los judíos, de hecho, uno de mis mejores amigos es de esa religión y también es wagneriano.

        Saludos y gracias de nuevo. Tiene un blog que da gozo de leer.

        Regí

  3. Carlota dijo:

    Ya, muy bien, pero claro, eso de «tristemente, se trasluce el furioso antisemitismo del músico» es sólo una opinión tuya que viene de una fama que no corresponde al auténtico Wagner sino al hecho de que a Hitler le gustaba su música. Peor aún es «. Mime es una evidente parodia de la clásica figura del «judío eterno»»; no, no, ni es evidente ni siquiera «es», sencillamente tú opinas así, de nuevo basándote en Hitler, que nació después de que muriese Wagner. Por fin»el gran ilustrador de la tetralogía, el inglés Arthur Rackham, se encargó de subrayarlo aún más al darle figura gráfica», es decir, que el ilustrador quiso verlo así y tal cual lo reflejó, pero de nuevo es una opinión que nada tiene que ver con la monumental tetralogía. En fin, es la misma ridiculez que las aseveraciones de que el Beckmesser de «Los maestros cantores de Nürnberg» también es la parodia del judío, cuando precisamente los judíos de la época de Hans Sachs no podían ser escribanos. En fin, prejuicios formulados de forma arrogante desde el futuro, a la luz de acontecimientos que fueron posteriores a la creación de estas grandes obras.

    • Carlota, el antisemitismo de Wagner existe (no es opinión mía, en cualquier caso: me limito a compartir la aseveración de una larga lista de expertos y escritores) con independencia del amor que Hitler sintió por su música y el uso que hizo de su legado, con la complicidad abierta de la propia familia del músico. Esto no es interpretable, puesto que no se podrá borrar nunca (lo que no dudo que tú sabes, puesto que, a juzgar por tu referencia a “Los maestros cantores de Nuremberg”, pareces tener buena idea de Wagner) que en 1850 publicó un ensayo titulado “El judaísmo en la música” que es sobrada expresión de sus convicciones.

      Ahora bien, entiendo que interpretes que Mime no supone ninguna expresión de antisemitismo: como habrás leído entre estos comentarios, el colaborador Regí también lo hace, con sobrados argumentos. También es cierto que, aunque admito sin duda esos matices, puesto que revelan un buen conocimiento del músico, a mí sí me parece que el personaje del enano sí está moldeado sobre elementos propios de esa tradición, y el abierto desprecio que Sigfrido siente por él es expresión de la misma irracionalidad del antisemitismo: es arbitrario, no tiene sentido (al contrario, puesto que no ha conocido otro padre que él, cuando menos debería guardarlo el respeto debido a quien lo ha protegido desde niño) y se manifiesta antes como un rechazo instintivo (por la divergencia física y «moral») que por razones objetivas. En cuanto a la ilustración de Rackham, como la reproduzco en el artículo cualquier pueda juzgar: a mí, desde luego, me parece que recoge el típico «molde» reproducido muchas veces en la literatura, el cine y las artes visuales (un ser feo, incluso repulsivo, con la nariz aguileña y la expresión torva).

      ¿En serio necesitamos «blanquear» a los artistas que admiramos, como si jamás hubieran tenido la mínima mácula, cuando bien al contrario ellos, como todos, son la suma de todas sus facetas? Tan absurdo es menospreciar la valía artística de Wagner (que yo no hago, como indica mi artículo) por su antisemitismo como empeñarse en negar esto último. El antisemitismo fue una actitud, por desgracia, más corriente de lo que queremos admitir entre los artistas de la época. Uno de mis escritores favoritos, por no decir el que más amo, Julio Verne, dejó deslizar en su obra alguno de los más burdos retratos antisemitas de la literatura del siglo XIX (por ejemplo, en “Hector Servadac”, donde incluye un judío de manual), y no necesito negarlo para “preservar” mi admiración por él.

      De todas formas, espero que hayas obtenido alguna utilidad del artículo, que está redactado, es evidente, desde el considerable aprecio por la versión wagneriano de una leyenda que adoro.

      Un saludo.

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