Walt Disney murió el 15 de diciembre de 1966. Dejaba un imperio (cinematográfico y de entretenimiento en general) tan sólido que hoy día es una marca que ha escapado de los márgenes de las películas de animación a partir de las cuales surgió y que son las que están ocupando estos comentarios. Su firma es posiblemente el autógrafo más reconocible del mundo. Su nombre, el más notorio para eso que se llama el gran público de entre todos los creadores que ha dado el séptimo arte… y bien que lo ha pagado en términos de menosprecio, incluso de virulento desprecio. La última década de su vida y carrera vio el estreno de tres films (y uno más en el que ya no participó pero que todavía manifiesta su impronta). Se trata de 101 dálmatas (1961), Merlín el encantador (1963) y El libro de la selva (1967) —película cuyo resultado final ya no pudo contemplar—, a las que yo añado la muy entrañable Los aristogatos (1970), film en el que ya he dicho que no intervino, pero lo parece. Ninguno de ellos está unido a las grandes filias y fobias asociadas a su nombre. En general, son títulos que han permanecido en un segundo nivel, sobre los que suele tenerse una gran simpatía, sin que se reconozca a ninguno de ellos como una de sus obras maestras. Son como viejos amigos con los que no hemos guardado mucho contacto pero que recordamos con grata ternura.
Recordemos que el film que cerraba la década anterior, el excepcional La bella durmiente (1959) supuso un triste fracaso comercial. La consecuencia principal fue que puso punto final a la elaboración completamente artesanal de la animación —demasiado cara para arriesgarlo todo de nuevo—, y el primer resultado fue 101 dálmatas (1961). Para la nueva película, los animadores del estudio introdujeron innovaciones técnicas que permitían la reproducción mecánica de fondos y personajes; dieron un nuevo tratamiento a las figuras y a los escenarios, haciéndolos más sencillos y esquemáticos; jugaron con las posibilidades visuales del dibujo animado más allá del sólido clasicismo en que se había movido la productora hasta ese momento. Por primera vez, además, la nueva película contaba una historia de ambientación contemporánea, basada en una novela de reciente publicación y notable éxito, original de Dodie Smith. Ante tanta ruptura con la tradición del estudio, no puede sorprender que estemos ante una película que (pese a su gran éxito) nunca gustó a Walt Disney, que además prefirió dejar el peso de la misma en otras manos: a esas alturas, de cualquier modo, el estudio se había diversificado lo suficiente como para que hubiera que prestar atención a muchas otras parcelas.
Ahora bien, y sin que sea en casi ningún momento una joya, 101 dálmatas es un film de lo más estimable, que si destaca por algo es por su sentido del equilibrio. Los diversos elementos que componen su historia (humor, intriga, aventura, parodia y el ternurismo habitual de la casa, si bien éste mucho más mitigado) se integran de modo muy armónico a lo largo de la práctica totalidad del desarrollo.
El primero mérito de la historia es la perfecta integración de los personajes humanos y animales, que se desenvuelven en un mismo plano sin más cortapisa que el que los animales no hablen en presencia de los hombres. Por lo demás, y aunque son aquéllos los que llevan el peso de la historia (no en vano es el dálmata Pongo quien lo inicia todo, al «elegir» una esposa para su amigo), los seres humanos no son meros elementos del escenario: después de todo, la villana y sus sicarios, de gran relieve en la trama, militan en las filas de estos últimos. También hay que aplaudir que el tono visual, sencillo pero no simple, no denota en absoluto ningún descenso en la exigencia de calidad.
Eso sí, la película es recordada especialmente por su memorable personaje de Cruella de Vil, una de las creaciones malvadas más afortunadas de la casa. Ya es un acierto que su mera presentación en off sepa evocar la maldad que luego transpirará su nada agradable figura, desde que se recorta de modo ominoso en la cristalera de la entrada, con esa melena pinchuda: me refiero al sonido que produce su coche al acercarse a la casa de los protagonistas (es muy coherente que su grand finale sea también a bordo de un automóvil, mostrando ahora gráficamente el peligro que supone al volante y que antes intuimos sonoramente), al efecto que su nombre produce en Perdita y, sobre todo, a la magnífica canción «Cruella de Vil», tan pegadiza como rítmica («El mundo fuera más feliz / sin esa Cruella de Vil»). No soy el primero en señalarlo, pero Cruella es la primera villana sin poderes fantásticos de Disney, y sin embargo poco a poco va resultando terrorífica, hasta llegar al paroxismo en ese espeluznante plano final con los ojos inyectados en sangre y las mandíbulas mostrando la firme determinación asesina que la domina en tal momento.
El pequeño encanto de la película puede simbolizarse en su magnífica escena de apertura, en la que Pongo trata de encontrar una media naranja para Roger (y para sí mismo, claro), pasando lista a todas las mujeres con perro que pasan delante de su ventana, y que va descartando por diversos momentos, tras comprobar, como bien señala el diálogo, que es cierto el adagio de que los amos se parecen a sus perros. Sin embargo, el mejor momento de la película (el más justamente celebrado) es el del Aullido Nocturno, el telégrafo mediante el cual Pongo y Perdita lanzan un mensaje de ayuda por toda la ciudad, produciéndose un encadenado de animal en animal hasta llegar a la decrépita mansión donde están los cachorros (ya no 15 sino 99). Son secuencias destacables, sí, pero que no acaparan todo el recuerdo del film: no son grandes momentos aislados porque, repito, la película en general siempre mantiene el tono e interés.
Merlín el encantador (1963) es la película que yo prefiero de entre todos los Disney sesenteros. Ello se debe no sólo al encanto (valga el juego de palabras) que desprende, sino al estupendo planteamiento del que parte: realizar un canto bastante contagioso a la inagotable capacidad para la curiosidad del ser humano, todo ello bajo la cubierta de una muy particular aproximación al que es uno de mis mitos culturales favoritos, la leyenda artúrica.
El punto de partida de Disney es la primera novela de un ciclo que el escritor británico T. H. White dedicó a dicho mito con el objeto de trasladar el corpus artúrico (en especial, a partir de la versión de Thomas Malory: La morte d’Arthur) a una narración de aliento más moderno. El primer volumen, titulado La espada en la piedra, publicado en 1938, es el que adapta la película, y narra la infancia del futuro rey Arturo como escudero en el castillo de Sir Hector y su hermanastro y futuro senescal, un mocetón bastante memo y atontolinado llamado Kay. El Arturo de White pasado por el filtro de Disney es un muchacho espigado, noble pero no en exceso espabilado, a quien todos llaman Grillo (en el original, Wart, es decir, «Verruga»), y que no posee mayor ambición que convertirse en el escudero de Kay para poder asistirle en el gran torneo que se va a celebrar en Londres, en Año Nuevo, y cuyo ganador será nombrado rey de Inglaterra, si arranca la famosa espada del título original de libro y película (yo prefiero el español, eso sí…).
Sin embargo, en la senda de Grillo se entrecruza un mago metomentodo y despistado, que viste unas calzas azules coronadas por un enorme sombrero con forma de cucurucho, del mismo color, y que se empeña en otorgarle, lo quiera o no, una «educación», puesto que sus dotes adivinatorias presagian un extraordinario futuro para el muchacho, aunque todavía no pueda predecir en qué consistirá. Esa educación de Merlín, contra lo que pueda pensarse, no será libresca (pese a que el mago se lleva un buen puñado de pesados volúmenes al castillo de Sir Héctor, al que obliga a alojarlo so pena de atraer sobre él sus fastidiosos hechizos: el noble se toma la revancha asignándole una torre plagada de agujeros que parece milagro que se tenga en pie). Será una educación centrada en la persona que hay que construir bajo ese emplasto de brutalidad e ignorancia que para Merlín encierra el concepto de «caballero» medieval. La inteligencia práctica, el amor por la naturaleza, la intrepidez al servicio de la autoformación o la poesía son los conceptos que el mago se esfuerza por transmitir al muchacho, y la forma de sacarlo de su arrobamiento por las armaduras, los monigotes de entrenamiento y los emblemas guerreros será (como le dice a su inseparable búho Arquímedes) «haciendo trampa», es decir, recurriendo a la magia, convirtiendo la metáfora, el sueño, en realidad tangible: transformándolo sucesivamente en pececillo, ardilla y pájaro para vivir vibrantes aventuras bajo el agua, entre las copas de los árboles o en los cielos.
Merlín aparece aquí caracterizado como un viejo de luenguísima barba blanca que se enreda incontables veces con puertas, hélices o con su propio bastón. Amigo de los anacronismos, ha importado del futuro lujos tales como el tabaco, el reloj o el té, así como múltiples diseños de vehículos y artefactos que todavía ni se sueñan (el espectador acaba por preguntarse, divertido, cómo diablos es que, pudiendo instalarse en cualquier época, se conforma con la más incómoda de todas, que le merece además su invectiva favorita: «Esto es un lío medieval»). Fácilmente enojable, aunque a veces haga muestra de una enorme paciencia. Despistado como buen sabio (olvida constantemente sus propios hechizos). Intrépido pero fácil de desconcertar, también ingenuo pese a su vasta experiencia, todo ello hasta el inevitable punto de acabar pareciendo un niño viejo que observa con inagotable perplejidad el mundo que le rodea.
A idéntica altura se sitúan los otros dos personajes secundarios que, por contraposición, en el fondo acaban resultando prolongaciones del mismo mago. El búho Arquímedes resulta una creación genial: tan malhumorado como el mago, o más, misántropo en su sentido más literal (el mago sólo consigue que lo obedezca cuando le amenaza con convertirlo en ser humano) pero noble y graciable cuando su buen corazón, o el llamado de la sabiduría, le llevan a querer reemplazar a Merlín en la educación del joven Grillo (impagable su particular enseñanza de las letras al muchacho). No menos irresistible resulta la formidable Madam Mim, otra joya de la imaginación del taller Disney que, claro, nada tiene que ver con los mitos artúricos (como no sea que pueda interpretarse como una versión desaforadamente paródica de la bruja Morgana). Genial desde su presentación cantada («con sólo tocar / puedo matar», tararea, y concluye con el grito de guerra «soy la fantástica, plástica, Madam Mim»), ser de memorable anarquía moral que gusta de lucir su fealdad y sus bajos instintos, como lucirá en la estupenda secuencia del duelo de magos, en la que los dos hechiceros cambian vertiginosamente de animal en animal hasta que Merlín la derrota al transformarse en el bacilo de la gripe. Menos recordada de lo que merece, sin duda Madam Mim supone uno de los personajes más enloquecidos y recordables del universo Disney.
El inmenso encanto de la película surge de esos personajes y de otros elementos, entre los cuales brilla el aire de modestia sin igual que emana de su distendida atmósfera, carente de cualquier tipo de énfasis y desde luego de moralina: en último extremo, Merlín el encantador resulta un entretenidísimo film de aventuras, narrado de forma vertiginosa y sin apenas respiros para dejar descansar la acción y que traduce muy bien lo que es la infancia: una época sin transiciones, que es sólo acción sin apenas tiempo para la reflexión.
Pues bien, Merlín fracasó considerablemente en taquilla. Eso motivó que Walt Disney volviera a implicarse personalmente en la creación del siguiente film de animación. Por supuesto, no creo que haya relación directa —otros títulos anteriores, en los que Disney se implicó considerablemente, ya habían sido mal recibidos—, pero lo cierto es que El libro de la selva (1967), constituyó uno de los mayores éxitos de la historia del estudio, que él ya no pudo ver. Hoy sigue siendo un título reputado, pero para mí que ha acabado en la segunda división de los clásicos Disney. En particular, echo en falta más tensión interior dentro de una historia que lo tenía todo para haber sido intensa —una galería de personajes excelente, un argumento de grandes posibilidades dramáticas y un escenario bastante original— pero que carece de una debida cohesión entre sus elementos, y a la que, sobre todo, le falta pasión.
Como es bien sabido, los guionistas reelaboran con gran libertad los cuentos del libro original de Rudyard Kipling que tienen que ver con el pequeño Mowgli, el «cachorro de hombre», un niño indio perdido en la selva cuando es un bebé y adoptado por una manada de lobos. El guión ensambla con habilidad los distintos cuentos, utilizando como motor argumental el propósito de los animales de la jungla de conducir a Mowgli, cumplidos los diez años, a la aldea del hombre, no sólo porque es el lugar que le corresponde, sino porque las más temible de las fieras, el tigre Shere Khan, ha anunciado que piensa cazarlo y matarlo, no en vano sabe bien que el ser humano es la única criatura a la que puede temer… En la marcha hacia la aldea (a lo cual Mowgli intenta resistirse con todas sus fuerzas), el muchacho tiene una serie de encuentros con una serie de entrañables animales.
Y en ellos radica la gracia de la película. En la nobleza de Bagheera, la pantera negra, emblema de la responsabilidad del mundo adulto. En el contagioso hedonismo del oso Baloo, tan bien simbolizado por la mítica canción «Busca lo más vital» (versión hispana de The Bare Necessities). En la irresistible locura del orangután King Louie, también expresada por medio de una canción incluso mejor que la anterior, «I Wanna Be Like You», genial aclimatación del jazz a la animación. En el envarado Coronel Hathi, afortunadísima parodia del militar británico de tantas películas coloniales de Hollywood, cada una de cuyas apariciones, dirigiendo la brigada de la selva (formada por elefantes), es impagable. En la traicionera e hipocritona serpiente Kaa (mi favorito), otro personaje condenado a perder siempre (y a quedar bastante maltrecho) en sus intentos por comerse al protagonista. Incluso el grupo de buitres, que de entrada no es precisamente memorable, acaba siéndolo en la versión española por la impagable decisión del gran Edmundo Santos —responsable de la mayor parte de los inolvidables doblajes a eso que se llamaba «español neutro»— de distinguirlo mediante cuatro diferentes acentos hispanos (mexicano, argentino, cubano, y el más descacharrante de todos, andaluz, gracias a la voz del inmortal Florencio Castelló, genuino actor sevillano exiliado en México, y cuya voz ningún niño de mi generación podrá olvidar porque dio vida al gato Jinks: ¡marditoh roedoreh!).
Por último, El libro de la selva cuenta con el último gran villano que ofrecería Disney, el tigre Shere Khan, al que se dota de una inolvidable expresividad facial, con esa sonrisa untuosa, peligrosísima a más no poder, inspirada, sin duda, por el gran actor que dobló el personaje en la versión inglesa, el gran secundario de Hollywood George Sanders. Es una lástima que, al final, se tenga la sensación de haberlo desaprovechado bastante: por ejemplo, el enfrentamiento final resulta demasiado abrupto y precipitado, y no parece que la forma final de derrotarlo esté a la altura de tan suculento villano.
Por último, un recuerdo a ese film posterior a Disney pero impregnado todavía de su aroma. Se trata de Los aristogatos (1970), cuya mejor definición es que diríase que sus creadores, en todo momento, actuaron como si todavía tuvieran que rendir cuentas al creador del estudio. Y es lógico: todavía inseguros por la ausencia de su gran mentor, sus sucesores no quisieron dar un salto en el vacío. Y ello desde la misma historia, que diríase un cruce entre La dama y el vagabundo y 101 dálmatas, trasplantado del mundo de los perros al de los gatos. De la primera película se retoma la idea del encuentro entre una sofisticada gata de alta sociedad con un encantador felino barriobajero que la defenderá de toda clase de peligros, mientras la una aporta al otro glamour y éste encanto pícaro a aquélla. De la segunda, el motor argumental: un villano, en este caso, el mayordomo de una adinerada dama, Edgar, trata de quitar de en medio a sus mimados gatitos, sabedor de que son lo único que se interpone entre la herencia de aquélla y él; conseguido el propósito sólo a medias, se inicia el viaje de regreso a casa por parte de los gatos extraviados.
Los aristógatos (prefiero la acentuación esdrújula, que da sentido al juego de palabras original) es una pequeña joya que seduce porque consigue, desde el primer momento, levantar una sensación de complicidad entre creadores y público, y que nace de la gracia de su tono. Desde la estupenda canción de créditos, interpretada en el original por Maurice Chevalier —la versión española, a cargo del imprescindible Edmundo Santos, es incluso mejor—, ya se indica por dónde va una parte de los tiros: la sátira gentil de los tópicos de lo francés, a partir de una ambientación en el París de 1910. Estamos ante un cuento blanco en el que la vida resulta tan maravillosa como el cine nos quiso enseñar que así sucede en París: incluso Edgar es un personaje demasiado divertido, demasiado comprensible en su mezquindad como para resultar realmente un villano irreparable y bastante castigo tiene con ser ninguneado por toda clase de animales hasta acabar encerrado en un baúl con destino a Tombuctú.
Y encima cuenta con uno de los grandes números musicales del estudio, el inolvidable «Todos quieren ser ya gato-jazz», tanto por la calidad de la canción y de la ejecución de la escena, al modo de una jam-session, como por el irreprimible crescendo en que acaba culminando, con ese genial gag de los gatos subidos sobre el piano (¡atentos al pianista aporreando las teclas como si estuviera apisonando!) que acaban hundiendo los varios pisos del edificio al impulso de su estribillo, hasta acabar saliendo por la puerta, todavía ejecutando la pieza con los restos de sus instrumentos musicales. Pocas veces se ha expresado en pantalla esa idea tan central del cine musical norteamericano como que la música y la alegría de vivir son sinónimos restallantes.
Después… llegaría la decadencia, incluso atroz. El siguiente film de animación, Robin Hood (1973) es una completa mediocridad que no hace ningún honor a las posibilidades del personaje que recoge. Los rescatadores (1977) obtuvo en su día cierto éxito, pero hoy casi nadie se acuerda de ella, y es que… no posee ni un solo elemento a recordar. Después, y durante una década, la Disney se hundió en la atonía. Sí, estrenó películas de animación con regularidad, pero ¿quién las recuerda? Eso sí, en los 90, y a partir de los grandes éxitos de La sirenita (1989) y La bella y la bestia (1990), el estudio reviviría, en apariencia, una nueva época de esplendor. No lo comparto, pues ninguna de las películas que, en aluvión, estrenó en esos años me parece a la altura de las «antiguas» (vamos, solo superan a La Cenicienta…), y en particular creo que fracasan en su intento de querer ser, al mismo tiempo, clásicas y modernas, pues se quedan en tierra de nadie. En cualquier caso, el esplendor de la animación digital, a raíz del estreno de Toy Story (1995) parece haber terminado de arrumbar el dibujo animado tradicional, llevándolo a otra época. Al menos hasta que la ciencia permita revivir a Walt Disney, al que todos sabemos en estado de criogenización escondido en algún laboratorio subterráneo de California…
Hoy es curioso que películas como Merlín tuvieran malos resultados en taquilla, porque hoy son se ven de forma general como la época clásica. También es cierto que en el caso de esta o los Aristogatos, hoy son mucho menos conocidas que cualquiera de las otras épocas (aunque 101 Dálmatas tuvo su remake en los noventa, pero a los rescatadores tuve que irme a YouTube porque no era capaz de acordarme quien salía).
De todas formas, tengo dudas sobre resucitar a Walt. Lo mismo ve cómo funciona ahora el Disney Chanel y vuelve a meterse en el congelador más cercano..
La verdad es que es casi inconcebible que, en su estreno, Pinocho, Bambi, Alicia, La bella durmiente o Merlín fueran fracasos de taquilla. Eso sí, los sucesivos reestrenos hicieron que la gente se familiarizara con ellos tanto como con los que en su día triunfaron.
Y sí, mejor que Disney siga durmiendo unos cuantos siglos…
Dentro de pocos días se cumplirán dos años de artículos por ti firmados en este excelente ‘blog’. Un rápido repaso me deja ver que son casi 200 tus escritos en ese tiempo, algo excepcional no por su número sino por la calidad literaria de los mismos. Las casi 50.000 visitas o lecturas anotadas avalan, asimismo, lo que he expresado.
Dejando aparte lo obvio tras lo dicho, no deja de sorprenderme que todos, absolutamente todos los temas tratados sean de mi interés y muchos de ellos de —para mí— vital interés.
Como ya te he hecho saber en alguna ocasión, el que no participe con mis comentarios no significa que no te lea; lo hago y con gran placer. Por ello, mi agradecimiento a la par que mis felicitaciones por tanto parabién.
Fernando A’dam
Muchas gracias por tus palabras, Fernando. Un blog necesita tanto escritos que interesen como lectores que estimulen la redacción de esos escritos, y tú eres uno de ellos. Espero que sigas encontrando intereses comunes en lo que venga de aquí en adelante, siempre con el placer de hablar de una buena historia, sea en el formato o el género que sea, como objeto.