Nosferatu Drácula de Browning Drácula de Fisher
Según señalan las fuentes, el primer Drácula del cine fue húngaro, si bien la película en cuestión se halla perdida (era de 1921). El segundo fue alemán: si bien apócrifo, su deuda con la criatura de Bram Stoker no la negaron ni los propios responsables de la película. Hablo del mítico Nosferatu inmortalizado por el espeluznante Max Schreck, en 1922, en el genial film homónimo de F. W. Murnau. Desde entonces, el personaje pasó al ámbito anglosajón, gracias sobre todo a los famosos ciclos desarrollados primero en Hollywood por la Universal, con Bela Lugosi como intérprete emblemático, y después en Gran Bretaña por la Hammer, ahora con Christopher Lee en idéntico rol. El vampiro, con identificación draculiana o sin ella, recorrería buena parte de las principales industrias cinematográficas del mundo entero, de México a Japón pasando por Turquía, con lo que no es de extrañar que también acabara relevando en España. Siempre me ha parecido este personaje la creación más fascinante del terror, ya sea literario (la estupenda novela de Bram Stoker) ya sea cinematográfico, y a él he dedicado unos cuantos artículos en este blog. No es mal complemento un recorrido por las cuatro principales apariciones del Señor de la Noche en el cine hispano. Ninguna es memorable y alguna es del todo grotesca pero en conjunto son capítulos que el entusiasta del vampiro no puede desconocer. Dos de ellas se hicieron en los días de auge de la coproducción europea y dos durante el esplendor industrial del así llamado fantaterror español de los años 70, cuando ya el género en su vertiente más sanamente de serie B estaba de retirada. Las dos primeras están dirigidas por el mismo director, Jesús Franco, y son El conde Drácula (1970) y Las vampiras (1971). Las otras dos, El gran amor del conde Drácula (1973) y La saga de los Drácula (1973).
Es irónico que el gran Christopher Lee, en un momento en que ya empezaba a estar harto del personaje al que le debía casi todo su renombre, fuera atraído para interpretarlo de nuevo en un film ajeno a la Hammer, con el señuelo de que en esta ocasión se respetarían las características de la novela original, y el resultado sin embargo fuera mucho peor. Hablo de El conde Drácula (1969), película firmada por Jesús Franco que, en su día, se anunció como la primera versión realmente respetuosa con respecto a la obra de Bram Stoker.
En el momento en que emprende este proyecto, Franco trabajaba para el pintoresco productor inglés Harry Alan Towers, para quien manufacturó nueve películas en menos de dos años, rapidez que se nota en la factura de todas ellas, verbigracia en este film de vampiros, por mucho que aquí contara con el presupuesto mayor de todo el ciclo y con un tiempo de rodaje también mucho más amplio (casi dos meses, cuando la media habitual era de dos o tres semanas). El conde Drácula intentó ser la operación de «prestigio» de ese conjunto, como denota la proclamada fidelidad a la novela: por ejemplo, mucho antes que en la famosa y detestable versión de Coppola, Franco ya respetó por primera vez en el cine el afortunado detalle de Stoker según el cual el Drácula transilvano es un anciano de cabellos blancos (y bigote en consonancia, que desde luego hace llamativa la caracterización de Lee) que rejuvenecerá, ya en Londres, a medida que se cobra nuevas víctimas. También aparecen las tres vampiras que viven en el castillo y que dan pie a uno de los momentos más sugestivos de la películas, materializándose desde sus ataúdes sin necesidad de que estos se abran.
Ahora bien, si a este propósito de calidad se debe que Franco actúe con una contención inaudita en él, malvenido sea. Lo cierto es que El conde Drácula es una mediocre aportación a las versiones directas del libro, aunque sea más fiel, por ejemplo, que las míticas de Murnau, Browning y Fisher. El guion es endeble: no consigue contener el libro que en teoría respeta dentro del metraje estándar de un producto que tampoco aspiraba a salas de gran estreno. Y los medios, por desgracia, tampoco son suficientes para lo que exigía la trama: lo confirman, por ejemplo, las noches americanas inverosímiles, los perros que intentan pasar por lobos (y mansos además), el abuso del reencuadre con zoom y teleobjetivo o la planificación que delata que los personajes que se enfrentan en determinadas escenas no estaban juntos en el mismo set.
El número de escenarios con respecto al libro, por supuesto, también se reduce a los justos cuando ya la acción pasa a Inglaterra: prácticamente, al sanatorio del doctor Seward (aunque, para concentrar también personajes, se señala que es dirigido por Van Helsing, a quien encarna Herbert Lom), aledaño como en el libro a la mansión inglesa adquirida por Drácula. Cuando menos, esto permite que Franco le dedique atención al elemento más afortunado del film, el tratamiento que efectúa del personaje de Renfield, papel confiado a un actor cuya propia apariencia alucinada lo dota de una convicción en verdad aterradora, el alemán Klaus Kinski. La gestualidad de Kinski, mirando siempre al vacío como si realmente pudiera contemplar el más allá, potencia su conversión casi en una figura abstracta (lo que potencia la blancura de la celda —salvo las manchas ocres que él mismo provoca en la pared al arrojar contra ella su comida, creando así la impresión de que su superficie sangra— y de su propia indumentaria), de tal modo que resulta fascinante tan solo contemplarle.
En cambio, Christopher Lee, inesperadamente, no responde a las expectativas. El actor equivoca el registro de permanente hosquedad con que define al personaje: siempre parece enfadado, incluso en la parte inicial en Transilvania, en que teóricamente debe engatusar a Harker con la impresión de que, todavía, es un hombre normal. El mismo bigote desconcierta: Juan Manuel Corral, acertadamente, señala que le da la apariencia de un cacique mexicano antes que del noble szekler que reclama ser1.
Ahora bien, con todo, El conde Drácula no carece de algún momento afortunado, en general aquellos relacionados con Lucy (la sevillana Soledad Miranda, en su primera colaboración con Franco, a quien a partir de entonces se entregaría casi en cuerpo y alma, como si en verdad este la hubiera vampirizado y transformado su alma, es decir, su imagen, que pasó de un pacatismo dulzón a una incontenible exhibición erótica). En particular, la primera posesión de Lucy es la secuencia mejor elaborada de la película. La muchacha se despierta en su habitación de la clínica, reclamada por una voz que solo escucha ella, abandona la estancia (es excelente el detalle escenográfico de las dos ventanas ovales que parecen enormes ojos que la están hipnotizando) y se dirige a la mansión vecina, seguida a pocos pasos por su amiga Mina.
Al año siguiente, el mismo cineasta ofrecería una versión francamente heterodoxa del libro, desconcertante en principio por su ubicación en la actualidad, por el modo en que el monstruo se convierte en una mujer bellísima y por su acercamiento al cine erótico dentro del cual el director acabaría especializándose (y degradándose). Se trata de Las vampiras (1971), una coproducción hispano-germana que pertenece al conjunto de películas, breve por el temprano fallecimiento de la actriz en accidente de automóvil, en que Jesús Franco convirtió a la actriz sevillana (con el seudónimo de Susan Korda) en una sugestiva presencia del cine bis internacional.
Las vampiras, aunque en principio no lo parezca, se desenvuelve dentro de los parámetros argumentales de la novela de Stoker. Es decir, un personaje corriente y normal, la joven empleada de una inmobiliaria (llamada Alice Gordon en la versión española y Linda Westinghouse en la internacional, cosas de las coproducciones) se dirige al encuentro de una aristócrata que vive en un lugar apartado, en este caso una isla, la condesa Nadia Uskudar (Nadine Carody es la otra alternativa), para entregarle la información relativa a una nueva propiedad que ha heredado cerca de Estambul (el escenario es turco: el rodaje se realizó en diversas localizaciones, pero las imágenes más bellas se corresponden con las filmadas en el lugar donde se ambienta la acción). En esta ocasión, Alice/Harker sí será poseída por la condesa (desde el primer momento el elemento lésbico se convierte en vehículo conductor de la acción) y, perdida la consciencia y la identidad a causa del shock, acaba recluida en una clínica cuyo director es el doctor Seward. Por supuesto, la condesa volverá a cruzarse en la vida de Alice, puesto que entre las dos se ha desarrollado una dependencia tanto física como espiritual, que acabará con un enfrentamiento a muerte entre los diferentes personajes, masculinos y femeninos.
La primera audacia de Franco es esa conversión del tenebroso vampiro en una muy atractiva mujer, de físico a la vez felino y delicado. Una vampira que, además, no solo aguanta a la perfección la luz del sol sino que se complace en tomarlo rebozándose de arena en la playa. El castillo, en este caso, es un modernísimo chalé situado en una isla, al borde mismo del mar. La condesa, además, mantiene una doble vida, ya que por la noche realiza un sofisticado espectáculo de strip-tease (una de las obsesiones temáticas de Franco, para bien y para mal), que no se justifica argumentalmente en momento alguno, hasta tal punto que bien puede interpretarse casi desde un plano puramente onírico, lo que refuerza la envolvente coreografía de movimientos (la stripper evoluciona en torno a una joven inmóvil como si fuera un maniquí y a la que va vistiendo con las ropas y los complementos de que se despoja; esta idea del maniquí la toma el propio Franco toma de otros films suyos, como Miss Muerte, una de sus mejores películas, de 1966), la magnífica música (que ha ganado con el tiempo una notable reputación, por su carácter abiertamente vanguardista) y la puesta en escena del director, a quien siempre se le notó entregado en este tipo de secuencias. La única información que se da —y según la versión que se contemple, varía un tanto— es que la joven, de estirpe aristocrática húngara (la estirpe de Drácula, no se olvide), fue vampirizada por un miembro de esta familia, sin que se aclare ni falta que hace si fue el mismo personaje de Stoker o un descendiente.
Otro acierto de la historia es que, en esta ocasión, antes de que Alice llegue ante la condesa, ya se vea acosada por esta en sueños y presagios (mediante imágenes del chalé donde enseguida la encontrará, por donde se pasean distintos ejemplares del mundo animal que simbolizan a su ocupante: una mariposa, que representa su condición dual, y un escorpión, que hace lo propio con su naturaleza finalmente letal), o que se encuentre entre los espectadores del show con que se abre la película. Alice, por lo tanto, no encuentra por casualidad a la joven condesa Nadia, sino que acude a su llamada: es magnífico el plano de Soledad Miranda cuando Alice llega junto a ella, tumbada en una hamaca de junco con un diminuto bikini negro y unas enormes gafas de sol que parecen darle ojos de insecto. La posesión vampírica, a la vez sexual en grado explícito, es otro momento enormemente sugestivo y encierra otro plano inolvidable: aquel en que la vampira, después de haber besado/mordido a Alice, la contempla, a pocos centímetros de su rostro, colgándole una baba de sangre de la boca. No puedo sino estar de acuerdo con la muy gráfica definición que Carlos Aguilar, el mayor experto español en Franco, sintetiza la película: estamos ante «una elegante Sexploitation de Arte y Ensayo»; es más, «ante un sueño delicioso y aterrador por igual, a la vez físico y abstracto, obsesivo»2.
Es verdad que, a partir de determinado momento, ni la historia ni la narración dan más de sí. Por su ensimismamiento onírico, la película no aguanta la dilatación de su desarrollo, seguramente porque era imposible mantenerla encerrada dentro de su pura concentración esencial. Aun así, en su curso no dejan de surgir buenas ideas, unas aprovechadas, otras no. Entre las primeras, la presencia en la clínica de un trasunto femenino de Renfield, Agra, una muchacha asimismo de notable atractivo, que se pasa el día convulsionándose de modo inconfundiblemente sexual, presintiendo/añorando a la vampira, no en vano acabaremos sabiendo que ella misma también acudió a la isla de la condesa Nadia, donde debió de sufrir el mismo proceso de seducción: el abandono es lo que ha destruido su cordura. Entre las segundas, una ocurrencia en teoría feliz pero que acaba siendo desperdiciada: el doctor Seward ha acabado sugestionado en tal modo por sus estudios sobre los seres de la oscuridad que, en realidad, no desea otra cosa que ser uno de ellos: ser vampirizado, en suma. Aun con todos estos elementos innecesarios o excedentarios, Las vampiras deja el mejor de los recuerdos por su formidable belleza onírica, de tal modo que no cabe sino dejarse mecer por la fuerza hipnótica de las imágenes.
Los años 70 constituyeron el esplendor del cine de terror español (los especialistas han adoptado un término singular para nuestro caso: lo llaman el fantaterror), al amparo de la nueva permisividad censora. Surgió en el momento en que la edad dorada del género ya remitía en los países donde había brillado cegadoramente, sobre todo en el Reino Unido y en Italia, y pese al entusiasmo de muchos de sus exégetas no estuvo ni de lejos a su altura. No podía estarlo. En primer lugar, por el exiguo presupuesto empeñado por unos productores a los que solo interesaba facturar unos productos que pudieran exportarse aparentando una pátina extranjera (de ahí los seudónimos de sus principales figuras y la ambientación más allá de nuestras fronteras, esto último también por imperativo de la Censura, lo que además «obligó» a rodar escenas de desnudos para constituir una «doble versión»). Y en segundo, por la falta de talento de sus principales directores, guionistas y estrellas especializadas, pese al evidente cariño y entusiasmo con que se aplicaron a la labor. El caso más eminente es el de Paul Naschy, alias del madrileño Jacinto Molina, que en su momento llegó incluso a ser una figura muy conocida por los aficionados europeos y americanos y sobre el que hoy, no puede negarse, reposa cierta aureola mítica.
La principal aportación de Naschy al imaginario del terror fue un hombre lobo llamado Waldemar Daninsky, inspirado en el personaje de Larry Talbot (Lon Chaney Jr) de la Universal. Por desgracia, la inspiración de Naschy descansó en la decadencia del ciclo terrorífico del estudio durante los años 40, de tal modo que casi todas sus películas se basan en matchs entre monstruos, entre los cuales insertó mal que bien ese romanticismo maldito que genera el desdichado tormento de que un personaje noble se vea condenado a la monstruosidad. Naschy escribía usualmente sus propias películas y más adelante incluso las dirigió. Desgraciadamente, en ninguna de las tres facetas le acompañó el talento. Como actor carecía del carisma y la expresividad necesarias; como escritor, de las ideas y la intuición dramática que precisa el género; como director, de la capacidad imprescindible para convocar atmósferas. Y qué mejor ejemplo que su única aportación a la filmografía vampírica, El gran amor del conde Drácula (1972), escrita y protagonizada pero no dirigida, puesto que esta labor la realizó el vasco Javier Aguirre..
Como indica el rimbombante título, la historia propone a un conde Drácula que se enamora, no de ninguna mujer en la que se haya reencarnado su amada del pasado, sino de una muchacha que llega por azar al caserón que ahora le sirve de refugio (el escenario es lo mejor del film, ya que se rodó en el madrileño parque de El Capricho, con su bello palacete decimonónico). Este es el planteamiento, mas el guion a través del cual Molina-Naschy (con la colaboración del director Aguirre y de Alberto Insúa, mas el sello predominante del primero es evidente) lo desarrolla carece de la menor consistencia. Es más, diríase que recicló uno de los guiones pensados para su hombre lobo: la insistencia en la luna llena es significativa y el dibujo del personaje central es el mismo: un individuo que busca la soledad para evitar transmitir su maldición a posibles víctimas (es decir, lo contrario de un vampiro, que si necesita algo es precisamente «compañía») y que encuentra la posibilidad de la redención en el amor arrebatado de la mujer que aparece en su retiro. Su Drácula se comporta con una gentileza inusual durante la mayor parte del film (los incautos que van siendo vampirizados no lo son por su mano) hasta que revela su identidad a la jovencita que se ha enamorado de él.
La mejor demostración de la falta de entidad del planteamiento es que Drácula necesita enamorar no a cualquiera sino a una virgen —es hilarante la escena en que se acuesta con otra de las visitantes y queda francamente decepcionado al descubrir que esta ya ha conocido varón—, sin que se explique el porqué de esta necesidad: divertidamente, Juan M. Company define este personaje como «el primer (y único) vampiro puritano de la historia del cine»3. Y esta sangre virgen la necesita para resucitar a una hija (!), de cuyo origen nada se dirá, en una ceremonia que plagia alegremente el momento similar del clásico de Terence Fisher Drácula, príncipe de las tinieblas (de hecho, la situación general de la película es muy parecida a la de este film). Ahora bien, en el último momento, este vampiro enamorado decide no sacrificar a su amada (la lágrima que vierte al volver a cerrar el ataúd de su hija llevó a sus admiradores a hablar de la «humanización» del personaje) y pedirle, eso sí, que voluntariamente se convierta en una no muerta. Para sentir tanto amor, la muchacha se niega y entonces el vampiro ¡se suicida clavándose a sí mismo una estaca! Es evidente que semejante cúmulo de insensateces requerían un talento descomunal (interpretativo y dramático) para resultar creíbles y, por decirlo suavemente, no se da el caso, por lo que el film queda como una anécdota irrelevante en la trayectoria cinematográfica de Drácula. Que muchos citaran este film como precedente del mamotreto de Coppola no deja bien a ninguno de los dos títulos…
El mismo año de esta película, la productora catalana Profilmes, especializada en terror y a la que algunos llamaron «la Hammer española», puso en marcha un proyecto que, pese a los también mediocres resultados, cuando menos posee un interés y una dignidad inexistentes en el anterior. El título, La saga de los Drácula, ya anticipa algo de ello, puesto que nos sitúa en unas coordenadas familiares inéditas en el personaje. En general, los críticos que han abordado el film suelen hablar de que posee un buen guion traicionado por una mala realización. El libreto aparece firmado por Lazarus Kaplan, seudónimo utilizado por sus dos escritores, el futuro realizador Emilio Martínez Lázaro y el entrañable estudioso del cine y de la literatura de género Juan Tébar. Sin embargo, más que de buen guion debe hablarse de un planteamiento atractivo. Y no es que sea estrictamente original, pues realiza una amalgama de dos previos éxitos de nada menos que Roman Polanski. El primero, El baile de los vampiros (1967), ya introduce el concepto de una familia de vampiros (incluso una comunidad), subrayando el simbolismo que una la decadencia de la clase a la que pertenece, la aristocracia, con la putrefacción, en todos los órdenes, que implica el vampirismo (por supuesto, se descarta el humor que baña esta mirada polanskiana). Del segundo, La semilla del diablo (1968) toma la idea de la joven embarazada que conduce la historia, cuyo hijo por nacer se halla en el centro de una intriga maligna que ella va advirtiendo poco a poco, aunque quién sabe si todo ello no será una sugestión provocada por su estado hipersensible.
La historia se sitúa, cómo no, en Transilvania, a finales del siglo XIX, y convierte al Señor de la Noche en el patriarca de una familia decadente y condenada a la extinción, reanimada de pronto por la noticia de que la nieta del conde, apartada años atrás del ámbito familiar, ha quedado embarazada y regresa al Castillo para dar a luz allí junto a los suyos. El anciano conde Drácula no es Vlad Tepes, el Empalador, pero sí desciende de él, como señala con orgullo. Ahora bien, el guion no convierte esta ascendencia maligna en la causa del vampirismo: el castillo que la joven Bertha abandonó de pequeña era un entorno «normal», gobernado por la personalidad de su abuela. Fue tras la muerte de esta cuando apareció el Mal, justo con la llegada de una mujer venida de «lejos», que se convirtió en la segunda esposa del conde: Munia (Helga Liné, actriz de origen germano que distinguió con su presencia el terror hispano). Un purista, por tanto, señalaría la incongruencia de hacer que Drácula sea aquí una víctima, por mucho que, convertido en no muerto tanto él como el núcleo familiar (sus dos sobrinas, incluso los ancianos sirvientes de toda la vida), siga ejerciendo el rol de cabeza de familia. El guion incluye un personaje más, por mucho que el tratamiento sea demasiado grotesco, el de otro descendiente del conde (queda indeterminado si es hijo, nieto o qué) llamado Valerio, de aspecto monstruoso (cabeza deforme con un solo ojo, manos palmípedas, hambre voraz), al que la familia mantiene encerrado y deja de cuando en cuando que se cobre víctimas humanas en un sentido que recuerda al gul del famoso relato de Clark Ashton Smith Estirpe de la cripta4.
Es evidente que el film está planteado con ciertas pretensiones cultistas (con cierta pretenciosidad también: he ahí el recurso a Bach para la banda sonora, que incluye una delirante imagen de Drácula formando un cuarteto de cuerda con su familia). Y también lo es que cuenta con un crédito no desdeñable: la formidable presencia del veterano Narciso Ibáñez Menta en el papel titular, caracterizado además con un maquillaje que incrementa no ya el decadente espanto que desprende su figura sino la soledad cósmica que lo envuelve. Pero hay poco más que acreditar para bien. La realización del argentino León Klimovsky (firmante en 1970 del gran hit del fantaterror español, La noche de Walpurgis, de la saga licantrópica de Paul Naschy) es anodina, fuera de algunas imágenes que dejan entrever que había en él un director de mayor fuste (un bello plano nocturno de la protagonista, en el bosque, progresivamente inundada de luz preternatural; el conde resistiendo la tentación de vampirizar a su nieta, a la que tiene dormida e indefensa ante él).
El planteamiento se desarrolla sin ritmo, con una parte final que aburre directamente. La protagonista, Tina Sáinz, buena actriz, sin embargo necesitaba de una adecuada dirección en un género que le resultaba nuevo y equivoca el registro, abusando del gesto medroso en la primera mitad de la historia y cayendo después en un embobamiento cargante. Por otra parte, el típico propósito de los productores de facturar un mero exploit de sangre y erotismo con vistas al mercado internacional provoca, como sucedía con el film de Javier Aguirre, que la historia acabe convirtiéndose en una sucesión de encuentros que no parecen sino concebidos para el lucimiento físico de las actrices (por supuesto, en la doble versión que aquí no se podía ver).
Pese al formidable escenario natural, el castillo de los Coraceros, en San Martín de Valdeiglesias (Madrid), visto en más de un terror hispano, y el paisaje de la sierra madrileña que vale por Transilvania, La saga de los Drácula acaba siendo un triste ejemplo de la dificultad de proponer un terror español mínimamente coherente y atractivo. La indigencia en todos los terrenos acaba siendo la reina de la función pese a que, ocasionalmente, brillen pequeños destellos de lo que pudo ser. Buena prueba es el plano final, por su carácter bizarre, impensable en nuestros días por su grave incorrección, en que vemos al recién nacido, a quien su madre ha dado por muerto en el parto, reviviendo al caer sangre directamente sobre su boca, en increíble primer plano…
1 Corral, J. M.: Christopher Lee y Peter Cushing. Los caballeros del terror británico. T&B, 2008 (pg. 302).
2 Aguilar, C: Jesús Franco. Cátedra, 2011 (pg. 174).
3 Company, Juan M.: artículo contenido en la Antología crítica del cine español 1906-1995. Cátedra, 1997 (pgs. 707-709).
4 Relato que, en España, se puede encontrar en la famosa antología realizada por Rafael Llopis para Alianza, Los mitos de Cthulhu, que a tantos nos descubrió a Lovecraft, a los grandes escritores que actúan como predecesores y a los del círculo pulp que el llamado Solitario de Providence tanto ayudó a cohesionar.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El conde Drácula / Count Dracula / Nachts, wenn Dracula erwacht. Año: 1970.
Dirección: Jesús Franco. Guion: Peter Welbeck (Harry Alan Towers), Jesús Franco y Augusto Finocchi, según la novela de Bram Stoker. Fotografía: Manuel Merino y Luciano Trasatti. Música: Bruno Nicolai. Reparto: Christopher Lee (Drácula), Herbert Lom (Dr. Seward), Fred Williams (Harker), Klaus Kinski (Renfield), Soledad Miranda (Lucy), Maria Rohm (Mina). Dur.: 82 min.
Título: Las vampiras / Vampyros Lesbos. Año: 1971.
Dirección: Jesús Franco. Guion: Jesús Franco y Jaime Chávarri; historia de Jaime Chávarri. Fotografía: Manuel Merino. Música: David Khune, Manfred Hubler y Sigfried Schwab. Reparto: Soledad Miranda/Susan Korda (Condesa Karody), Ewa Strömberg (Alice), Dennis Price (Doctor Seward), Heidrun Kussin (Agra), Paul Muller (Doctor Steiner). Dur.: 89 min.
Título: El gran amor del conde Drácula. Año: 1973.
Dirección: Javier Aguirre. Guion: Javier Aguirre, Alberto Insúa y Jacinto Molina. Fotografía: Raúl Pérez Cubero. Música: Carmelo Bernaola. Reparto: Paul Naschy (Drácula), Haydée Politoff (Karen), Rosanna Yanni (Senta), Mirta Miller (Elke), Vic Winner (Imre), Ingrid Garbo (Marlene). Dur.: 85 min.
Título: La saga de los Drácula. Año: 1973.
Dirección: León Klimovsky. Guion: Lazarus Kaplan (Emilio Martínez Lázaro y Juan Tébar). Fotografía: Francisco Sánchez. Música: Daniel J. White. Reparto: Narciso Ibáñez Menta (Drácula), Tina Sáinz (Bertha), Helga Liné (Munia), Tony Isbert (Hans), María Kosti (Munia). Dur.: 93 min.
Buenas!
soy un casi absoluto desconocedor del fantaterror, y del terror español en general. Reconozco que si ya el género en sí no es de los que más me remueven, pues verlo en clave cutrona me apetece poco, y es que tengo una especie de prejuicio que me viene de la infancia cuando ponían alguna cosa de estas en la tele y ya me parecían tontadas. Sí he visto varios documentales sobre el género que lo tratan, como insinúas, quizá con excesivo cariño nostálgico, pero ni aún así se me remueve la sangre. Pero algo tendré que ver algún día, así cuento con tu entrada y me apunto Las Vampiras, que creo que es la que mejor pinta tiene.
Por otra parte, veo que reniegas de la de Coppola… En un especial del Doctor Caligari sobre Nosferatu en el que venía a opinar lo que tú ya le dije que me estoy empezando a sentir raro, como presa de un colorido y rimbombante sortilegio, porque a mí me gusta. Y me gusta mucho además.
Felicidades por la entrada y gracias como siempre!
Es evidente: si el género no te llama mucho la atención, es mejor que veas películas sobre las que haya mayor acuerdo sobre su calidad. El fantaterror es para incondicionales (que hay muchos, es cierto, pero tantos como detractores) y para amantes absolutos del género, a los que la curiosidad siempre compensa la falta de expectativas (o el conocimiento cierto de la falta de calidad, como es mi caso). He visto casi todas las películas más o menos consideradas fundamentales de los principales representantes del fantaterror (Amando de Ossorio, Paul Naschy, León Klimovsky…) y, reconociendo el cariño de sus practicantes, el resultado es malo.
Un abrazo y gracias por leer la entrada!
A Jesús Franco nunca le había prestado demasiada atención ni había entendido muy bien la fascinación que despertaba su cine. Dos películas de Fu Manchú, emitidas alguna tarde, que me habían parecido entretenidas, junto a La venganza del Doctor Mabuse y La maldición de Frankenstein, en unos vhs que me da la impresión que habían sido mutilados varias veces para distintas distribuciones. La impresión general, unas producciones torpes y caóticas, a veces de comedia involuntaria, y del que sabía también que se había atrevido a hacer una versión de Dracula con el propio Lee pero que el resultado era el que podría haber esperado. Con tu reseña me doy cuenta que es uno de esos directores a los que hay que ver como a Lucio Fulci: no podemos esperar que sea una película buena según los cánones sino lo que este consigue transmitir con los actores y los medios que dispone, y que a veces es capaz de demostrar su creatividad.
Bueno, y tal vez deberíamos sumar como punto a favor en este Drácula que Franco es un artesano, sin las pretenciones artísticas de Coppola y que su versión es una producción libre de océanos de tiempo :).
Con Naschy ya es más dificil: he visto unas cuantas más (aunque ahora no consigo recordar si El gran amor del conde Dracula estaba entre ellas) y pese al cariño y reconocimiento que le prodigaron sus fans, me parece un guionista/actor con poco talento que no es consciente de que no lo tiene: describe todos sus guiones como poco menos que epopeyas llenas de contenido y profundidad que nunca triunfan porque son arruinadas por una mano negra (directores, productores, distribuidores, medios…etc). Su mejor papel seguirá siendo el Arcipreste en O Apóstolo.
Yo descubrí la existencia de Franco por los libros y artículos de Carlos Aguilar, y el entusiasmo con que hablaba de muchas de sus películas (aunque con el tiempo lo iría matizando, sobre todo a partir de la evidente degradación de su cine en los años 70) hizo que, durante mucho tiempo, cuando no había las facilidades actuales para encontrar cualquier película, fuera para mí una leyenda. Actualmente tengo vista una buena cantidad de su obra; por supuesto, mínima en relación con lo larguísimo de su filmografía, pero al menos sí he conseguido ver la mayor parte de los títulos de su mejor época. Y sin ser nunca un genio, al menos sus películas de los años 60 (sobre todo las de blanco y negro) y algunas de principios de los 70 merecen la pena, aunque quien se siente a verlas deba hacerlo con la mentalidad muy abierta, pues llamarlo heterodoxo se queda corto. Por eso, «El conde Drácula», que pretende ir de ortodoxa, es tan decepcionante…
En cuanto a Naschy, en este caso me parece que no hay debate: su concepto del terror era ramplón; sus guiones reciclan los tópicos más tópicos (encima, se inspiran sobre todo en las peores películas de la Universal, las de «combate entre monstruos»); su pretensión de basar sus historias en el «romanticismo maldito» de tanto clásico del género, a la hora de la verdad, deviene machismo puro y duro: sus personajes (sean Waldemar o Drácula) o quien sea, derriten a las mujeres con solo acercarse a ellas (y Naschy no tenía un físico que haga convincente esto), por no hablar de la subordinación de las tramas a escenas de las que pudieran hacerse dobles versiones (en «El gran amor del conde Drácula» más: comparar la versión internacional con la española es tremendo. De todas ellas, salvaría quizá «El retorno del hombre lobo», en la que al menos hay un buen trabajo de atmósfera, y poco más.
Hola José Miguel. Por tu culpa mi mujer y yo, dos vampi-fans, nos hemos quedado sin uvas y cava. Dormidos en el sofá con El conde Drácula hispana.
C. Lee luce un mostacho cano que rejuvenece a bigote negro, Kinski es un loco poco convincente y el resto de los actores… horribles. Sin duda el verdadero terror con mayúsculas es bombardear Kiev en Nochevieja, pero esta película es terroríficamente mediocre.
* Después de la cena todo iba bien. El primer Drácula de Fischer es excelente. Omite mucho (el castillo, el barco…) y va rápido. Señora Hammer paliducha y con vestido escotado, nuestro amigo Christopher alto y carismático, nuestro amigo Cushing seco y maravilloso. Una frase, la niña en el parque: “Estás muy fría, tía Lucy.”
*Primer día de 2023. La versión de 1931. Bela magnético hipnotiza. Buen ojo tuyo en los detalles. ¿A qué vienes esos armadillos? Pero lo que yo me pregunto es ¿por qué el Conde quiere ir a Londres? ¿No le queda más cerca Budapest? Hablamos de un tipo que duerme de día en un ataúd con tierra transilvana.
En la versión hispa que (maldición) recomendaste, el ataúd está acolchado y con almohada. En la versión de Coppola hay criados zíngaros que lo cuidan de día. Mera supervivencia… ¿cualquiera puede acceder a su cuerpo?
*Badham. Coincido contigo. Me gusta mucho. Además de los vampiros me atraen los barcos a vela. Stoker, Stevenson, Conrad.
* Herzog. Kinski, Adjani. Tengo un muy buen recuerdo. Cuando vuelva a ella te digo si es hipnótica o aburrida. No le has hecho mucho caso. Renfield loquísimo, más que Tom Waits.
* Coppola. No coincido. Vale, una sucesión de videoclips no necesariamente buenos. Una recreación del puritanismo británico bien hecha, pero Lucy está hipersexualisada y Mina se toma una absenta con un desconocido…. Y Drácula no es el Mal (con mayúsculas) sino un pobre enamorado. Coppola ya nos las había jugado antes. Don Vito Corleone tiene sobornados a jueces, gobernadores de Estado, policías y periodistas, pero al final lloramos su muerte. Lloramos la muerte del Mal. Pero no me aburro nada.
* No mencionas Entrevista con el vampiro. Pitt llorón, arrepentido de su condición. Pero… es una película entretenida, que nos tiene en cuenta a los espectadores.
* Scorsese, Tarantino, Riddley Scott, con enormes presupuestos y libertad creativa, nos acaban de ofrecer en 2021-22 productos aburridísimos de 3 horas, no piensan en nosotros.
* Feliz año. Sigue y resiste a la mediocridad.
¡Me parece estupendo ese vampi-plan para cerrar y abrir año! Eso sí, las sesiones de cine permiten servirse la copa de cava (o cualquier copa) para paladear mejor las imágenes…
El Drácula de Franco es malo, sí, aunque como sabes no estoy de acuerdo en lo de Kinski, que me fascina. Eso sí, tengo muy claro que este actor o gusta mucho o desagrada bastante. Durante un tiempo, a mí me pasó lo segundo.
El de Fisher, genial, incluida esa síntesis que obliga a quitar barcos y, claro, estancia inglesa. El cambio de plano, cuando Harker abraza a la que parece una chica desvalida, para mostrarnos que esta es una vampira, es para mí el momento más terrorífico del cine: lo sé bien porque esta peli la vería con nueve o diez añitos y no me dejó dormir esa noche.
De las otras, la de Coppola a mí tampoco me aburre pero me irrita mucho. Si no he incluido la de Jordan es porque está pendiente para otro artículo sobre vampiros que nada tengan que ver con Stoker. Eso sí, solo he visto esta peli una vez, cuando la estrenaron, y recuerdo que el reparto masculino me horripiló, sobre todo un Banderas risible como vampiro guapo.
Ah, y coincido en la valoración de las tres últimas pelis de esos tres. Buenos, de Scott son varias: yo he visto la medieval y me aburrió. La de Tarantino, como siempre, tiene sus momentos (la pelea con Bruce Lee es muy divertida) pero en general es una pompa hinchada. La peor es la de Scorsese: interminable, aburridísima… e inverosímil con esos actores rejuvenecidos digitalmente pero que siguen moviéndose como ancianos.
Un abrazo y gracias por comentario tan largo. Es un placer contestarlo. ¡Feliz Año para ti y tu mujer (que envidia, por cierto, que puedas ver con tu pareja un ciclo de cine-vampiro…)!