Ni Hitchcock, ni Ford, ni Welles. El primer director cuyo nombre aprendí a reconocer y a buscar en las programaciones televisivas (la fuente de conocimiento de la generación de cinéfilos a la que pertenezco) fue el de Frank Capra. Y ello se debió al impacto que produjo en mí, de pequeño, mi primer visionado de ¡Qué bello es vivir! (1946), asimismo la primera película que proclamé favorita en mi vida. A esta enseguida acompañaron ese trío en su día mágico formado por El secreto de vivir (1936), Vive como quieras (1938) y Caballero sin espada (1939), que devoré con igual fervor. Capra fue el primer «autor» cuyo sello intransferible fui capaz de apreciar: una película de Capra era, ante todo, una fábula poblada por incorruptibles idealistas embargados en tremendas cruzadas contra el Mal (es decir, contra los voraces e hipócritas rectores de la Sociedad, esta siempre en mayúsculas). Esas fábulas, a la vez emocionantes y divertidas, estaban pobladas por irrepetibles personajes secundarios y en ellas los acontecimientos (por utilizar una expresión leída en Baroja que siempre he adorado) marchaban al galope, no en vano Capra hizo célebre una técnica narrativa basada en el ritmo irrefrenable. Ahora bien, a medida que fui revisándolas, ya en la edad adulta (a lo mejor demasiado adulta), comencé a encontrarles diversos reparos, en buena medida porque intuía que, película a película, las pretensiones parabólicas del director, convencido de estar cumpliendo tanto una función industrial como, sobre todo, social, comenzaron a hacerse excesivas. Excluyo de esta consideración, por supuesto, ¡Qué bello es vivir!, que siempre he considerado, y a estas alturas creo que siempre consideraré, como una obra maestra en la que ni falta ni sobra nada ni hay elemento alguno que produzca incomodidad.
No hay que olvidar que en el periodo increíble de seis años, entre 1934, fecha de Sucedió una noche, otro de sus títulos emblemáticos, y 1938, el cineasta italo-americano gana en años alternos nada menos que tres Oscars al mejor director, lo cual da fe de su notabilísima valoración dentro de Hollywood. No en vano conquistó el derecho a que su nombre fuera situado sobre el título (privilegio en general solo concedido a las grandes estrellas con capacidad para arrastrar masas de público a las salas), algo que él mismo mitificó dándole a su autobiografía justo ese nombre, The Name Above the Title (1971). Irónicamente, con casi idéntica celeridad su tiempo pasó: el fracaso crítico y comercial de ¡Qué bello es vivir! hizo que la misma industria que tanto lo reverenció lo fuera condenando poco a poco si no al ostracismo sí a la indiferencia, haciendo que fuera muy difícil que pudiera levantar proyectos cuando antes se lo rifaban.
Este artículo no va a girar en torno a estas películas, pero puesto que su hilo central versa sobre varias de sus obras justo anteriores, que me parecen más equilibradas y por ende mejores que las más célebres, voy a resumir brevemente las objeciones que hoy les pongo a aquellas. Antes que nada, señalo que su recuerdo sigue pareciéndome entrañable y que cuando las reviso encuentro múltiples virtudes en secuencias concretas, personajes secundarios y aciertos de narración y atmósfera. Pero no consigo superar el lastre de que sus personajes centrales (en El secreto de vivir y Caballero sin espada, que son variantes del mismo planteamiento) resulten no ya ingenuos sino directamente (innecesariamente) bobos: niños grandes que, creo, incluso entre niños parecerían especialmente infantiles. Josef von Sternberg declaró, con acierto, acerca del protagonista del primero de estos dos títulos, era un error hacer que tu héroe parezca idiota.
Cierto es que darles el rimbombante nombre de Longfellow Deeds y Jefferson Smith ya condiciona mucho, si me permiten la broma, pero es que la facilidad con que se hacen risibles a ojos de esa encallecida sociedad urbanita —ellos proceden del siempre más saludable mundo rural: este tópico siempre me ha parecido detestable, aunque hay incontables directores que construyeron obras maestras a partir de él— no tiene más sentido que hacer luego más rotundo su triunfo moral sobre los mezquinos. Y no es necesario, primero porque recurrir al subrayado es uno de los errores mayores del arte y segundo porque obliga a incluir numerosas situaciones embarazosas. En cuanto a Vive como quieras, confieso que cada vez que la reviso me cae más simpático el personaje de duro magnate a quienes los Vanderhof le parecen, sencillamente, una panda de chalados que quieren «redimirlo», y tal vez sea a que la premisa con que estos acogen en su casa a cualquiera me parece terrible: es obligatorio ser feliz.
Pues bien, la exploración de la filmografía de Capra revela películas mejores, o al menos más equilibradas, que las de su sexenio mágico. Es el clásico caso de los árboles que no dejan ver el bosque. Y no me refiero a otros títulos bien conocidos, y excelentes, de tiempos posteriores, como Arsénico por compasión (1944) o la película que involuntariamente acabó convertida en su testamento cinematográfico, Un gángster para un milagro (1961), sino un conjunto de títulos justo anteriores a su cascada de galardones, realizados en el breve periodo concentrado entre 1932 y ese 1934 en que recibió su primer Oscar. En ellos no solo se reconoce ya el mundo propio de Capra —seguramente se puede hacer antes, pero no conozco personalmente ninguna otra película anterior, y eso que a esta altura de su carrera, el director acumulaba más de dos decenas de trabajos, entre cortos y largos— sino que incluso se encuentra alguna sorpresa mayúscula, como enseguida detallaré.
Los varios libros sobre el autor (de Michel Cieutat y Donald C. Willis, en publicaciones ya añejas) y los diversos artículos en revistas especializadas que he consultado coinciden en señalar que el primer film enteramente «de» Capra es La locura del dólar (1932). La enunciación de su trama enseguida será reconocida por los buenos caprianos. El protagonista es un banquero de rostro humano, que considera que el dinero que se confía en sus manos debe circular en beneficio de la comunidad, lo cual lo convierte en objetivo de los financieros que representan el capitalismo más agrio, los cuales creerán haber triunfado cuando una inesperada crisis (que reproduce en pequeño el crack de 1929) arroja a sus clientes a sus oficinas para exigir el inmediato reintegro de sus fondos, lo que supone la ruina total. Sin embargo, quien siembra recoge: serán sus clientes más humildes quienes corran a auxiliarle para entregarle cuanto tienen, conteniendo el pánico de los demás y permitiendo que la situación se enderece. ¿Acaso no se nos eriza el pelo a los amantes de ¡Qué bello es vivir!, donde el protagonista George Bailey tiene justo la misma profesión y vocación del banquero aquí retratado, al identificar una de las escenas culminantes de tan inmortal clásico, aquella en que el pequeño banco al que el protagonista ha sacrificado todas sus ilusiones está a punto de hundirse de forma muy similar?
Los expertos señalan varias claves que ratifican la importancia de este film. La primera es que se trata del primer guion firmado por el colaborador fundamental de Capra durante esos años, Robert Riskin. En realidad, era la tercera película en que compartían créditos, pero en la primera (The Miracle Woman, 1931) era sin más el autor de la obra teatral que se adaptaba y en la segunda (La jaula de oro, asimismo de 1932) había firmado los diálogos. Por otra parte, Capra habría de escribir en su autobiografía que fue en este film cuando aprendió verdaderamente las claves del ritmo que debía ser aplicado a la comedia para dotarla de esa necesaria velocidad que no solo agiliza su factura sino que ayuda a suspender esa incredulidad en la que tantas de ellas caerían al partir de premisas tan delirantes: para ello, el director utilizó recursos como el movimiento de los actores dentro del encuadre o una puesta en escena concebida para crear luego un montaje trepidante. Enseguida sería uno de sus rasgos de estilo más alabados.
La locura del dólar no es ningún logro memorable, eso es cierto, pero sí una película muy apreciable que debiera ser más conocida de lo que es. De entrada, posee una virtud superior a la de los clásicos posteriores: su personaje central tal vez sea un héroe quijotesco, pero tiene los pies en el suelo y conoce bien el mundo. No es el ingenuo paladín aquejado de considerables dosis de infantilismo —cuando no de estupidez pura y dura: Josef von Sternberg lo señaló bien cuando, al hablar del protagonista de El secreto de vivir, afirmaba que era un error hacer que tu héroe parezca idiota—, y no podía serlo teniendo en cuenta que lo encarna el gran Walter Huston, cuya creación es en verdad irresistible. Y si bien La locura del dólar adolece de simplicidad en el planteamiento de los conflictos que enturbian el presente del banquero (comenzando por esa tonta intriga en torno a la infidelidad de su esposa), lo compensa con el magnífico partido que Capra extrae de todas las secuencias que tienen lugar dentro del impresionante decorado del banco, sobre todo en su extraordinaria parte final, que desprende esa contagiosa emotividad del mejor cine de su autor.
Ahora bien, en esos momentos Capra todavía no se identificaba con un único modelo dramático sobre el que construir sus películas y es por ello que luchó por sacar adelante un proyecto que daría lugar a la que hoy nos parece la más insólita de todas sus películas, La amargura del general Yen (1932). Estamos ante una mixtura de melodrama romántico y aventuras exóticas situada en una China recreada en estudio como si fuera una ensoñación provocada por el opio, un escenario por el que Hollywood sintió debilidad en esos años, como demuestran films como El expreso de Shanghai (1932, Josef von Sternberg) o El general murió al amanecer (1936, Lewis Milestone). La protagonista, Megan, es una chica estadounidense recién salida del cascarón (procede de una «buena familia puritana de Nueva Inglaterra», es como la presentan) que llega a China para contraer matrimonio con su prometido, un misionero al que no ve desde hace varios años. Los turbulentos avatares de la guerra civil entre distintas banderías que asola el país provocan que la protagonista acabe en manos de un señor de la guerra, el general Yen, que la retiene en su palacio con el propósito de conquistarla. Sin embargo, nada saldrá como este espera, ya que Megan, involuntariamente, será el instrumento de su perdición, al facilitar a los enemigos el robo del oro con que Yen garantiza la lealtad de sus hombres, que enseguida lo abandonarán. Será entonces, ya es demasiado tarde, cuando la muchacha reconocerá que se ha enamorado irremisiblemente de su captor.
La amargura del general Yen es el film más inesperado en Capra no por su ambientación (poco después rodaría Horizontes perdidos, también en ambiente oriental) sino por un elemento que no volverá a figurar en su filmografía: el insólito tratamiento de la sensualidad que recorre las imágenes. La película ofrece una tortuosa mirada sobre el deseo, que la joven europea, desgarrada por los prejuicios raciales y las convenciones morales propios de una occidental, intenta rechazar pero que acabará devorándola y destruyéndola. Un tercer personaje simboliza la única posibilidad que se le ofrece a un blanco para sobrevivir ante semejante confrontación: el desarraigo bañado en cinismo. Se trata de un estadounidense, el experto en finanzas de Yen (al que encarna Walter Connolly, excelente secundario que aparece en muchos de los films de esta etapa de Capra), que entiende bien la afirmación de su jefe («La vida humana es la cosa más barata en China») y que es un mero superviviente. Pero a Megan no puede bastarle esto: es demasiado joven y demasiado sensible.
Así, la muchacha siente repulsión por Yen y su mundo como encarnación de la barbarie, pero no podrá caer rendida por su fascinación (la de ambos). Qué mejor prueba del conflicto interior de la protagonista que la ingenua pero efectiva escena del sueño. Este tiene lugar durante la primera noche en el palacio de Yen. Después de la tensión inicial al descubrirse prisionera, Megan sale a la terraza y allí, mientras fuma un cigarrillo qué quién sabe qué sustancia contiene, se deja llevar por la sensualidad de ese lánguido crepúsculo, en el que además contempla cómo los amantes corren unos en pos de otros por los jardines que se extienden frente a ella. El ensueño de Megan fantasea con la irrupción de un chino de largas uñas que se abalanza sobre ella con intenciones lascivas (en quien se reconoce a un Yen con las facciones deformadas), pero del que será rescatada por un héroe de aspecto noble, que al quitarse el antifaz que le cubre los ojos, revelará ser… Yen.
Con la ayuda de la excepcional interpretación tanto de la gran Barbara Stanwyck (una actriz de la que siempre me ha sorprendido cómo, sin poseer gran atractivo físico, era capaz de transmitir un profundo erotismo) como del hoy olvidado Nils Asther (cuya mera presencia está impregnada de una misteriosa sensibilidad), Capra ofrece una de las mejores películas de toda su filmografía, cuya parte final es en verdad sublime. Buena muestra de ello es la belleza del plano de despedida de Yen o la escena final en el barco que devuelve a Megan a la «civilización», en la que no se sabe qué posee más fuerza, si el desengañado discurso del estadounidense o la expresión mientras lo escucha del rostro de la actriz, cuyo aparente hieratismo transmite toda la terrible conmoción con que vuelve a un mundo que para su personaje ya no podrá ser el mismo.
Capra recibió con notable amargura, valga el juego de palabras, el considerable fracaso de tan ambiciosa propuesta. Y aunque todavía insistiría con un film diferente (el señalado Horizontes perdidos, aun así carente del riesgo del anterior, pues adaptaba un conocido best-seller de la época), desde entonces se consagraría a ese cine por el que hoy se le identifica. Y el éxito, lo repito, sació sus más grandes expectativas. El primero fue el de Dama por un día (1933), una magnífica película que ha tenido la mala suerte de permanecer bastante invisible mientras que su remake, Un gángster para un milagro, muy estimable pero más irregular, se convertía en un conocido clásico navideño. Capra se fijó en un relato de Damon Runyon, un escritor muy popular en los años veinte y treinta, qie gira en torno a una humilde vendedora ambulante que ha educado a su hija en Europa haciéndole creer que su madre es una gran dama, mentira que de pronto amenaza con venirse abajo ante el anuncio de aquella de que llega en breves días a Nueva York nada menos que con un prometido de la nobleza española y su estirado padre, que quiere comprobar que la genealogía de su futura nuera es la adecuada. Por fortuna, un gángster de buen corazón, Dave el Dandi, levantará una gigantesca farsa a la medida de las fabulaciones de la anciana.
El relato, aun breve, contiene en su totalidad el esqueleto argumental tan bien conocido por los caprianos. Es mérito de Robert Riskin el haber sabido darle el desarrollo adecuado. Por ejemplo, a él se debe la conversión de la protagonista en Annie Manzana: si el Dandi la ayuda inicialmente no es por nobleza sino porque en él ha arraigado la superstición de que su buena fortuna se debe a la fruta que le compra a la anciana antes de emprender cualquier negocio arriesgado. Con una condensación que falta en el remake (al parecer, las imposiciones de Glenn Ford, no solo estrella protagonista sino productor, influyeron mucho en el resultado final), la película redondea su condición fabulesca (de entrañable atmósfera navideña sin estar situada en los días de Navidad) con tan suprema convicción que el espectador olvida enseguida el cúmulo de agujeros que posee esa trama. Es especialmente reseñable la fuerza con que Capra, Riskin y los actores (encabezados por May Robson, o sea, Annie) dotan al tercio inicial de la película, destinado a presentar a los personajes y la situación central, y que era fundamental para convencernos de que todo cuanto sucederá desde ese momento es necesario.
Y no es solo cuestión de la capacidad del director para hacer que el ritmo devore al espectador, sino de su capacidad para dotar de contenido a las imágenes más delicadas. En mi opinión, la clave de la adhesión que sentimos hacia Annie y su drama radica en la escena en que la anciana vuelve a su humilde casa y escribe, tras efectuar toda clase de minuciosos preparativos (como situar el retrato de su hija a su vera y poner un disco de Chaikovski), una nueva carta a su hija en el papel sustraído de un lujoso hotel de la ciudad. Escena que concluye con un plano inolvidable: los vecinos de Annie, tan humildes como ella, se han asomado a la escalera para escuchar mejor la sintonía que sale de su casa, con sus rostros iluminados por el placer que les produce (detalles como este son los que engrandecen las películas de Capra).
Dama por un día desprende una notable modestia, en buena medida gracias al dibujo casi coral de sus personajes, entre los cuales ninguno roba el interés a los otros (por ejemplo, desde que Annie se convierte en la señora Worthington-Manville, su peso en escena se rebaja), incluido ese gángster al que encarna un actor hoy tan ignoto como Warren William, cuya falta de énfasis hace tan plausible su noble comportamiento. (Aunque habría cambiado totalmente el tono del film, es una pena que Capra no consiguiera al actor en quien había pensado inicialmente, James Cagney). La película maravilla por el encadenamiento de las situaciones, por los chispeantes diálogos, por los espléndidos personajes secundarios (entre los que destaca Ned Sparks como el cáustico y hosco Feliz, la mano derecha del Dandi: en el remake, ahora bajo el nombre de Feliz, un incipiente Peter Falk también bordaría este personaje). Y qué decir de su radiante final, digno de las memorables conclusiones que jalonan la filmografía de Capra, de Caballero sin espada al tantas veces repetido ¡Qué bello es vivir!: que solo hay que dejarse llevar y emocionarse, seguros de que no hay trucos fáciles en el modo en que los sentimientos se desbordan. Por cierto, este es el primer título de su carrera en que el director firmó con su nombre hoy tan conocido, Frank Capra. Hasta el anterior, siempre había incluido una «R.» entre el nombre de pila y el apellido (se llamaba realmente Frank Rosario Capra).
Es bien conocida la anécdota que tuvo lugar la noche en que dieron los Oscars de ese año, con Capra nominado por primera vez para la estatuilla al mejor director. Al oír su nombre de pila en labios del presentador que entregaba el galardón (un buen amigo suyo además, el cómico Will Rogers), Capra se puso enseguida de pie… cuando el Frank a quien se refería el importuno Rogers era el también nominado Frank Lloyd. Si hoy es anécdota graciosa es porque Capra se levantaría, ahora de verdad, tres de las seis noches de los siguientes Oscars. Y la primera fue justo en la siguiente temporada, gracias al primer título que se llevó el repóker de premios principales (película, director, guion, actor y actriz principal), Sucedió una noche (1934). La trama cuenta la relación que se entabla entre una caprichosa heredera que ha escapado de papá porque este se opone a su última ocurrencia, casarse con un tipo con fama de aventurero, y el periodista que se cruza en su camino y que enseguida la reconoce, decidiendo sacar un buen reportaje del encuentro. El planteamiento es muy simple (cuidado, que propuestas similares han dado lugar a obras maestras, y el mismo Capra es buen ejemplo de ello): los más sanos representantes del proletariado son los más capacitados para abrir los ojos a los miembros menos mezquinos de las clases ociosas. Dicho de otro modo, ella no solo se enamorará perdidamente de él sino que aprenderá a disfrutar de las cosas «sencillas» de la vida, viviendo una aventura on the road mientras se dirigen a Nueva York, en teoría para que ella se reúna con aquel tipo al que dice que ama.
Lo cierto es que uno se pregunta cómo esta película, agradable a lo sumo, pudo causar semejante revuelo. En todo caso, la pequeña picardía sexual a que da lugar la convivencia íntima entre esos dos jóvenes que comparten varias noches en común tal vez en su día pareciera muy osada y explique el éxito, pero hoy es de una ingenuidad considerable. Robert Riskin repite como guionista, adaptando un relato ajeno que tal vez explique el inexplicable título, que parece sugerir un thriller o un drama que acaezca en el lapso señalado: en el desarrollo final, la historia transcurre a lo largo de unos cuantos días y ni siquiera hay una noche concreta que por su relevancia justifique el nombre del film. Y si bien los diálogos funcionan, el curso de la anécdota resulta plano y sin especial interés, de tal modo que casi todo descansa sobre el carisma guasón de Clark Gable y, especialmente, el encanto pícaro de Claudette Colbert.
La trama además se dilata sin necesidad, para incluir una parte final directamente parvularia e incluso pacata, que intenta crear un absurdo suspense en torno a la elección de pareja de la heredera. En este sentido, Sucedió una noche repite el error fundamental de muchas películas de la época que propone triángulos similares: proponer un rival para el protagonista masculino no solo mucho menos atractivo físicamente sino encima sonso o estúpido (Cary Grant, que no necesitaba de tan innoble ventaja, lo vivió en muchas de sus más famosas comedias). Al menos, hasta los últimos veinte minutos el film es agradable y posee diversos momentos en los que Capra demuestra su talento. En especial, es maravilloso el travelling que muestra el recorrido de la heredera por el entorno del motel donde acaban de pasar la noche, camino de las duchas donde tendrá que esperar su turno entre el resto de viajeras, que transmite de modo jubilosamente liberador la sensación de que seguramente ese sea el primer momento en la vida de esa chica privilegiada en que no solo se mueve entre gentes humildes sino que se siente bien por hacerlo.
Antes de la consagración que Capra había recibido en la ceremonia de los Oscars, concedidos en febrero de 1935, el director tuvo tiempo todavía de filmar y estrenar otra película, Estrictamente confidencial, la cual, tal vez por situarse en ese momento de transición y por no contar con una estrella masculina del nivel de Gary Cooper o James Stewart, ha sido siempre uno de sus trabajos menos conocidos, cuando no menospreciados. Sin embargo, yo la tengo por una de las mejores comedias de toda su carrera, un Capra además emblemático pues contiene la práctica totalidad de los elementos más reconocibles de su mundo propio, dramático y cómico, visual y narrativo, no en vano contó con su equipo habitual, en cabeza Robert Riskin y el director de fotografía Joseph Walker aparte de muchos rostros conocidos en papeles secundarios. De hecho, el planteamiento no anda muy lejos de Sucedió una noche pues de nuevo cuenta cómo la espontaneidad y frescura de un sano representante de la gente «normal» basta para atraer al buen camino a aquellos ricachones que, en realidad, solo estaban esperando ese vigorizante para unirse a la mejor América. Vive como quieras no anda muy lejos.
El argumento encargado de demostrar tan capriana premisa, curiosamente, comienza por el tejado. El plutócrata J. L. Higgins (Walter Connolly, que encarnaba al padre de Claudette Colbert en el previo film) dirige a su familia como si fuera una de sus empresas, habiendo colocado a cada yerno al frente de un negocio diferente. Ahora bien, tan ordenado horizonte se viene abajo cuando el esposo de su hija mayor (por tanto, el presunto delfín), Dan Brooks, decide dejar el caserón familiar y regresar al mundo de las carreras de caballos del que procedía y que tanto añora. Su proyecto es presentar a su caballo Broadway Bill al gran derby y ganar: en caso de derrota ha prometido regresar al redil. Una vez más, una trama de manual que, sin embargo, esta vez da origen a una película espléndida, en primer lugar porque ese mundo de la hípica, que a mí, en la vida «real» me interesa bien poco, en pantalla cobra un interés insuperable, tanto por la atractiva galería de tipos del más diverso pelaje que permite como por la habilidad con que Capra consigue que el pequeño suspense construido en torno a las posibilidades del caballo cristalice en una encantadora mixtura de comedia social y picaresca deportiva.
Ese actor olvidado al que me refería es Warner Baxter (que había sido el ganador del segundo Oscar al mejor actor en la historia de la estatuilla dorada) y aunque sin duda es demasiado mayor para el personaje resulta simpático y eficaz: es más, la falta de expectativas del espectador actual ante su presencia ayuda a dotarlo de una contagiosa modestia: no es lo mismo ser Gary Cooper o James Stewart, que de entrada ya tienen ganada nuestra admiración, que Warner Baxter o Warren William. A su lado brilla con radiante fulgor la inolvidable Myrna Loy como la hija menor y única soltera del magnate, que no duda en unirse a la empresa de ese cuñado que la llama Princesa y del que es evidente que está enganchada: ella, de hecho, es la nota discordante de ese conjunto de hermanas encantadísimas con aportar lacayos de confianza a su padre. Pero, sobre todo, resulta magnífica la galería de personajes secundarios, a cuál más sabroso y mejor encarnado por un conjunto de entrañables actores de reparto.
La película se beneficia del hecho de que todavía Capra no se consideraba el gran profeta del sueño americano y por ello carece de la trascendencia de sus fábulas inmediatas. Qué mejor prueba que el desparpajo de su final: Brooks, con un nuevo caballo (Broadway Bill murió justo tras cruzar la meta como ganador), regresa a la mansión familiar para rescatar a la Princesa, y es el mismísimo J. L. Higgins quien sale huyendo a todo correr de su estirada familia para unirse a la pareja, final que recibimos con una sonrisa de abierta complicidad. Una vez más, es cuestión de convicción. Estrictamente confidencial resulta por ello una película estupenda, de una espontaneidad contagiosa, que permite a Capra desenvolverse a sus anchas dentro de ese estilo que lo caracterizaba, que comunica un vigor y una rapidez (mental y rítmica) a sus películas que parece que fueran a tumba abierta, como muestran dos de las mejores escenas del film: la estafa que el coronel Pettigrew, uno de los pícaros que ayudan a Dan, acaba volviendo contra sí mismo en el hipódromo y la vertiginosa subida de las apuestas a favor de Broadway Bill (secuencia especialmente capriana, por su brillante montaje rápido y el uso del personaje colectivo). Y además, cada vez que la vuelvo a ver no tardo en enamorarme de nuevo de la maravillosa Myrna Loy…
El increíble cúmulo de premios de Sucedió una noche colocó a Capra en una posición de privilegio dentro de la industria, que le permitió disponer de tiempo para preparar con el mayor cuidado su siguiente proyecto. Este llegaría a las pantallas dos años después, obtendría un éxito fenomenal y le valdría un segundo Oscar: El secreto de vivir. No hay que insistir más en cómo, durante los años siguientes, cada nueva película de Capra se convirtió en el fenómeno de la temporada. Consciente de su valía, viajó fuera de Hollywood para conocer a sus iguales: por ejemplo, a Sergei M. Eisenstein en la misma Unión Soviética. Y como ya he dicho, se ganó el insólito a que su nombre encabezara carteles y créditos. Ahora bien, ahora prefiero esos títulos anteriores en los que todavía no se había convencido de ser el gran profeta del sueño americano y se contentaba con contar buenas historias que, sin tanta autoconsciencia, también estaban destinadas a hacernos mejores. No es poco mérito, y para ello no hacía falta ni el nombre sobre el título ni dar a sus protagonistas nombres pintorescos ni convertirlos en niños grandes para denunciar la mezquindad de tanto adulto. Bastaba con hacerlos creíbles: el resto ya lo tenía ese gran director que fue Frank Capra.
Extraordinario análisis sobre un cineasta al que toda una generación hemos adorado desde niños. Y claro que hay trabajos que frisan lo pueril y bobalicón, pero es imposible no rendirse a una obra global que nos ha deleitado con momentos excepcionales. Al final uno se queda con la sensación de profundo agradecimiento, de rendir pleitesía a un creador que nos condujo por paisajes humanos divertidos, sociales, cómicos y siempre afectivos. Lugares en los que la esperanza en la especie humana era posible. A veces con evidentes servidumbres por exceso de candidez y trivialidad, pero otras de memorable y luminoso optimismo. Capra representa el cine en su estado más puro, como ejemplo perfecto de la “fábrica de los sueños”. Y eso sencillamente no tiene precio. Luego podremos hablar de sus fisuras, de sus grietas y de las debilidades propias de quien pretende dibujar al hombre como algo mágico, honrado y misericordioso. Un imposible que al menos durante dos horas es casi posible. Capra es mentira y lo sabemos, pero sin ellas no podemos vivir. Un gran abrazo y gracias por estas publicaciones memorables.
Extraordinario análisis sobre un cineasta al que toda una generación hemos adorado desde niños. Y claro que hay trabajos que frisan lo pueril y bobalicón, pero es imposible no rendirse a una obra global que nos ha deleitado con momentos excepcionales. Al final uno se queda con la sensación de profundo agradecimiento, de rendir pleitesía a un creador que nos condujo por paisajes humanos divertidos, sociales, cómicos y siempre afectivos. Lugares en los que la esperanza en la especie humana era posible. A veces con evidentes servidumbres por exceso de candidez y trivialidad, pero otras de memorable y luminoso optimismo. Capra representa el cine en su estado más puro, como ejemplo perfecto de la “fábrica de los sueños”. Y eso sencillamente no tiene precio. Luego podremos hablar de sus fisuras, de sus grietas y de las debilidades propias de quien pretende dibujar al hombre como algo mágico, honrado y misericordioso. Un imposible que al menos durante dos horas es casi posible. Capra es mentira y lo sabemos, pero sin ellas no podemos vivir.
Ante Capra siempre me caben dos respuestas. Una, el inmenso agradecimiento que debo tenerle por haberme proporcionado tanta felicidad en mis años de formación cinéfila (perdón por la pedantería) cuando, como digo en el artículo, cada película suya que veía reforzaba esa posición de primer director favorito. Y dos, por mucho que en esas películas ahora descubro esas grietas que señalas, es un narrador tan estupendo que siempre acaba compensándose. Por otra parte, es cierto: Capra cree con total honradez en lo que cuenta, por lo que no cabe sino sonreír ante tanta ingenuidad y, si acaso en algún momento irrita, consolarse con esos buenos momentos que enseguida llegarán en cada película. Yo hacía mucho tiempo que no lo revisaba (ni buscaba películas suyas que no conociera y he disfrutado bastante elciclo que me he hecho este mes de diciembre, mes capriano por excelencia.