En 1955, una modesta productora inglesa (que cumplía los veinte años de trayectoria) encontró de pronto el camino hacia el éxito con una película de ciencia-ficción que, curiosamente, adaptaba un serial de la televisión: El experimento del doctor Quatermass (1955). Sería, sin embargo, en otra rama del cine fantástico en la que el estudio se haría un nombre, el terror gótico. Alguien intuyó que se podía aprovechar la repercusión que estaba obteniendo la emisión de los viejos clásicos de la Universal en la tele. La maldición de Frankenstein (1957) fue el resultado y el verdadero inicio del esplendor de la Casa del Martillo. Drácula (1958), lógica segunda entrega del ciclo, alcanzó aún mayor popularidad, y consagró para siempre a su pareja de actores protagonistas, Peter Cushing y Christopher Lee, como dos de los nombres imprescindibles del género, al mismo tiempo que demostraba que ningún otro director como Terence Fisher entendía que el terror no depende de unos argumentos que incluyan monstruos o elementos malignos, sino de una forma de organizar el espacio y de mover a sus criaturas fantásticas por él: de crear un lenguaje fantástico. En eso, Drácula es insuperable. Para mí, sigue siendo la mejor película de vampiros de todos los tiempos —solo pongo en el mismo plano Nosferatu, el vampiro (1922), de F. W. Murnau, y Vampiros (1998), de John Carpenter—, entre otras razones porque pocas como ella han sabido entender lo que es el mito del no muerto: una mirada sobre la tragedia que supone la destrucción de la normalidad. En el fondo, el tema fundamental de toda película de terror. Y de la vida del hombre…
Hammer era un estudio modesto. Es por ello que si hay una idea que recorre toda la película es la de la síntesis. Obligado en buena medida por lo exiguo del presupuesto, el guionista Jimmy Sangster supo cómo hacer virtud de la necesidad y sus decisiones no solo son sintéticas, sino creativas: condensando personajes, transformando ideas, reduciendo los desplazamientos y requiriendo, por tanto, menos decorados. Lo notable es que consigue aprovechar las líneas maestras de la novela de Stoker en apenas hora y media sin apresuramiento y respetando la debida correspondencia con la misma.
Parte de este mérito se encuentra en la afortunada idea de concentrar toda la acción en un radio geográfico cercano, sin abandonar nunca el continente, con lo cual no pierde tiempo en la narración de los desplazamientos. Lo curioso es que el ámbito en que se sitúa la acción es centroeuropeo, germánico, precisamente el mismo en el que irá transcurriendo la saga Frankenstein del estudio, pero los personajes mantienen los nombres ingleses del original, si bien mezclándolos de forma desprejuiciada y cambiando las relaciones de los mismos (después de todo, ya lo había hecho previamente la obra teatral de Hamilton Deane y John L. Balderston que revitalizó el interés por el personaje y dio origen al Drácula de la Universal). No voy a abusar del espacio para aclaraciones pormenorizadas, pues es asunto más bien de interés para los muy conocedores de la novela, pero aviso que en la recensión siguiente a más de uno puede chocarle la denominación de alguno de los personajes más conocidos.
Ahora bien, el gran hallazgo argumental ideado por Sansgter es el siguiente: el Jonathan Harker que llega al castillo de Drácula es perfectamente consciente de la condición vampírica del conde y, fingiendo haber aceptado el puesto de bibliotecario, no viene con otro objeto que matarlo y acabar con la maldición. De hecho, no tardaremos en saber que Harker es amigo íntimo y socio del profesor Van Helsing en su guerra a muerte contra el Mal. Esta novedosa idea permite que desde el principio los personajes que guían la acción sean conscientes del carácter real de la amenaza (no se pierde tiempo, pues, en que los héroes se convenzan progresivamente de ella), lo cual cambia completamente las expectativas del conocedor de la historia.
Por otro lado, y esto era una novedad con respecto a las anteriores encarnaciones del personaje en los films de Murnau y Tod Browning, Christopher Lee compone un aristócrata desenvuelto y seguro de sí mismo, elegante (su enorme altura, remarcada por la imprescindible capa oscura, contribuía a ello) y con modales sofisticados, aunque esa caracterización vaya a durar un suspiro dentro del mismo film y fuera olvidada por completo a lo largo de todas las secuelas de la película. Sin embargo, a lo largo del metraje de ésta, el espectador nunca olvida a ese Drácula «civilizado», y no puede evitar mirarlo como un ser superior —con más clase— que aquellos que lo persiguen, que representan el bien, por supuesto, pero también la vulgaridad y la falta de fascinación.
Con Christopher Lee entra en escena un vampiro dueño de una notable egolatría sexual, hasta tal punto que cuando decide castigar a sus enemigos —en primer lugar al hombre que ha osado violar su sancta sanctorum— lo hace a través de sus mujeres. Drácula abandona aquí su castillo no porque desea instalarse en un país extranjero, más moderno y por tanto atractivo (para la caza) que el suyo natal, sino por pura revancha. Su primer éxito es vampirizar a la prometida de Harker (aquí es Lucy); y si acaba comprometiendo su seguridad es por su obstinación a la hora de no abandonar a su presa hasta haber conquistado todos sus objetivos: en este caso, la cuñada de Lucy, Mina Holmwood, cuyo proceso de esclavización inicia pero no puede consumar. Como sucedía en el original de Stoker, el film subraya el hecho de que las presas femeninas de Drácula, por mucho que se sientan culpables de lo que les está sucediendo, no pueden evitar desearlo: Van Helsing remarca que el vampirismo es como una droga, que causa a la vez dolor y placer. Y no hay sino que contemplar la respiración anhelante de Lucy, tumbada en la cama como saboreando el placer que está a punto de alcanzar tan pronto Drácula vuelva a visitarla en su alcoba, o el gesto sensual con que la hasta un momento antes nada sensual Mina se acaricia el cuello (ya mordido) con el cuello de su abrigo de piel (al tiempo que la oculta, se frota con voluptuosidad lo que se acaba de convertir en una zona erógena), para rendirse de admiración ante la perfecta traducción que consigue esta pequeña película de las implicaciones más morbosas de la novela de Bram Stoker, como no lo harían otros films que presumirían de una completa fidelidad al texto.
Todo esto permite afirmar que, sin alardear en ningún momento de una exacta fidelidad a la novela de Bram Stoker, bien puede decirse que este Drácula es la película más fiel, si no a la letra sí al espíritu de la obra original. Dicho de otro modo: Stoker ofreció un dibujo del mal absoluto encarnado en la persona de su vampiro, al mismo tiempo que supo convertirlo en un fascinante catalizador de la transgresión moral y social de una época tan contradictoria como apasionante, la Inglaterra victoriana.
Su protagonista (que no el personaje que más tiempo aparece en escena, y ese es uno de los grandes atractivos del libro, que el film supo respetar) es un aristócrata de vieja estirpe, bien orgulloso de su superioridad de clase, que sin embargo lleva consigo, de la mano de la plaga que porta, el germen de la transgresión, de todo tipo. Social, por supuesto: el vampirismo iguala a la señora con la criada, al amo con el esclavo, pues convierte a todos en sujetos de las mismas necesidades y les hace compartir idénticos poderes (o debilidades). Moral, porque el gran atractivo del vampirismo, del libro a las películas, siempre ha sido su capacidad para turbar las convenciones, las llamadas buenas costumbres. En la novela, el vampiro ataca a los hombres que lo persiguen (Van Helsing y los caballeretes que lo ayudan) a través de sus mujeres: a la primera, Lucy, la vampiriza y obliga a sus enamorados a sacrificarla por la salvación de su alma (un alma que se ha visto pervertida: esto es, que en determinado sentido ha alcanzado una libertad de movimientos y de actuación de que antes no gozaba); a la segunda, Mina, la pone en trance de convertirse también en esclava.
Los veinte minutos iniciales que se centran en la estancia de Harker en el castillo de Drácula son antológicos, desde unos títulos de crédito posiblemente revolucionarios, pues se limitan a ser algo más que el habitual desfile de nombres. Bajo los amenazadores sones de James Bernard —el músico más terrorífico del género, con su tremendo uso de la percusión o de unas cuerdas que parecen capaces de cortar el sonido—, un movimiento de cámara une el águila de piedra de la fachada del castillo de Drácula con la cripta; un encadenado con el interior prosigue el majestuoso travelling de acercamiento hasta el ataúd en el que leemos el nombre del vampiro, mientras un chorro de sangre (!!) lo salpica. A continuación la voz en off de Harker señala su llegada al mismo lugar. El estupendo monólogo resalta el apacible aspecto del lugar, donde sólo desentona un detalle: no se escucha el canto de un solo pájaro.
En el diseño del castillo es donde se observan buena parte de las limitaciones presupuestarias de la Hammer, y también de las ingenuidades que contiene el guión de Sangster, que no son pocas. A falta de una localización adecuadamente montuosa en la llana Inglaterra o de los medios para recrearla mediante trucos, se recurre a una fachada sencilla y nada monumental, y sobre todo, muy accesible, siendo esto quizá lo más discutible de la película: el hogar de Drácula está demasiado a mano de todo el mundo, lo cual le resta misterio y magnificencia. Ahora bien, en el interior es donde el gran diseñador artístico de la Hammer, Bernard Robinson, echa el resto: en esos lujosos espacios marcados unas veces por una elegante sobriedad en la distribución del mobiliario (el salón) y otras por el horror vacui típico del estudio (la biblioteca o el dormitorio de Harker). El sello que caracteriza el barroquismo hammeriano está remarcado por columnas salomónicas (gran debilidad de Robinson), o por esa escalinata que aquí, de modo muy elegante, no tiene balaustrada, como tampoco el rellano al que conduce.
En fin, el trabajo del diseñador Robinson y del iluminador Jack Asher encuentra en el director Fisher al hombre ideal para lucir toda su capacidad de inquietud: ningún realizador como él supo jamás otorgar la debida valoración a los espacios, a los objetos, despojándolos de su cualidad de «decorados» para convertirlos en lugares vivos y con una función. (Por ejemplo, un magnífico detalle —casi todos los grandes genios del cine, de Hitchcock a Lang, han sido maniáticos de los detalles—, que se expresa sin necesidad de que los diálogos tengan que hacer la menor referencia a él, es que Harker y Drácula, al hablar en la habitación del primero, exhalen vapor por sus bocas, lógico en un lugar como ese, habitado por no muertos.) La inquietud nace de la elección de un encuadre (por ejemplo, los que muestran la amenaza de Drácula: su aparición en lo alto de la escalinata, con la alargada figura de Lee completamente envuelto por la capa y el rostro en la oscuridad, a lo que sigue el descenso terrible de aquél hasta situarse en primer plano; o bien ese plano en picado en el que se lo muestra cruzando el puente del castillo, con la capa al viento, en busca de víctimas) o del movimiento de los actores dentro del plano.
En el castillo vive también una vampira (y una sola), que inicialmente se presenta ante Harker pidiéndole ayuda contra el tiránico conde y después intentará poseerlo, lo cual provocará el definitivo desenmascaramiento de Drácula ante su supuesto bibliotecario. Por cierto que la forma en que el director narra la revelación de la monstruosidad de la muchacha ya es ejemplar acerca de ese principio fundamental con el que Fisher supo cómo se debía enfocar el género. En este caso es un mero cambio de encuadre: la muchacha se abraza a Harker, que la acoge con complacencia (es muy bella y viste con ligereza) en plano frontal; el cambio pasa a mostrar al hombre de espaldas y se centra en la muchacha, que al rebullirse con sensualidad en los brazos de su «paladín» crea un efecto de inquietud que, de pronto, muestra la verdad: la boca se abre con gesto cruel para mostrar unos enormes colmillos que se clavan en el cuello del desprevenido (y más bien tonto) cazavampiros. Y no será la última ingenuidad del en teoría experimentado Harker: cuando tenga a Drácula a su merced, primero preferirá (por caballerosidad) liberar el alma de la muchacha, retardando tanto su ataque al vampiro que éste tendrá tiempo de despertar, con la caída de la noche. Eso sí, es genial el detalle de que parezca que el vampiro (despierto y delatando la nerviosa rabia que le produce su obligada inmovilidad mientras haya luz) es quien acelera la llegada de la noche y la oscuridad.
Algunos han comparado la desaparición de Harker (protagonista hasta ese momento, cierto) con el impacto del súbito asesinato de Janet Leigh en Psicosis, no en vano es una audacia argumental el que el personaje que ha conducido (y muy activamente) la historia hasta ese momento desaparezca de pronto. Pero quien lo sucede es nada menos que Van Helsing, y con él aparece Peter Cushing, cuya formidable presencia (quedando ya Christopher Lee en segundo plano) domina desde ese momento toda la película. Cushing, un actor excepcional, aún más versátil que Lee, era un intérprete increíble, capaz de otorgar la máxima credibilidad a cualquier personaje que encarnara. Interpretó a villanos desalmados (el barón Frankenstein, por ejemplo), a héroes puritanos (el mismo Van Helsing), a sabios obsesionados, a sabios humanistas, a trágicos enamorados, al mismo Sherlock Holmes (en mi opinión, el mejor de la pantalla)… Nadie como Cushing ha sido capaz de mostrar una reacción súbita —por ejemplo, una revelación que exige una acción rápida—, hasta el punto de hacernos creer que el actor era, cada vez, justo aquello que encarnaba. Un buen ejemplo es ese momento en que, absolutamente desconcertado porque el vampiro haya actuado en la casa de los Holmwood desde dentro, unas meras palabras de la criada le descubren que Drácula se esconde en el mismo sótano y corre, sin mediar palabra alguna, para enfrentarse a él. Escena que culmina con un plano antológico: aquél en que Van Helsing y el vampiro se encuentran cara a cara por primera vez, con el conde irrumpiendo en el sótano donde el profesor acaba de encontrar su ataúd vacío, recibiendo ahora él mismo una notable sorpresa, pero reaccionando con idéntica rapidez para ponerse en fuga.
Otra circunstancia harto sugestiva de esta película es que, una vez que Harker desaparece de escena, ninguno de los personajes que se enfrentan a Drácula o son víctimas de él es capaz de concitar una auténtica simpatía. No es que el espectador se ponga del lado del conde —ni Fisher se dejaba sugestionar por el presunto atractivo del malditismo del vampirismo, como sucede hoy con los artefactos para adolescentes, ni Lee pretendió nunca dotar de aureola romántica a su creación, sino todo lo contrario—, sino que es más bien una cuestión de carisma. En su breve intervención como personaje todavía con apariencia de ser civilizado y social, Christopher Lee manifiesta una desenvoltura tan atractiva y una elegancia tales que, incluso después de mostrar sin la menor duda el lado irremisiblemente salvaje de su criatura, algo de aquello todavía pervive en el ánimo del espectador. Cushing, por su parte, compone un Van Helsing nada cálido, con un punto, harto sutil, de fanatismo que ya le hubiera gustado al Anthony Hopkins del film de Coppola. Es un servidor del bien, pero no consigue empatizar con sus semejantes, y de hecho sus dificultades para conseguir la confianza de los Holmwood le cuestan la vida a Lucy.
Ya he dicho que el guión de Sangster incurre en notables ingenuidades, que fuerzan la credibilidad de las situaciones, empezando por la que sirve como motor argumental al film: ¿cómo es posible que un ser como Drácula, cuya naturaleza exige la máxima intimidad, acepte a un desconocido como bibliotecario? Ahora bien, Terence Fisher supo sortear esa debilidad potenciando las cualidades abstractas de la historia mediante su realización, haciendo que un seco realismo fluya desde todos los rincones de la película hasta construir un universo en sí mismo cuyas leyes no son las de la lógica argumental sino las del movimiento en el espacio: lo real es cómo los personajes se hacen dueños de los lugares y luchan por ellos, por su dominio o el de los seres que viven en ellos. Ahí está la clave del duelo entre Drácula y sus perseguidores: ante el primero, Harker, el vampiro demostrará una completa superioridad situacional, pero Van Helsing acabará echándolo de todos los rincones que intenta invadir hasta rendirlo por fin en su propio cubil.
Y menudo duelo final. Hoy día puede parecer arcaico, pobre o simple. Pero en su máxima sencillez se encuentra la clave de su fascinante atractivo. Van Helsing se enfrenta a Drácula en la biblioteca donde Harker sufrió su primer ataque, y tan pronto advierte que físicamente nada tiene que hacer ante el vampiro, utilizando su inteligencia superior —y es que el vampiro, de tan poderoso, apenas cree necesario hacer uso de otra cosa que la astucia—, emplea los medios a su alcance para derrotarlo. Algo tan sencillo (y tan genial) como arrancar los pesados cortinajes de la ventana para dejar que entre el sol y de usar un par de candelabros para formar una cruz que refuerce el poder abrasador del astro rey. Drácula se torna polvo en pocos segundos, y si lógicamente los efectos especiales están muy superados (aunque al verdadero cinéfilo poco le ha de importar) el impacto de los detalles inquieta profundamente: el viento arrastrando ese polvo a lo largo de la estancia, los mechones de pelo que se dispersan con él…
Peter Cushing y Christopher Lee habrían de volver a rodar juntos muchas veces, unas (las más) enfrentados entre sí, otras juntos contra el mal, siempre dejando la esencia de dos caballeros que afrontaron el género sin condescendencia, asumiéndolo sin el menor complejo para dar lo mejor de sí mismos como si estuvieran viéndoselas con Shakespeare. Habrá quien prefiera el egocéntrico derroche de gestos de un Marlon Brando o un Al Pacino. A mí me vale con el talento, sencillo y sin alardes, de dos actores que, moviéndose en el seno de un género por entonces despreciado, demostraron que la clave de toda interpretación siempre está en la convicción: el actor debe ceñirse a un personaje y creer, mientras lo encarna, que sus motivaciones conforman el centro del universo. Lee y Cushing lo entendieron bien, y su duelo en Drácula sigue siendo el mejor resumen de una forma de concebir el cine que sigue siendo acogedora… aunque sus protagonistas sean egocéntricos vampiros y antipáticos defensores del bien.
FICHA DE LA PELÍCULA Título: Drácula / Dracula. Año: 1958. Dirección: Terence Fisher. Guión: Jimmy Sangster; novela de Bram Stoker. Fotografía: Jack Asher. Música: James Bernard. Reparto: Peter Cushing (Van Helsing), Christopher Lee (Drácula), John Van Eyssen (Harker), Melissa Stribling (Mina), Michael Gough (Holmwood). Dur.: 82 min.
De acuerdo con lo de las adopción al cine: a veces no es tan necesario ser literal con la obra sino captar lo que el libro pretendía transmitir. Quizá por eso hasta ahora el Nosferatu de Murnau y su aspecto de depredador me había parecido de las mejores versiones.
También, el primer Drácula de la Hammer es de esas películas a las que hay que ver un poco al margen del resto: dio lugar a tal franquicia que después era imposible encontrar algo de interés entre tanto estreno con el título de Drácula y con Christopher Lee abriendo las fauces…o al menos, es una de las líneas de la Hammer a las que menos simpatía les tengo. No como Lee y Cushing, quienes siempre me parecieron unos actores muy competentes y dignos en todos sus papeles, unos verdaderos profesionales muy alejados de estridencias y sobreactuaciones de otros actores que tuvieran carreras aparentemente más serias (esto me recuerda que tengo que ver la versión de Cushing de 1984. Dicen que es muy buena, aunque en principio me chocaba ver a un actor de quien consideraba que tenía «rasgos aristocráticos» en un papel como el de Winston Smith).
Como curiosidad: creo que es posible averiguar la generación de un fan si se le enseña una foto de Christopher Lee y Peter Cushing: todo dependerá si contestan «Son Drácula y Van Helsing» o «son Saruman y el comandante Tarkin».
Es verdad que la serie Drácula fue degradándose hasta caer en lo directamente ridículo, al contrario que la serie Frankenstein, que con sus altibajos tuvo interés hasta el final. Y es verdad que el personaje nunca tuvo, por sí mismo, el interés que en el título inicial: es más, yo diría que a Christopher Lee se le nota el fastidio que le provocaba el tener que interpretar un personaje por debajo de sus posibilidades (en contraste con la entrega que denota en otros papeles mucho más activos, includo aun cuando alguno de ellos podía prestarse al ridículo: por ejemplo, su Rasputín, que rodó el mismo que «Drácula, príncipe de las tinieblas», con el mismo equipo y en el mismo decorado, y donde está estupendo). Aun así, para mí Drácula siempre será Lee.
La brecha generacional es evidente, como ha demostrado la reciente repercusión en las redes sociales de la muerte de Lee. Lo curioso es que la primera vez que yo vi a Peter Cushing fue haciendo de Tarkin en «La guerra de las galaxias»…
Esta película solo es buena, para nada superior, cabe recalcar que esta película no fue la primera película de vampiros en presentar a un vampiro que es capaz de tener subordinados para encargarse de sus actos terribles, eso lo habíamos visto ya un año antes, en una producción Mexicana, que si bien no se le presta la atención con se le debe, eso no afecta que es uno de los mejores productos vampiricos de los 50’s.
Por otro lado esta versión de Dracula es interesante, pero no refleja ni por poco, el espíritu original de la novela. Quiero decir, ¿donde queda la redención del vampiro?, ¿su inteligencia?, ¿su perspicacia? La frialdad la tiene, como todas las versiones de Dracula.
Pero si analizamos correctamente la película, nos encontramos con detalles muy flojos que harían avergonzar al propio Stoker de haber conocido esta película, uno de los momentos que mas me causan pena ajena es lo rápido y fácil que Harker encuentra el santuario de Dracula, en la novela era casi imposible acceder a este cuarto (precauciones que se tomo el propio Conde) y aquí entra como la humedad, ademas de que las decisiones estúpidas de los personajes son tan delirantes que uno no puede evitar llevarse la mano a la cabeza, matar primero a la novia en lugar de acabar con el que debería ser su primer objetivo, el mas poderoso, pero supongo que querían que la película durara mas de veinte minutos jajaja
Es un producto de la época, hasta el propio Lee se había negado a hablar mucho (aunque su presencia en pantalla lo salvan de ser un personaje mediocre) porque sus parlamentos le parecían sumamente estúpidos.
El gran acierto fue Lee sin lugar a dudas, incluye a Peter Cushing, porque fuera de eso es una película que se deja ver solo por incluir los galones de sangre a color que tanto rezan las historias de vampiros. No digo que se mala, pero tampoco es tan buena.
Saludos.
Vaya, ahora es tu turno de echar por tierra el Drácula que yo adoro, me está bien empleado jajaja.
Al César lo que es del César: «El vampiro», de Fernando Méndez, es anterior al Drácula de Fisher y ya muestra a un no muerto luciendo colmillos y egolatría sexual. La versión Hammer lo que hizo es aprovechar el color para hacer que la sangre ya directamente golpeara el rostro del espectador. La película de Méndez, por desgracia, es poco conocida fuera de México, pero es estupenda, aunque también tiene ingenuidades a chorros, como las que criticas en Terence Fisher.
En mi comentario razono por extenso por qué me parece que este film es el más fiel a la novela de Stoker, sin respetar toda su letra. Precisamente es su espíritu lo que resplandece: en cambio, Coppola cambiaba el espíritu dejando la letra. No estoy de acuerdo contigo en que no luzca la inteligencia y perspicacia del conde: en Stoker, Drácula no destaca por su inteligencia. Es una criatura muy vieja, que por ello se cree invencible y eso le lleva a menospreciar a sus «insignificantes» rivales humanos: su gran cabo suelto es no asegurarse de que Harker muera o no abandone jamás su castillo. El Drácula de Stoker es más bien astuto que listo.
Y lo dicho: el guión comete muchas ingenuidades, que ya indico en el comentario y que tú remarcas. Modestia de intenciones, falta de presupuesto… En cualquier caso, me gusta tanto la película que, aun reconociéndolas, a mí no me la estropea en absoluto.
Por último, el Drácula en el que (según cuentan, que tampoco es artículo de fe) Christopher Lee se negó a hablar pero ni un solo diálogo es la secuela, «Drácula, príncipe de las tinieblas», de siete años después. Aquí, lógicamente, en su primer papel estelar, el actor no estaba para exigencias.
Un abrazo.
Sí, se nota que adoras esta película, la cual probablemente fue la primera que vimos sobre Drácula toda una generación. Eso pudo marcar en gran medida la opinión que de la misma tengamos. Aún así, creo que sí podemos considerarla una de los clásicos indiscutibles del género (a mi me gusta claramente más que la de Browning, y eso que el maestro está entre mis cineastas favoritos), y tú crónica destila ese amor por cada rincón del mismo. ¿La mejor?, para mi obviamente no, pues no resiste la comparación con ese monumento del cine silente llamado «Nosferatu», o esa fascinante por extraña película de Dreyer titulada «Vampyr, la bruja vampiro». Pero ya puestos a aportar películas sobre el tema, una mucho más moderna que creo conveniente rescatar pues estamos ante una formidable película sueca llamada «Déjame entrar», donde el lirismo puede también cortar el aire dejando una estela de color rojo. Respecto de la versión de Coppola decir que es un rendido tributo al cine de la Hammer y clásico, con mil guiños cinéfilos que hacen las delicias de cualquier amante del séptimo arte (cortinillas, fundidos encadenados, match cut, ojo de buey, colocación de la cámara, uso del color, maquetas de los castillos…) , con independencia de que guste o no su visión del afamado vampiro. Yo sí creo que es un poema gótico vestido de película de los cincuenta. Una maravilla de viaje cinéfilo y lírico, que si bien puede no ajustarse al espíritu de la formidable novela de Stoker, sí da una visión elegíaca bellísima de ese ser atormentado y enamorado que frisa en lo descarnado, acompañada de una banda sonora magistral del gran Wojciech Kilar recientemente fallecido. Saludos.
Efectivamente, el cariño que siento por ella es muy especial, no solo por ser la primera película del personaje que vi (y que me aterró) en mi infancia, sino por lo admirable que es comprobar con los años que tu primer amor sigue siendo tan adorable como parecía. «Nosferatu» es una obra cumbre sin discusión, pero es tan distinta, tan especial, tan irrepetible (en parte, por el contexto), que entiendo que compite en categoría aparte. Con el «Drácula» de Fisher pueden hacerse comparaciones, con el de Murnau, no (un poco el de Herzog, por razones obvias, pero apenas nada). «Déjame entrar», es cierto, es un film magnífico y estremecedor, que hace además lo que ya parecía difícil de esperar: aportar una mirada distinta al tema del vampirismo. Curiosamente, el remake americano (que no he visto) está producido por la Hammer (o por una productora que se ha empeñado en resucitar el nombre).
En cuanto al «Drácula» de Coppola, supongo que habrás encontrado la entrada que le dediqué y sabrás que, a mí, en cambio, no me gusta casi nada. Pero sobre todo por su estéril intento de jugar con dos barajas: reproducir la novela tal cual (¿para qué, si ya existe?) y proponer esa vía romántica y redentora que, sin embargo, no se atreve a jugar con todo el arrojo que merecía la propuesta, por no querer despegarse del libro más de la cuenta.
En cualquier caso, es evidente: no hay mito más rico en el cine de terror que el del vampiro, y en concreto el personaje de Drácula demuestra que con él se puede hacer casi cualquier cosa, componiendo un mosaico fascinante en el que a mí, particularmente, me encanta perderme cada cierto tiempo y repasar sus muy distintos acercamientos.
Un saludo.
Un enorme placer «charlar» contigo sobre cualquier asunto. Por cierto, has visto (yo aún no) la que para algunos es casi una obra maestra «Solo los amantes sobreviven» de Jarmusch. Un saludo.
Pues lo mismo digo, Altaica, me encanta charlar, compartir y debatir sobre cine, ficciones y lo que sea. La película de Jarmusch la tengo en lista de espera: es un autor que me gusta mucho, de modo que espero bastante de ella.
Coincido contigo en mi veneración de esta obra maestra. Como tú, fue la primera película con la que sentí verdadero miedo. Todavía me recuerdo metiendo cabezas de ajos bajo la almohada y poniendo crucifijos en la mesilla de noche por si acaso. Se podría definir como la perfecta sencillez.
Respecto a la Bella y la Bestia de Coppola (ya me entendéis), decir que puede ser una gran película, pero también una traición malintencionada y alevosa a la novela. De verdad lo siento, pero el ego por hacer algo original le pudo al autor de El Padrino.
Y por último, comentar que, para mí, la mejor versión de Drácula, y seguramente, la mejor de vampiros de la historia es Nosferatu…. de Herzog. Esa sí que ha sido injustamente tratada, porque es la única versión de Drácula que es una película artística en sí misma. Obra maestra total en fotografía, música, y contenido. El añadido filosófico a la historia es simplemente magistral. Y por cierto, la versión es alemán es incluso mejor, pues presenta escenas claves no rodadas en la versión en inglés, como la estancia de Renfield en el sanatorio.
Dejo aparte la original de Murnau. El cine mudo, por desgracia, no se puede comparar con el sonoro. Es otro arte, como lo es el teatro, y hoy día, por desgracia, no podemos ni imaginar el efecto que pudo haber tenido en su momento. Coincido contigo, por tanto, en que va en categoría aparte, no por mejor o peor.
Una sorpresa y un placer que alguien haya encontrado este ya viejo artículo de mi blog sobre la obra maestra de Terence Fisher: un clásico para mí no solo venerable sino muy personal por haberla visto a muy corta edad, de ahí la referencia al impacto que me produjo y que me hizo no pegar ojo en toda la noche que siguió a su visionado. Supongo que, por los enlaces contenidos en el mismo artículo, habrás visto que mi devoción al personaje se ha concretado en otras entradas sobre el señor de la noche (las englobo bajo la etiqueta «Dossier Drácula», que figura en la columna de «categorías» situada a la izquierda del cuerpo central del blog, y donde repaso desde la novela de Stoker a sus distintas variantes en cine y también en tebeo. La versión de Herzog, como digo brevemente en mi artículo sobre «Nosferatu» es ciertamente hipnótica: una de las películas visualmente más potentes que recuerdo, y esa impresión aumenta a cada revisión. Espero otras aportaciones tuyas, o sencillamente que pasees por más rincones de mi blog.
Un abrazo.
Para mí, “El horror de Drácula” de 1958, se acerca bastante al sentido que Stoker le dio en su libro, pero está claro que es una adaptación muy libre, con importantes modificaciones, que hacen de esta película un producto único y no una simple versión cinematográfica al pie de la letra de una novela. Elimina personajes y situaciones de la obra original, y ese recurso le da un mayor ritmo al comprimir la historia a lo esencial.
Estimo que esta propuesta de la Hammer, es la mejor versión de Drácula, por las siguientes razones:
1) La sólida puesta en escena y el preciso montaje de Terence Fisher. Destaco asimismo, la ambientación, locaciones, los lugareños, carruajes, esa atmósfera gótica y reconstrucción de época ya tan elogiada (el castillo y la entrañable taberna son una maravilla), el ritmo y desarrollo de la trama. Y ese halo de erotismo, muy bien expresado a través del vínculo que se establece entre Drácula y sus víctimas femeninas, aquí bien interpretadas por las atractivas Melissa Stribling, Carol Marsh y Valerie Gaunt.
Un aspecto que considero fundamental es la omnipresencia del Conde. En todo momento en que no se encuentra visible, de alguna manera su presencia siempre se siente. No lo vemos, pero está.
La cinta tiene una duración adecuada, es contundente en su desenlace y bueno, ese final extraordinario, cargado de tensión y dinamismo, que está entre lo mejor de la película.
2) Porque está Christopher Lee. Magnífica creación hace del príncipe de las tinieblas. Muestra esa impresionante dualidad perturbadora: por un lado, el caballeroso Conde, seductor de magnética mirada e imponente presencia, y por el otro, esa bestia sedienta de sangre humana y furia desatada. Ya se ha dicho en múltiples comentarios sobre esta película, que por primera vez se exhiben los colmillos en la gran pantalla (y sanguinolentos más encima), y los ojos inyectados en sangre, mostrando ese lado maligno y salvaje del personaje. Pero además, exhibe esa extraña atracción-sumisión y, llegado el momento de clavarse en los cuellos femeniles, ejerce el acto de posesión de mujeres quizás insatisfechas, pero deseosas, con clara connotación sexual. Todo aquello con el estilo inconfundible del actor inglés, quien con este rol se ganó la propia “inmortalidad cinematográfica”.
3) Porque está Peter Cushing. Notable también su creación de un Van Helsing serio, estudioso, deductivo, metódico, pero también muy activo en la toma de decisiones, dinámico y valiente, llegado el momento. Inmensamente compenetrado de su papel, sin nada de esos histrionismos afectados, en fin, con una sobriedad interpretativa encomiable, Cushing construye el mejor Van Helsing del cine, con holgura. Magistral. Él sostiene buena parte de la película y eso es mucho decir, estando el Drácula de Lee presente.
4) La estupenda y acertadísima musicalización de James Bernard, quien componía y orquestaba. Muy acorde a cada acción y desarrollo de la historia que se nos muestra. Inmenso aporte a la atmósfera general de la película y destaco especialmente ese colosal acompañamiento para el cierre de la película. Ésta no sería la misma sin la banda sonora de Bernard.
5) El guión, si bien se toma licencias sobre la obra literaria, y crea un producto diferente, finalmente está empapado del espíritu del original. Diálogos precisos, plenos de sentido y que van alimentado el suspenso, hasta llegar al clímax magistralmente presentado. Además de la crítica implícita a esa moralista sociedad burguesa y victoriana de fines del siglo XIX con sus temores ocultos, propios de una cultura patriarcal y tradicionalista.
Y reconocer que, por supuesto, hubo otras buenas interpretaciones del personaje principal. Algunos le dieron un aura romántica y casi existencial (caso Gary Oldman); otros le dieron seducción y magnetismo también, pero muy lánguido (caso Frank Langella); otros, en fin, atormentados y melancólicos (caso Klaus Kinski), aunque el actor polaco nacionalizado alemán no es precisamente un Drácula tradicional, pero hace una brillante y personalísima interpretación del vampiro. Aparte de la reconocida y tradicional caracterización del húngaro Bela Lugosi, en blanco y negro. Si bien él es señorial y de mirada hipnótica, resulta muy teatral y algo acartonado.
Pero nadie como el notable Lee. Clavó al Drácula definitivo.
En resumen, una estupenda película. Tiene algunos detallitos, que en nada opacan el resultado final de esta obra cumbre del género. Es de imaginar el impacto que causó en la época de su estreno.
Tu comentario, Andrés, es un artículo en sí mismo, y magistral, y tus apreciaciones son del todo compartibles. Este «Drácula» es también para mí la mejor adaptación que ha tenido la novela, pese a sus divergencias (todo lo contrario que la versión de Coppola, que se empeña en reproducir estérilmente hasta su estructura epistolar), y con la excepción del «Nosferatu» de Murnau, aunque esta película la veo tan distintas a todas las versiones de la novela que para mí casi se encuentra en un universo diferente.
Es una pena que las secuelas de la Hammer no volvieran a utilizar el personaje en la línea inmortalizada por Christopher Lee durante el primer tercio del film (que para mí no solo es lo mejor de la película sino casi de toda la historia de la Hammer), contentándose con el uso (y abuso) de su presencia icónica. En cambio, Cushing, tanto haciendo de Van Helsing como de Frankenstein o de lo que fuere sí exprimió al máximo las posibilidades de todos sus personajes, quizá porque su presencia física no era tan condicionante como la de Lee. En cualquier, un dúo de actores (en pareja o por separado) excepcional, cuya mejor interacción, o quizá la más inesperada, se produjo en otras de las grandes películas de la casa, «La Gorgona».