El personaje Películas I Películas II
El «esplendor» industrial del terror español llegó a nuestro país con una década de retraso con respecto al boom internacional de este género. Y lo hizo, en gran medida, por la obligada relajación de las normas de censura que antes lo habían impedido: en todas las épocas, el terror siempre ha tenido entre sus componentes fundamentales la tensión de lo que la moral del momento entiende por desagradable, la transgresión erótica, la fascinación hacia las conductas malsanas, cosas que en la España franquista era difícil de aceptar, pero que, es evidente, una ciudadanía que había pasado muchos años en la represión moral estaba ansiosa por ver reflejada en la pantalla (vamos, en cualquier aspecto de su vida). Cuando entraba en decadencia el subgénero esencial que había integrado en su mayor parte ese boom (el terror gótico), en España empezaron a comparecer hombres lobo, vampiros, momias, a veces fundidos con figuras más modernas como los muertos vivientes o los endemoniados. El llamado fantaterror —el vocablo siempre me ha parecido desacertado: por feo, por pretencioso, por innecesariamente redundante— fue utilizado por productores que no estaban dispuestos a gastar más de lo justo para atraer a públicos ávidos de esas emociones fuertes de que hasta entonces se habían visto privado. Si al menos hubieran encontrado gentes con talento para compensar la endeblez presupuestaria, todo podría haberse compensado. Pero por desgracia no fue así, y el ejemplo más emblemático es el del hombre al que más se asocia, dentro y fuera de España, con el spanish horror: Jacinto Molina Álvarez, en arte conocido como Paul Naschy, intérprete de numerosos tipos del género pero conocido ante todo por su tenaz vinculación al personaje de un noble individuo marcado por la trágica maldición de la licantropía, el hombre lobo llamado Waldemar Daninsky.
La figura de Naschy me inspira sentimientos muy encontrados. Por un lado, sus películas (las licántropicas y las demás: acabó encarnando los más variados mitos del terror, incluyendo a Drácula) y sus aportaciones personales a las mismas me parecen francamente mediocres. Molina me parece un guionista pésimo, un actor envarado y un director discreto (aunque la mejor de sus películas sobre Waldemar Daninsky la dirigió él mismo: El retorno del hombre lobo). He leído (indirectamente) que fuera de nuestras fronteras se lo iguala con mitos del género de calibre de Boris Karloff, Bela Lugosi o Christopher Lee, pero me parece equiparación tan imposible que no lo concibo. Él mismo fue el principal plañidero de sí mismo, de la injusticia de tanta postergación y humillación en España: así, su biografía Memorias de un hombre lobo es un completo cántico a su trabajo, sin el menor espíritu autocrítico: cuando reconoce un fracaso, suele ser por culpa de la falta de medios, y por ello exige comprensión. Aun así, desde hace ya tiempo se asiste a una reivindicación de su figura y del horror hispano en general (y con figuras conocidas de las letras españolas a la cabeza, como Luis Alberto de Cuenca o Juan Manuel de Prada). Él mismo vivió lo suficiente para presenciarlo, de ahí que en sus últimos años se sintiera arropado, sobre todo por jóvenes cineastas que lo llamaron para sus películas a modo de figura de referencia.
No participo, por tanto, de esa reivindicación, tanto más cuanto que en las numerosas obras y artículos que he tenido ocasión de leer, sus defensores, en general, lo alaban sin explicar las razones por las cuales les parece tan genial y así rendir con argumentos a quienes no comparten su visión. En cualquier caso, lo que sí reconozco sin paliativos es el inmenso amor que tuvo Naschy por el cine de terror y la tenacidad con que se entregó a él, con quebranto de su salud y su economía. No es suficiente, pero sí baña su figura de cierta dignidad, compensando la antipatía que provoca su egotismo. Y desde luego, como amante del género, no puedo evitar interesarme por sus películas, en especial por las de Waldemar Daninsky, por cuanto siempre me han atraído las series (pese al abuso que el cine comercial moderno, sobre todo fantástico, hace de este concepto, pervirtiéndolo): su génesis, su evolución, sus elementos recurrentes, su resultado final.
Jacinto Molina (nacido en 1934 y fallecido en 2009) era un madrileño cuyos intereses profesionales no presagiaban su futura dedicación al cine fantástico. Desde joven, se había dedicado a la práctica de la halterofilia, en la cual consiguió varios campeonatos nacionales, mientras estudiaba para ser arquitecto. El cine se cruzó en su camino bajo diversas facetas: figurante en las famosas superproducciones que el norteamericano Samuel Bronston rodó en España a principios de los 60, script, ayudante de dirección, de producción… En 1968, Molina recibió un papel secundario de importancia (bajo el seudónimo de David Molvas) en una película titulada Agonizando en el crimen, que pese a su insignificancia habría de ser fundamental para el inicio del boom del terror. El director de este film era otro madrileño llamado Enrique López Eguiluz, con el que Naschy haría cierta amistad, la suficiente como para enseñarle un guión que acababa de escribir sobre un licántropo. Inicialmente escéptico por la falta de tradición en España para una película de esas características, sería Eguiluz quien consiguiera la financiación necesaria, captando a una productora alemana para tal menester. Ese sería el origen de La marca del hombre lobo (1968).
¿Cómo es posible que el papel titular lo consiguiera el guionista, con un solo papel, y secundario, en su carrera? La versión de la historia se conoce sobre todo por el propio Naschy, que la contó en diversas ocasiones y la dejó escrita en su autobiografía. Para el papel se pensó inicialmente en Lon Chaney jr, el hombre lobo de la Universal, siendo descartado al comprobar su decadencia física (con 62 años, ¿cómo se pretendía que encarnara al hombre joven del guión?). Fue entonces cuando los productores alemanes pidieron a Molina que fuera él mismo. Es una historia cuando menos rara, que parece propia para alimentar la mitomanía del propio Molina. Mi opinión es que lo normal es que se le ofreciera a otros intérpretes, más conocidos o, si se quiere, con más experiencia profesional, que puede que lo descartaran por las connotaciones desagradables de un papel de este tipo o por la modestia del proyecto. O quién sabe si los productores decidieron apostar por un desconocido del mismo modo que lo habían sido, antes del papel estelar que los lanzara, estrellas anteriores del género.
En cualquier caso, Molina acabó interpretando su propio personaje. A la hora de presentar el guión a la Censura, descubrió que la llegada del terror gótico en España iba a tropezar con un grave obstáculo: que los carpetovetónicos censores consideraban que en nuestra piel de toro no es posible que existan los monstruos. Molina había situado inicialmente su historia en el norte de la península, pero acabó trasladándolo a esa incierta geografía centroeuropea (entre alemana y húngara) ya tan familiar en el género por la misma Universal o su sucesora la Hammer. En el futuro, haría uso una y otra vez de los mismos nombres de raigambre (o sonido) germánico: Wandessa (nombre casi obsesivo en su cine: se lo dio hasta a una bruja tibetana), Imre, Elke, Bela, Gyogyo (??)… Es más, él mismo, concluido el film, tuvo que buscarse un seudónimo, práctica por otra parte habitual en el cine de género mediterráneo, del peplum al western. Teniendo en cuenta la naturaleza gótica de la historia, eligió el de Paul Naschy, según cuenta al añadir el nombre del papa coetáneo, Pablo VI, con el de un púgil húngaro llamado Imre Nagy, cuyo apellido dice que germanizó. Ambos nombres, cuenta él, le fueron sugeridos por un vistazo casual a un periódico. Jacinto Molina quedaría confinado a la acreditación de sus guiones y, en el futuro, sus realizaciones.
El planteamiento que Naschy utilizó en su primer guión sería la base de todas sus demás incursiones en el tema (y son nueve las películas que acabaron acumulando las aventuras de Waldemar Daninsky, de 1968 a 1997, más una «fantasma», alguna que otra aparición a modo de «estrella invitada» en otros títulos y una tardía llamada de la voraz industria videográfica norteamericana). Es decir, el romanticismo trágico que deriva del hecho de que el hombre que se convierte en un monstruo de ferocidad insaciable y asesina es en realidad un ser noble al que horroriza su maldición, que busca inútilmente un modo de contrarrestarla y que finalmente abrazará la muerte como única forma de descanso.
Naschy no inventó ese planteamiento, sino que nació con el propio mito. Aunque el del hombre lobo no posee ningún texto canónico al estilo de los de Drácula o Frankenstein, el rol en su forma definitiva surge en un modesto film de la mítica Universal: El hombre lobo (1941, George Waggner), con el que se lanzó a una nueva estrella del género, Lon Chaney jr. Ahí está ya el mismo argumento, con algunos de los elementos colaterales que Naschy también utilizaría siempre que pudo: la cicatriz en el pecho con forma de estrella de cinco puntas (Naschy le daría forma de pentágono); la presencia de gitanos que precipitan la maldición del monstruo; la amada que decide dejarlo todo al conocer al protagonista (amor desatado que resulta igual de inverosímil aquí que luego en los films de Naschy); la manía de querer encadenarse en las noches de luna llena… para que luego el monstruo se libere sin problema alguno; la muerte a manos de alguien que lo ama, aunque en la película americana es su propio padre, etcétera.
Por mucho que posea cierto renombre, este film es bastante mediocre. El planteamiento lo retomó veinte años después la compañía inglesa que revitalizó todos los mitos góticos de la Universal, Hammer Films, con una película que, sin embargo, no tuvo la repercusión de los otros monstruos clásicos que abordó y que en nuestro país, sin ir más lejos, no fue estrenado (¡transcurría en España, además!). Su título, traducido para televisión, ediciones domésticas y visionados posteriores en certámenes especializados, La maldición del hombre lobo (1960). Su director, el gran Terence Fisher, el mismo hombre que renovó a Drácula, a Frankenstein, a la momia, al doctor Jekyll y Mr. Hyde o al fantasma de la ópera. Su protagonista, un joven actor que en aquellos años trabajó mucho en el género, si bien una década después, gracias a sus películas para uno de los directores de efímera moda en los 70, Ken Russell, hizo olvidar a casi todos ese pasado tan poco artístico: el gran Oliver Reed, un intérprete ideal para personajes torturados, dotado del talento, del carisma físico y de la fuerza para conseguir, verdaderamente, transmitir toda la tortura de esa criatura maldita. Cierto es, de todos modos, que lo que más brilla en esta película es su apasionante forma de contar el origen de la criatura y ceñir así la atmósfera de fatalismo, pues luego el desarrollo de la historia no está a la altura. Aun así, es la mejor aproximación clásica al mito de la licantropía, mito que, todo sea dicho, todavía está pendiente de dar una obra maestra al cine.
Volviendo a la Universal, hay que insistir en que la inspiración de Naschy (a nivel argumental, me refiero) fue en esos títulos que el estudio realizó cuando ya entraba en irreversible decadencia y su terror gótico se degradaba, adquiriendo un aire tebeístico sin duda más dirigido a audiencias juveniles (incluso infantiles) que adultas. Y es que la productora, tratando de revitalizar como fuera a sus criaturas, las unió en una serie de películas que hoy reciben el entrañable remoquete de cócteles de monstruos. Como él relataba, fue el primero de ellos, Frankenstein y el hombre lobo (1943), el que marcó su fascinación por el personaje. Tanto este como los otros títulos del ciclo parten de bases argumentales toscas y apenas trabajadas, con actores en decadencia o de tercera categoría y presupuestos muy ajustados. Pero eso sí, que por lo menos salvan la honra y permiten todavía la revisión sin rubores debido a su enorme encanto plástico: el cine de terror se salva o se pierde a través de la atmósfera y la sugestión visual antes que por los guiones. El horror español no tuvo ni siquiera este consuelo.
Es una pena que el talento de Naschy nunca se correspondiera con su genuino cariño por el género, en ninguna de las vertientes que le consagró: guionista, actor y director. Eso sí, en mi opinión, la peor de todas es la primera. Naschy fue un guionista realmente lamentable, con un concepto del género puramente formulario, consistente en sumar ingredientes vistos en otras películas sin buscar nunca lo sugerido sino lo explícito, y no solo por imposición de los productores. Sus guiones no exploran el concepto de lo monstruoso, algo esencial en el género gótico para no estar ante meras sucesiones de imágenes más o menos truculentas, ni desarrollan personajes coherentes ni preparan situaciones climáticas a partir de una atmósfera: los hechos suceden, y ya está. En sus libretos nunca hay relaciones entre personajes sino tropiezos: aquéllos nunca llegan a conclusiones a través de la adecuada investigación, sino que enseguida informan al lector y encuentran con rapidez cuanto quieren encontrar, ya sea una tumba perdida o un pergamino antiquísimo. Naschy nunca supo lo que era un desarrollo fluido de una historia: pensaba situaciones y las aplicaba en el acto, sin preocuparse en crear una mínima fluidez entre unas y otras
Vuelvo a citar sus palabras: él siempre contó la anécdota de que, a petición de una nueva productora, Profilmes, que necesitaba en tiempo récord un guión para poder constituirse, él redactó el libreto de El espanto surge de la tumba (1972) en día y medio, como si fuera un extraordinario mérito. Sea o no sea así, es un buen símbolo: todos sus guiones, en efecto, parecen hechos en ese lapso de tiempo.
La falta de presupuesto le obligó a situar sus historias en ambiente contemporáneo, con lo que esto supone (encima, y a modo de innecesaria justificación, incluyendo siempre a personajes que se ríen de la mera posibilidad de que, en nuestros días, haya vampiros, monstruos y hombres lobo). Solo en un par de ocasiones pudo ubicar a su hombre lobo en el pasado: El retorno de Walpurgis (1973), con ambientación decimonónica estilo Hammer, y La bestia y la espada mágica (1983), en este caso con mayor solvencia, por la coproducción con Japón. Del mismo modo, y teniendo en cuenta lo desmadejado de cada proyecto, resultó imposible mantener una continuidad al estilo de las primeras películas de la productora británica sobre Drácula o Frankenstein, por lo que cada historia vuelve a empezar desde el principio (Molina lo barnizó más tarde como uno de los supuestos atractivos del ciclo, la continua reubicación de Waldemar en el tiempo y en el espacio).
Esto le permitió ir variando a lo largo del ciclo el origen de su criatura. Si en el film inaugural, Waldemar era mordido en el escenario centroeuropeo donde transcurría la acción, en otras películas (por ejemplo, La furia del hombre lobo, de 1970, o La maldición de la bestia, de 1975) retornó a la propuesta del primer film de hombres lobo de la historia del cine, El lobo humano (1935), una producción de la Universal anterior en seis años a la de Lon Chaney jr, donde el desdichado protagonista se tropezaba con la criatura lupina que le transmitía la maldición nada menos que en el Tibet. Sin embargo, también propuso otro origen más, de nada desdeñables posibilidades evocadoras: la licantropía es el producto de una maldición ancestral transmitida por toda la estirpe desde el episodio medieval en que el primer Daninsky se ganó las iras de una bruja (El retorno de Walpurgis, de 1973, El retorno del hombre lobo).
Ahora bien, partiendo de uno u otro origen, y de modo muy cansino, Naschy narró una y otra vez la historia del hombre noble intentando hallar una cura a su maldición y aceptando la muerte ante su impotente fracaso, siempre de manos de su amada. Esta solución argumental la tomó de La zíngara y los monstruos (1944), el segundo cóctel de monstruos de la Universal y tal vez el más conseguido. Naschy la adoptó en su forma clásica (muerte por balas de plata) en La marca del hombre lobo, pero a partir de La noche de Walpurgis (1971) introdujo una novedad: la muerte con descanso del alma ha de producirse clavando al licántropo en el pecho la Cruz de Mayenza, una daga de plata en forma de cruz. Curiosamente, este objeto ya había aparecido en el film de Eguiluz, solo que ahí su función era dar muerte al hombre lobo que contagia a Waldemar. El ciclo solo en una ocasión concluyó con un final feliz: en La maldición de la bestia, pues al estar situada toda la acción en el Tibet, permitió a Molina otra referencia cinéfila, esta vez a El lobo humano, pues la curación se produce gracias a una flor mágica (eso sí, bien mezclada con la sangre de la amada, orgullosa manera de no renunciar a las opciones personales).
El problema es que, de forma alarmante, el Naschy guionista subordinó todas sus historias a la glorificación del Naschy actor: y en las imágenes de sus películas (ante la complacencia de los productores, claro) se vierte una increíble egolatría no ya romántica sino sexual. En todas ellas, esa amada destinada a otorgarle el descanso eterno concibe por él un amour fou que estalla con solo echarle una mirada encima y parece que solo vive ya para estar en sus brazos (en las dobles versiones, algo más, claro). De hecho, casi cualquier mujer joven y bella que aparece en las historias acaba rindiéndose ante sus encantos (y luciendo para él los propios, eso sí, en las dobles versiones)
Algo muy difícil de comprender teniendo en cuenta que su físico no era precisamente el de un galán. Irónicamente, Naschy tenía mucho del abotargado Lon Chaney jr: rasgos más bien vulgares, sin el menor fulgor en la mirada ni espontaneidad gestual, la corpulencia y los hombros cargados propios de un culturista (que ni siquiera le sirvieron para dar entidad especial a los movimientos de su licántropo: carecía, para entendernos, de la capacidad mímica de un Christopher Lee, por buscar a otro intérprete que tocó todos los palos monstruosos), amén de padecer de progresiva alopecia y de las terribles modas capilares de los años 70 (esas patillas…). Eso sí, como era habitual en la época, en ninguna de sus películas se le escuchó con su propia voz: fue doblado por varios de los mejores profesionales de la época, que maquillaron un tanto su impropiedad brindándole bien el necesario timbre de galán romántico (Simón Ramírez, voz de los Gary Cooper o Gregory Peck jóvenes), bien el temple grave y profundo que se espera de un hombre de carácter (José Guardiola, voz de Richard Widmark o Humphrey Bogart), bien el tono viril y sereno del hombre que ya poca esperanza tiene de salvación (Héctor Cantolla, voz de Sandokán o de Burt Reynolds).
En los años «clásicos» del personaje (de 1968 a 1983), solo en una ocasión Naschy centró su historia, de modo exclusivo, en su personaje licantrópico: en El retorno de Walpurgis, que contenía dentro de sí la promesa de haber conseguido el cuento fatalista de miedo que siempre persiguió pero que fue víctima de todas las demás limitaciones del horror español. En el resto, recurrió al cóctel de monstruos, enfrentando a su Waldemar Daninsky con otros engendros del acervo clásico del terror, con preferencia especial por los vampiros (su predilecta fue la condesa Bathory, figura histórica no exactamente vampírica pero fácilmente asimilable a dicha condición), pero sin hacerle ascos al yeti tibetano o a otros personajes literarios como el que explicita el título de su film de 1972 Doctor Jekyll y el hombre lobo: el estropicio consiguiente es buena muestra de que incluso contando una idea prometedora —y menos disparatada de lo que parece—, el resultado era malo, por cuanto Naschy no tenía capacidad para desarrollarla.
En su día, el fantaterror se vio como un estéril intento de subirse al carro morboso del terror erótico (así lo sancionan las dobles versiones, el recurso al lesbianismo, al sadismo, a la complacencia en la violencia sangrienta, o la aparición continua de starlettes más conocidas por las revistas de la época que por la solidez de sus carreras). Años después, concluida esa etapa, y tal vez después de leer elogios de algunos de sus más entusiastas partidarios, Naschy nos dio las claves del «pesimismo» de sus historias: fue la forma de liberar su propia amargura ante los continuos golpes y humillaciones que sufrió en vida. Otros incondicionales, más osados, se atrevieron a ver en sus historias una metáfora de la descomposición del franquismo.
El ciclo de Waldemar Daninsky dice mucho, eso sí, sobre el hombre que lo ideó, aunque no sé si es lo que él quería transmitir: sobre sus pulsiones, sobre sus anhelos (también sobre sus vanidades y limitaciones, claro). Encuadrado con el resto del horror hispano sirve, siempre que lo consideremos con la debida flexibilidad, como síntoma de una época, pero no tanto de un régimen político como de una mentalidad condicionada por tantos años de dictadura, la del español de esos años de finales del franquismo. Y en cualquier caso, para el amante del cine y en especial de género, vale tanto por lo que es (un conjunto de películas bastante flojas) como por lo que se advierte, entre líneas, entre planos montados a hachazos, que pudo ser. Vivimos de realidades, pero las promesas (lo que se adivina que aspiró a realidad pero no llegó a serlo), a veces, de tanta como es la convicción de quienes las formularon, pueden llegar a adquirir una sustancia tangible: no lo suficiente para agradarnos pero sí para interesarnos. Ese es el mejor resumen que puedo hacer de la aportación de Paul Naschy al cine de terror.
Un detalle a favor de Naschy es el cariño que siempre mostró por el género fantástico ante todo. En contra, tiene la grandilocuencia con la que planteaba unos guiones muy pobres que a veces circulaban entre el absurdo y la exploitation (aunque según su autobiografía, sino fuera por las circunstancias, él sería poco menos que un Orson Welles). Defectos que se ponían de manifiesto cuando a día de hoy se ven cosas como El espanto surge de la tumba, La rebelión de las muertas o Los monstruos del terror.
Lo de fantaterror siempre fue un título que me hizo mucha gracia, pero que al contrario que quien lo acuñó, lo tengo más asociado a ese tipo de cine muy torpe, y con versiones dobles según el país de estreno. También sospecho si no sería un intento de acuñar un término propio como puede serlo el fantastique en los países francófonos.
Lo peor de Naschy, en efecto, son sus guiones, esquemáticos, pobres, incluso zafios a más no poder… y que nunca mejoraron. Como actor, con el tiempo al menos aprendió a no poner esa cara de corderillo dolorido de las primeras películas. Pese a todo, tiene mérito su fidelidad al género, incluso más allá de los años en que se rodaban películas de terror como rosquillas. Particularmente, a mí me ha pasado al menos, sus películas ganan más si se ven todas juntas (ver una aisladamente desnuda su terrible mediocridad), porque como partes de una serie permite descubrir unos elementos de interés en algunas de ellas que, aunque sin llegar nunca a aprovecharse bien, al menos ofrecen algo a lo que poder agarrarnos.
¿Habéis visto «El caminante», «El huerto del francés» o «Inquisición»?
Precisamente ayer volví a ver «El caminante», Sergio.
En mi humilde opinión, «El huerto del francés» es la mejor película de Paul Naschy. Sin ser ninguna maravilla, es una película correcta. Quizá perjudicada porque el actor pincipal era el propio Molina, que no daba la talla como actor para mostrar todos los matices que el personaje podría haber dado (siempre tiene la misma cara, da igual que su amada le haga carantoñas o que piense en matar a alguien)
«El caminante» parte de una premisa interesante -Lucifer baja a la tierra y se encuentra con los humanos, tan malvados como él-, pero Naschy no le saca todo el jugo que podría a la idea. Y su falta de pericia como director se hace bien patente en la película. Quizá si algún director y un guionista mejor dotados se decidiesen a hacer un remake, se pudieran rescatar los buenos elementos que la cinta tiene.
«Inquisición» es otra de las cintas fallidas del madrileño. Su guión está cargado de tópicos y es muy predecible. Los fans suelen resaltar la escena del aquelarre; pero incluso concediendo que esa parte logra una atmósfera de terror onírico muy conseguida, lo cierto es que el resto de la película carece de mayor valor. Sólo destaca comparándola con el resto de la producción de Naschy, pues al menos aquí la narración es coherente y comprensible; lo que no siempre consiguió en su cine.
La posibilidad de hacer una crítica seria y un análisis certero del cine de Paul Naschy tiene el problema de que rara vez hay neutralidad. Según parece, se granjeó en vida muchas enemistades, también dentro del cine de género. Por otra parte, sus reivindicadores son, por lo general, fans que lo adoran sin el menor sentido crítico.
No he tenido nunca ocasión de ver «El huerto del francés», que en el mejor de los casos circula por la Red en copias tan deplorables que no incitan a verla. «El caminante», en efecto, parte de un tema muy interesante, y desde luego tiene una consistencia visual indudable, no en vano Alejandro Ulloa era un gran director de fotografía. Y en general se deja ver, pero va perdiendo fuelle a medida que avanza y le pierden distintas inconsistencias.
Leyendo bastante sobre Naschy en estas últimas semanas, Alfredo, veo que en efecto fue un hombre que o concitó grandes entusiasmos o críticas implacables. Y él mismo, tanto en sus declaraciones como en su autobiografía, se muestra tan escasamente crítico o modesto (aunque fuera por prudencia…) que incluso le perjudica la evidente condición de figura casi quijotesca en cuanto a la defensa del género. Eso sí, peores son sus incondicionales: no dan razones, se limitan a declarar su genialidad como si fuera de ciegos el pensar otra cosa.