Peter Pan, personaje literario
Asomarse al mito literario de Peter Pan es una experiencia en verdad sugestiva, no solo por su riqueza sino por la enorme complejidad del camino que lleva a su materialización: por la elaborada génesis que James Matthew Barrie le dio. La primera sorpresa es que Peter Pan no nació de una vez y para siempre en un libro concreto, como sucede, por ejemplo, con Sherlock Holmes, Drácula o Tarzán, por hablar de otras creaciones emblemáticas. Peter surge, de entrada, como la invención de un adulto que quiere entretener a unos niños: en la Inglaterra victoriana, varias de sus más conocidas joyas nacieron así, como se sabe. Luego, aparece dentro de un libro que ni lleva su título ni lo tiene por personaje principal. Después, es objeto de una obra teatral que tardará en publicarse un cuarto de siglo (es decir, de fijarse por escrito para siempre), y que sufrirá, por ello, más de una modificación. Y por último, será plasmado en un libro, el que hoy se publica como Peter Pan, donde podemos encontrar la historia con sus elementos más conocidos, pero que realmente se llama Peter y Wendy, y que, además, no es sino una novelización de la pieza teatral, una operación que cualquier rígido ortodoxo podría pensar que es poco digna. Por ejemplo, el cinéfilo sabe que esta operación es una estrategia habitual y muy antigua en el séptimo arte, una forma más de añadir beneficios a una película, al convertirla en libro para que el espectador la pueda saborear con más detenimiento. Sin embargo, tanto la obra como la novela tienen su propia personalidad, que nace precisamente tanto de la complementariedad entre ambas como de la diferencia de lenguaje que exigen dos medios narrativos tan diferentes.
Del autor, J. M. Barrie (1860-1937), nombrado sir en 1913, ya he hablado algo en el artículo dedicado al núcleo de su historia. Fue el noveno de diez hijos y el tercer varón. Estuvo muy unido a su madre, sobre todo después de que muriera el hermano intermedio y más querido, David, en un accidente, hecho que sumió a aquella en una enorme depresión de la que Barrie la sacó asumiendo él parte de la identidad del muerto, por morboso que esto suene. Él mismo lo contaría en Margaret Ogilvy (1896), el libro en que abordó su figura y que constituyó un enorme éxito. Borges (con quien compartía idolatría hacia R. L. Stevenson) destacaría, en una de las reseñas literarias que escribía para la revista El Hogar, la siguiente frase del libro: «El horror de mi infancia es que yo sabía que se acercaba el tiempo en que debería renunciar a mis juegos, y eso me parecía intolerable. Resolví seguir jugando, en secreto». Peter Pan sería el símbolo del ser que nunca dejará de jugar.
Barrie no tardó en descubrir sus inclinaciones literarias y marchó a Londres, donde pronto destacaría, primero como articulista y después como novelista y dramaturgo. Se casó con la actriz Mary Ansell y ambos se instalaron en una casa muy cerca de los Jardines de Kensington, ese bello parque londinense que tan fundamental es en el mito de Peter Pan. No fue un matrimonio feliz. Los especialistas señalan que la causa puede radicar en la posible impotencia de Barrie, un hombre que nunca creció más allá del metro y cincuenta y dos centímetros y que, tal vez, tuviera desarreglos sexuales producto de las deficiencias de su crecimiento. En cualquier caso, no pudieron tener hijos, lo cual abre otro elemento de reflexión a las implicaciones de su principal historia. Por cierto que Barrie cedería todos los derechos de autor sobre su creación al Great Ormond Street Hospital, la primera institución médica para niños fundada en Londres.
Según señala Ana Belén Ramos en su prólogo para la edición de Cátedra1, es en el libro Tommy and Grizel (1900) —continuación del previo Sentimental Tommy (1896)— en donde «encontramos el primer boceto de Peter Pan». En un fragmento, la obra refiere un sueño acerca de un niño que se ha perdido en el bosque, cantando alegremente, porque piensa que si no lo encuentran permanecerá siempre siendo un niño.
Por esas fechas, se produce ese encuentro fundamental de Barrie con los niños Llewelyn Davies (primero los tres mayores, George, su favorito, Jack y Peter, a los que en el futuro se añadirían otros dos hermanos, Michael y Nico: dos de ellos morirían jóvenes). Barrie los conoció en el curso de sus incontables paseos por los Jardines de Kensington en compañía de su san bernardo Porthos (inmortalizado luego como Nana, la perra-niñera, en Peter Pan) y enseguida se hizo amigo de ellos, contándoles incontables historias mientras su niñera Mary los paseaba. Poco después, el escritor también trabó conocimiento con su madre, Sylvia, hija a su vez de un famoso escritor victoriano (hoy más olvidado que el propio Barrie), George du Maurier, cuyo apellido sin duda reconocerán al menos los cinéfilos porque su nieta, Daphne, es la autora de la celebérrima Rebeca.
La intimidad entre las dos familias favoreció no ya paseos y reuniones en común sino incluso unas vacaciones compartidas en el verano de 1901 que pasaron en la localidad de Tilford, junto a un lago. Para entretener a los niños, Barrie —como antes R. L. Stevenson o Lewis Carroll en circunstancias similares— inventó una serie de historias que, con el tiempo, acabarían tomando la forma de una genial obra literaria. El autor las pobló de islas y náufragos, claro, pero también de piratas y sucesos sanguinarios (era una época en que no se consideraba que los niños fueran a traumatizarse para siempre o a convertirse en tipos asociales por jugar a «matar»). Como colofón, Barrie reunió las instantáneas que había sacado de tales aventuras, les añadió una serie de pies de foto y de títulos de capítulo (uno los lee y dan ganas de saber más: en los encabezamientos ya se anticipan el País de Nunca Jamás y el capitán Garfio) y realizó una composición titulada Los niños náufragos de la isla del Lago Negro de la que solo publicó dos ejemplares (¡y uno de ellos lo perdió el padre de los niños en un tren!), acreditando como su supuesto autor al pequeño Peter Llewelyn Davies, que contaba con tan solo cuatro años.
Sin embargo, el nacimiento oficial del personaje, por poco conocido que sea en nuestros días, tiene lugar en su novela (autobiográfica, como tantas de sus obras) El pajarito blanco, publicada en 1902. El protagonista es un militar retirado, solterón y de mediana edad, llamado el Capitán W., que vive cerca de los Jardines de Kensington, que tiene un perro llamado precisamente Porthos (no se disimula, por tanto, quién puede ser el tal capitán) y que narra, en primera persona, su amistad con el pequeño David, la cual comienza con su fundamental intervención para que sus padres, tras un desencuentro sentimental, vuelvan a encontrarse y puedan así casarse. Su lectura revela ya esa facilidad fundamental del autor para situarse en un registro capaz de fundir el mundo adulto con el infantil (es decir, de convertir al adulto en un niño grande que, sin olvidar que es adulto, es capaz de ponerse al nivel de sus pequeños camaradas, y digo camaradas porque ese es el trato que les da: de igual a igual). Ciertamente, se trata de un libro irregular, en el que junto a fragmentos memorables hay muchos que bordean el azúcar más sonrojante (los detractores del autor llamaban barriesque a esta inclinación hacia la cursilería), pero que, en sus mejores momentos, desprende un encanto y una espontaneidad narrativa digna de Hans Christian Andersen, el mejor escritor-niño que conozco.
Así, por ejemplo, el capítulo 23, llamado Pilkington, ya contiene la esencia de Peter Pan. En él, el narrador inventa una estancia como náufragos en una isla (¡otra!) de él, David y otro pequeño amigo (a los que va incorporando, poco a poco, a los padres de David, a la niñera, etc.), que propone como un lugar mágico para la aventura, cuyas reglas, habitantes y escenarios parecen inventarse a medida que se necesitan, y que acabará borrándose de la memoria a medida que los niños van creciendo. ¿Es necesario señalar que el mismo Barrie padecería ese olvido, cruel para quien lo sufre, que es perder la idolatría de los pequeños que una vez no podían dar un paso sin él, cuando se fueron haciendo mayores?
Pues bien, en el corazón de esta novela es donde J. M. Barrie creó a Peter Pan con su nombre propio, entre los capítulos 13 (El Grand Tour de los Jardines, mágica descripción de ese imborrable espacio que nadie que haya paseado por sus rincones podrá nunca olvidar) y 18. En 1908, y eliminando tan solo las referencias que lo incrustaban en El pajarito blanco, los desgajó de este libro y los publicó como Peter Pan en los Jardines de Kensington (con ilustraciones, hoy míticas, de Arthur Rackham), que es tal y como hoy se difunde, muchas veces en compañía de la novela principal. Hay que puntualizar que, para entonces, el personaje ya era sobradamente conocido en las tablas, bajo el aspecto del niño de doce o trece años con que es conocido, de tal modo que era una manera por parte del autor de recordar que su creación tenía una cronología más larga y compleja de lo que parecía.
El Peter Pan de El pajarito blanco es un niño de tan solo una semana: un niño que no ha crecido más allá de ese periodo puesto que es la edad que tenía cuando se escapó de su habitación, volando hasta los Jardines (Barrie señala que todos los niños fueron antes pájaros: que, por tanto, sabían volar pero que esa facultad la olvidan tan pronto empiezan a tomar conciencia de sí mismos: de ahí que Peter ya no pueda alcanzar su casa del mismo modo que la abandonó). Allí primero es tolerado y luego medio adoptado por las hadas y los pajarillos. Peter está a punto de volver a su vida como niño: las hadas le conceden el deseo de volar hasta su ventana, y allí descubre que su madre sigue llorando su pérdida. Sin embargo, en el último momento decide regresar para despedirse de los habitantes de los Jardines antes de reintegrarse para siempre a su condición humana y, con la falta de sentido del tiempo habitual en él, cuando vuelve a su madre se encuentra con que esta ha puesto barrotes en las ventanas y, en el interior, está haciendo carantoñas a otro bebé. Peter nunca olvidará esto y, mucho tiempo después, en Nunca Jamás, advertirá a los niños perdidos sobre la «verdadera» condición de las madres.
El personaje, en estas páginas, posee un halo inquietante que perdería en el salto de edad que da en el paso a la obra teatral: una de sus ocupaciones es enterrar los cadáveres de los niños caídos de sus cochecitos y olvidados por sus niñeras (en la pieza, estos pequeños sobreviven y marchan con Peter al País de Nunca Jamás: serán los niños perdidos). Se convierte, por ello, en un pequeño conductor de almas al país de los muertos, y es significativo que, en la novela, así lo recuerde la señora Darling cuando, en el principio de la historia, su hija Wendy le habla de él.
A esas alturas, Barrie ya está dándole vueltas a su nuevo proyecto: convertir todos esos elementos que estaban saltando de sus invenciones para los Llewelyn a la literatura en una pieza teatral de fantasía. El escritor apunta sus notas (que compondrán las Fairy Notes) y va concibiendo un ambicioso proyecto que requerirá una gran inversión, pues exige notables efectos especiales: en la escena habrá que mostrar a unos niños que vuelan. El productor estadounidense Charles Frohman afronta el reto: a él se debe el título final, tanto el sencillo Peter Pan (Barrie barajó muchos otros: Pequeña Madre, insistiendo en el protagonismo de Wendy —nombre que, por cierto, se popularizaría a partir de aquí—, o El niño que odiaba a las madres) como el subtítulo final de El niño que no quería crecer.
La obra se estrenó por fin el 27 de diciembre de 1904, obteniendo enseguida un éxito arrollador. En Inglaterra supone un acontecimiento ineludible que debe recuperarse, al menos, en Navidad, habiéndose perdido desde entonces solo un par de ellas, en ambas ocasiones por culpa de la guerra. El extraño mejunje que se ofreció a los londinenses estaba atravesado por islas fantásticas, niños que vuelan, hadas diminutas (Campanilla siempre ha estado representada por un tintineante halo de luz y nada más), niñas que quieren ser madres y, para Peter, «algo más», piratas, pieles rojas, perros-niñera y un cocodrilo que hace tic tac al andar porque se tragó el reloj que portaba la mano del capitán Garfio, que devoró con tanta delectación que sueña con zamparse el resto de su cuerpo, atormentando al siniestro bucanero.
Una de las curiosidades de esta historia es que Barrie no dio la versión teatral a la imprenta hasta fecha tan tardía como 1928. Es verdad que existe forma de acceder al primer libreto original, el del estreno: se encuentra disponible, bajo el título de Anon: A Play (Anónimo: una obra), en la formidable página sobre el autor que se encuentra en este enlace. Por tanto, pueden compulsarse las diferencias entre esta versión inicial y la definitiva, aunque esto ya sea más propio del estudioso (por ejemplo, Campanilla recibe como primer nombre Tippytoe en vez del célebre Tinker Bell; en el final, Garfio persigue a Peter hasta el mundo real, y en concreto a los inevitables Jardines de Kensington).
El escritor encabezó su publicación de 1928 con un largo prólogo titulado Para los cinco, una dedicatoria. Los cinco son, claro, los niños Llewelyn Davies, y en él Barrie evoca aquellos tiempos mágicos en que trabó contacto con ellos y fueron naciendo Peter Pan y todas sus circunstancias: es en este escrito donde él mismo informa de la importancia de aquel verano de 1901 y de los juegos narrados en Los niños náufragos. También facilita algún dato significativo sobre las variaciones que fue recibiendo la obra con los años. Por ejemplo, señala que, en un principio, para poder volar bastaba con tener pensamientos bonitos, mas cuando Barrie recibió avisos de que muchos de los niños que habían contemplado con fascinación la obra, una vez en su casa, intentaban hacer la prueba con el consiguiente coscorrón, añadió el concurso imprescindible del polvo de hada.
La historia entera ya está ahí. Una noche, Wendy, la hija mayor de los Darling, despierta para descubrir que Peter Pan, el niño que puebla sus sueños para alarma de su madre, está llorando a los pies de la cama, pues no consigue volver a pegarse la sombra, que su perro-niñera, Nana, ha capturado en una incursión anterior. Peter le dice a Wendy que es visitante habitual de esa habitación, puesto que los cuentos que la muchacha le cuenta a sus hermanos, John y Michael, él mismo se los refiere después a sus compañeros, los niños perdidos. No tarda en convencerla para que la acompañe a su hogar en el País de Nunca Jamás y así pueda hacer de madre para todos ellos. Con el polvo de hadas que facilita su inseparable Campanilla (la diminuta hada que está enamorada de él de modo muy adulto y muy posesivo), Peter proporciona la capacidad de vuelo a los tres hermanos y todos siguen el famoso camino para llegar a Nunca Jamás: «la segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana». Y allí vivirán las aventuras que todos conocemos, con el capitán Garfio y sus piratas, los indios de la tribu piccanniny cuya princesa es Tigridia, la peripecia en la Roca de los Abandonados en que Peter, pensando que está a punto de perecer ahogado por la marea que sube, exclama el famoso «Morir será una aventura maravillosa», la captura final de los niños perdidos y los hermanos Darling por Garfio y el enfrentamiento final entre este y Peter Pan, en el curso del cual el pirata acaba en las fauces del cocodrilo que tanto ansiaba su carne.
Pese a publicación tan tardía, la novelización de 1911, titulada Peter y Wendy, ya poco se diferencia de la versión teatral que vería la luz en 1928. Por eso, es lógico pensar que, siete años después, el autor consideraba definitivo el libreto que se encargó de convertir en novela. La lectura de la pieza escénica, claro, ofrece un placer inferior a la del libro, pese a esta similitud en las peripecias y, sobre todo, en los diálogos. La razón fundamental es que (pese a las copiosas explicaciones que el escritor da en las acotaciones, seguramente las más largas de la historia del teatro) se pierde la magia de su prosa: su forma de saber situarse, a la vez, en la piel del niño para quien el juego, mientras sucede, es la realidad, y del adulto que reflexiona sobre las implicaciones de esto; ese estilo de incomparable ligereza para el que solo encuentro parangón, ya lo he dicho, en Andersen; la posibilidad de jugar con el tiempo, de anticipar o presagiar acontecimientos que acabarán sucediendo, creando la sensación de que, en efecto, este juego que emprende Peter con Wendy y los demás forma parte de una rueda cíclica que se repite sin cesar, cambiando tal vez los integrantes del mismo pero poco más.
En todo caso, la novela no puede igualar a la obra en un clímax concreto de la misma en el que Barrie, la noche del estreno, puso todas sus esperanzas para medir la acogida que estaba teniendo la historia entre sus pequeños espectadores. Es el famoso momento en que Campanilla agoniza tras beberse el veneno que Garfio había destinado para Peter y este se dirige a los niños (o sea, al público) para pedirles que, como única forma de impedir su muerte, griten que creen en las hadas. Las exclamaciones y los aplausos marcan, desde entonces, ese instante de la representación que, en la novela, lógicamente carece de su vigor e incluso parece una molesta concesión infantil.
El libro solo incluía una diferencia con respecto a la obra conocida, y que no es desdeñable. En 1908, Barrie escribió un nuevo acto para su obra: un epílogo, que tituló Cuando Wendy creció. En él, una Wendy ya madre mantiene una conversación con su pequeña hija Jane en la que recuerda sus aventuras con Peter Pan, que la niña se sabe al dedillo puesto que debe de haber crecido con ellas. Entonces entra por la ventana el aludido, que viene para llevarse a Wendy a Nunca Jamás una semana para la «limpieza de primavera», de acuerdo con el pacto al que llegó con la madre de esta, la señora Darling, en el final original de la obra. Por supuesto, la adulta Wendy se quedará atrás (ya no puede volar, de todos modos) y será Jane quien la reemplace.
Este acto fue concebido para una sola representación, la del 22 de febrero de 1908, y en vida del autor no volvió a ser incluido en la función, si bien figura como último capítulo del libro de 1911 (y quien lo conoce no puede imaginar final más imborrable, ni más coherentemente triste, como conclusión de la historia). Ahora bien, en 1982, la Royal Shakespeare Company volvió a unirlo a la obra original —¿puede imaginarse mejor compañía, en el doble sentido de la palabra?— y, desde entonces, apenas se ha separado de aquella.
Por supuesto, para la elaboración del mito es fundamental su traslado al cine, de ahí que no pueda concluir este pequeño acercamiento sin mencionar sus adaptaciones principales. No son tantas, en realidad. La primera versión, muda, es de 1925 y la dirigió Herbert Brenon en Hollywood. El film se mantiene muy pegado al texto teatral, hasta el punto de resultar teatro filmado, con el consiguiente acartonamiento. Es curioso que se pierda el malicioso erotismo que añadía al original el hecho de respetarse la convención teatral de que Peter esté interpretado por una jovencita (Betty Bronson, que tenía 18 años). El motivo de esta torsión de sexo y edad no era en principio malicioso (las leyes inglesas impedían a los menores de edad trabajar en la escena más allá de las nueve de la noche), pero sin ese conocimiento así lo parece, y aun así, el hecho de que dos mujeres encarnen a los dos personajes centrales es desperdiciado por la falta del menor feeling entre las dos intérpretes y por el aire vetusto, en general, que desprende la película.
La siguiente versión es ya la archiconocida de Walt Disney de 1953. No dispongo del espacio para hablar de ella, aunque lo hago en este enlace sobre films del genial cineasta, pero no puedo sino volver a descubrirme ante tan magnífica adaptación. Disney descarta las implicaciones más sombrías para concentrarse en las más luminosas: su Peter Pan se convierte, así, en emblema de la infancia en su sentido más vitalista y arrollador, en un ser que convierte el mundo en un vendaval de emociones y diversión solo porque así lo desea. El talento del estudio no descuida, eso sí, las sugerencias sexuales del original, como deja bien claro esa Campanilla que tal vez sea el dibujo animado más erótico de la historia y que, además, es un verdadero diablillo de instintos que bullen sin control y la empujan a hacer lo que sea para acotar su «territorio» (o sea, Peter). Añadamos al genial capitán Garfio, de quien se explotan todas sus dimensiones para la caricatura sin, por ello, perder nada de su maléfica peligrosidad, el habitual derroche de virtuosismo gráfico y las estupendas canciones (cada una de ellas da pie a un soberbio cartoon), y el resultado es uno de los grandes títulos del estudio, arrollador éxito en su día que compensó el fracaso de su no menos inolvidable versión de Alicia en el País de las Maravillas. ¿No es fabuloso que dos narraciones con tantos puntos en común fueran llevadas al cine de manera consecutiva por el gran Disney?
Sin detenerme en otras versiones más recientes, ninguna de las cuales está a la altura del original, venga un lamento por esa gran oportunidad perdida que es Hook (El capitán Garfio), dirigida por Steven Spielberg en 1991, y que parte de una genial premisa. Esta consiste en imaginar que Peter Pan también marchó al mundo real y creció, olvidando por completo su pasado e integrándose como un ser humano cualquiera, mas el País de Nunca Jamás y sus habitantes no han podido prescindir de su presencia, de tal modo que su archienemigo, el capitán Garfio acaba secuestrando a los hijos del maduro Peter (ahora apellidado Banning) para forzarlo a regresar y obligarlo a aceptar su condición. Ahora bien, el modo en que esta idea se materializa no puede ser más trivial: un cántico conservador a la familia tradicional que convierte a Peter Banning es un ejecutivo agresivo sin tiempo para los suyos que descubrirá lo satisfactorio que es recuperar a sus hijos impresionándolos con una aventurilla en Nunca Jamás. Una auténtica pena el desperdicio de la idea de partida (que ya está en Barrie: en el capítulo V de Peter y Wendy se dice bien claro que Nunca Jamás revive con el regreso de su más carismático habitante), por mucho que deje bien claro el inagotable manantial de sugerencias que ofrece la inmortal creación del escritor escocés.
1 Vuelvo a señalar que, del vasto número de traducciones existentes en el mercado español, destaco tres: la de Mauro Armiño para Valdemar (la más bonita, por la calidad de sus ilustraciones), la de Ana Belén Ramos y Javier Fernández para Cátedra (la más completa, puesto que incluye las distintas versiones comentadas a lo largo de este artículo, aparte de un magnífico estudio previo), y la de Nazaret de Terán Bleiberg para Alianza (mi favorita, porque es la que posee mayor belleza literaria).
No conocia la genesis del personaje al haberme acercado a él desde la novela que ya conocemos, y de ahí, a las diversas versiones (bueno, no tanto porque mi primera versión fue, como la de muchos, la de Disney), y me ha sorprendido el papel de Peter llevándose las almas de los muertos..Como curiosidad, Los Iniciados compusieron una canción sobre él en el que hacen referencia directa a este cometido.
El proceso de creación de Peter Pan es de lo más curioso. Yo lo descubrí a través de la edición de Cátedra, que es la que contiene la práctica totalidad de las versiones, y luego el libro de Silvia Herreros «Todos crecen menos Peter», que es un magnífico análisis del mismo. ¡Buscaré esa canción de Los Iniciados!