Walt Disney (III). Las grandes obras maestras

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Alicia en el País de las MaravillasLos años 50, sin discusión, forman la década dorada de la compañía Disney. A lo largo de ella estrenaron cuatro largometrajes de animación entre los cuales figuran las tres mejores películas del estudio en toda su historia: por orden de estreno, son Alicia en el País de las Maravillas (1951), Peter Pan (1953) y La bella durmiente (1959). A ellas hay que añadir un film menor pero dueño de un considerable encanto como es La dama y el vagabundo (1955). Como siempre, la acogida en taquilla fue dispar, pero desde luego esas películas demuestran la enorme versatilidad de los autores de la casa para encarar cualquier tipo de proyecto, ya fuera en el campo del tradicional cuento de hadas, de la adaptación de clásicos de la literatura infantil o, sencillamente, de las historias más cercanas a la vida cotidiana. Además, el estudio consolida la diversificación de esfuerzos, obteniendo notables éxitos en el campo del cine con actores «reales» —por ejemplo, con 20.000 leguas de viaje submarino (1954)—, ingresa también con gran repercusión en el nuevo formato televisivo e inaugura el primer parque de atracciones de la compañía, el famoso Disneylandia, situado en California, en 1955. Todo, o casi, pareció sonreír al estudio en esa década.

Aunque con el tiempo cualquier clásico de Disney, con independencia de la acogida que tuviera en su día, ha acabado en la memoria colectiva de todos, durante mucho tiempo Alicia en el país de las maravillas (1951) fue el film maldito por excelencia del estudio. No solo fue un fracaso en taquilla, sino que la crítica se cebó especialmente con ella: claro, fue acusada de banalizar el original literario de Lewis Carroll. Pues bien, no es por ir a contracorriente —de hecho, la reputación de esta película no ha hecho sino mejorar en los últimos tiempos, si bien sin llegar a merecer del todo el aplauso incondicional—, pero en mi opinión no solo se trata de una de las obras maestras indiscutibles de la compañía sino un ejemplo admirable de reelaboración de una genial obra previa que actúa con la inteligencia y el respeto que el público se merecen. Pues no es que Disney intentara crear otra Alicia —eso lo haría Tim Burton hace poco, o mejor dicho, la convertiría en un personaje de Las crónicas de Narnia—, sino que consiguió traducir el prodigioso nonsense del original en términos de animación.

Walt Disney ProductionsSinceramente, bastaría la secuencia de la fiesta del No Cumpleaños para acreditar lo que digo. Es decir, a la propia diversión verbal y conceptual pensada por Carroll, la película aporta numerosas gotas puramente visuales que justifican el paso de la letra a la imagen. Así, cuando la Liebre sirve el té a Alicia, de la tetera no sólo surge la infusión, sino el plato y la taza y la misma Liebre corta el chorro que sale de la tetera con sus orejas, como si fueran unas tijeras cortando papel, o bien el Sombrerero moja un plato en la taza y se lo come como si fuera un bollo… Además, conviene añadir que, en Carroll, la merienda que comparten el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo no tiene ninguna razón particular. En la película, celebran el No Cumpleaños de los comensales: la invención es de Carroll, pero figura en otra parte de su obra. De hecho, aparece en el segundo libro, Alicia a través del espejo, en labios del pedantesco personaje (que la película no contempla) llamado Humpty Dumpty, y lo que hacen los guionistas es trasplantarlo al episodio de la merienda loca, con tal coherencia que incluso los lectores del libro, salvo que lo recuerden muy bien, tienen por cierto en la memoria que así lo ideó también Lewis Carroll.

Fuera de toda duda, Alicia en el País de las Maravillas es el film más adulto de la Disney clásica y seguramente de toda su trayectoria, mucho más que las aproximaciones realizadas por el estudio a otras obras emblemáticas como Pinocho o Peter Pan. Disney respeta una de las premisas fundamentales de Carroll, e incluso le otorga una notable preeminencia: su muy aguda mirada sobre la crueldad y el clasismo, por lo común indisociables. Y es que esta Alicia abunda en personajes crueles y arbitrarios. La Reina Roja es el paradigma, claro, pero también se encuentran buenos ejemplos en el insignificante Rey (que deja bien claro que es capaz de abusar de quien se deje, y con más motivo para compensar la cotidiana humillación de ser él, a su vez, objeto del abuso de su esposa) o el divertidísimo Dodo (diversión que puede congelarse en una mueca si advertimos que lo que lo caracteriza es una completa incapacidad para situarse en otro punto de vista que no sea el suyo, sea para ser el único en estar caliente en pleno oleaje o para prender fuego a la casa del Conejo Blanco sin pararse a pensar en ninguna consecuencia).

Alicia y la Reina RojaAl lado de todos estos seres, y aunque resulta algo seca, lo cierto es que Alicia remarca constantemente su humanidad al lado del increíble conjunto de monigotes y seres absurdos, la mayor parte de ellos detestables, con que se tropieza en su aventura. Episodio tras episodio, Alicia manifiesta antes que nada su facilidad para aceptar a cualquiera de los seres con los que se cruza, por estrambóticos o irracionales que sean, incluso aunque un primer encuentro ya haya dado motivos para predisponer en su contra (el inolvidable Gato Risón, nombre que el doblaje hispano da al Gato de Cheshire del libro). Pero también su innata curiosidad, su deseo de ser aceptada sin renunciar a ese innegociable sentido crítico con que contempla el mundo: su integridad moral, que le lleva a indignarse, ante todo, con la arbitrariedad y la injusticia.

Esto brilla, por ejemplo, en la estupenda secuencia final del juicio. Detrás de los golpes de humor —la Reina señalando, con respeto, que el testimonio del Lirón (o sea, la absurda canción que siempre suelta cuando su rostro somnoliento asoma por el azucarero) es el más importante que se ha escuchado en la sala; ella misma gritando con su rostro demoniaco: «Primero la sentencia, después el juicio»— hay una denuncia del autoritarismo, no digamos ya el totalitario, de la arbitrariedad en líneas generales y del riesgo de que la justicia se convierta en un mecanismo esclerotizado, que no ha perdido nada de su vigencia. Por otro lado, es sin duda alguna la película que mejor ha sabido acercarse al sentido del surrealismo en estado puro, en primer lugar porque carece del cerebralismo de las propuestas más autoconscientes de ser surreales (empezando por las de Buñuel) y en segundo lugar porque no conozco otro título donde la transgresión (verbal, visual, lógica) resulte más genuina en su ingenuidad. Se mire por donde se mire, Alicia, versión Disney, es una película inagotable.

Estupendo cartel japonés de Peter PanNo menos excepcional es Peter Pan (1953), que en este caso obtuvo un gran éxito, hasta el punto de que la imagen que del personaje dio Disney ha barrido —cuidado, al menos fuera del ámbito anglosajón— el contenido e iconografía previos del personaje. Si el Peter Pan de Barrie, no tengo la menor duda, es la historia más triste del mundo, el de Disney da lugar una de las películas más vitalistas que conozco. Y que no se deduzca que aquí sí hay traición: una de las maravillas del libro de Barrie, como el de toda gran obra maestra, es la enorme cantidad de lecturas y elementos que contiene; el mago de Burbank, sencillamente, optó por una de ellas.

Así, Peter Pan, bajo la mirada de Disney, no es el símbolo del paraíso que todos perdemos, la infancia, sino la quintaesencia del vigor juvenil, de la indomable intrepidez asociada a la adolescencia y también del ingenuo desconocimiento de los propios límites tan característico de esa edad. El Peter Pan de Disney es un niño con aspecto de elfo, bastante infatuado de sí mismo —claro, con razón: alguien que a su edad ha combatido a piratas, indios y toda clase de peligros…—, que viste siempre de verde (como un Robin Hood adolescente) y es capaz de introducirse en las fauces de cualquier peligro sencillamente porque no puede sospechar lo que es el verdadero peligro. En su forma de llamar «¡Bacalao!» al pobre de Garfio; de cambiar inconsecuentemente un castigo de expulsión a perpetuidad por «al menos una semana entera» cuando Campanilla casi provoca la muerte de Wendy; de olvidar a ésta, a quien había prometido presentar ante las sirenas, para volver a narrar cómo le arrancó la mano a Garfio; o de aceptar como una concesión condescendiente que Wendy («tú, niña») intente volverle a coser su sombra a los pies; en todo ello, digo, es donde se muestra el retrato de un personaje nacido para resultar contagiosamente insolente, cruelmente inconsciente y maravillosamente libre.

Peter Pan, Weny y Campanilla, menudo triánguloPeter Pan admira por tantas cosas que es difícil establecer el catálogo de todas ellas. Desde luego, por contener a varios de los más memorables personajes del universo Disney. Y es que, sin contar al protagonista, la película ya sería inmortal sólo por la presencia de Campanilla y del capitán Garfio. Las turgentes formas del hada, el minúsculo vestidito que cubre sus rotundas curvas y su moderno casquete rubio ya pautan las características de un personaje que es puro instinto primario y que, pese a lo descompensado de los tamaños, no está dispuesto a compartir a su Peter con ninguna otra mujer. El detalle que termina de volver genial al personaje es que se exprese mediante tintineos, es decir, que no verbalice nunca ninguna de las con toda seguridad muy osadas frases que habrían de ponerse en su boca: justo es señalar que la fábrica Disney lo que hizo fue traducir en imágenes las sugerencias ya contenidas en su original por el muy perverso Barrie.

En cuanto a Garfio, sigue resultando el más delicioso de los villanos decadentes que en el mundo han sido, con sus incontenibles explosiones de ira (¡esa forma, casi distraída, de liquidar de un balazo al pirata que desentona horriblemente en lo alto del palo mayor: ni de casualidad podría incluirse hoy una escena semejante en el cine para niños actual!) y su atildada forma de vestir y hablar, que enseguida —en cuanto se enfada, y siempre se enfada con notable rapidez— dejan entrever al truhán y falso caballero que en realidad esconde dentro. Elemento imprescindible de la caracterización de Garfio, claro, es la presencia de su némesis, ese cocodrilo que desde que probó la delicia de su carne no deja de perseguirlo relamiéndose ante la perspectiva de devorar el resto; el tictac que lo delata da pie a magníficos gags cada vez que aparece, con la cadencia de sus movimientos (las burbujas que lo anuncian, la aparición, uno detrás del otro, de sus ojos saltones y finalmente de todo su cuerpo: la maligna sonrisa del cocodrilo resulta sencillamente genial).

Cartel de La dama y el vagabundoLa dama y el vagabundo (1955) es una película que cuenta con el aprecio general de todo el mundo, y no voy a ser yo quien diga lo contrario. Aunque al lado de las otras que la enmarcan carece de su magia y su densidad, lo cierto es que se trata de un film justificadamente encantador. Desde su estreno, el público ha amado esta película en la que Disney abandonó, por un momento, la fantasía, las brujas, las princesas y a los niños que vuelan o son de madera, para abordar una historia «realista» (como antes Bambi, los animales que la protagonizan no aparecen antropomorfizados de ningún modo). La dama y el vagabundo se decanta por una trama sencilla, incluso muy sencilla, como es narrar la vida cotidiana de una perrita de «buena sociedad», la Dama del título español, y cómo en ella acaba introduciéndose un simpático perro callejero, Golfo, que la ayuda especialmente cuando la tranquilidad de su existencia se trastoca porque sus dueños se han ido de viaje y ella queda en manos de una pariente de estos que no soporta a los perros.

La película se basa, ante todo, en dos elementos que se caracterizan por la ausencia de complicación. El primero es un diseño de fondos y escenarios que reproducen la Norteamérica de 1910 con el virtuosismo justo como para que no lo parezca: estamos, además, ante la primera película de dibujos que fue estrenada en el formato alargado del CinemaScope. El segundo, una galería de personajes poco llamativa pero muy eficaz y un conjunto de peripecias a las que casi ni se les puede dar el nombre de tal. Tanta sencillez, en mi opinión, provoca que La dama y el vagabundo no pueda aspirar a otra cosa que no sea un agradable entretenimiento, en el mejor de los casos, y que el espectador se quede con la sensación de hallarse ante un Disney demasiado rebajado de ambición e interés.

Lo mejor de la película radica, sin la menor duda, en dos de las tres únicas escenas musicales de que consta la película. La primera supone la memorable aparición (y única: no vuelven a salir) de los dos gatitos siameses que inician la pesadilla de Dama y su destronamiento como reina del universo de su hogar. Bajo los compases de una música tan sinuosa como sus movimientos, los gatitos (cuya expresión de zalamera diablura es inolvidable) se las arreglan para provocar un desastre en el salón, del cual será culpada la perrita. La segunda es la escena romántica en el callejón de la pizzería, mientras Golfo y Dama comen unos espaguetis con albóndigas a los sones de la maravillosa canción «Bella notte». La contagiosa alegría romántica de la canción, el estupendo diseño de los dos cocineros italianos que la cantan y la sencillez del recurso de guión con que los dos perros se dan su primer beso (no advierten que están sorbiendo el mismo espagueti hasta que sus labios se juntan) hacen de esta escena el mejor momento de todo el film. Son momentos como estos los que elevan el tono de La dama y el vagabundo, un film que se sigue con agrado pero nunca con deleite. [Apostilla del 16-8-17: mi opinión sobre esta película ha sufrido una revalorización, que puede leerse aquí]

La bella durmiente y el príncipe encantadorSi yo tuviera que elegir ahora mismo una película como cumbre del estudio, lo haría con La bella durmiente (1959). Que una historia que ya parecía haberse contado —pues es evidente que estamos ante una variante de Blancanieves y los siete enanitos, incluso de La Cenicienta—, otra vez protagonizada por una heroína sosilla a quien quieren muchos los animales, perseguida por una malvada hechicera y a quien salva un príncipe «encantador» … alcance semejante grado de intensidad e interés es señal indudable de un talento excepcional. La lástima es que, en su día, pocos estuvieron de acuerdo: fue un gran fracaso de taquilla (¡otro más!), que acabó además para siempre con la elaboración completamente artesanal de la animación en el estudio: el siguiente título, 101 dálmatas (1961) ya está confeccionado en parte con sistemas de reproducción mecánica. Eso sí, su diseño, aunque parezca mentira, posee un notable riesgo. Después del asombroso detallismo casi tridimensional de La dama y el vagabundo (1955), aquí los fondos quedan más esbozados que dibujados al detalle, los colores son más planos y las figuras sufren, en general, un alargamiento y una angulación de rasgos que parece romper con la tradición previa. En suma, es una animación sumamente estilizada que nada tiene que ver, por ejemplo, con los otros dos cuentos antedichos de princesas en peligro.

La fascinación que despierta La bella durmiente se debe a muchos aspectos. Pero en primer lugar hay que reconocer el acierto de que toda la historia esté narrada desde el punto de vista de las tres bondadosas hadas que los guionistas de la Disney inventaron para superponerlas a la trama clásica: Flora, Fauna y Primavera, entrañables como esas tías solteronas que todos hemos tenido y que parece que no nacieron para otra cosa que para atendernos como segundas madres. Las hadas conducen la acción desde la escena del bautizo en que la menor de ellas (Primavera, la más gordita, la más refunfuñona y también la más entrañable) atenúa la maldición de Maléfica y, sobre todo, tienen un papel fundamental en la parte final de la intriga, cuando son ellas las que deciden hacer compartir a toda la Corte el sueño de Aurora —en una bellísima escena: los soldados que van quedando dormidos en sus mismos puestos, apoyados sobre sus alabardas— o se internan en el cubil de la bruja para liberar al príncipe y concederle las armas que derrotarán a Maléfica.

Maléfica en su esplendor

Pero, sobre todo, La bella durmiente es una genial fábula gótica en la cual, por supuesto, es fundamental la estricta diferenciación entre un bien muy puro (lo cual no quiere decir ñoño) y un mal absoluto: no es maniqueísmo, es uso de arquetipos. Y es que el Mal en esta película no admite juegos. A estas alturas, ya hay que declarar que sin duda la bruja Maléfica es la más grande creación del estudio Disney. Desde su diseño —ese traje oscuro con capa de murciélago y forro escarlata cual conde Drácula, la fabulosa cornamenta que corona su tocado, el amenazador cetro que siempre porta y, por supuesto, su faz verdosa— hasta su forma de pasar con letal rapidez de la suavidad de modales más amenazadora a la explosión de rabia incontrolable, por no hablar de la proyección exterior de su negro carácter que es su fortaleza. Todo en Maléfica, por lo tanto, es un hallazgo detrás de otro, incluido ese castillo decrépito en que vive y cuya puerta diríase las fauces de una enorme bestia cuyas impresionantes manos de piedra sujetan las cadenas del puente levadizo. Y que simboliza, claro, su bestial condición interior, que se revela en su transformación final en dragón, después de unos planos memorables desde lo alto de su torre, lanzando con su cetro ráfagas de energía contra el príncipe, mientras los más negros nubarrones se arremolinan en espiral sobre ella, como si ella provocara la tormenta. Y nadie que haya visto en su infancia el combate entre el príncipe y el dragón habrá podido olvidarlo nunca.

El príncipe acomete al dragón, en La Bella Durmiente, de DisneyEl film lleva a su culminación el amor de Walt Disney por el terror. Y como en los mejores títulos de este género, el terror llega no a través de los sustos, sino de la increíble estilización de personajes y escenarios, y del tratamiento de la luz. Siempre me ha maravillado la misteriosa dimensionalidad que manifiestan los muros de los diversos castillos de la película, con sus paredes extrañamente porosas y envejecidas. Por supuesto, es en la ilustración del castillo de Maléfica donde esta condición alcanza su mejor aprovechamiento, pues el escenario sobre el que reina la bruja es un mundo oscuro, en el que sólo hay tinieblas y piedra. Es muy justo, por ello, que su fiel amigo, el cuervo, acabe petrificado sobre una almena por obra de un hechizo del hada Primavera. Un detalle que se suele pasar por alto es que antes se nos había dicho que su magia era blanca y por tanto sólo servía para crear: ¿acaso la maldad de la Montaña Perdida es tal que es capaz de pervertir las cualidades benéficas de las hadas? La bella durmiente es pues un mágico cuento que otorga un tratamiento gótico al faerie tale de toda la vida, en la tradición del Romanticismo decimonónico, que se sigue con arrebatada fascinación en su sintético metraje y que el estudio ya no conseguiría nunca ni siquiera igualar.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Walt Disney (III). Las grandes obras maestras

  1. Renaissance dijo:

    En los dos primeros casos podría quitársele mérito diciendo que trabajaron, y adaptaron material muy bueno y con muchos matices. Alicia no solo refleja a la perfección la crueldad y el clasismo de muchos personajes sino lo absurdo que puede resultar el mundo de los adultos visto por un niño. Pero en el caso de la Bella Durmiente, fueron capaces de arreglárselas muy bien con la versión light de un cuento popular, y aún así, contar con personajes fascinantes.

    • Exacto, el gran mérito de La Bella Durmiente es que parte de elementos más tópicos y que, sobre todo, recordaban demasiado a películas anteriores del estudio. Con Alicia y Peter Pan se tenía ganado, de antemano, el interés supremo de los argumentos. Claro que eso no garantiza nada, que se lo digan a Tim Burton o a Steven Spielberg…

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