Génesis de Peter Pan
Tengo varios principios de novela que podría considerar como mi favorito, y que voy cambiando según la ocasión: el famoso de La metamorfosis de Kafka que no puedo concebir que nadie que repare en él pueda abandonarla sin leerla de un tirón; o ese que tal vez solo lo tenga yo por predilecto, pero que me encadenó para siempre a las Crónicas marcianas de Ray Bradbuy: «Un minuto antes era invierno en Ohio». (¿Por qué un minuto antes? ¿Qué pasa justo después? ¿Por qué algo tan importante como un invierno depende de un periodo de tiempo tan corto?) Pero pocos me han fascinado tanto como el que abre un libro del que creía saberlo casi todo cuando me decidí a leerlo por fin, Peter Pan, que comienza con la famosa frase: «Todos los niños crecen, excepto uno». (Un poco más abajo, otro párrafo se inicia con otra oración imborrable, que también habría valido como inicio; refiriéndose a Wendy y su familia, se dice: «Como es natural, vivían en el 14…»1. Ese como es natural, no sé por qué, siempre me impresiona por su perentoria reclamación al lector: diríase que es inimaginable que los Darling puedan vivir en cualquier otro número de esa calle que no hace falta ni nombrar: fuera el 16 y ya no sería lo mismo… Perdónenme estas dos divagaciones acerca de la sugestión de dos frases, pero es lo que tiene fascinarse sin pedir explicaciones (la fascinación nunca las tiene): que ya no puedes concebir el mundo de otra manera. Y esta creación del escocés James Matthew Barrie es para mí una de las obras más complejas, divertidas, profundas y malsanas que pueblan la historia de la literatura: allá quien ni se haya planteado jamás asomarse a ella por clasificarla como un libro «para niños» o, peor, por asociarla al «nefasto» Walt Disney, otro autor al que se pueden aplicar los mismos calificativos que he dedicado al libro.
Como tantos relatos que llevan esa etiqueta, la lectura seria de esta historia produce, a poco que uno la lea sin condescendencia, una intensa inquietud: hay pocas ficciones de las que se puedan extraer más dobles lecturas, más significados ocultos, más material para los amantes de las claves psicoanalíticas, sexuales u obsesivas. El prodigio, por supuesto, es que todo esto, que es indudablemente cierto, no le arrebata un solo gramo de su condición de relato puramente narrativo, escrito con maravillosa gracia y que, por supuesto, cualquier niño puede leer sin que los centinelas de la inocencia infantil afilen sus guadañas y se lancen contra él. En todo caso, cuando sea adulto y lo relea, descubrirá que en esa historia había algo más.
En Peter Pan se esconde un riquísimo material simbólico y psicológico2. Es una mirada profundamente densa sobre varios mitos de nuestra sociedad: la inocencia de los niños (la literatura se ha encargado hace ya mucho de advertirnos de que no hay seres más crueles: ¿o no nos acordamos de nosotros mismos a tierna edad?); la nostalgia irremisible de la infancia, que siempre consideramos feliz cuanto más lejos nos hallamos de ella; la institución familiar como pilar social ¿o como martillo para la libertad?; la paternidad como objeto de anhelo, y de frustración cuando no se satisface, pero también cuando se consigue: somos así de contradictorios; el tema del doble; la sugestión por la anarquía primordial como modelo de existencia; el paso del tiempo y su implacable erosión como principal característica de la vida humana…
En vida, J. M. Barrie (1860-1937) fue un autor de considerable éxito, pero con él ha pasado lo mismo que con otros: después de muerto, su creación más famosa lo ha acabado devorando. Es más, sospecho que la mayor parte de sus estudiosos, antes que por un literato notable, lo tienen como objeto goloso de estudio, y no sin motivo: pocas obras como la suya se prestan mejor a las interpretaciones simbólicas en clave autobiográfica. Barrie fue el noveno de diez hijos, y el tercer varón. Estuvo especialmente unido a su madre, Margaret (le dedicó uno de sus libros en su día más famosos), vinculación desarrollada a partir del momento en que murió David, el hermano de en medio y favorito de la progenitora, y él comenzó a sustituirlo, por el sistema de adoptar algunos de sus rasgos (gestos, sonidos). En cierto modo, David es un anticipo de Peter Pan: al morir a los trece años, quedó en la memoria familiar como un niño eterno.
No creció más allá del metro y medio escaso, con los complejos de rigor (causa algo de sonrojo escribirlo pero, ¿acaso por ello se sintió siempre tan cerca de los niños?). Su matrimonio con la actriz Mary Ansell fue un fracaso, según muchos biógrafos a causa de una impotencia. De ser cierto esto, explicaría el hecho de que no tuviera hijos y se volcara con los niños ajenos. En especial, todos insisten en la fundamental importancia de los hermanos Llewelyn Davies (a los que conoció en sus habituales paseos por los Jardines de Kensington y a los que no solo entretuvo y tuteló, sino que acabó amparándolos cuando, muy pronto, perdieron a sus padres). Siempre se insiste en la curiosa coincidencia con otro clásico de la infancia, Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas: las respectivas obras maestras de estos dos autores nacieron inicialmente como historias ideadas para entretener a unos niños. Y claro, la sugerencia de la atracción pederasta ha flotado sobre los dos: ¿tan difícil es concebir el cariño de un adulto por los niños que no son sus hijos salvo impregnándolo de un sentido, más o menos subterráneo, de carácter sexual?
Aunque voy a dedicar otro artículo a recordar la apasionante génesis del personaje, hay que señalar, de entrada, que cuando Barrie dio a la imprenta el libro que tituló inicialmente como Peter y Wendy, en 1911, ese niño que no quería crecer contaba ya, al menos, con diez años de edad. Había nacido en las páginas de una novela hoy olvidada, El pajarito blanco, de 1902, en la que formaba parte de una de las historias narradas por el protagonista al niño del que es amigo. Ese Peter Pan no contaba más que con una semana (eterna) de edad y habitaba junto a las hadas en los londinenses Jardines de Kensington: el escritor tomaría los capítulos donde aparece y, con mínimas alteraciones, los publicaría en 1908 como Peter Pan en los Jardines de Kensington (con ilustraciones hoy míticas de Arthur Rackham). Pero entretanto el personaje, ya más crecido hasta unos inconcretos doce o trece años, había alcanzado fama universal gracias a la obra teatral que Barrie había escrito y estrenado en las Navidades de 1904 con el título de Peter Pan, el niño que no quería crecer. Curiosamente, Barrie no publicó esta versión inicial hasta muchos años después, en 1928. Se sabe que, entre el estreno teatral y la publicación de lo que sin duda podríamos llamar su novelización había realizado diversos cambios (por ejemplo, un epílogo a la pieza titulado Cuando Wendy creció, que en el libro figura como su capítulo final), pero en cualquier caso las diferencias entre las publicaciones de 1911 y de 1928, salvando las lógicas divergencias propias del distinto medio al que pertenecen, son mínimas y complementarias.
Por entrañable que sea pasear por los Jardines de Kensington en busca de los rincones que Peter Pan recorre en esa primera aparición, su nombre estará asociado para siempre al entorno donde, con la apariencia ya de un niño de eternos doce o trece años (preadolescente, en términos modernos: es decir, a punto para despertar la atracción de sus contrafiguras femeninas), se instala dispuesto a no crecer jamás. Es un hallazgo de las traducciones españolas (¿es posible que la primera en hacerlo fuera precisamente la versión doblada en México de la película de Disney?) haber convertido el Neverland original, o sea, la Tierra de Nunca (o Nuncalandia), en el País de Nunca Jamás, subrayando aún más su condición de lugar irrepetible.
Nos ha sucedido a todos: parece imposible que cualquier posible lector de esta historia no la conozca previamente por la antedicha película de Walt Disney, estrenada en 1953. Adelanto que el film me parece una versión maravillosa del libro, pero es justo eso: una versión, una adaptación que no se contenta con trasladar literalmente el original —nunca insistiré lo bastante en que considero esta opción mero vampirismo cultural— sino que lo tamiza desde determinada perspectiva, complementaria con respecto a la obra de Barrie (como, por otra parte, no debe eludir ninguna adaptación, y si no que sus responsables escriban una historia propia) pero iluminadora en sí misma.
Lo digo porque la trama del libro, siendo en líneas generales la misma que tan familiar nos resulta por la película, sin embargo es muy diferente en cuanto a tono, implicaciones, atmósfera y densidad. En primer lugar, la sensación que exulta desde cualquiera de las imágenes de Disney es la de un profundo vitalismo. El libro, en cambio, es una de las lecturas más tristes con las que me tropezado en mi vida, por mucho que, a la vez, sea de las más divertidas. Y es que, como señalaba en ese catálogo de obsesiones que se encuentra entre sus páginas, Peter Pan es una mirada a la vez ensoñadora y profundamente sombría de la inevitable erosión que el paso del tiempo ha de provocar en todos nosotros. En apariencia, Barrie parece afirmar la idea de que no puede haber tiempo más maravilloso ni donde se disfrute más que la infancia. De hecho, lo que hizo Barrie fue peor: señalar que no hay nada más terrible que una infancia feliz, quizá porque, por mucho que nos resistamos a creerlo, este es otro mito social sin más consistencia que la pura nostalgia, y la desmemoria sobre la profunda incertidumbre que nos acompaña en esa etapa de nuestra vida.
Hacia el final de la historia, cuando la ya adulta Wendy le explica a su hija por qué ella hace mucho que ya no puede volar, exclama que esta facultad solo se mantiene mientras los niños son «alegres, inocentes y sin corazón» (esta última palabra aparece en otras traducciones como crueles o insensibles: por supuesto, no se refiere a ninguna crueldad o insensibilidad consciente de sí mismas sino a esa amoralidad —nunca inmoralidad— que anida instintivamente en todo niño). Barrie entendió bien que la característica central de la infancia es la consideración por parte de cada niño de que el universo no solo nace con él, sino que es él: en todo caso, aquellos niños con menos carácter acabarán convirtiendo el suyo en satélite de otro con mayor personalidad, como hacen los niños perdidos y, en general, todos los personajes del libro con respecto a Peter Pan.
Peter es, por tanto, el emblema absoluto del niño quintaesencial. Los niños son «los seres más crueles del mundo», escribe Barrie literalmente. Y Peter lo es más aún: su memoria solo parece retener el momento presente y el pasado se convierte en sueño, en sombra apenas dejada atrás y, lo que es peor, sin conciencia de que haya existido. ¡Hasta Garfio quedará sepultado en la memoria! ¿Puede haber algo más cruel que olvidar por completo al enemigo, una vez derrotado, borrando su existencia como si nunca hubiera sido nada? El objeto de Peter es la satisfacción instantánea de sus deseos (salvo los sexuales, como ahora referiré, que para él no existen… porque no sabe lo que son). Son múltiples los momentos en que esto se nos muestra, pero mi favorito es aquel en que Peter corre al rescate de Wendy y los niños perdidos, capturados por su archienemigo y a quienes espera un final previsiblemente atroz, pero mientras cruza el bosque en dirección al barco de los piratas, lo que le embarga no es miedo o preocupación: es la emoción por la aventura que se inicia. «Era enormemente feliz», explica Barrie con sencillez.
En realidad, la principal característica de Peter es su profunda curiosidad. Y aquí añado de mi cosecha: cuando por fin podemos presumir de haber perdido todo rastro de nuestra infancia es cuando somos capaces de pasar de largo ante una puerta entreabierta (o de resistirnos a mirar los títulos de los libros que hay en la casa que visitamos por primera vez). Barrie lo expresa mucho mejor que yo, claro, dando lugar a una de las frases más famosas de este libro pródigo en frases memorables. Sucede en el episodio en que, tras enfrentarse con Garfio en la Roca de los Abandonados, sin polvo de hada para poder volar, y tras poner a salvo a Wendy, Peter queda a merced de la marea que comienza a cubrir el peñasco y, por tanto, comprende que su fin está próximo. Y sin embargo, no solo no siente miedo sino que se deja embargar por la excitación de hallarse a un paso de poder conocer lo que todavía no conoce: «Morir será una aventura impresionante».
Esto último me lleva a otra característica del personaje, que posee en grado máximo y que solo he conocido en otro inmortal personaje británico: Guillermo Brown. Se trata de la capacidad para vivir el juego como si fuera una verdad indiscutida, con la consiguiente disolución de las fronteras entre la realidad y la fantasía. Así, Barrie nos habla de la increíble capacidad que tiene Peter para cambiar de rol en mitad de un enfrentamiento, de tal modo que, luchando los niños perdidos contra los indios, de pronto él se convierte en indio, sus compañeros se unen en ello y hasta los indios, admirados, pasan a convertirse en niños perdidos.
Barrie y Richmal Crompton, la genial creadora de Guillermo, tienen la misma capacidad para poner la narración a la altura de sus jóvenes protagonistas. Solo conozco a un tercer narrador capaz de conseguir esto, el danés Hans Christian Andersen. Sé que ninguno de los tres aparecerá nunca en ninguna historia «seria» de la literatura, pero pocos escritores encuentro en ella que posean su intuición, su deslumbrante capacidad narrativa, su fortuna para crear frases e imágenes imborrables: su profunda credibilidad literaria. Y aunque, por lo general, los lectores crean que la credibilidad radica en el tipo de historia que quieren leer (de ahí la incomprensión por cualquier género o modalidad que, de entrada, no les atraiga), es al contrario: la credibilidad debe conseguirse en cualquier tipo de historia, incluso aquellas que, citando a Savater, parecen «irremisiblemente reconciliadas con la realidad».
Hay que dejarlo bien claro desde el primer momento: más allá de todas las implicaciones que bullen en su interior, Peter Pan es un libro magníficamente escrito. Barrie era escocés y, no se sabe por qué, esa tierra fue durante esos años a caballo de los siglos un lugar fértil en espléndidos narradores, comenzando por Robert Louis Stevenson y Arthur Conan Doyle. Barrie fue amigo de este último y admiró intensamente al primero, de tal modo que La isla del tesoro es una de las grandes referencias de su Nunca Jamás, no en vano allí se dice literalmente que Garfio es el único hombre «al que temía Barbacoa» (es decir, John Silver el Largo).
Lo he citado ya varias veces sin detenerme en él, pero no se crea que no lo voy a hacer. El capitán Garfio es uno de los más imborrables villanos de la literatura. Una vez más, advierto que el Garfio literario, aun compartiendo muchos elementos, claro, no es el Garfio de la película: Disney desató todo el latente patetismo del personaje, convirtiéndolo en un inolvidable histrión, genialmente caricaturesco. Ahora bien, en el libro es un ser extrañamente melancólico e indolente, más humano que el mismo Peter Pan, que lo atrae no ya como una polilla a la llama sino porque, siendo para él un enigma —en el momento culminante de su combate final, cuando ya intuye que va a perder, no puede evitar preguntarle, sobrecogido: «¿Quién y qué eres?»—, a la vez teme (o anhela: insisto en esta dualidad) que el niño sea lo que él ha querido ser.
Por supuesto, Garfio (un personaje que puede decirse que se coló en su invención sin esperarlo) es la expresión del eterno tema del doble, no en vano Barrie idolatraba al autor del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. ¿Qué simboliza Garfio, si es que debe simbolizar algo? Por supuesto, algo hay en él de padre fallido o padre castrador —uno de los pocos elementos de interés de la desastrosa película Hook, especulación de Spielberg sobre el mito, exploraba esta condición—, dentro de una ficción en la que, recuérdese, no hay padres salvo el señor Darling, cuya ridiculez es tan manifiesta que carece de valor. (Por cierto que en la representación de la obra, es tradición que un mismo actor interprete uno y otro personaje…) Pero, en esencia, Garfio es el doble oscuro de Peter Pan, el fondo turbio que anida dentro de un niño que, a poco que se examine, tiene mucho de turbio: ¿Garfio sería en lo que Peter se convertiría si creciera? ¿O sencillamente es tan fascinante porque Peter necesita un enemigo a su altura, según el principio de que un héroe se mide por la magnitud de sus antagonistas?
No por nada, en la ya mencionada aventura de la Roca de los Abandonados, Peter reproduce a la perfección la voz de su enemigo para confundir a sus atontolinados acólitos y hacerles que liberen a Tigridia: el mismo Barrie, en una acotación de la obra teatral, nos dice que lo hace tan bien que «el propio autor tiene la turbadora sensación de que a veces se trataba realmente de Garfio». En el final, muerto Garfio a manos del cocodrilo, Peter acabará asumiendo tranquilamente su rol, vistiendo sus ropas, cogiendo su boquilla doble para dos cigarros y convirtiéndose en el capitán de su barco, aunque todo sabemos que eso no quiere decir gran cosa: que para el niño que no quiere crecer todo juego se agota más pronto que tarde.
Tienen razón los buenos lectores (y los psicoanalistas más maliciosos): una fuerte corriente de sexualidad recorre entre líneas (o no tan entre líneas) el libro. Peter Pan es radicalmente asexuado (como mucho manifiesta una virilidad en su sentido más ingenuo), pero no lo son las mujeres que lo rodean. No lo es Campanilla, tan activa en ese sentido como en el film (el personaje creado por los genios de la Disney siempre ha parecido, con justicia, más propio de una película para adultos), dispuesta a que Wendy muera por puros celos. Y no lo es Wendy claro, si bien en su caso debe hablarse más bien de atracción sentimental al modo más romántico: ¿habrá algo más sabroso que ese juego simbólico de términos entre besos y dedales, provocado porque Peter no sabe lo que es un beso y la muchacha, sonrojada, le da su dedal cuando este le pide que le enseñe qué cosa es aquello?
Peter nunca se da cuenta de la atracción que despierta en las mujeres: solo sabe que estas quieren que él sea «algo suyo» (así se lo dice la princesa india, Tigridia), sin explicarle qué, salvo que, desde luego, no es ser su madre. En concreto, no advierte el deseo brutal que despierta en Campanilla, la cual, exasperada, constantemente le llama You silly ass!, traducida como ¡cretino! o ¡imbécil! en Alianza y Valdemar, pero que más bien responde al crudo ¡tonto del culo! de la versión Cátedra. Es un hada iracunda, soez y deslenguada, y es divertido que Barrie nos aclare que es porque estas criaturas, al ser tan pequeñas, solo tienen tamaño para un sentimiento cada vez, que por tanto, mientras reina las ocupa por entero.
[Quien no haya leído directamente el final de este libro debe dejar de leer aquí]
Como ya he señalado, cuando Barrie publicó la novela en 1911, añadió como capítulo final el acto que había concebido en 1908 bajo el nombre Cuando Wendy creció, y que en vida del autor solo se representó en una única función. Ahora bien, el libro no podría concebirse sin él. La profunda tristeza que desprende la obra no depende únicamente de esta conclusión, pero es el más coherente corolario que aquella necesitaba. A lo largo del relato, el lector ya ha tenido la sensación de que la atmósfera parece bañada por una luz levemente crepuscular: por activos que sean los sucesos que se narra, por alegres las peripecias y por divertidas las aventuras, se tiene siempre la sensación de que todo está a punto de apagarse para siempre. De hecho, el desarrollo acabará corroborándolo: la aventura que viven Wendy, John y Michael (y los niños perdidos, aunque al principio no puedan ni imaginarlo) en el País de Nunca Jamás es el canto del cisne antes de enfrentarse a la responsabilidad del mundo adulto.
Barrie, implacable, nos cuenta cómo todos esos niños se convierten en aburridos empleados (quizá solo salva a Michael, pues acaba haciéndolo maquinista de tren: hurra por él). Y deja que Wendy sea la única consciente de lo que han perdido, y que se vea desoladoramente enfrentada a su decisión de crecer, puesto que Peter Pan seguirá apareciendo de vez en cuando (en la despedida, prometió volver cada año para llevársela por una semana a Nunca Jamás para hacer la «limpieza de primavera», aun cuando el desmemoriado apenas lo hará un par de ocasiones), ya eterno niño mientras que ella, avergonzada, va creciendo hasta el momento (humillante y triste) en que, cuando Peter aparece en su busca ella ya es madre de otra niña, Jane, que será quien acabe tomando su papel y marchando con el héroe.
En las líneas finales de Peter Pan, bajo la aparente alegría que produce la renovación del ciclo de los juegos, con la hija de Wendy sustituyendo a su madre, en realidad lo que queda es la más amarga sensación de derrota. El niño que no quiere (¿o no puede?) crecer seguirá siendo «alegre, inocente y sin corazón». Seguirá viviendo una sucesión de aventuras sin fin, pero el lector (al menos el lector que ya está en la madurez, que ya tampoco puede crecer pues ahora sencillamente envejece) acaba intuyendo oscuramente que el País de Nunca Jamás, como un círculo de Moebius, tal vez no sea sino otro avatar del eterno mito de Sísifo: un bucle en el que la repetición, aun bajo el disfraz de la alegre irresponsabilidad de la infancia, supone un castigo de no se sabe qué dios misterioso. Tal vez ese sea el mensaje de James Matthew Barrie. Él no creció (al menos no en estatura) pero vio como los niños para quienes creó Nunca Jamás sí lo hacían, y un buen día dejaron de poder volar. Los niños Llewelyn Davies dejaron de creer en las hadas, uno murió en la guerra, otro parece que se suicidó; todos vivieron sus vidas como adultos, aun cuando nunca dejaran de querer con cariño a ese hombrecito que pobló sus sueños infantiles. En su fábula, es Peter Pan el que olvida (a Garfio, a Campanilla, a los niños perdidos: a todos menos, significativamente, a Wendy). En la realidad, Barrie acabó siendo Wendy, la persona que se queda sola mientras los demás se han ido, pensando en que quizá vivir (la vida real) no haya sido una aventura tan maravillosa.
1 Son múltiples las ediciones y traducciones de Peter Pan que ahora mismo pueden encontrarse en España. Las que yo he tengo y a partir de las cuales he redactado este artículo son la de Mauro Armiño para Valdemar, la de Ana Belén Ramos y Javier Fernández para Cátedra, y la de Nazaret de Terán Bleiberg para Alianza, que es mi favorita, porque es la que posee mayor belleza literaria.
2 Para una lectura de las claves simbólicas y los múltiples significados que pueden darse a la obra de Barrie, recomiendo el excelente estudio Todos crecen menos Peter (Lengua de Trapo, 2009), de Silvia Herreros de Tejada, imprescindible complemento a la lectura de los originales.
Peter Pan y Pinocho son los personajes infantiles más amorales que podría haber en la literatura (al menos, la «clásica». Después llegarían William Brown y Pippa Mediaslargas), pero que reflejan muy bien el mundo de los niños lejos de la nostalgia y la idealización de esa etapa: para Peter es el Aquí y el ahora, su memoria es muy breve y sus rencores duran tan poco como su afecto.
Igual de interesante es la figura de Garfio, en la que junto a la interpretación bufonesca de Disney, donde encarna la figura del adulto colérico, también tiene lugar la de la versión en imagen real del 2003, que con sus aspectos fallidos y ese amago de romance preadolescente que parece no acertar con el personaje principal, si que acierta en la encarnacion de un Garfio amenazador y ambiguo, casi la del adulto como peligro. El que hubieran recurrido deliberadamente al mismo actor para interpretar al padre de los Darling fue un golpe de genio.
Al parecer, desde las primeras representaciones de la obra el actor que encarna a Garfio y al señor Darling es el mismo, y el motivo parece estar en relación con las leyes de la pantomima, el espectáculo en que Barrie se inspiró inicialmente para su Peter Pan. Ahora bien, en el momento en que se estrenó la película de 2003, y sin la menor referencia, es evidente que era una idea audaz. Esta película es un intento muy interesante de leer la novela desde una mirada claramente adulta, sobre todo en lo relativo al sexo.
En fin, Pinocho y Peter Pan (y Alicia) están vinculados por numerosos puntos en común tanto en concepción como en contenido, intenciones, etcétera. Y por supuesto, por Walt Disney, que en los tres casos consiguió tres películas magníficas y tres versiones diferentes y complementarias de las tres novelas.
Excelente. La magia de José Miguel escribiendo es uno de los grandes regalos de este mundo digital.
¿Qué puedo decir sino que, viniendo de un escritor tan admirado, para mí supone un elogio mayúsculo?
Excelente texto. Me ha encantado. No he leído Peter Pan. Ahora tengo claro que debo hacerlo. No se si has leído por cierto Jardines de Kesington de Rodrigo Fresán. Creo que es un libro al que le podrías sacar mucho partido.
Muchas gracias, Alejandro. No he leído ese libro de Fresán, aunque ya más de uno me lo ha comentado, con lo cual lo buscaré. Peter Pan ha inspirado diversas novelas y variaciones: yo conozco algún libro y, sobre todo, las películas. También hay un cómic francés, de Loisel, que tiene buena pinta y llevo buscando un tiempo. El personaje, desde luego, es fascinante, y el libro una joya. Seguro que te va a interesar.
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